En la tarde de Año Nuevo, en casa de los Cortès, cada uno interpretaba su papel de persona feliz. Gesticulaba, gritaba, intentaba disimular los tormentos de su corazón con una expresión jovial, una risa forzada, pero cada uno sentía también los límites de esa alegría artificial.

Aquello parecía un baile de máscaras para convalecientes.

Joséphine hablaba hasta aturdirse para no pensar en el reloj de Dottie sobre la mesita de noche; recalentaba un conejo con mostaza y le daba vueltas lentamente con una cuchara de madera contando nimiedades… Reía sin ganas, hablaba sin ganas, derramaba una botella de leche, se llevaba a la boca un poco de mantequilla, metía una loncha de salchichón en la tostadora.

Zoé andaba con las piernas separadas. Gaétan apoyaba un brazo sobre sus hombros con gesto de propietario confiado. Hortense y Gary se medían, se acercaban, tenían un encontronazo y se alejaban gruñendo. Shirley observaba a su hijo y pensaba que estaba empujándola suavemente hacia una capitulación forzosa del corazón y los sentidos. ¿Es eso amar a un hijo por encima de todo?, se preguntaba. ¿Y por qué yo tengo la impresión de renunciar a mi último amor? Mi vida no ha acabado todavía…

Sólo Du Guesclin, animado, iba de un lado a otro en busca de una caricia, un poco de salsa sobre un trozo de pan o un trozo de azúcar olvidado sobre la mesa. Se contoneaba sobre sus gruesas patas cuadradas como un perro impaciente que busca la recompensa, con hilos de baba colgando del morro.

Cada uno pensaba en sí mismo simulando interesarse por los demás.

Se va pasado mañana y no le volveré a ver en mucho tiempo, se atormentaba Zoé, ¿me querrá tanto como antes? ¿Y si estuviese embarazada?

¡Ya está!, pensaba exultante Gaétan, lo he hecho, lo he hecho, soy un hombre, ¡un hombre de verdad! La quiero y ella me quiere, me quiere y la quiero.

Esta noche, será esta noche, gruñía Hortense pasando la mano por el cuello de Gary, haré como que me voy a acostar en el cuarto de Zoé e iré con él, me deslizaré junto a él, le besaré, giraré siete veces mi lengua en su boca, y será delicioso, delicioso…

Ella cree que va a conseguirme así, pero no, nada de eso, demasiado fácil, mascullaba Gary volviendo a servirse pasta fresca y conejo con mostaza, ¿puedes pasarme una rebanada de pan o es demasiado pedir?, le decía a Hortense que le tendía un trozo de baguette con una enorme sonrisa confiada…

¿Cómo podré hacerle comprender que no podemos volver a vernos?, reflexionaba Shirley, que no podemos volver a vernos nunca más… No debo confesarle la verdadera razón, la barrería de un manotazo afirmando que eso no es un drama, que Gary es mayor, que debe comprender que su madre tiene derecho a una vida privada… No le estás haciendo un favor, le haces creer que es todopoderoso, debe aprender a enfrentarse con la realidad. Debéis distanciaros un poco más los dos, habéis vivido demasiado tiempo en ósmosis. Se sabía su discurso de antemano, podía escribirlo, y no tenía argumentos para contradecirle, simplemente que no quería hacer daño a su hijo. Siempre será mi niño… Bullshit![37], respondería él, exasperado, hundido en su cazadora roja, bullshit!, discutirían y se separarían enfadados. Y yo no tendré el valor de seguir enfadada, intentaré volver a explicárselo y caeré en sus brazos… Mejor huir, no decir nada o fingir que me he encontrado con un antiguo novio en París.

¿Y si Shirley estaba equivocada?, pensaba Joséphine. ¿Y si Dottie vivía de verdad en casa de Philippe? Si, cada noche, dejaba su reloj en su mesilla antes de que él la estrechara en sus brazos… Nunca ha dejado de ver a Dottie. Ella es joven, alegre, grácil, dulce; él ya no soporta vivir solo. Dicen que a los hombres no les gusta la soledad mientras que las mujeres la aguantan. Y además, a él le gusta dormir con ella, está acostumbrado, cada uno tiene su lado en la cama…

Cada cual proseguía con su monólogo interior mientras chupaban un hueso de conejo con mostaza, cortaban un trozo de queso de cabra o de brie, cogían una porción de la tarta de limón que había hecho Zoé, quitaban la mesa, llenaban el lavavajillas, se desperezaban, bostezaban, se declaraban cansados, agotados y se retiraban a sus habitaciones sin dilación.

Hortense se desmaquilló, se cepilló el pelo cien veces con la cabeza gacha, hizo crepitar sus mechones caoba, se puso una gota de perfume detrás de cada oreja, su camiseta para dormir, saltó por encima del colchón donde estaba tumbado Gaétan. Él estaba leyendo un cómic del Tío Gilito y se reía contando cómo el tío Gilito timaba a Donald y le hacía trabajar sin pagarle un duro. ¡Qué simpático es el viejo Donald! Se deja explotar sin decir nada… Y Gilito, parece un tiburón del CAC 40… Nunca tiene bastante, siempre quiere más dinero, más dinero.

Zoé, con las sábanas hasta el mentón, se preguntaba cómo sugerir a Hortense que les dejase solos en su última noche juntos. Hacerle entender que estaría bien que durmiera en otra parte. En el salón, por ejemplo… O que se fuese a trabajar sus escaparates a la cocina. A ella le encanta trabajar de noche, en la cocina. Podría pedírselo directamente o apelar a sus sentimientos. O hablarle de solidaridad femenina. No, con Hortense, la solidaridad no funciona. Cavilaba, cavilaba, hacía girar los tobillos bajo las sábanas para encontrar una frase que abriese el corazón de Hortense cuando esta saltó sobre la cama y propuso:

—Apagamos, esperamos a que mamá y Shirley estén dormidas y yo me largo con Gary… ¡Ni una palabra a las viejas! ¡Empezarían a burlarse y no me apetece nada de nada!

—Vale —murmuró Zoé, aliviada—. No diré nada…

—¡Gracias, hermanita! ¡Pero tú te portas bien! ¡No quiero ser responsable de un enano dentro de nueve meses!

—Sin problemas —respondió Zoé enrojeciendo completamente.

—Confío en ti, ¿pataplum?

—Pataplum… —repitió Zoé.

Y esperaron a que la luz se apagase en el cuarto de Joséphine y Shirley. Esperaron a escuchar el ligero ronquido de Joséphine, y después el de Shirley, más potente, ajá, constató Hortense, las viejas han empinado el codo demasiado, ¡hacen un ruido de ventilador industrial! Zoé soltó una risita nerviosa. Tenía los pies fríos y las manos ardiendo. Hortense se levantó, cogió su móvil y salió de la habitación de puntillas.

—Que duermas bien, Zoétounette, ¡y en la mayor de las castidades!

—¡Te lo prometo! —silbó Zoé cruzando los dedos bajo las sábanas para hacerse perdonar su mentira.

Gaétan saltó a tumbarse junto a ella.

—¡Toda una noche en una gran cama de verdad! —exclamó exultante estrechándola contra él—. ¡Vaya lujo!

Y posó una mano suave sobre los senos de Zoé, que gimió…

La ciudad entera iba a contener el aliento, una noche más…

Gary leía un viejo cómic de Quique y Flupi, con el torso desnudo, sobre la cama. Los cascos del iPod encastrados en los oídos. La vio entrar en la habitación y levantó una ceja extrañado.

—¿Buscas algo? —preguntó sin levantar la vista del cómic.

—Sí. A ti.

—¿Tienes algo que pedirme?

—No exactamente.

Se metió en la cama por el lado opuesto al que estaba él y se cubrió con la sábana.

—Ahora, si quieres, dormimos…

—Yo duermo solo.

—Bueno, entonces… no dormimos.

—Vuelve a tu cuarto, Hortense.

—Estoy en mi cuarto…

—No juegues con las palabras, sabes muy bien lo que quiero decir…

—Tengo ganas de besarte…

—¡Yo no!

—¡Mentiroso! Tengo ganas de seguir con ese delicioso beso junto a Hyde Park. ¿Te acuerdas? La noche que me dejaste plantada en la calle…

—Hortense, deberías saber que el deseo no funciona por decreto… Una no entra en el cuarto de un chico en plan comando y le ordena que la bese.

—¿Querías que llamase antes de entrar?

Gary se encogió de hombros y volvió a su lectura.

—Sabes que te mueres de ganas, como yo me muero de ganas… —añadió Hortense sin desanimarse.

—¡Ah! Porque tú te mueres de ganas…, vuelve a decírmelo. No me canso de oírtelo decir… La señorita Hortense le tiene ganas a usted, ¡le ruego que se la tire inmediatamente!

—Qué vulgar eres, querido.

—¡Y tú demasiado autoritaria!

—Me muero de ganas de besarte, de abrazarme contra ti, de besarte por todas partes, por todas partes…, de morderte, de lamerte…

—¿Con el móvil en la mano? ¡No será muy práctico! —declaró, burlón, intentando borrar con una sonrisa sarcástica el principio de deseo que empezaba a nacer en su interior.

Hortense se dio cuenta de que tenía el móvil en la mano y lo metió debajo de la almohada.

—Me niego a dormir con un móvil —repitió Gary, recuperando el juicio.

—Pero Gary…, ¡y si llama Miss Farland! —protestó Hortense agarrando su móvil.

—Me niego a dormir con un móvil… ¡Punto final!

Siguió leyendo Quique y Flupi, declaró que era un cómic formidable y ¿por qué ha caído en el olvido? ¡Es aún mejor que Tintín! ¡Dos héroes por el precio de uno! ¡Y qué armonía, qué encantadora eficacia! Un poco anticuado, quizás, pero las chicas, en aquellos tiempos, no se levantaban la falda delante de los chicos. Sabían contenerse… Otros tiempos, otras costumbres, suspiró, nostálgico. No me gustan las mujeres soldado. Me gustan las mujeres femeninas y dulces que dejan al hombre llevar las riendas con mano firme, que apoyan su cabeza en el hombro y se rinden en silencio.

—¿Sabes qué es la ternura, Hortense?

Hortense se retorció en la cama. Esa era la clase de palabra que no lograba entender. Había estado a punto de conseguirlo. ¡Fácilmente, además! Y ahora él la devolvía a la casilla de salida. La casilla «buena amiga de toda la vida».

Deslizó un pie terso y suave entre las piernas de Gary, un pie de embajador que pide perdón por tanta audacia, y murmuró: me da igual, abdico, tengo demasiadas ganas de besarte… Me muero de ganas, Gary, si quieres seré mojigata, discreta, sumisa, dulce como una virgen asustada…

Él sonrió ante la imagen y le pidió que siguiese. Quería ver hasta dónde consentiría rebajarse.

Ella calló, reflexionó, se dijo que las palabras no bastarían y utilizó su vieja sabiduría amorosa, la que volvía locos a los hombres.

Y desapareció bajo las sábanas.

Entonces cambió el tono.

Él ya no se negaba a acostarse con ella, ponía una condición.

Ella salió a la superficie y escuchó.

—Te olvidas del móvil… —dijo Gary.

—No puedes pedirme eso. Eso es chantaje. Es demasiado importante para mí, lo sabes muy bien.

—Te conozco muy bien, quieres decir.

El objeto de la polémica se desplazó. Pasó de la hipotética noche de amor a la presencia del teléfono en la cama.

—Gary —suplicó Hortense hundiéndole una rodilla entre los muslos.

—¡No quiero a tres en la cama! ¡Y sobre todo no me acuesto con Miss Farland!

—Pero… —protestó Hortense—. Pero si, cuando llame, no lo oigo…

—Volverá a llamar.

—¡Eso ni hablar!

—Entonces te vas de este cuarto y me dejas con Quique y Flupi…

Parecía serio. Hortense reflexionó rápidamente.

—Lo dejo aquí, en la silla…

Gary echó un vistazo a la silla donde había hecho una bola con los vaqueros, la camiseta y el jersey. Demasiado cerca esa silla, se dijo. Lo veré brillar en la noche y no pensaré más que en Miss Farland.

—Y lo apagas —añadió.

—No.

—Pues te vas.

—Lo dejo sobre la mesa, un poco más lejos… Así no lo verás.

Arrancó el cómic de las manos de Gary, lo tiró al suelo, se pegó contra su torso desnudo, ¿siempre duermes desnudo? Le acarició los hombros, la boca, el cuello con pequeños besos, apoyó la cabeza en su vientre…

—¡El móvil allí! —dijo Gary señalando la mesa con el dedo.

Hortense gruñó, se levantó, fue a dejar el teléfono sobre la mesa. Verificó que tenía suficiente batería, verificó que sonaba bien, subió el volumen. Lo dejó delicadamente cerca del borde, para que estuviese lo más cerca posible de la cama, y volvió a acostarse.

Se tumbó sobre Gary, cerró los ojos, susurró ¡oh, Gary! Por favor… Hagamos las paces. Te deseo tanto…

Deslizó la boca por su cuerpo…

Y él no dijo nada más.

Fue una noche de amor como una sinfonía.

Ya no eran sólo un hombre y una mujer que se amaban, sino todos los hombres y todas las mujeres de todos los tiempos, de toda la tierra, decidiendo agotar la voluptuosidad. Como si esos dos hubiesen esperado demasiado tiempo, imaginado demasiado a menudo, y se ofreciesen, por fin, un ballet de todos los sentidos.

El beso de uno llamaba al beso del otro. Salía de la boca de Gary para llenar la boca de Hortense que lo aspiraba, lo probaba, inventaba otro beso, después otro y otro y Gary, asombrado, desarmado, fortalecido, respondía encendiendo otro fuego con otro beso. Un coro de duendes que los arrastraban, los enardecían. Hortense, deslumbrada, olvidaba todas sus estrategias, sus trampas para atrapar al hombre por el cuello, y se dejaba llevar por el placer. Susurraban, sonreían, se enredaban, mezclaban sus cuerpos, empuñaban el pelo del otro para aspirar un poco de aire, hundiéndose de nuevo, se retomaban, se desprendían, suspiraban, volvían a los labios deseados, los probaban de nuevo, reían, maravillados, hundían los dientes en la carne tierna, mordían, gruñían, volvían a morder, y después retrocedían para desafiarse de nuevo y afrontar el siguiente asalto. No sólo se abrazaban, se incitaban, se azuzaban, se lanzaban pavesas y llamas, respondían en canon, se separaban, se volvían a juntar, se debilitaban, escapaban, volvían a juntarse. Silencios y suspiros, brasas y besos, llamas y estremecimientos. Cada beso era distinto como una nota suelta, cada beso abría una puerta sobre una nueva voluptuosidad.

Hortense se retorcía, perdía la cabeza, perdía el equilibrio, ya no controlaba nada, repetía ¿así que es eso? Otra vez, otra vez, ¡oh, Gary! Si supieras…, y él contestaba espera, espera, es tan bueno esperar y ni él podía esperar… Entonces le pellizcaba el seno, primero con ternura, como si la amase con un amor respetuoso y tembloroso, casi religioso, y después con más violencia, como si fuese a tomarla con un solo golpe de cadera, con un solo mandoble, y ella se tensaba contra él, protestaba diciendo me haces daño, y él paraba, preguntaba con seriedad, casi frialdad, ¿me paro, me paro? Y ella gritaba ¡oh, no!, ¡oh, no! Es que no sabía, no sabía, y continuaba con sus escalas sobre el largo cuerpo arremolinado contra él como una serpiente y que recorría con los dedos, sobre el que interpretaba todas las notas, todos los acordes, todas las variaciones y la música montaba en él, cantaba paseando su boca, sus manos sobre ella hasta que se rindió y suplicó tómame ahora, ahora, inmediatamente…

Él se soltaba, caía a un lado, la observaba y decía simplemente no, mi bella Hortense, demasiado fácil, demasiado fácil… Hay que prolongar el placer, si no se desvanece y es demasiado triste. Ella le golpeaba con las caderas, intentaba atraparle con el lazo de su cintura, no, no, decía Gary volviendo a sus escalas, do, re, mi, fa, sol, la, si, do, paseando los labios sobre sus labios, mojándolos, separándolos con su lengua, mordisqueándolos, deslizando palabras y órdenes, y ella olvidaba todo…

Su cabeza iba a estallar. Sentía ganas de gritar, pero él le tapaba la boca y ordenaba: cállate. Y el tono de su voz, ese tono duro, casi impersonal, hacía que se retorciese más y olvidaba todas las viejas recetas que conocía, las que volvían locos a los hombres, les desencajaban el rostro, les cortaban las ganas de resistirse, y caían, prisioneros, en sus redes.

Se convertía en novicia. Pura y temblorosa. Se convertía en rehén. Atada de pies y manos. Una vocecita en su cabeza repetía atención, peligro, atención, peligro, vas a perderte en esos brazos, ella la hacía callar hundiendo sus uñas en el cuello de Gary, prefería morir antes de no sentir ese escalofrío que llevaba directamente al cielo o al infierno, ¡qué importa! Pero es ahí donde quiero estar, en sus brazos, en sus brazos…

Y él volvía a rechazarla…

Él se convertía en imperator y tierno. Extendía su reino, ampliaba sus fronteras, enviaba a sus ejércitos a invadir el más mínimo centímetro de piel, se erigía en maestro, después volvía a su boca que rozaba, devoraba, decoraba con nuevos besos… ¿Así que era eso, así que era eso?, no paraba ella de repetir entre dos olas de placer.

Atados de brazos. En cuerpo y alma. Hasta perder la cabeza.

Rozarse para encadenarse. Cerrar los ojos bajo un ardor que quema. Devorarse como enloquecidos, fanáticos, rabiosos y dejarse flotar, ebrios de felicidad, en una bruma de placer, rozándose las yemas de los dedos que buscaban atrapar la orilla…

Así que era eso… Así que era eso…

Y la noche no había hecho más que empezar.

A las cuatro de la mañana, Joséphine tuvo sed y se levantó.

En el pasillo, oyó ruidos de cama que chirría, ruidos de suave lucha, gemidos, suspiros procedentes de la habitación de Hortense.

Se quedó inmóvil en su largo camisón de algodón blanco. Se estremeció…

Hortense y Gary…

Abrió la puerta de la habitación de Zoé, sin hacer ruido, despacio…

Zoé y Gaétan dormían, desnudos, abrazados.

El brazo desnudo de Gaétan sobre el hombro desnudo de Zoé…

La sonrisa satisfecha, feliz, de Zoé.

Una sonrisa de mujer…

—Esta vez está claro, estoy completamente desbordada —dijo Joséphine a Shirley al volver a acostarse.

Shirley se frotó los ojos y la miró.

—¿Qué haces? ¿Estás de pie en plena noche?

—Debo decirte que tu hijo y mi hija están retozando y que no parecen estar pasándolo mal.

—Por fin… —suspiró Shirley amasando su almohada para que recuperase la forma redondeada—. ¡Con el tiempo que hace que llevan pidiéndolo los dos!

—Y que Zoé y Gaétan duermen el sueño de dos justos y que en mi opinión han fornicado…

—¿Eh? ¿Zoé también?

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—Escucha, Jo, así es la vida… Ella le quiere, él la quiere. ¡Alégrate!

—¡Tiene quince años! ¡Es demasiado pronto!

—Sí, pero ella tiene a Gaétan en la cabeza desde hace mucho tiempo. Tenía que pasar…

—Habrían podido esperar… ¿Qué le voy a decir? ¿Debo decir algo o finjo que no sé nada?

—Déjalo estar. Si tiene ganas de contártelo, te lo contará…

—¡Ojalá no se quede embarazada!

—¡Ojalá que haya ido todo bien! Él parece demasiado joven para ser el amante perfecto…

—Ya no me acuerdo de cuándo le llegó la amapola…

—¿Y eso qué es? —preguntó Shirley, que había encontrado finalmente la buena forma para su almohada y apoyaba en ella la mejilla.

—Es Zoé la que usa esa palabra. En lugar de decir que le ha venido la regla dice que ha llegado su «amapola». Encantador, ¿no?

—Muy poético…, el arte de transformar una cosa no demasiado agradable en palabrería decorativa.

Joséphine volvió a reflexionar, cruzó los brazos y dejó caer, fúnebre:

—¡Vaya pinta de espabiladas que tenemos las dos en nuestra cama!

—¡Dos monjitas arrugadas! Vas a tener que acostumbrarte, amiga mía, estamos dando el relevo del deseo a nuestra progenitura, nos hacemos viejas, ¡nos hacemos viejas!

Joséphine meditaba. Vieja, vieja, vieja. Había dado una conferencia sobre los orígenes de la palabra «viejo». En la Universidad de Lyon 2-Lumière. Primer uso de «viejo» en la Vida de san Alejo, después en El cantar de Roldán en 1080. Del latín vetus, después vetulus, del francés antiguo viez, que se correspondía con las nociones de «antiguo» en el sentido de «que se bonifica con la edad, veterano, experimentado», pero también con el de «usado». Significado que surgió en el siglo doce. «Alterado, fuera de uso, caduco». ¿A partir de qué edad se vuelve uno caduco? ¿Hay una fecha oficial, como con los yogures? ¿Quién lo decide? ¿La mirada de los demás, calificándote de manzana arrugada, o el deseo que huye tocando retirada? «Verde vejez», aseguraba Rabelais, un vividor. «Vejestorio», decía Corneille evocando a Don Diego, incapaz de defender su honor. En el siglo doce, uno era un vejestorio con cuarenta años. Envejecer. Curiosa palabra.

—¿Crees que él duerme con Dottie esta noche?

Dottie no es vieja. Dottie no es vetusta. Dottie es un yogur que no ha caducado.

—¡Déjalo, Jo! Te digo que Dottie está durmiendo en su casa y que Philippe languidece en la suya… Está pensando en ti y palpa su gran cama vacía. Como él. ¡Lívida!

Shirley le dio un trompazo a Joséphine y le dio un ataque de risa. Después gruñó: había deformado la almohada.

Joséphine no sonrió.

—No creo que esté triste. No creo que duerma en una gran cama vacía. Duerme con ella y me ha olvidado…

Philippe se despertó y liberó el brazo, entumecido bajo el peso del cuerpo de Dottie.

Primera noche del año.

Una luz azulada se filtraba a través de las cortinas de la habitación, alumbrando el cuarto con un halo frío. La víspera, Dottie había derramado su bolso sobre la cómoda. Buscaba su mechero. Fumaba cuando tenía un nudo en el alma. Fumaba cada vez más. Dottie volvió a estrecharse contra él. Aspiró el olor a tabaco en su pelo, un olor frío y acre que le hizo volver la cabeza.

Ella abrió un ojo y preguntó:

—¿No duermes? ¿Algo va mal?

Él le acarició el pelo para que volviese a dormir.

—No, no, todo va bien… Sólo tengo sed.

—¿Quieres que vaya a buscarte un vaso de agua?

—¡No! —protestó, molesto—, ya soy lo bastante mayor para ir a buscarlo yo solo. Vuelve a dormirte…

—No lo decía por eso…

—Vuelve a dormirte.

Y conservó los ojos abiertos.

Joséphine. ¿Qué hacía Joséphine en este momento?

A las cuatro cincuenta de la mañana…

A las doce y media, el teléfono de Hortense se puso a sonar. Una canción de Massive Attack, Tear Drop

Apartó el pelo enredado, hizo una mueca, se preguntó quién podría ser tan pronto, apenas acababan de dormirse. Su rostro se arrugó de placer percibiendo a Gary, cuyo brazo le abrazaba el vientre, volvió a hundir la cabeza en la almohada, no quería oír… Dormir, dormir, volver a dormirse… Recordar el placer inaudito de la víspera, pasear sus dedos sobre la piel de su amante. Mi amante, mi amante magnífico. Se incorporó bruscamente, recordó cuando él había por fin, por fin… Eso es, ¡eso es lo que hace girar el mundo! ¡Y he vivido veinte años sin saberlo! ¡Pero va a cambiar, va a cambiar! El hombre que la había arrastrado hasta el fondo de las tinieblas era ese hombre dormido que ella creía conocer desde hacía tanto tiempo.

Aquí estoy, emocionada como un polluelo recién salido del cascarón.

El teléfono insistía, miró la hora en la esfera cuadrante de su reloj Mickey, el que le había regalado su padre cuando había cumplido ocho años… ¡Las doce y media!

Se incorporó de golpe en la cama. Las doce y media en París, ¡once y media en Londres! ¡Miss Farland!

Se abalanzó sobre el teléfono.

Murmuró en voz baja «¿diga?, ¿diga?», poniéndose la camiseta, con cuidado de no despertar a Gary.

Salió de la habitación de puntillas.

—¿Hortense Cortès? —ladró la voz por teléfono.

Yes… —susurró Hortense.

Paula Farland on the phone. You’re in! You are the one! You won![38]

Hortense se derrumbó sobre los talones en el pasillo. ¡Ganado! ¡Había ganado!

Are you sure?[39] —preguntó tragando saliva, con un nudo en la garganta.

I want to see you at my office today, five o’clock sharp![40]

¿A las cinco en punto en su despacho en Londres?

Eran las doce y media en París. Tenía apenas tiempo de hacer la maleta, saltar al Eurostar, escalar hasta el octavo piso del edificio de Bond Street, hacer un corte de mangas a la secretaria, abrir la puerta y, redoble de tambor, Here, I am![41]

OK, Miss Farland, five o’clock in your office![42]

Call me Paula![43]

Corrió hasta la cocina.

Shirley y Joséphine estaban pelando zanahorias, puerros, apio, nabos y patatas para hacer un potaje de verduras. Shirley explicaba a Joséphine que las patatas alargadas y gruesas eran deliciosas para comerlas con mantequilla salada, mientras que las cortas y redondas servían más bien para freír o para puré.

—Buenos días, cariño —dijo Jo, inspeccionando a su hija de pies a cabeza—. ¿Has dormido bien?

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡He conseguido mis escaparates! ¡Los he conseguido! ¡Miss Farland acaba de telefonearme, me marcho! ¡Tengo cita con ella a las cinco en su despacho en Londres! Súper, genial, extraguay, megatrendy, over droopy youpi youpos, I’m the big boss!

—¿Te vas a Londres? —repitieron, estupefactas, Shirley y Joséphine—. Pero…

Habían estado a punto de decir pero ¿y Gary? Y se habían callado a tiempo.

—… ¿no es una marcha un poco precipitada? —dijo Joséphine.

—¡Mamá! ¡HE CONSEGUIDO MIS ESCAPARATES! ¿Ves?, ¡tenía razón! ¡Tenía razón! ¿Me puedo llevar el resto del conejo con mostaza para esta noche? No tendré tiempo de ir de compras y no sé si los chicos habrán dejado la nevera llena…

Y volvió a su cuarto para hacer la maleta en silencio.

—¡Abre bien los oídos! ¡Vamos a asistir a una buena escena! —previno Shirley.

—¡No puede estarse quieta ni un segundo! Pero ¿de quién ha heredado eso? —se lamentó Joséphine—. Y él se va a sentir más infeliz que una hoja seca…

—Estaba avisado. Sabía muy bien que no iba a transformarla en la perfecta ama de casa…

—¿Lo he soñado o ha sonado tu móvil? —preguntó Gary apoyado sobre un codo, en la cama.

Hortense le miró y se dijo ¡qué guapo es!, ¡pero qué guapo! Y sintió ganas de recomenzar la noche.

—¿Eh? ¿Estás despierto? —preguntó a su vez con una vocecita velada.

—¡O estoy durmiendo con los ojos abiertos! —ironizó Gary.

Hortense había abierto su armario y metía cosas en su bolsa.

—¿Qué haces? —preguntó Gary amontonando las almohadas a su espalda.

—Mi bolsa. Me voy a Londres…

—¿Dentro de un minuto?

—Tengo cita a las cinco en punto con Miss Farland. ¡Oh, perdón!, Paula. Me ha dicho que la llame Paula a partir de ahora.

—¿Has ganado el concurso?

—Sí.

—Felicidades —dijo con tono lúgubre volviéndose a acostar y dándole la espalda.

Hortense le miró, desalentada. ¡Oh, no!, gimió silenciosamente, ¡oh, no! No te enfades, no me hagas esto. Ya es bastante duro tener que irme…

Fue a sentarse sobre la cama y habló a la espalda.

—Intenta entenderlo. Es mi sueño, mi sueño que se convierte en realidad…

—Estoy muy contento por ti… Quizás no lo parezca, ¡pero estoy encantado! —murmuró con la nariz en la almohada.

—Gary…, por favor… Quiero hacer algo grande en mi vida, quiero avanzar, triunfar, llegar a lo más alto, eso lo significa todo para mí…

—¿Todo? —repitió, irónico.

—Gary… Esta noche ha sido… formidable. Más que formidable. Nunca hubiese creído que… Pensé que me volvía loca, loca de placer, de felicidad.

—Muchas gracias, querida —interrumpió Gary—. Me alegro mucho de haber estado a la altura.

—Nunca había sentido eso, Gary, nunca…

—Pero te largas a Londres y estabas haciendo la bolsa esperando que no me despertase…

Ella seguía hablando con una espalda. Una espalda muy malhumorada.

—Es una ocasión increíble, Gary. Y si no voy…

—¿Si no te presentas y te cuadras frente a Miss Farland?

—¡Si no voy, puede que otro u otra me robe el sitio!

—Entonces ve, Hortense, corre, vuela, salta al Eurostar, póstrate a los pies de Miss Farland… No te retengo. Lo comprendo muy bien. Es lógico… O más bien debería decir, entra dentro de tu lógica.

—¡Pero no te estoy dejando por otro!

—¡Por dos estúpidos escaparates en Harrods! ¡La tienda más vulgar de Londres! También es culpa mía. Normalmente elijo mejor a las chicas…

Hortense le miró, dejó de sentir los brazos y las piernas. ¡No podía decir eso! Ponerla a la misma altura que las otras chicas. ¿Pasaba noches así con todas las chicas? Imposible. Esa noche había sido única. No podía haber sido de otro modo para él. Imposible, imposible.

—Pero eso no quiere decir que borre lo que hemos vivido, esta noche, nosotros dos —insistió subrayando «nosotros dos».

—¿Quién es «nosotros dos»? —preguntó él, volviéndose hacia ella.

—Tenemos todo el tiempo del mundo, Gary, todo el tiempo.

La miró con una gran sonrisa.

—Pero si no te retengo, Hortense. Vete. Te miraré hacer la bolsa sin gemir ni chirriar los dientes; si olvidas algo, te lo señalaré. ¿Lo ves?, estoy dispuesto a ayudarte…

—¡Gary, déjalo! —exclamó Hortense—. Ahora tengo mi vida entre las manos. Aquí. En este instante. Mi pasión se cumplirá… Y lo haré a pesar de todo el mundo, si es necesario…

—Eso es exactamente lo que veo…, una pasión que se cumple. Es bonito, nunca lo había visto tan de cerca. ¡Merece un aplauso!

Juntó las manos y aplaudió secamente, como si se burlara.

—No es contra ti, Gary… ¡Pero tengo que irme! Ven conmigo.

—¿Para llevarte las bolsas y decorar tus escaparates? ¡No, gracias! Tengo cosas mejores que hacer.

Y entonces Hortense reflexionó. No iba a ponerse de rodillas ante él. ¿No lo comprendía? ¡Peor para él! Se marcharía. Sola. Estaba acostumbrada a estar sola. No se iba a morir. Tenía veinte años y toda la vida por delante.

—¡Muy bien! Quédate aquí. ¡Pasa de mí! Yo conseguiré Harrods, conseguiré Londres, conseguiré París, conseguiré Nueva York, Milán, Tokio… Y lo haré sin ti ya que pones mala cara.

Gary volvió a aplaudir, cada vez más irónico.

—Eres formidable, Hortense, ¡formidable! Me inclino ante la gran artista…

Entonces ella sintió que la humillaba, que se burlaba de sus ganas de triunfar, que la metía en el mismo saco que las oportunistas, las arribistas, las estúpidas dispuestas a todo, I want to be a star, I want to be a star, las que sueñan con un cuarto de hora de gloria pegándose a algún famosillo achispado al final de la noche. La rebajaba al rango de las necesitadas y se alzaba, él, al lado de los verdaderos artistas. Los que honran al Hombre, ponen mayúsculas por todos lados y avanzan con total honradez por la vida. La aplastaba con su desprecio. Todo su ser se rebeló, no lo soportó.

—Oh, pero… es fácil para ti decir eso, ¡el que tratan a cuerpo de rey! ¡Señor nieto de la reina! ¡Señor no necesito ganarme la vida, sólo tengo que practicar escalas indolentes que suben y bajan por un teclado, pensando que soy Glenn Gould! ¡Es demasiado fácil!

—¡Hortense! Te prohíbo que digas eso, es bajo…, muy bajo —respondió Gary, que palidecía.

—¡Lo digo como lo pienso! ¡La vida es demasiado fácil para ti, Gary! Tiendes una mano blanda y se llena de dinero. Por eso juegas al ofendido. ¡Tú no has tenido que luchar nunca! ¡Nunca! ¡Yo me defiendo desde que era una niña!

—¡Pobre niñita!

—Exactamente: ¡pobre niñita! ¡Y estoy orgullosa de ello!

—¡Entonces continúa atacando a la gente! ¡Eso lo sabes hacer muy bien!

—¡Pobre tipo!

—Prefiero no responder…

—¡Te odio!

—¡Y yo ni siquiera eso! Hay un montón de chicas como tú. Andan siempre en la calle… ¿Sabes cómo las llaman?

—¡Te odio!

—¡Pasa usted demasiado deprisa de la adoración al odio, querida! —respondió con una sonrisita que deformaba la comisura de sus labios—. ¡Los sentimientos no tienen tiempo de enraizar en usted! Son flores artificiales que se lleva un soplido… Una simple llamada de Miss Farland y ¡puf!, ya no hay flor, sólo alquitrán, sucio alquitrán.

Los ojos verdes, oblicuos, de Hortense se ensombrecieron con un rayo negro. Le lanzó a la cara el contenido de la bolsa que acababa de cerrar.

Él se echó a reír. Ella se lanzó sobre él. Le pegó, intentó morderle. Él la rechazó riéndose; ella cayó de bruces en el suelo. Entonces, humillada de verse de esa manera, patas arriba, gritó señalándole con el dedo:

—Gary Ward, ¡no intentes nunca, nunca, volver a verme!

—Oh, pero… si no hay peligro, Hortense, ¡has conseguido darme asco para una larga temporada!

Se puso los vaqueros, la camiseta y abandonó la habitación sin ni siquiera mirar a Hortense que seguía en el suelo.

Ella oyó la puerta al cerrarse.

Se tiró sobre la cama, se puso a sollozar. Se lo merecía. Había sido una locura pensar que podía unirse a un chico, unión, fusión, bola de amor y de emociones, y convertirse en alguien al mismo tiempo. Bullshit! Había creído que le amaba, había creído que la amaba, había creído que la ayudaría a hacer grandes y hermosas cosas. Grotesco. Se echó a reír. ¡He caído en la trampa en la que caen todas las chicas y me lo merezco! ¡Gilipollas! ¿En qué me habría convertido? ¡En una enamorada! ¡Ya sabemos lo que eso significa! Tontainas que lloriquean sobre una cama. No soy una tontaina que lloriquea sobre una cama. Yo soy Hortense Cortès y voy a demostrarle que puedo llegar hasta el cielo, hasta arrancar el cielo, arrancar las nubes y entonces, entonces… no lo miraré, lo ignoraré, le dejaré, enano aislado, en el borde de la carretera, y seguiré mi camino. Se imaginó un enano abandonado al borde de la carretera, le pegó la cara de Gary y pasó lentamente, lentamente ante él sin siquiera bajar la mirada. Bye bye, enano abandonado, quédate en tu carretera de triste llanura, tu carreterita bien trazada…

Yo me largo a Londres y no volveré a verte nunca más, ¡nunca más!

Se levantó, respiró hondo y recogió sus cosas.

Había un Eurostar cada cuarenta minutos.

Estaría a las cinco en punto en Londres, en el despacho de Miss Farland.

No debía olvidar el bolígrafo con una mujer que se vestía y se desvestía al darle la vuelta, que había comprado en Pigalle.

Un poco atrevido, quizás.

Pero a Paula le gustaría…