Debió haber sido una velada magnífica y fue un auténtico fracaso.
Cada año, el primer domingo de enero, Jacques y Bérengère Clavert daban una fiesta «muy informal». Nada de corbata, ni chaqueta, ni protocolo. Una reunión de amigos con niños revoloteando, pantalones arrugados y jerséis sobre los hombros. «Venid a celebrar el invierno a casa de Jacques y Bérengère», se podía leer en las invitaciones. Era una forma de cortejar a personajes importantes mezclándolos con las amistades, de dar al conjunto un aire de sencillez, de intercambiar tarjetas de visita y confidencias entre gritos de los críos y descripciones de las fiestas navideñas. Jacques y Bérengère podían así medir su nivel de popularidad y verificar si seguían «en estado de gracia».
Les bastaba con contar el número de invitados presentes y sopesar su valor. Un directivo importante valía por tres amigas de Bérengère, pero si una amiga de Bérengère venía acompañada por su marido directivo importante ganaba puntos suplementarios.
Y además…
Y además, se decía Bérengère, dar un toque alegre a este principio de año no le haría ningún daño a nadie. Las caras estaban tristes y las conversaciones, pesimistas. Se trataba casi de hacer una obra de caridad, pensó mientras se enfundaba un vestido de tubo negro y se felicitaba por su vientre plano, por sus caderas estrechas. ¡Ni un gramo de celulitis, ni una sola estría, a pesar de mis cuatro hijos! Todavía podré aguantar una buena temporada. A condición de encontrar al hombre que…
Su última cita romántica había terminado de forma repentina. Y sin embargo… Él era guapo, tenebroso, soltero, con mucho pelo. Sus muñecas bronceadas, salpicadas de vello negro, le atraían terriblemente. Un hombre que recorría los desiertos para instalar pozos de perforación vertical por cuenta de una empresa americana. Se imaginaba jugueteando con sus rizos morenos, rodando sobre sus pectorales, embriagándose con su olor a hombre fuerte que abate a la fiera que ronda las cercanías de la perforación. Había despertado de su fantasía de manera brusca cuando, en el momento de pagar la cuenta, él había sacado una tarjeta de crédito… azul. ¿Todavía existen?, se había preguntado, con los ojos como platos. Había bostezado y pedido al pocero que la llevara a su casa. Una migraña repentina. Un enorme hastío. Había pasado ya la edad en la que uno invierte sin pensar. Esa tarjeta de crédito azul la había devuelto a sus años jóvenes, cuando besaba al primero que se atrevía a frotarse con su aparato dental aunque no tuviera suficiente dinero para invitarle a una Coca-Cola. Tengo cuarenta y ocho años, debo invertir. Encontrar un sustituto, con una tarjeta Oro o Platino, o mejor, una Infinite negra por si Jacques me despide. Es una posibilidad cierta. No hay más que ver la hora, cada vez más tardía, a la que vuelve por las noches… Va a terminar no volviendo nunca más y yo me quedaré a dos velas. Acumulando polvo en la estantería de mujeres divorciadas. A mi edad, una mujer sola es una especie en peligro.
Decoraban las mesas, diseminaban velas perfumadas y ramos de flores, desplegaban bonitos manteles blancos, colocaban cubiteras para el champaña, golosinas ácidas, sorbetes multicolores, pero sobre todo, sobre todo, se esperaba la entrada en escena de las pirámides de buñuelos de crema que Bérengère fingía preparar en persona, y que Jacques iba a buscar a escondidas a una panadería-pastelería del distrito quince. En el establecimiento de una tal señora Keitel, una austriaca jovial sin cuello ni barbilla, pero con una sonrisa eterna grabada en tres collares de grasa.
Jacques Clavert refunfuñaba. Con el paso de los años le resultaba cada vez más penoso participar en aquella mascarada. Iba de mala gana, maldiciendo a su mujer, a las mujeres en general, por su mezquindad y su hipocresía, los hombres somos unos enanos, gruñía, unos pobres enanos a los que las mujeres tienen agarrados de las orejas. Rozaba el alerón del Rover al salir del aparcamiento, se pillaba un dedo con una caja de buñuelos, renegaba, sentía que le espoleaba el aguijón del odio y se marchaba del establecimiento de la señora Keitel prometiéndose que no volvería a hacerlo, que un día se chivaría.
Y así salvaría su alma.
—Ah, pero ¿tú tienes alma? —decía Bérengère encogiéndose de hombros.
—¡Tú búrlate! Uno de estos días, te delataré…
Bérengère sonreía mientras lanzaba un chorro de laca sobre su flequillo moreno y tamborileaba un dedo irritado sobre tres nuevas arruguitas alrededor de sus ojos castaños.
Su marido amenazaba, pero nunca pasaba a la acción.
Su marido era un gallina.
Ella lo sabía desde hacía mucho tiempo.
Los buñuelos de crema de Bérengère eran la apoteosis de la velada.
Se hablaba de ellos antes y después, los imaginaban y los esperaban con ansia, los anunciaban y contemplaban y, por fin, los cogían y los degustaban, con los ojos cerrados, erguidos y serios, emocionados, casi apasionados; y toda mujer ambiciosa, todo hombre sin piedad se convertía, durante el momento del buñuelo, en un ser inocente y dulce. Para optar al derecho de probar los buñuelos de crema de Bérengère Clavert, se reconciliaban enemigos irreductibles, las mejores amigas volvían a convertirse en amigas de verdad, las lenguas aceradas se cubrían de miel. Todo el mundo se preguntaba cómo hacía Bérengère para obtener esa cremosidad, esa mezcla, ese caramelizado tan fino…, pero la pregunta no flotaba demasiado tiempo en el aire: una sacudida de placer borraba todo espíritu crítico.
Esa tarde, mientras el servicio estaba en plena tarea, Bérengère Clavert entró en la habitación conyugal y se extrañó de encontrar a su marido tumbado sobre la cama, en calzoncillos y calcetines negros. Leía Le Monde Magazine, suplemento que apartaba cada viernes para que le ocupara el domingo. Su mayor empeño era resolver el sudoku «experto» o «muy difícil» que publicaba la revista en las últimas páginas. Cuando lo conseguía, lanzaba un grito animal, golpeaba el aire con los puños y vociferaba I did it, I did it[44], únicas palabras en inglés que había conseguido aprender.
—¿No vas a buscar los buñuelos? —preguntó Bérengère, intentando dominar la cólera que nacía dentro de ella al ver a su esposo en tan negligente indumentaria.
—No iré nunca más a buscar los buñuelos —respondió Jacques Clavert sin levantar la nariz de su sudoku.
—Pero…
—No volveré a buscar los buñuelos… —repitió colocando un 7 y un 3 en una casilla.
—Pero ¿qué van a decir nuestros amigos? —consiguió balbucear Bérengère—. ¿Sabes hasta qué punto…?
—Se sentirán terriblemente decepcionados, ¡y tendrás que contarles alguna mentira!, ¡y de las gordas!
Levantó la cabeza hacia ella y añadió con una gran sonrisa:
—¡Y yo me moriré de risa!
Y volvió a su tarea de rellenar el casillero.
—¡Pero bueno! ¡Jacques! ¡Te has vuelto loco!
—Para nada. Al contrario, acabo de recuperar la cordura. No volveré a ir a buscar los buñuelos nunca más y, mañana mismo, me voy de esta casa…
—¿Y se puede saber adónde vas? —interrogó Bérengère, cuyo corazón se aceleró.
—He alquilado un apartamento de soltero, en la calle Martyrs; me voy a retirar allí, con mis libros, mi música, mis películas, mi trabajo y mi perro. Te dejo a los niños… Los recogeré los domingos por la mañana y te los volveré a traer por la noche. No tengo sitio para alojarles.
Bérengère se dejó caer sobre el borde de la cama. La boca abierta, los brazos inertes. Sentía cómo la desgracia invadía la habitación.
—¿Y eso lo sabes desde hace mucho?
—Desde hace tanto tiempo como tú… No me digas que te sorprende. Ya no nos llevamos bien, ya no nos soportamos, fingimos que… Nos mentimos como bellacos. Es agotador y estéril. A mí todavía me queda mucho tiempo que vivir, y a ti también, aprovechémoslo, en lugar de destrozarnos la vida mutuamente…
Había pronunciado esas palabras sin levantar la cabeza de la revista, con la mente todavía inmersa en el misterio de las cifras japonesas.
—¡Eres odioso! —consiguió decir Bérengère.
—Ahórrate los insultos, los llantos y el rechinar de dientes… Te dejo a los niños, la casa, pagaré los gastos corrientes y Dios sabe que ese nombre les viene al pelo porque ¡hay que ver cómo corren! Pero lo que quiero es estar en paz con P mayúscula…
—¡Esto te va a costar caro!
—Me costará lo que me dé la gana que me cueste. Tengo un informe de tus diferentes adulterios. No me gustaría tener que utilizarlo… Para ahorrárselo a los niños.
Bérengère apenas escuchaba. Pensaba en sus buñuelos. Una velada en casa de los Clavert sin buñuelos de crema sería un fracaso. Sus buñuelos eran famosos en el mundo entero. No existían adjetivos suficientes para calificarlos. Iban desde «encantador» hasta «milagroso», pasando por «lo nunca visto», «Oh, mon Dieu! Oh! My God!», «knock out», «maravillosos», «deliziosi», «diviiiinos», «köstlich», «heerlijk», «wunderbar». Una noche, un hombre de negocios ruso había soltado un sonoro «kraputchovski» que significaba, según le habían dicho, «pasmoso» en lenguaje samovar. Sus buñuelos eran su medalla al mérito, su diploma universitario, su danza del vientre. Le habían propuesto mucho dinero para que revelase la receta. Ella se había negado, asegurando que se transmitía de madre a hija y que tenía prohibido contársela a un extraño.
—Te propongo un trato: nos separamos pacíficamente, pero me vas a buscar los buñuelos…
—¡No volveré a ir a buscar tus buñuelos! Y te interesa que nos separemos pacíficamente, querida. Te recuerdo que cuando me casé contigo te llamabas Bérengère Goupillon[45]… ¿Quieres volver a esa miseria?
Bérengère Goupillon. Había olvidado que, antaño, llevaba ese apellido. Se irguió, herida en lo más profundo. ¡Goupillon! ¡Él podía exigir que recuperase su apellido de soltera!
Bajó la cabeza y musitó:
—No quiero volver a llamarme Goupillon.
—Por fin entras en razón… Podrás conservar mi apellido si continúas en buena disposición —declaró, haciendo un gran gesto con la mano, como Nerón perdonando al gladiador destrozado por los leones—. Y puedes ir tú a buscar los buñuelos… Yo recibiré a los invitados cuando haya terminado el sudoku.
Eso era impensable. No podía marcharse así. No tenía las uñas secas, no había terminado de dibujarse el contorno de los ojos ni había elegido los pendientes. Debía encontrar a alguien que le hiciese ese favor.
Pensó con rapidez.
¿Los filipinos contratados para la velada?
Jamás les dejaría, jamás, las llaves de su Mini. Ni las del Rover de Jacques. Y podrían irse de la lengua…
¿Su mejor amiga?
Hacía muchísimo tiempo que no tenía ninguna…
Cogió su móvil. Leyó la lista de nombres. Encontró a Iris Dupin y se dio cuenta de que no la había borrado de la agenda. Iris Dupin. Había sido lo más parecido a una «mejor amiga». Algo mordaz, cierto, se podría decir incluso que era realmente despiadada…, pero bueno… Ella nunca habría ido a buscar los buñuelos. Se habría cruzado de brazos y habría contemplado cómo se hundía. Con la misma sonrisita complacida que Jacques en calcetines sobre la cama. Se le escapó una risita nerviosa. Se calmó. Iris quizás no, pero su hermana… La buena de Joséphine… La hermanita de los pobres y desamparados. Siempre dispuesta a prestar servicio. Joséphine irá a buscarme los buñuelos.
La llamó. Le explicó de qué se trataba. Confesó su culpa. A ti puedo decírtelo porque eres buena, buena de verdad, pero los demás… si supiesen… no volverían a dirigirme la palabra… Joséphine, por favor, ¿irías a buscarme los buñuelos de la señora Keitel? No está lejos de tu casa… En recuerdo de Iris… Sabes cuánto nos queríamos, ella y yo… Me salvarías la vida… y Dios sabe que mi vida no va a ser fácil, si Jacques me abandona… ¡Porque me abandona! Acaba de decírmelo, hace dos minutos y medio…
—¿Te abandona? —repitió Joséphine, mirando la hora. Las seis y diez… Zoé estaba en casa de Emma. Tenía previsto cenar un plato de sopa y meterse en la cama con un buen libro.
—¡No sé lo que voy a hacer! ¡Sola con cuatro niños!
—Se sobrevive, ¿sabes? Yo he sobrevivido…
—¡Pero tú eres fuerte, Jo!
—No más que cualquiera…
—¡Sí, eres fuerte! Iris decía siempre «Jo es una luchadora escondida bajo un corazoncito de oro…».
Había que engatusarla, seducirla discretamente, cubrirla de cumplidos. Para que vaya deprisa, deprisa a buscar los malditos buñuelos. Dentro de una hora, los primeros invitados empezarían a colgar sus abrigos en el guardarropa.
—Me sacarías de un auténtico atolladero, ¿sabes?…
Y Joséphine recordó a Iris pronunciando exactamente las mismas palabras, «un auténtico atolladero»…[46] Iris, suplicándole que escribiese el libro en su lugar. Los grandes ojos azules de Iris, la voz de Iris, la sonrisa irresistible de Iris, Cric y Croc se comieron al Gran Cruc que creía poder comérselas…
Aceptó. Si puedo servirte de ayuda, Bérengère, iré a buscar los buñuelos… Dame la dirección.
Anotó la dirección de la señora Keitel. Anotó que todo estaba pagado. Que había que pedir factura para que Jacques pudiese deducir los buñuelos de los impuestos, muy importante, Joséphine, muy importante, si no ¡se va a poner como una fiera! Debes coger las cajas grandes. Colocarlas horizontalmente sobre el asiento trasero y conducir despacio para que no se desplacen, se aplasten o se derramen.
—Y además… Oye, Jo, ¿te importaría entrar por la puerta de servicio? Preferiría que no te vieran…
—No hay problema. ¿Tiene código?
Apuntó el código.
—Y después, te unirás a nosotros en la fiesta.
—¡Oh, no! Me vuelvo a casa… Estoy cansada.
—¡Venga! ¡Beberás una copita de champaña con nosotros!
—Ya veremos, ya veremos —dijo Joséphine, sin comprometerse.
Los primeros invitados llegaron a las siete y diez.
Entregaron sus abrigos a la pequeña filipina que se encargaba del guardarropa.
Entraron en el primer salón abriendo completamente los brazos, y abrazaron a Bérengère sin cerrarlos. Preguntaron por Jacques. En su habitación, preparándose, respondió Bérengère rogando al Cielo para que terminase su sudoku lo antes posible.
A las siete y media, Joséphine pasó por la puerta de servicio, dejó las pesadas cajas de buñuelos sobre la mesa de la cocina y pidió que avisasen a Bérengère de su presencia.
Bérengère entró como una tromba en la cocina y le dio las gracias besándola desde lejos. Gracias, gracias, ¡me has salvado la vida! ¡No tienes la menor idea! Estaba desesperada, ¡a punto de hacerme el harakiri! Pero ¿tan importantes son esos buñuelos de crema?, se preguntó Joséphine, observando la expresión trastornada de Bérengère, que contaba y recontaba sus buñuelos.
—¡Perfecto! Están todos. ¡Sabía que podía contar contigo! ¿Y la factura? No la habrás olvidado, espero…
Joséphine buscó, pero no la encontró. Bérengère decretó que, al fin y al cabo, no importaba tanto; ya no era problema suyo, puesto que iban a divorciarse. Podía desentenderse.
Pidió a un empleado que la ayudara a repartir los buñuelos en bandejas para llevarlos después hasta la gran mesa del segundo salón.
—Pero ¿cuántos salones tienes? —preguntó Joséphine, divertida.
—Tres. Cuando pienso que él va a refugiarse en un apartamento de soltero… Ha perdido el juicio. Pero eso no es nada nuevo. ¡Ya hace algún tiempo que no entiendo nada de lo que piensa! Al principio, creí que tenía una amante… Pero ¡ni eso! Simplemente está harto. De qué exactamente, no lo sé. Y además, me trae sin cuidado… Llevo mucho tiempo buscándome un sustituto.
Miró a Joséphine y pensó en Philippe Dupin. Ese último habría sido realmente la presa ideal. Rico, seductor, culto. Le habían contado que sentía debilidad por Joséphine. Incluso que ellos…
—Hace tiempo pensé en Philippe Dupin… pero me he enterado de que vive con alguien…
—Ah… —dijo Joséphine, agarrándose al borde de la mesa. Sintió que le desfallecían las piernas y que no podría mantenerse en pie.
—Tengo una amiga en Londres… Me llamó ayer. Parece ser que vive con una chica. ¿Cómo se llamaba? Debbie, Dolly… ¡No! Dottie. Se ha instalado en su casa con todas sus cosas. Sin pedirle opinión. ¡Lástima! Me gustaba. ¿Te pasa algo? ¿Te encuentras mal? Te has puesto pálida.
—No, no… Estoy bien —murmuró Joséphine, agarrada a la mesa para no caerse.
—Porque durante algún tiempo oí decir que estabais muy unidos…
—¿Eso decían? —respondió Joséphine, oyendo su voz como si no fuese suya.
—No se dicen más que tonterías. Y no es justo en tu caso. No es tu estilo eso de quitarle el marido a tu hermana…
Las interrumpió una mujer que, al entrar en la cocina, vio los buñuelos y se lanzó sobre la bandeja gritando ¡divinos, divinos! Bérengère le dio un cachete en los dedos. La golosa se excusó con expresión de niña mala.
—¡Hala, vamos! —exclamó Bérengère—, haced el favor de salir de la cocina las dos… En cuanto termine de colocar mis buñuelos estaré con vosotras…
Joséphine aceptó una primera copa de champaña. Se sentía sin fuerzas. Débil, muy débil. Después bebió una segunda, y una tercera. Una extraña sensación de levedad inundó su cuerpo. Un hormigueo de placer. Paseó la mirada por la sala y descubrió a la gente que la rodeaba.
Eran los mismos.
Los mismos que veía en casa de Philippe e Iris cuando tenían invitados.
Personas que hablan muy alto. Que lo saben todo. ¿Que hojean un libro? Lo han leído. ¿Que leen la reseña de un espectáculo? Lo han visto. ¿Que oyen un nombre? Es su mejor amigo. O su peor enemigo, ya no lo saben exactamente. A fuerza de mentir, se creen sus propias mentiras. Una noche, adoran, al día siguiente, detestan. ¿Qué ha pasado para que cambien de opinión? Lo ignoran. Les gustó una ocurrencia malévola o valoraron un comentario ingenioso. Convicciones, ni una. Análisis profundos, todavía menos. No tienen tiempo. Repiten lo que han oído, a veces lo repiten a la misma persona de quien lo escucharon.
Les conocía de memoria. Podía cerrar los ojos y describirlos.
No tienen ideas, sino rebotes. Emplean palabras grandilocuentes con las que se regodean, hacen una pausa para juzgar el efecto, levantan una ceja para advertir al imprudente que se atreva a contradecirles, y retoman su discurso ante un auditorio extasiado.
Su pensamiento no es más que humo. Todos entonan la misma cantinela. No tienen más que aparentar que… y unirse al coro, para evitar que te consideren un pánfilo.
Joséphine pensó en Iris. Ella se sentía a gusto en ese entorno. Aspiraba ese aire fétido como una gran bocanada de aire puro.
El piso era una sucesión de salones, alfombras, cuadros colgados en las paredes, sofás mullidos, chimeneas, pesadas cortinas. Empleados filipinos atravesaban las habitaciones llevando bandejas más grandes que ellos. Sonreían, disculpándose por ser tan endebles.
Reconoció a una actriz que, en otra época, había protagonizado las portadas de las revistas. Debía de tener unos cincuenta años. Se vestía como una adolescente, jersey por encima del ombligo, vaqueros ajustados, bailarinas y se reía con cualquier cosa retorciendo sus mechones morenos ante la mirada de su hijo de doce años, que la observaba, incómodo. Debía de haber oído decir que reírse a carcajadas era síntoma de juventud.
Algo más lejos, una antigua belleza de largos cabellos rubios salpicados de mechas grises, célebre por sus tres maridos, a cada cual más rico, contaba que había abandonado definitivamente toda seducción. A partir de entonces, cuidaba de su alma y ponía su vida en manos del Dalai Lama. Bebía agua caliente con una rodaja de limón, meditaba y buscaba una niñera para su marido, para poder proseguir su búsqueda espiritual sin verse frenada por obligaciones sexuales. ¡El sexo! ¡Cuando pienso en la importancia que se le da en nuestra sociedad!, se indignaba, azotando el aire con la mano con expresión exasperada.
Otra iba colgada del brazo de su marido como una ciega del arnés de su lazarillo. Él le daba golpecitos en el brazo, le hablaba suavemente y contaba con vehemencia detalles de su último descenso de un glaciar con su amigo Fabrice. Su mujer no parecía recordar quién era Fabrice y babeaba. Él le secaba la boca con ternura.
¡Y ese hombre hinchado de bótox! Iris le había contado que calzaba un cuarenta y uno, se compraba los zapatos del cuarenta y seis y les metía unos calcetines enrollados para exhibir unos pies grandes y hacer creer que tenía un sexo enorme. Cuando dibujaba —era arquitecto de interiores—, un asistente sacaba punta a los lápices y se los daba en mano. Hacía venir a un peluquero desde Nueva York una vez al mes para que le cortara el pelo y le hiciera reflejos. Precio del desplazamiento: tres mil euros. Billete de avión incluido, alardeaba. Al fin y al cabo, no sale tan caro…
Joséphine los iba reconociendo uno por uno.
E iba encadenando copas de champaña. La cabeza le daba vueltas.
¿Qué estoy haciendo aquí? No tengo nada de que hablar con toda esa gente.
Se dejó caer en un sofá y rezó para que nadie le dirigiese la palabra. Voy a desaparecer poco a poco, me difuminaré y llegaré a la salida.
Y entonces…
Y entonces aparecieron los buñuelos. Hicieron su entrada en el salón, presentados en bandejas de plata por los filipinos. Se oyeron gritos, estallidos de aplausos, seguidos de un tumulto hacia las mesas donde fueron depositados.
Joséphine aprovechó para levantarse, cogió el bolso y se disponía a marcharse cuando Gaston Serrurier le cerró el paso.
—Vaya, vaya… ¿Tomando notas en casa de los ricos y depravados? —preguntó con tono sarcástico.
Joséphine enrojeció vivamente.
—Así que yo tenía razón. Es usted una espía. ¿Para quién trabaja? Para mí, espero… Para su próxima novela…
Joséphine balbuceó no, no, no estaba tomando notas.
—¡Hace usted mal! Esta reunión es un nido de anécdotas. Conseguiría material para escribir las Cartas de Madame de Sévigné, eso la alejaría un poco del siglo doce. Y a mí me vendría estupendamente. Observe, por ejemplo, a esa pareja tan conmovedora…
Y señaló con el mentón a la mujer que colgaba del brazo de su marido.
—También a mí me han parecido los únicos enternecedores —dijo Joséphine.
—¿Quiere que le cuente su historia?
La cogió por el codo y la acompañó a un sofá donde se instalaron uno junto al otro.
—Aquí estamos bien, ¿no? Como en el cine. Míreles. Lanzándose todos sobre los buñuelos de crema de Bérengère. Parecen enormes moscas voraces, moscas a las que se engaña fácilmente… Porque no es Bérengère quien hace esos deliciosos buñuelos. Es la señora Keitel, pastelera del distrito quince. ¿Lo sabía?
Joséphine fingió ofenderse ante esa maledicencia.
—No, no, no —canturreó Serrurier—. Es inútil… Miente usted muy mal. La he visto entrar subrepticiamente por la puerta de servicio, encorvada por el peso de los buñuelos; incluso se le ha caído la factura. ¡Eso no le va a gustar a Jacques! No podrá incluir los buñuelitos en sus gastos de representación…
Se metió la mano en el bolsillo, exhibió la factura y la devolvió cuidadosamente a su sitio. Joséphine resopló y se tapó con la mano. Se sentía mejor y tenía ganas de reír.
—Así que por eso la ha invitado… —siguió Gaston Serrurier—. Me preguntaba pero ¿qué hace en esta reunión esta mujer deliciosa y delicada? ¡Debí imaginármelo! Jacques ha desertado, Bérengère la ha llamado en el último minuto y usted ha dicho sí, claro… En cuanto se presenta un trabajo, acaba haciéndolo usted. Debería refundar las hermanitas de los pobres o abrir una sucursal de los Restos du cœur[47]…
—Lo pienso a menudo… Sólo con lo que irá a parar a la basura esta noche… Me pone enferma imaginarme todo este desperdicio.
—Lo que yo pensaba. Deliciosa y delicada…
—Lo dice usted como si dijese estúpida y boba…
—¡Nada de eso! Yo soy fiel al sentido de las palabras y mantengo mi opinión sobre usted…
—Nunca se sabe si está usted de broma o habla en serio…
—¿Y no cree que es mejor así? Resulta muy aburrido vivir con alguien previsible. Debe de aburrirse uno enseguida. Si hay algo que detesto en esta vida es el aburrimiento… Podría matar por aburrimiento. O morder. O poner una bomba.
Se pasó la mano por el pelo y añadió con tono de niño castigado:
—Y además, ¡no puedo fumar! Tendría que salir, y prefiero quedarme con usted… ¿Le molestaría que la cortejara?
Joséphine no supo qué contestar. Se miró la punta de los zapatos.
—La estoy aburriendo manifiestamente.
—¡Oh, no! —protestó, horrorizada ante la idea de haberle herido—. Pero es que se está desviando, debía usted contarme la historia de esa pareja que me parece tan conmovedora.
Gastón Serrurier esbozó, tomándose su tiempo, una sonrisa tenue y cruel.
—Espere un poco antes de malgastar la emoción… No se embale, es un asunto curioso que huele a azufre y a agua bendita…
—Lo disimulan muy bien…
—Podría decirse así…
—Podría ser una nueva versión de Las diabólicas.
—En efecto. Habría que contárselo a Barbey d’Aurevilly, ¡lo añadiría a su antología! Resumo: ella viene de una familia rica, católica, provinciana. Él procede de un entorno modesto, un parisino de barrio. Ella es tímida, vergonzosa, ingenua, ha aprobado el bachillerato con cierta dificultad. No importa, su fortuna reemplaza a cualquier diploma. Él la conoce en la autoescuela, la seduce y se casan siendo ella muy joven, muy virgen. Y estando muy enamorada…
—¡Un auténtico cuento de hadas! —exclamó alegremente Joséphine, cada vez más a gusto en compañía de ese hombre.
Le hacía reír todo lo que decía. Ya no se sentía tan extraña en ese salón.
—¡Y aún no ha terminado! —contestó él, poniendo cara de suspense—. De hecho, no sé si debería contarle todo esto. ¿Merece usted que se lo confíe?
—Le juro por lo más sagrado que no diré nada… De hecho, de la gente que conozco, no veo a quién podría interesarle…
—Tiene usted razón… No ve usted a nadie, no sale nunca, salvo para ir a misa. Con una mantilla larga en la cabeza y el rosario anudado a la muñeca…
—Prácticamente es así… —respondió Joséphine echándose a reír.
Se había puesto a reír como una niña. Y de golpe se volvió bella, deslumbrante, luminosa. Como si la enfocara un proyector. La risa había liberado una belleza escondida que hacía brillar sus ojos, su piel, su sonrisa.
—Debería usted reírse más a menudo —dijo Gaston Serrurier mirándola con seriedad.
Joséphine sintió, en ese preciso momento, que se creaba un vínculo entre ellos dos. Una complicidad tierna. Como si él depositara un casto beso sobre sus párpados cerrados y ella lo recibiese en silencio. Como un pacto. Ella aceptaba su brutalidad generosa, él se sentía conmovido por su inocencia risueña. Él la estimulaba, la hacía reír, ella le asombraba, le enternecía. Menudos amigos vamos a ser, pensó Joséphine fijándose por primera vez en su nariz larga y recta, su tez bronceada, sus negros cabellos de hidalgo, dulcificados por mechas blancas.
—Bueno, prosigo… Una boda bonita… Un precioso piso regalado por los padres de ella, un hermoso palacete en Bretaña perteneciente igualmente a los suegros. En fin, un buen inicio de vida en común. Él se puso inmediatamente manos a la obra para engendrar hijos con ella, dos hijos guapísimos, y… no volvió a tocarla nunca más. Ella apenas se extrañó, pensó que era lo normal en todas las parejas. Y entonces, un día, años más tarde, en una estación de esquí, ella olvidó el gorro de lana en su dormitorio —o más bien debería decir en el dormitorio conyugal—, volvió a subir y encontró a su marido… en la cama… con un amigo. Su mejor amigo. En plena acción. Fue una impresión terrible. Desde entonces ella vive bajo los efectos del Prozac y no suelta el brazo del hombre que la traicionó. Y aquí es donde la historia se vuelve remarcable… Él se ha convertido en el mejor marido del mundo. Atento, dulce, solícito, paciente. Puede decirse que, a partir de ese instante, de esa cruel desilusión, formaron por fin una pareja… Asombroso, ¿no?
—En efecto…
El amor es asombroso. Philippe dice que me quiere y duerme con otra. Ella deja su reloj sobre la mesita de noche antes de ducharse, se acurruca en sus brazos para dormirse…
—Y esa no es más que una historia entre otras muchas. Ninguna de las personas presentes, y digo bien, ninguna, lleva la vida que aparenta. Todos mienten. Algunos se alejan por completo de la realidad, otros se desvían un poco. Pero todos se salen del camino que afirman seguir… Pero usted, usted es diferente, Joséphine… Es usted una mujer extraña.
Posó su mano sobre la rodilla de Joséphine. Ella enrojeció vivamente. Él lo notó y le pasó el brazo alrededor de los hombros para terminar de ponerla nerviosa.
Ese abrazo afectuoso no le pasó desapercibido a Bérengère Clavert, situada un poco más lejos.
Dos niños habían llenado una jarra de zumo de naranja de buñuelos, que flotaban en la superficie, y aquello desentonaba.
Se disponía a llevar la jarra a la cocina cuando su mirada sorprendió el gesto de Serrurier…
Pero ¿qué tiene esa mujer de excepcional? ¡Philippe Dupin, el italiano del Medievo, Serrurier! ¿Quiere quedarse con todos o qué?, pensó enfurecida abriendo la puerta de la cocina.
Empujó a un filipino que se balanceó, a punto estuvo de derramar la bandeja que llevaba, y apoyó una mano para sostenerse sobre la placa candente de la cocina, soltó un grito, se recuperó y consiguió no romper nada. Bérengère se encogió de hombros, menuda idea ser tan bajito: ¡no se les ve detrás de las bandejas! Y volvió a su preocupación principal: Joséphine Cortès. Los caza con su aspecto de monjita asustada. ¡Ahora resulta que hay que hacer votos de castidad para seducir a los hombres!
Reprendió a una empleada que colocaba naranjas confitadas sobre una bandeja, una por una.
—¡Pero viértalas! ¡Si no seguirá ahí cuando todo el mundo se haya ido!
La joven la miró, atónita.
—¡Ah! ¡Olvidaba que no habla francés! You’re too slow! Hurry up! And put them directly on the plate![48]
—OK, señora —dijo la chica sonriendo como una tonta.
¿De qué sirve tener servicio si tiene que hacerlo todo una misma?, gruñó Bérengère saliendo de la cocina y colocando sobre la mesa una nueva jarra de zumo de naranja sin buñuelos flotantes.
Ese fue el momento que eligió Jacques Clavert para abandonar su habitación y saludar a los invitados.
Bajó las escaleras lenta, majestuosamente, realzando sus pasos con la amplitud de movimientos de un experto bailarín de tango, dando a la gente la oportunidad de admirarle con detalle. Se detuvo en el último escalón. Hizo una señal a Bérengère para que se reuniese con él. Esperó a que se pusiera a su lado. La enlazó y la pellizcó para que dejase de apretar los dientes. Ella emitió una risita de sorpresa y se apoyó en él. Jacques se aclaró la garganta y pronunció estas palabras:
—¡Buenas noches, queridos amigos! Me gustaría agradeceros que estéis presentes en esta velada… Agradecer también vuestra fidelidad, que renováis cada año. Deciros hasta qué punto me emociona veros en torno a los buñuelos de crema de nuestra querida Bérengère…
Aplaudió a su mujer volviéndose hacia ella. Bérengère se inclinó, preguntándose qué más iba a decir.
—… esos notables buñuelos que saboreamos deseándonos un buñuel año lleno de felicidad y de buñuelos sentimientos, con nuestras copas en la mano…
Hubo unas risitas que Jacques Clavert saboreó, orgulloso del efecto que producía.
—Me gustaría agradecer a mi mujer esta delicia anual…, ese esfuerzo culinario emérito… Pero quería también anunciaros una triste noticia… Pues, por desgracia, los buñuelos tiempos en que formábamos una buñuela entente han pasado a mejor vida. Los dos estamos agotados de nuestra vida conyugal. Y para ahorrarnos sufrimientos y conservar la sonrisa, hemos decidido separarnos en buñuelos términos. Querría pues informaros que, desde ahora y de común acuerdo, Bérengère y yo viviremos cada uno por nuestro lado. Y aseguraros que conservaremos de nuestra vida común un buñuelísimo recuerdo…
En ese momento surgió de la asistencia reunida al pie de la escalera un guirigay sordo de comentarios disparados en todas direcciones, ¿está loco, ha perdido la cabeza, ha bebido?
Jacques Clavert esperó a que se calmara el murmullo y prosiguió:
—No debéis preocuparos: Bérengère conservará el piso y se ocupará de los niños, yo me mudaré a la calle Martyrs, el barrio de mi infancia, que me trae buñuelos recuerdos. Quería anunciároslo con Bérengère a mi lado para acallar cotilleos y maledicencias, esos sobresaltos bien conocidos de nuestra vida social. Bérengère ha sido, todos estos años, una buñuela esposa, una madre ejemplar, y un ama de casa perfecta…
Le pellizcó de nuevo la cadera atrayéndola hacia sí para que conservase en el rostro la sonrisa crispada que había provocado con el primer pellizco y continuó:
—¡Pero todo lo buñuelo tiene un final! Yo me aburro, ella se aburre, nos aburrimos de estar juntos. ¡Así que mejor coger la libertad al vuelo que dejar volar el hastío que nos ahoga! Nos separamos con gracia, dignidad y respeto. Ya está, mis buñuelos amigos, ya sabéis todo o casi todo. Del resto sólo nos queda lo buñuelo. Como en tantas otras separaciones. Gracias por haberme escuchado y bebamos juntos a la salud de este nuevo año…
Un silencio glacial sucedió al jaleo precedente. Los invitados se miraron entre ellos, incómodos. Carraspeando. Consultando la hora, suspirando que era el momento de marcharse. Todas las cosas buenas tienen un final y los niños tienen clase mañana…
Hubo un movimiento en masa hacia el guardarropa. Se fueron marchando uno por uno, inclinándose ante los anfitriones. Bérengère balanceaba la cabeza como si comprendiese el sentimiento general de rápida retirada. Jacques Clavert se congratulaba: había saldado sus cuentas con los buñuelos y con su mujer.
Gaston Serrurier fue el último en partir, llevándose de la mano a Joséphine Cortès.
Se inclinó ante Bérengère, entregándole discretamente un papel doblado en cuatro. Susurró: «Ten cuidado, no la dejes por ahí, resultaría muy incómodo si cayese en manos malintencionadas…».
Era la factura.
En la calle, se giró hacia Joséphine y preguntó:
—Habrá usted venido en coche, supongo…
Ella asintió con la cabeza y se pasó el dorso de la mano sobre la frente para borrar un insistente dolor de cabeza.
—Voy a dejar mi coche aquí, volveré a buscarlo mañana. Creo que he bebido demasiado.
—Y usted no es de las que suelen beber demasiado.
Sonrió circunspecta, y asintió.
—Me siento un poco achispada esta noche. He bebido mucho porque estoy muy triste. No adivinaría usted hasta qué punto estoy triste.
—Triste y achispada. Vamos…, ¡sonría! Es el primer domingo del año.
Joséphine intentó caminar por el borde de la acera sin caerse. Extendió los brazos para conservar el equilibrio. Vaciló. Él la sujetó y la llevó hasta su coche.
—Voy a acompañarla a su casa…
—Es usted muy amable —respondió Joséphine—. ¿Sabe?, creo que me gusta mucho. Sí, sí… Cada vez que le veo, me infunde usted valor. Me siento guapa, fuerte, especial. Lo que en mi caso es… extraordinario. Incluso cuando me escupe usted el humo en plena cara, como el otro día en el restaurante… Tengo una idea para un libro. Pero no sé si debería contársela porque cambia constantemente. Tengo ideas, pero se evaporan. Se lo contaré cuando esté segura…
Se dejó caer sobre el asiento delantero del coche de Gaston Serrurier.
Tenía ganas de que la paseara por la noche de París. Sin destino preciso. Que recorriese los muelles. Tenía ganas de ver los reflejos negros del Sena, los brillos de la torre Eiffel, los blancos destellos de los faros de los coches. Que encendiese la radio y que se escuchara una suite italiana de Bach. Habría hecho como Catherine Deneuve en El amor es un extraño juego. Habría bajado la ventanilla, sacando la cabeza, cerrando los ojos, dejando que el viento jugara con su pelo y…
Se despertó a la mañana siguiente con un yunque, un martillo, una forja que le golpeaba la cabeza. Notó una presencia a su lado. Era Zoé.
Miró la hora. Las seis de la mañana.
—¿Estás enferma? —preguntó Zoé, con una vocecita inquieta.
—No —murmuró Joséphine incorporándose con dificultad.
—¿Puedo hablar contigo?
—Pero ¿no tenías que estar durmiendo en casa de Emma?
—Nos hemos peleado… ¡Ay, mamá! Tengo que hablarte… He hecho algo terrible, terrible…
Joséphine se recuperó inmediatamente. Se puso dos almohadas en la espalda, guiñó los ojos para mitigar la luz de la lámpara de la cabecera, acogió el peso de Du Guesclin sobre su cuerpo, le rascó, le acarició, le aseguró que era el perro más guapo del mundo, le devolvió a los pies de la cama y declaró:
—Te escucho, cariño. Pero antes, ve a buscarme una aspirina… O mejor dos… Me va a estallar la cabeza.
Mientras Zoé corría hasta la cocina, intentó recordar lo que había pasado la noche anterior… Enrojeció, se frotó las orejas, recordó vagamente a Serrurier dejándola al pie del edificio y esperando a que entrara en el vestíbulo para arrancar. ¡Dios mío! Había bebido demasiado. No estoy acostumbrada. No bebo nunca. Pero es que… Philippe y Dottie, Dottie y Philippe, la mesita de noche, su habitación, así que es verdad, duermen juntos, ella se ha instalado en su casa con todas sus cosas. Hizo un mohín y sintió cómo los ojos se llenaban de lágrimas.
—¡Aquí está, mamá!
Zoé le ofrecía el vaso y dos aspirinas.
Joséphine se tragó los comprimidos. Hizo una mueca. Cruzó los brazos. Declaró que estaba dispuesta a escuchar tratando de parecer lo más solemne posible. Zoé la miraba comiéndose las uñas como si no pudiese hablar.
—Preferiría que me hicieses preguntas… Sería más fácil. No sé por dónde empezar.
Joséphine reflexionó.
—¿Es grave?
Zoé asintió.
—¿Grave para siempre?
Zoé hizo una seña de que esa no era una buena pregunta. No podía responderla.
—¿Es algo que has hecho?
—Sí.
—¿Algo que no me va a gustar?
Zoé asintió bajando la cabeza.
—¿Algo terrible?
Zoé le lanzó una mirada de derrota.
—¿Es terrible o puede volverse terrible? Zoé, tienes que ayudarme…
—¡Ay, mamá! Es terrible.
Hundió el rostro entre las manos.
—¿Es algo entre Emma y tú? —preguntó Joséphine intentando atrapar el pie de Zoé para acariciarlo.
Debía de tratarse de una disputa pasajera. Zoé no se enfadaba nunca con nadie. Intentaba siempre hacer las paces.
—No puedes haber hecho algo tan terrible, mi amor. Es imposible…
—Ay, sí, mamá…
Joséphine atrajo a su hija contra sí. Respiró sus cabellos, sintió el olor del champú de manzana verde, pensó ¡era tan fácil cuando era un bebé! La acunaba, la besaba, le cantaba una canción y la pena desaparecía.
Entonó con voz suave había una vez un barquito chiquitito, había una vez…
Zoé se puso tensa y protestó.
—¡Mamá! ¡Ya no soy un bebé!
Y después soltó de golpe:
—Me he acostado con Gaétan.
Joséphine se sobresaltó. Así que era cierto…
—Pero me habías prometido que…
—Me he acostado con Gaétan y desde entonces, mamá, desde entonces…, él está raro.
Joséphine inspiró profundamente y reflexionó.
—Espera, querida… ¿Por qué estás triste? ¿Porque te has acostado con él traicionando tu promesa o porque, desde entonces, él está…, como dices, «raro»?
—¡Por las dos cosas, mamá! Y para colmo, Emma dice que ya no quiere ser mi amiga…
—¿Y por qué?
—Porque no conté con ella… antes de hacerlo. Dice que la he ignorado en este asunto… Y yo digo que no tuve elección porque no lo pensé realmente, porque no sabía que iba a pasar…
El yunque, la forja y el martillo volvieron a golpear en la cabeza de Joséphine, que intentó recuperarse otra vez y decidió examinar los problemas uno por uno.
—¿Por qué te acostaste con él, cariño? ¿Recuerdas lo que habíamos hablado?
—Es que no calculé nada, mamá. Estábamos en el sótano y…
Le contó lo de la vela blanca, la botella de champaña, la oscuridad, los pasos en el pasillo, el miedo, y después el deseo…
—Fue algo natural… No tuve la impresión de hacer algo malo…
—Te creo, cariño…
Zoé, aliviada, se acurrucó contra su madre. Frotó la nariz contra su pecho, suspiró. Resopló. Se incorporó y…
—¿Estás enfadada conmigo?
—No, no estoy enfadada. Sólo lamento que hayas ido tan deprisa…
—¿Y por qué él está tan raro desde entonces? No llama, siempre soy yo la que llamo, y parece ausente. Me contesta porque se siente obligado, pero nada, ni una palabra amable, ni una palabra dulce… No sé qué hacer…
Si pudiese ayudarla…, pensó Joséphine mirando cómo Zoé se mordía los labios, fruncía el ceño y se contenía para no llorar.
—Quizás no estoy hecha para el amor…
—¿Por qué dices eso?
—Tengo miedo, mamá… Me gustaría que me pasara el tiempo por encima sin que me diese cuenta… Seguir teniendo siempre quince años… El secreto está en repetirse a todas horas no creceré, no creceré…
—No digas eso, Zoé. Al contrario, debes pensar que la vida va a traerte un montón de cosas nuevas, cosas diferentes… que no conoces, y por eso tienes miedo. Siempre se tiene miedo ante lo desconocido…
—¿Tú crees que los hombres, cuando te han conseguido, ya no te quieren más?
—¡Que no! Y además, Gaétan no te ha «conseguido»… Gaétan está enamorado de ti.
—¿Lo crees de veras?
—¡Claro!
—Yo quiero a Gaétan y no quiero que sea un idiota…
—Pero si no es un idiota, cariño… Estoy segura de que tiene un problema. Quizás es que le ha pasado algo tan terrible que no se atreve siquiera a decírtelo. Siente vergüenza, se imagina que le vas a abandonar cuando te enteres… Pregúntale. Dile sé que te ha pasado algo grave que no quieres contarme… y verás, te lo contará y te sentirás aliviada.
—Porque, ¿sabes?…, con Emma, antes de pelearnos, fuimos a un café con un grupo de amigos y allí… oí a los chicos hablar de chicas. Y hablaban de chicas de una forma… ¡HORRIBLE! Hablaban de amigas nuestras. Decían esa es un putón, se la puede tirar cualquiera. La otra tiene una cara asquerosa, pero está buenísima. Estábamos justo al lado y ¡decían unas cosas! Y lo peor es que no me atreví a decir nada. Emma y yo nos fuimos y volvimos a su casa. Y entonces pensé en Gaétan y me dije que, a lo mejor, habla de mí así, a lo mejor le cuenta nuestra noche a todos sus amigos. Qué mal.
—¡Que no! Cómo puedes pensar que…
—¡Nosotras nunca hablamos así de los chicos! Te lo juro, era horrible. Y no eran ellos los cerdos, eran las chicas. Todas unas guarras, de usar y tirar. ¡No había ningún tipo de sentimiento, mamá, ninguno! Yo me sentí asqueada. Y entonces le conté a Emma lo de Gaétan y entonces, de pronto, va y me dice que está muy cabreada porque no le dije nada antes…, que no la considero una amiga, una amiga de verdad, y nos peleamos… Mamá, no entiendo nada del amor, nada de nada…
¿Y yo qué?, pensó Joséphine. Soy una ignorante, una auténtica cateta. Debería existir un código de buena conducta, unas reglas que seguir. Para Zoé y para mí, sería lo ideal. Nosotras no tenemos armas para internarnos en los laberintos del amor y comprender su estrategia. Nos gustaría que el camino fuera recto, que fuera siempre bonito, bonito y puro. Nos gustaría darlo todo y que el otro lo tomase. Sin cálculos ni suspicacias.
—Mamá, ¿qué es lo que quieren los hombres?
Joséphine se sentía terriblemente impotente. Un hombre no te quiere por tus virtudes, un hombre no te quiere porque estás siempre ahí, un hombre no te quiere si eres un soldado fiel. Un hombre te quiere por una cita a la que no acudes, un beso que rechazas, una palabra que no pronuncias. Serrurier lo había dicho ayer mismo, ante todo no hay que ser previsible.
—No lo sé, Zoé… No hay reglas, ¿sabes?…
—¡Pero tú deberías saberlo, mamá! Tú eres vieja…
—¡Muchas gracias, cariño! —dijo Joséphine riéndose—. ¡Eso me devuelve el ánimo!
—¿Quieres decir que nunca se sabe? ¿Nunca?
Joséphine asintió, desconsolada.
—¡Pero eso es horrible! Hortense no se plantea esos problemas…
—¡Deja de compararte con Hortense!
—¡Ella no sufre! Entre Gary y su trabajo, no lo ha dudado. Ha hecho las maletas y se ha marchado. Ella es fuerte, mamá, es extraordinariamente fuerte…
—Hortense es Hortense…
—Y no nos parecemos a ella…
—¡Para nada! —sonrió Joséphine, que empezaba a encontrar la situación bastante divertida.
—¿Puedo dormir contigo hasta que suene el despertador para ir a clase?
Joséphine se apartó y dejó sitio a Zoé que fue a acostarse contra ella. Se enrolló un mechón de pelo en el pulgar. Se metió el dedo en la boca y declaró:
—Estoy harta de los chicos que no respetan a las chicas. Y lo peor es que yo me quedé callada como una estúpida. ¡No quiero que vuelva a ocurrir! Los tíos no son mejores que nosotras. ¡Nosotras también tenemos algo entre las piernas!
* * *