Zoé estaba enamorada. Cantaba, daba empujones a Du Guesclin, le agarraba del morro y de las orejas, tarareaba ¡pero cuánto te quiero! ¡Pero cuánto te quiero! Y después le soltaba, corría por el piso, se reía, alzaba los brazos al cielo, se colgaba del cuello de su enamorado, le preguntaba ¿te gusta el azul turquesa o el azul cielo? No esperaba respuesta, se ponía una camiseta gris, le robaba un beso y por las noches se ponía perfume detrás de la oreja con aire misterioso, como si colocara un talismán que le asegurara el amor eterno de su pretendiente. Gaétan la observaba con atención e intentaba ponerse a su altura. No estaba acostumbrado a tanta alegría y, a veces, sus risas tropezaban y caían de lado. Se oía reír en falso y se paraba en seco, aterrado por un agudo sentido del ridículo. No pronunciaba ni una palabra más, esperando recuperar una gravedad, una respetabilidad de buena ley. Aquello parecía un número de circo, el payaso triste y el payaso alegre, y Joséphine observaba la efervescencia de su hija rogando al cielo para que no se desengañase. Tanta alegría la inquietaba.
Esa tarde, recién llegadas de Carette, Zoé, con los brazos abiertos, daba vueltas por la casa, se detenía ante un espejo, verificaba un mechón de pelo, el cuello de su blusa, la altura de sus vaqueros y volvía a girar cantando ¡la vida es bella! ¡Estoy enamorada y la vida es bella como un plato de tallarines! Mientras que Gaétan, silencioso como un chico sobrepasado por la situación, intentaba adoptar la expresión responsable de quien está en el origen de esa felicidad grandiosa.
—¡Hemos ido al cine y al volver nos hemos cruzado con los nuevos! —exclamó Zoé dejándose caer en una esquina del sofá—. El señor y la señora Boisson y sus dos hijos con la mirada absolutamente inexpresiva y, en el ascensor, nos hemos cruzado también con la pareja de chicos que iban al baile de Nochevieja, emperifollados, perfumados, ¡tan perfumados que estuvimos a punto de morir asfixiados en el ascensor! Es cierto, Gaétan, ¿verdad que es cierto? Di que es cierto o mamá no me creerá…
—Es cierto —articuló Gaétan, cumpliendo con su papel de subrayar las frases.
—Y mientras os esperábamos ¡hemos preparado la comida!
—¿Habéis cocinado? —exclamó Joséphine.
—He preparado la pierna de cordero sobre una placa del horno, lo he embadurnado con tomillo, romero, mantequilla, sal gorda, he metido dientes de ajo en la carne rosada y he cocido judías verdes y patatas. Tú no tienes que hacer casi nada… y oye, mamá, le dejaremos el hueso a Du Guesclin. Él también puede festejar la Nochevieja…
—¿Dónde está ese viejo Doug? —preguntó Joséphine, sorprendida de que el perro no se lanzase sobre ella, con las patas por delante, como de costumbre.
—Está escuchando TSF Jazz en la cocina ¡y parece que le gusta mucho!
Joséphine abrió la puerta de la cocina.
Du Guesclin, tumbado ante la radio, escuchaba My favourite things de John Coltrane moviendo las orejas. Con la cabeza apoyada en sus patas delanteras, no se movió e ignoró a la intrusa.
—Es asombroso lo melómano que es ese perro —dijo Joséphine, cerrando la puerta.
—Es normal, mamá, su primer propietario era compositor.
—¿Y Hortense, dónde está?
—En su habitación… Con Gary. Se le ha ocurrido una idea para el escaparate, está rebosante de alegría y besa a todo el mundo. Deberías aprovecharte…
—¿Y de qué se trata?
—Ha prometido que nos lo diría durante la cena… ¿Quieres que pongamos la mesa?
—¿No puedes estar quieta en un sitio, mi amor?
—Es que quiero que esto sea una fiesta, una fiesta perfecta, ¿eh, Gaétan?
Gaétan asintió de nuevo.
En la entrada, Shirley decidió sonreír. Sonriendo se pone una contenta, se persuadió, abrumada. Dejar de pensar en la cazadora roja, no volver a ponerle un nombre, no volver a sentir esa cálida mano sobre la suya, esa mirada clavada en su boca, la boca que se acerca y turba la suya, los labios que mordisquea antes de besarle. Una felicidad prohibida a partir de ahora. Sólo debo recordar que ya no, ya no, ya no. No sentir más el corazón a cien por hora, ya no esperar la hora de la cita empujando el segundero, ya no buscar con la mirada su bicicleta, ya no sentir un vuelco en el corazón, ya no imaginarme mi mano sobre su hombro, mi mano que acaricia su espalda, sube por el pelo, le peina con los dedos separados para sentir el espesor de los rizos.
Ya no…
—¿Quieres que te ayude? —preguntó Shirley a Zoé.
—Si quieres… ¿Cogemos los platos color ala de mosca? ¿Y los cubiertos con mangos de nácar?
Daba vueltas alrededor de la mesa, enviaba besos a la cara de funeral de Gaétan y revoloteaba de una silla a otra, colocando un vaso de agua, un vaso de vino, una copa de champaña.
—¡Porque beberemos champaña, si no la fiesta será un fracaso!
Shirley sacudió la cabeza para alejar el enjambre de abejas asesinas que zumbaba en sus oídos. Olvidar, olvidar, poner buena cara delante de Gary. Dejarle espacio. Todo el espacio.
—Un mar de champaña —respondió a Zoé, con un tono alegre, pero desafinado.
Gaétan levantó la cabeza. Había captado la nota desafinada, era la misma que le había traicionado tan a menudo, y su pupila se ensombreció con una sola pregunta, ¿usted también?
Shirley le contempló con seriedad, ese noviete, obligado a parecer adulto. Estaba sentado ahí, en el salón, encima de la casa donde había vivido con su padre… Leyó en sus ojos que no podía evitar pensar en ello, acechar aquellos pasos que ya no resonaban. Conocía la distribución del piso, podía aventurarse en él con los ojos cerrados. Sabe dónde está su cama de niño en la que tantas veces se durmió maldiciendo a su padre. Su padre que ya no está, y al que echa de menos. Hasta a los padres criminales o indignos se les echa de menos. Por eso se ríe a destiempo o sonríe de modo forzado. Titubea, perdido entre su personaje de hijo pródigo y su papel de enamorado. Ya no sabe cómo mantener el tipo. Le gustaría olvidar ese sufrimiento atroz, pero todavía no es lo bastante fuerte como para desembarazarse de él de un empujón. Así que deja vagar por el salón una mirada dubitativa, cargada de tristeza, una mirada que se repliega hacia el interior e ignora a los demás.
Comprendió todo eso observando a Gaétan sentado, recto como un palo, en el sofá.
Sintió que era su alma gemela. Ella, la mujer audaz, que siempre había sabido defenderse y rechazar al enemigo, pero a la que un pellizco en el corazón bastaba para derribarla como a un trapo inerte.
Colocó los cuchillos y los tenedores con mango de nácar sobre el mantel blanco, fue a sentarse a su lado y, aprovechando que Zoé y Joséphine estaban en la cocina y horneaban la pierna de cordero mechada con hierbas aromáticas, le tomó la mano y le dijo te entiendo, entiendo lo que pasa por tu cabeza… Gaétan le dedicó una mirada dubitativa, ella le puso una mano sobre la frente, le apartó un mechón de pelo, añadió con dulzura puedes llorar, ¿sabes?, eso sienta bien… Él meneó la cabeza, con una expresión que decía los chicos no lloran, ¡y menos un enamorado! Pero gracias, gracias por haber venido a mi lado… Y permanecieron un par de minutos apoyados, pena contra pena, la cabeza de él contra la cabeza de ella, los brazos de Shirley alrededor del torso delgado del chico obligado a hacer de hombre, y los dos, sosteniéndose mutuamente, intercambiaron sus males.
Cuando se separaron, flotaba en sus labios el amago de una sonrisa. Gaétan balbuceó gracias, ya estoy mejor… Shirley le alborotó el pelo y dijo gracias también a ti. Él la miró, sorprendido, y ella añadió es bueno compartir. Él no lo entendió muy bien, ¿compartir, compartir qué? Adivinó que ella le estaba confiando un secreto y que ese secreto le enriquecía, le situaba en un lugar distinto, le ayudaba a valorarse a sí mismo, ella le había hecho una confidencia, había confiado en él, y aunque no acababa de entenderlo, no importaba. Ya no estaba solo, y ese pensamiento deshizo el nudo que tenía en la garganta desde que había vuelto a este edificio, había vuelto a ver el vestíbulo y las escaleras, el ascensor y los grandes espejos de la entrada, y volvió a sonreír. Y su sonrisa ya no temblaba. Se volvió franca, segura. Suspiró, un poco incómodo por ese momento de intimidad robado, dijo ¿terminamos de poner la mesa?, volviendo a su papel de gallardo enamorado, y ella también se incorporó de un salto, con una risa brusca que lloraba todavía el adiós al hombre de los bigotes de cerveza.
Ambos sabían que, a partir de ese momento, serían amigos.
Hortense se abalanzó sobre la mesa y golpeó el mantel con los codos, haciendo temblar los vasos y los platos.
—¡Terminado! ¡Listo! ¡Tengo un hambre de lobo!
Joséphine, que estaba trinchando la pierna de cordero, levantó el cuchillo y preguntó:
—¿Podemos saber de qué se trata?
—Muy bien… —Hortense se animó y levantó el plato, y reclamó un trozo grande y rojo—. El título de mi show en dos escaparates: Rehab the detail… Rehabilitemos el detalle. En inglés suena mejor. ¡Si no parece una clínica para drogadictos!
Y se sirvió unas cuantas patatas bien tostadas, judías verdes, añadió la salsa, se relamió, gruñó de placer ante el plato humeante y prosiguió:
—He partido de la idea de los edificios, todos iguales, del barón Haussmann. Gary es testigo…
Gary suspiró jugando con el teléfono de Hortense y el suyo, como dos fichas de dominó dispuestas sobre el mantel blanco.
—La de tiempo que hemos perdido observando esos malditos edificios —gruñó—. ¡Menudas vacaciones!
—Bueno, sigo… Esas fachadas, a priori, son todas iguales, y sin embargo son todas diferentes. ¿Por qué? Porque sobre cada una de ellas el arquitecto ha colocado detalles, detalles insignificantes que otorgan su estilo inimitable al conjunto…, y en el caso de la moda, es igual. La ropa no es nada. La ropa es monótona, la ropa es plana, la ropa no dice nada sin EL detalle. El detalle la ennoblece, la rubrica, la sublima… ¿Entendido, pingüinos?
Ellos la escuchaban intrigados. Ella unía la sutil feminidad de la parisina con el ojo avizor del maestro de taller experimentado que busca el trazo de carboncillo.
—Prosigo… Primer escaparate, en una esquina, a la izquierda: una mujer vestida según las normas con el abrigo adecuado (un abrigo negro), los zapatos adecuados (botines de tacón bajo, también negros), el bolso adecuado (bolso azul real), las medias adecuadas (medias negras), la falda azul real bajo el abrigo, el pelo suelto, la tez pálida. Es guapa, va bien vestida, de acuerdo. Pero no ES. Es la fachada de un edificio. Todo es limpio, simétrico, aburrido, plano, monótono. No se la ve.
Describía sus ideas con gestos de director teatral mientras pinchaba un pedazo de cordero y una patata dorada.
—En torno a esa mujer convencional y apagada, como flotando en el aire, yo colgaré accesorios que giran lentamente, como las piezas de un móvil de Calder. ¿Me seguís, pingüinos? Al fondo, en una pantalla gigante, el vídeo de Amy Winehouse cantando su éxito Rehab… La chica buena sigue siendo buena. No se mueve nada, sólo los accesorios, los divinos detalles. Ni siquiera su melena… Y pasamos a la segunda parte del escaparate, en el lado derecho. Y entonces ¡tachán! La chica buena se ha convertido en una fashion killer… El pelo echado hacia atrás, una gran boca roja dibujada sobre su rostro muy pálido, con una gran bufanda anudada, algo enorme alrededor del cuello, cuanto más volumen haya en el cuello, más delgada parecerá la chica… Un cinturón beige, fino, largo, muy largo, rodea varias veces el abrigo y el abrigo deja de ser un abrigo, es femenino, inclasificable… ¿El bolso? Ya no lo lleva como un accesorio, ni en el codo (estilo señorona), ni en el hombro, ni en bandolera (¡socorro, una girl scout!), lo sujeta con las dos manos. Y, de golpe, existe. Es bonito, es it, es inexplicable… La falda sobresale dos centímetros del abrigo y eso forma una capa más y, por fin, el detalle que rompe, inmoviliza, inmortaliza: el calcetín corto fluorescente sobre las medias negras, violeta fluorescente, que anuncia el color, la primavera, el sol, ¡la marmota que despierta! La chica ha dejado de ser buena, la fachada ha dejado de ser fachada, ha trascendido gracias a los detalles… Eso es sólo el principio, encontraré un montón de ideas más, ¡confiad en mí!
Cogió otro bocado de cordero, levantó su vaso de vino para que le sirvieran y continuó:
—Y en el otro escaparate hago lo mismo: salvo que en ese la gente habrá comprendido el principio y colocaré maniquíes vestidos con detalles que lo cambian todo. Una chica con chaqueta negra, una camiseta y unos vaqueros…, salvo que desgarraré los vaqueros, haré un agujero en la camiseta, llevará la chaqueta con el cuello levantado, arremangada, un enorme imperdible con colgantes en el reverso de la chaqueta, un fular anudado a la cabeza atado con un gran nudo, guantes demasiado cortos que muestran las muñecas, una pashmina enrollada con una bufanda alrededor del cuello…, en fin, ¡todo detalles! Otra chica con un abrigo de hombre demasiado grande, un chaleco masculino, una camisa larga, un pantalón de chico, una cadena de oro alrededor de la cintura, una piel alrededor del cuello, una piel falsa, por supuesto, ¡si no me saquean el escaparate! Y así todo, desarrollando el detalle… Conjugo el concepto, impongo una moda callejera, una invención que huele a asfalto y a star de barriada. Invento, reciclo, desplazo, respeto la crisis y exalto la imaginación… Soy genial, amontono ideas, trucos asombrosos, ¡se pararán todos, tomarán notas y querrán conocerme!
Todos la miraban con la boca abierta. No muy seguros de haberlo entendido todo, salvo Zoé, que encontraba aquello alucinante.
—¡Pero qué hermana tan genial tengo!
—Gracias, gracias… No puedo estar quieta, tengo ganas de bramar, de bailar, ¡de besaros a todos! Y os prohíbo pensar lo que estáis pensando en este momento. ¡En todo caso tú, mamá! ¡La reina de la corona de espinas en la cabeza!
Joséphine bajó la nariz hasta el cordero y prosiguió con el trinchado.
—¿Y si mi hija no gana el concurso? Eso es lo que piensas, ¿verdad?
—¡Que no, cariño! —protestó Joséphine, que acababa de pensar exactamente eso.
—Sí, sí, ¡te oigo dudar! Y te respondo categóricamente: lo ganaré… No habría tenido esa idea si no fuese a ganar. Diáfano, ¿verdad?
—En efecto…
—¡Ajá! ¿Ves? Tenía razón. Tú siempre tienes miedo, te imaginas lo peor, te escondes en una trinchera, ¡yo, nunca! Resultado: a ti no te pasa nunca nada, o casi, y yo ¡vuelo hasta la luna! Roma está a mis pies, los romanos tropiezan con sus togas para acercarse a mí… A propósito, ¿sabíais que Junior habla latín?
Ellos balbucearon no. Y ella concluyó:
—Pues bien. Suelta latinajos y debo deciros que ese chico es todo menos un tontainus albinos pelirrojo… ¡Ese crío es algo digno de ver y todavía no ha terminado de asombrarnos!
Después se volvió a Gary y soltó:
—Y esta noche, Gary, ¿qué hacemos? No vamos a pudrirnos aquí… ¿Vamos a ver a Peter y a Rupert, que están en París? Lo celebramos, bailamos, nos negamos a dormir, bebemos Johnny-caminante y fumamos esos cigarrillos que marean. ¡Porque no estoy de humor para quedarme tranquila! A las doce besamos a nuestra gente y salimos de fiesta, ¿vale?
—Y a mí me gustaría bajar al trastero con Gaétan, mamá. Podríamos coger unas velas, una copa de champaña e ir a besarnos en donde todo empezó —declaró Zoé, con aire de monja que va a recogerse en un lugar de peregrinaje.
—Gary, ¿me escuchas? —exclamó Hortense.
Gary no escuchaba. Gary tecleaba un mensaje en su móvil, con las manos bajo la mesa.
—¿Gary? ¿Qué haces? —se enfadó Hortense—. ¡Apuesto a que ni siquiera has escuchado mi idea genial!
Habla a mi hijo como si le perteneciera, no pudo evitar pensar Shirley. Rebélate, hijo, rebélate, dile que acabas de recibir un mensaje de Charlotte Bradsburry, que está en París y que vas a reunirte con ella.
Gary levantó la cabeza sonriendo. Quizás sea Charlotte, esperó Shirley. No me gusta que nadie se crea propietario de mi hijo. Y sin embargo, inmediatamente se calificó de madre abusiva. ¡Es que ya sólo me queda él!, quiso protestar. Y cerró a medias sus grandes ojos atormentados de mujer que se siente empujada hacia una retirada forzosa, porque acaba de perder un amor que esperaba con todas sus fuerzas de hembra hambrienta. Ya nunca volveré a ser una hembra hambrienta, se dijo, espoleándose con palabras para recuperar su dignidad. Reacciona, chica, reacciona, pero no por ello te vuelvas mala y deja que esos dos se amen a su modo, no es asunto tuyo. Sintió que aumentaba su angustia y buscó una punta de mantel o de servilleta para retorcerla y calmarse.
—Es el Maestro que me desea un feliz año —dijo por fin Gary cerrando el teléfono—. Dice que el año que viene va a ser fantástico. Dice que se siente feliz, que tiene muchos proyectos y que está esperando a una mujer que pasa las fiestas en París. Me parece que está enamorado…
A la una de la mañana, tras haberse besado bajo el muérdago con Shirley, sus hijas, Gaétan y Gary, tras haber puesto el hermoso mantel blanco con la ropa sucia, guardado los cubiertos de mango de nácar, limpiado los platos y apagado las velas, tras haber abrazado a su amiga dolorosa que, como atontada, reclamaba el olvido del sueño, Joséphine salió al balcón a susurrarle sus mejores deseos a la blanca luna creciente.
Uno de enero. Primer día del año. ¿Dónde estaré el último día del próximo diciembre? ¿En Londres o en París? ¿Sola o en compañía? ¿Con Philippe o sin él, que no me ha llamado y debe de estar contemplando la luna creciente en su balcón inglés?
En el instante en que tendió el gran edredón sobre el balcón, oyó una risa de mujer seguida de la voz de un hombre que susurraba Edwige, Edwige, y después ni un ruido más… Imaginó un beso que se elevaba en la noche. Pensó que era una señal y corrió a buscar el teléfono para llamar al hombre en el balcón inglés.
Con un nudo en la garganta, marcó el número.
Esperó a que el timbre sonara varias veces. Apretó los dientes, rezó para que él contestara. Se frotó las sienes. Había salido. Debía colgar. ¿Qué voy a decirle? Feliz año, estoy pensando en ti, te echo de menos. Palabras vacías que no dicen nada de mi corazón que enloquece ni de mis manos húmedas. ¿Y si estuviera brindando con champaña con unos amigos o, peor aún, con una belleza lánguida que gira la cabeza hacia él y frunce el ceño murmurando quién es? Sólo me quedará la luna creciente para consolarme. Pasó la yema del dedo por el frío enlosado del balcón, frotó un poco para calentarlo, para darse coraje. Dibujó una especie de manzana con cabellos de hada, una gran nariz, una gran sonrisa tonta. O no tiene contestador o no lo ha conectado. Recuerdo cuando se inclinó sobre mí en la penumbra del teatro, su boca me pareció grande, tan grande…, y me cogió la cara entre sus manos como para estudiarla… Recuerdo que la tela de su chaqueta me pareció suave… Recuerdo sus manos cálidas que me aprisionaban el cuello, me hacían estremecer, me olvidé de todo…
Esos no son gestos anodinos. Seguramente él también piensa en ellos, cuando cae la primera noche del año sobre el jardincito que hay frente a su casa. Se pregunta dónde estoy y por qué no llamo.
Responde, Philippe, responde. O seré yo la que cuelgue y ya no tendré valor para volver a llamar. Además del valor de pensar en ti sin inclinar la cabeza y dejar escapar un suspiro de alegría que se escapa. Recuperaré mi personaje de buena mujer resignada a que su felicidad huya. Conozco ese papel, lo he interpretado a menudo, me gustaría cambiarlo en esta primera noche del año. Si en esta noche de gracia no tengo el valor para ello, no lo tendré nunca.
¡Nunca! Y basta con formular esa horrible palabra que mata la esperanza, para que tenga ganas de colgar para seguir esperando.
Pero una mano descuelga en el otro lado del canal de la Mancha, una mano que interrumpe el canto del teléfono. Joséphine se inclina sobre el aparato murmurando, cuando la voz la interrumpe y dice Yes?
Es una voz de mujer.
Joséphine se queda muda.
La mujer continúa hablando en inglés en mitad de la noche. Dice ¿quién es? Dice no oigo, ¡hay demasiado ruido aquí! Se desgañita y pregunta quién es, quién es, conteste…
Nadie, tiene ganas de decir Joséphine. No es nadie.
—Hola, hola… —vuelve a decir la mujer con ese acento inglés que se come las sílabas, las suaviza, transforma la «o» de hola en «ou» y modula la «a».
—¡Dottie! ¡He encontrado tu reloj! ¡Estaba en vuestro cuarto, sobre la mesita de noche de papá! ¡Dottie! ¡Ven con nosotros al balcón! ¡Hay fuegos artificiales en el parque!
La voz de Alexandre.
Cada palabra la mata. Vuestro cuarto, mesita de noche de papá, ven con nosotros.
Dottie vive con él. Dottie duerme con él. Dottie pasa la Nochevieja con él. Él besa a Dottie en la primera noche del nuevo año. Sus manos cálidas aprisionan el cuello de Dottie, su boca desciende por el cuello de Dottie…
El dolor forma una especie de ola que la arrastra, la lleva, la trae, la deja y la retoma. Unas palabras que la hieren como un cuchillo… Palabras normales, palabras que describen una vida. Una vida en común. Cuarto, mesita de noche, balcón. Palabras sin importancia. Ella se abraza el pecho y mece su dolor, como a una carga explosiva que va a pulverizarla.
Levanta la cabeza hacia las estrellas y pregunta por qué.
¿Por qué?
—¿Estás contenta? ¿Has encontrado el reloj? —dice Philippe volviéndose hacia Dottie que se reúne con él en el balcón.
—Es un reloj bonito. Me lo regalaste después de nuestra primera noche[34] —responde Dottie acurrucándose entre sus brazos—. Tengo frío…
Él extiende un brazo hacia ella, distraído, como si le sostuviera la puerta para entrar en un restaurante. Ella se da cuenta y su mirada se apaga.
¿Qué hará Joséphine en este momento?, piensa Philippe mirando un cohete rojo y verde que estalla en una larga oruga de mil patas velludas en el cielo negro. No ha llamado. Habría llamado si hubiese estado en casa con Shirley, Gary y las niñas. Así que ha salido… A un restaurante… con Giuseppe. Levantan sus copas y susurran deseos de felicidad. Él lleva un blazer azul marino, una camisa de rayas azules y blancas con sus iniciales bordadas, pelo castaño, ojos verdes cristalinos, una sonrisa sesgada, siempre tiene una sonrisa en los labios y habla abriendo los brazos, grita «Màaa!» mientras gira las manos con las palmas abiertas para expresar su extrañeza o su enfado. Le habrá regalado bombones Gianduiotti, los mejores de Turín, porque con él ha vuelto a ser golosa. Y le canta versos de Guinizzelli, poeta trovador del siglo doce. Versos que Joséphine apreciaba tanto que un día los había copiado y se los había enviado a Iris, a Megève. Iris los había leído en voz alta moviendo la cabeza, repitiendo mi pobre hermana, ¡qué pardilla! Copiar poemas a su edad, ¡menudo tostón!
Io voglio del ver la mia donna laudare,
e assembrarli la rosa e lo giglio;
più che stella diana splende e pare,
e ciò ch’è lassù bello a lei somiglio[35].
Philippe se había guardado la carta en el bolsillo de la chaqueta. A él también le gustaban esos versos. El amor suena tan bien en italiano… Y después, se había preguntado por qué le gustaban tanto.
—Tengo frío, voy a buscar un jersey —dice Dottie separándose, con lágrimas en los ojos.
—¿Estás triste? —le pregunta Alexandre a su padre.
—No. ¿Por qué dices eso?
—Estás pensando en mamá… Le gustaban los fuegos artificiales. ¿Sabes?, a veces la echo de menos. Tengo ganas de decirle cosas y, precisamente, ya no está…
Philippe no sabe qué decir. Sin palabras, cogido por sorpresa. Ni muy valiente, tampoco. Hablar es decir palabras. Si digo palabras torpes, Alexandre recordará esas palabras. Y sin embargo debería hablarle…
—Es raro, porque no hablábamos mucho… —añadió Alexandre.
—Lo sé… Ella era hermética, reservada… Pero te quería. Iba a acostarse a tu habitación cuando no podías dormir, te cogía en sus brazos, te acunaba y yo ¡me indignaba!
—Desde que Becca está aquí, y Dottie también, me encuentro mejor —dijo Alexandre—. Antes me sentía un poco triste, solos nosotros dos…
—¿Ah, sí?
—Me gusta cómo estamos ahora…
—A mí también…
Y es verdad. Acaban de pasar una buena semana de vacaciones. Cada cual ha encontrado su sitio en la casa. Becca en el cuarto de la ropa transformado en dormitorio, Dottie y él en su habitación. La presencia tan liviana de Dottie que no pide nada y tiembla de felicidad contenida, una felicidad que no quiere demostrar por miedo a que se evapore. Annie que charla con Becca, que le enseña postales de su Bretaña natal. Brest. Esto es Brest y esto es Quimper, repite, Quimper… y Becca no consigue pronunciar ni la «q», ni la «r» y se salta sílabas, con la boca llena de gachas inglesas.
—Estoy contento, papá.
—Y yo estoy contento de que estés contento…
—Me gustaría que nada cambiase.
Becca se había acostado a las doce y media. Desde que tengo una casa de verdad, duermo a todas horas. Me estoy convirtiendo en una auténtica viejecita. La comodidad te vuelve blandengue. Era más valiente en el parque. Lo dice sonriendo, pero se adivina que lo piensa y que eso no le gusta nada.
—Creo incluso que nunca he sido tan feliz… —suspira Alexandre.
Mira a su padre. Con una sonrisa enorme. Una sonrisa de hombre a hombre.
—Soy feliz —repite contemplando la apoteosis final que ilumina el parque.
Zoé y Gaétan han bajado al sótano. Con una vela, cerillas, el fondo de una botella de champaña y dos vasos para lavarse los dientes. Gaétan enciende la cerilla y el sótano se ilumina con una luz temblorosa. Zoé dobla las piernas contra el cuerpo y se acurruca contra él quejándose del suelo duro y frío.
—¿Te acuerdas de la primera vez… en el sótano con Paul Merson?
—No he visto a Paul…
—Ha debido de marcharse a esquiar…
Se levanta el cuello del abrigo y hunde el mentón. Rasca un poco.
—Dentro de tres días, te vas —murmura.
—No pienses en ello. No sirve de nada…
—No puedo evitarlo.
—¿Tanto te gusta sentirte infeliz?
—¿Y tú? ¿Serás infeliz? —pregunta levantando una naricita inquieta de mujer al acecho.
Se siente insegura frente a ese chico que intenta parecer mayor y dominar la vida. Ya no está segura de nada. Estar enamorada debe de ser eso también. No estar segura de nada, dudar, estar nerviosa, imaginarse lo peor.
Gaétan hunde la nariz en el pelo de Zoé y no responde.
Zoé suspira. El amor es como la montaña rusa, sube y baja, cambia a todas horas. De golpe, estoy segura de que me quiere y bailo de alegría, de golpe, ya no sé nada y tengo ganas de tirarme al suelo y morirme.
—¿Por qué te lavas el pelo todos los días? —pregunta Gaétan moviendo su nariz entre los cabellos de Zoé.
—Porque no me gusta cuando, por las mañanas, huele… huele a sueño…
—Pues a mí me gusta mucho, por las mañanas, oler el sueño en tu pelo…
Y el cuerpo de Zoé se relaja, relaja los hombros; se pega a él como un animal que busca el calor del otro para dormirse, y levanta su vaso para que lo llene de champaña.
Joséphine se mete en la cama al lado de Shirley. Duerme recta, los brazos cruzados sobre el pecho. Piensa en los yacientes de la Edad Media, en esos hombres, en esas mujeres remarcables que han sido representados tumbados sobre un lecho de piedra o de mármol. Ellos gobernaron con mano maestra una provincia, una abadía, un castillo, resistieron a las bandas de saqueadores, a los señores de la guerra, al fuego, al pez hirviendo, a la violencia de los soldados que cortaban los senos, la nariz y violaban a las mujeres. Nosotras somos dos mujeres destrozadas por los hombres, dos mujeres que se retiran a la soledad helada de un castillo o de un claustro, y duermen una al lado de la otra, con las manos unidas. Tumbadas, luego muertas. En la Edad Media se dormía sentado. Sentado, rodeado de cojines, con las piernas estiradas, el cuerpo en ángulo recto. Temían la posición horizontal. Representaba la muerte.
Du Guesclin empuja la puerta de la habitación y se acurruca al pie de la cama. Joséphine sonríe en la oscuridad. El perro adivina su sonrisa y se acerca a lamerle la mano. El perro a los pies de la yaciente era símbolo de fidelidad. Doug tiene razón, soy una mujer fiel, y se inclina para acariciarlo.
Soy una mujer fiel y él duerme con otra.
En la noche, Shirley se despierta y oye a Joséphine que llora quedamente.
—¿Por qué lloras? No se debe comenzar el año llorando…
—Es Philippe —solloza Joséphine—. Le he llamado. Ha contestado Dottie… y duerme con él. Incluso se ha instalado en su casa, en su cuarto, y eso duele… Había perdido el reloj y estaba en la mesita de noche de Philippe y parecía algo de lo más normal.
—¿Has hablado con él?
—No… He colgado. No he podido hablarle… He oído a Alexandre que decía todo eso dirigiéndose a Dottie… Decía he encontrado tu reloj, estaba sobre la mesita de noche de papá…
Shirley no está segura de haberlo entendido. Capta que Joséphine está apenada, que no hay que pedirle explicaciones.
—Hoy no ha sido nuestro día, ¿eh?
—No, no ha sido nuestro día para nada —dice Joséphine doblando un trozo de sábana y mordisqueándolo—. Esto significa que hemos empezado mal el año…
—¡Pero tenemos un año para recuperarnos!
—Yo no recuperaré nada en absoluto. Acabaré como Hildegarda de Bingen. En un convento…
—¿No te estás pasando un poco? Ella era una auténtica virgen…
—Renuncio al amor… Y además, ¡soy demasiado vieja! Voy a cumplir cuarenta y cinco años…
—¡Dentro de un año!
—Mi vida ha terminado. Lo dejo.
Y se pone a lloriquear con más fuerza.
—¡Ay, ay, ay! ¡Lo estás mezclando todo, Jo! De acuerdo, él pasa la Nochevieja con Dottie, pero también es culpa tuya… No te mueves, no le llamas, ¡te quedas en Francia plantada como una estaca!
—Pero ¿cómo hago para moverme? —exclama Joséphine incorporándose en la cama—. ¡Es el marido de mi hermana! ¡No puedo hacer nada contra eso!
—¡Pero si tu hermana está muerta!
—Ya no está, pero yo pienso en ella todo el rato…
—¡Piensa en otra cosa! Piensa en sus cenizas y vuelve a estar viva, vuelve a ser atractiva.
—Yo no soy atractiva, soy fea, vieja y tonta…
—Es exactamente lo que pensaba, estás completamente chalada… Aterriza, Jo, ese hombre es magnífico y tú le estás perdiendo con tus velos de viuda… ¡Eres tú la que lo abandonas, no él!
—¿Cómo que soy yo la que lo abandona? —preguntó Joséphine, atónita.
—Pues sí… ¡Le besas salvajemente y no vuelves a dar señales de vida!
—¡Pero si él también me besó salvajemente y también podría haberme llamado!
—¡Está harto de enviarte flores, correos y dulces y de que tú los ignores o los tires a la basura! ¡Ponte en su lugar! Hay que ponerse siempre en el lugar del otro si se le quiere comprender…
—¿Y tú puedes explicarme lo que pasa?
—Es muy sencillo. ¡Tan sencillo que ni siquiera has pensado en ello! Está solo, es Nochevieja. Ha invitado a algunos amigos y ha pedido a Dottie que viniese a echarle una mano… ¿Hasta ahí me sigues?
Joséphine asiente con la cabeza.
—Dottie ha llegado con unos zapatos gruesos, un pantalón grueso, un abrigo grueso, te recuerdo que está nevando en Londres, no tienes más que consultar el tiempo si no me crees, y entonces, él le ha dicho que coja algunas cosas para cambiarse, un vestido, tacones altos, un lápiz de labios, pendientes, ¡yo qué sé!
Esboza el gesto de la que no sabe y su mano vuela hacia el techo.
—Él ha añadido que podrá cambiarse en su cuarto… Ella le ha ayudado a poner la mesa, a cocinar, se han reído y bebido en la cocina, son amigos, Jo, amigos… como tú y yo, ¡nada más! Y después, ha ido a ducharse, ha dejado su reloj en la mesita de noche al pasar, se ha vestido, se ha emperifollado y se ha reunido con Philippe, Alexandre y sus amigos en el salón, olvidando su reloj en el cuarto… Eso es lo que ha pasado, nada más… Y tú te has montado un culebrón trágico, ¡metes a Dottie con un picardías transparente y una alianza en el dedo en la cama de Philippe! ¡Imaginas una escena de noche de bodas y lloriqueas entre las sábanas!
Joséphine hunde el mentón bajo el dobladillo de la sábana. Escucha. Shirley tiene razón. Shirley tiene, una vez más, razón. Eso ha sido lo que ha pasado… Tiene ganas de creer la historia que le cuenta Shirley. Es una bonita historia. Y sin embargo, no se la cree. Como si esa versión valiese para Shirley y los demás, pero no para ella, Joséphine.
Ella nunca interpreta el papel de heroína.
Uno inventa siempre historias cuando está enamorado. Inventa rivales, hombres o mujeres. Inventa complots, inventa besos robados, accidentes de avión, silencios culpables, teléfonos que no suenan, inventa trenes que se han perdido, correos extraviados, uno nunca está tranquilo. Como si la felicidad estuviese prohibida para los enamorados… Como si esa felicidad no existiese más que en los libros, los cuentos de hadas o las revistas. Pero no en la realidad. O si no, de una forma tan fugaz que resbala como el agua entre los dedos de una mano extrañada de no poder atrapar nada…
La vela se ha consumido y la llamita tiembla sobre una base de cera fundida.
Pronto reinará la oscuridad en el sótano. Zoé tiene miedo. Siente cómo crece un nudo en su vientre, crece y ella intenta borrarlo enterrando las manos.
Gaétan se ha callado. También él debe de sentir el peligro.
El primer día del año. Los dos, solos en el sótano. Dentro de tres días, él se marcha. Y no se verán hasta, hasta…
Hasta dentro de mucho.
Eso pasará esta noche.
El peligro…
Ahora o un poco más tarde.
Eso pasará.
Ya no se atreven a mirarse.
El neón del sótano se enciende y oyen pasos en el pasillo.
Leen en la mirada del otro el mismo miedo.
Oyen los pasos que se acercan, voces de gente que se ha perdido, buscan el aparcamiento, dicen es por aquí, no, es por allí. Después se oye una puerta, la gente se acerca, el neón parpadea y se apaga.
Gaétan vuelca la botella de champaña para verter una última gota. Zoé piensa que es para darse valor, tiene tanto miedo como yo. Lo observa en la oscuridad, una silueta sombría e imprecisa, y tiene la impresión de que es como una pequeña amenaza. Su corazón late a mil por hora. Tiene ganas de decir ven, vamos a subir. No sabe. Tiene el vientre y la mente totalmente trastornados. Su cuerpo late por todas partes. No está segura de poder tenerse en pie.
Gaétan ha extendido el abrigo de Zoé en el suelo, le ha quitado las manoletinas, le ha quitado las medias. Le cuesta desabrocharle el sujetador y Zoé suelta una risa que se detiene en seco. Ya no sabe si debe reír o temblar. Así que ríe y tiembla. Tiembla como una hoja y la mano de él, perdida en su espalda, también tiembla como una hoja. Hace frío en el sótano y ella tiene mucho calor. Dice, muy bajo, es la primera vez… Y él dice lo sé, no te preocupes… con una voz que ha dejado de temblar y entonces le parece muy alto, muy fuerte, muy mayor, mucho mayor que ella y se pregunta si él ya lo habrá hecho. No se atreve a preguntárselo. Tiene ganas de pegarse a él, de entregarse a él y ya no tiene miedo. No le hará daño, ahora lo sabe.
Gaétan se quita las zapatillas, se abre el pantalón, se lo quita levantando las piernas, está a punto de tropezar y ella se ríe.
Se tumba junto a ella y Zoé le dice háblame con esa voz que me tranquiliza…
Él no sabe muy bien lo que quiere decir. Repite lo sé, lo sé, no tengas miedo, estoy aquí… como si existiese otro peligro en el sótano.
Y entonces ella empieza a sentirse muy ligera.
Y entonces todo se vuelve muy fácil. O ella tiene la cabeza en otra parte, o ya no tiene cabeza. Ya sólo están ellos dos y tiene la impresión de que están solos en toda la ciudad. Que el corazón de toda la ciudad ha dejado de latir. Que la noche se ha cerrado para protegerles. Te quiero con locura, dice él con la voz que la tranquiliza, dice también que no va a hacerle daño, te quiero tanto, Zoé… Y esa palabrita, ese Zoé en la noche cuando ella está desnuda contra él, con miedo, y cruza los brazos sobre su pecho, esa palabrita que todo el mundo usa constantemente, Zoé, en el instituto o en casa, esa palabrita se despliega, se vuelve única, se vuelve gigante, la protege y ya no tiene ningún miedo. El mundo entero deja de girar, el mundo entero contiene el aliento y ella contiene el aliento cuando él entra en ella, muy suavemente, muy suavemente, sin forzarla, tomándose todo el tiempo del mundo, y ella se deja abrir y deja de pensar, deja de oír, sólo importa eso, el amor que tienen dentro del cuerpo, el amor que ocupa todo su cuerpo. Ella sólo existe para él, él sólo existe para ella, ambos forman un mapamundi con raíces que viajan por el universo. Giran y giran. No dejan de girar y ella no sabe si volverán a bajar…
Y después…
Se separan, él apoya la cabeza a la izquierda, ella apoya la cabeza a la derecha y se observan, atónitos, aturdidos. Él canturrea la canción de Cabrel, te quiero a morir, te quiero a morir, y ella le besa lentamente, como una mujer sabia.
Ya nunca será la misma. Lo ha hecho.
Suben a acostarse en la gran cama de Zoé.
Gaétan dice no cogemos el ascensor, echamos una carrera por las escaleras, y sale el primero y ella grita que hace trampa, trampa, no la ha esperado para salir. No está segura de poder correr. Tiene piernas de mujer, cuerpo de mujer. Senos de mujer. Siente agujetas y camina con las piernas abiertas. Tiene la impresión de haber crecido de golpe y de que todo el mundo se dará cuenta. Vuelve a pasar la película en su cabeza diciéndose que nunca más, nunca más podrá imaginarse todo aquello. Está triste. Un poco. Y después, ya no está triste porque está contenta de la película. Muy contenta. Se pregunta si Emma tuvo la misma suerte que ella. Y Gertrude, ella lo ha hecho. ¿Y Pauline? Echa a correr por las escaleras. Él se detiene, ella le atrapa, él la hace girar, parece un ballet, se besan en cada piso. Ya no tienen miedo. Ya no tienen miedo. Lo han hecho.
Ella tiene una sonrisa un poco tonta. Él tiene la misma sonrisa tonta. Se apoyan, sin aliento, contra el marco de la puerta de entrada. Dejan caer la cabeza, los brazos, los hombros, se acercan, pegan frente contra frente, labio contra labio…
—No se lo decimos a nadie —dice Gaétan.
—No se lo decimos a nadie. Es nuestro secreto —responde Zoé.
Y siente ganas de decírselo a todo el mundo.
Son las diez de la mañana cuando Gary y Hortense salen de la discoteca Show Case, bajo el puente Alexandre III.
Esperan a Peter y a Rupert que están ligando con la chica del guardarropa. Quieren llevarla con ellos, quieren que encuentre a una amiga para que dos y dos hagan cuatro, y la chica sonríe sin responder borrando con un dedo la sombra de ojos verde que moja el pliegue de sus ojos cansados.
Hortense y Gary esperan acodados en la balaustrada de piedra sobre el Sena. Emiten un mismo suspiro, ¡qué bonito es París! Y se dan un codazo cómplice.
Una luz mortecina, entre amarilla y gris, se refleja en las aguas negras, formando picos y valles, y un velo de bruma flota como una sábana larga.
Pasa un barco, los pasajeros tumbados sobre el puente de proa gritan feliz año levantando una botella hacia ellos, que responden agitando una mano cansina.
—La chica no vendrá —dice Gary.
—¿Y por qué no?
—Porque ha terminado su turno, se cae de sueño, ha guardado toneladas de abrigos, entregado toneladas de recibos, está harta de tipos que están de fiesta y que intentan ligar con ella… Sólo sueña con una cosa, con su cama.
—El señor es psicólogo experto —sonríe Hortense acariciando la manga de Gary.
—El señor observa a las personas. Y el señor tiene muchas ganas de besarla…
Ella parece dudar, se balancea un poco, cierra los ojos y se inclina por encima de la balaustrada que domina el muelle de piedra erosionada. Una sonrisa expande sus labios, una sonrisita dedicada sólo a sí misma.
—One penny for your thoughts[36] —dice Gary.
—Estoy pensando en los escaparates. Dentro de veinticuatro horas, sabré…
—No me jodas.
Peter y Rupert se unen a ellos. Solos. Gary tenía razón, la chica sueña con su cama.
—¿Qué tal, tortolitos? ¿Celebrando el Año Nuevo? —dice Peter limpiando sus gafitas redondas con una bufanda de lana que las llena de pelusas.
—¡No celebramos nada de nada! —dice Gary separándose ostensiblemente de Hortense—. Y yo me vuelvo a casa…
—Espérame —grita Hortense mientras él se aleja, el cuello de su chaquetón subido, las manos hundidas en los bolsillos.
—¿Qué le pasa? —pregunta Peter.
—Piensa que no soy suficientemente romántica…
—Si quería una chica romántica, tenía que haber buscado en otra parte —dice Peter.
Rupert se ríe. Bebe directamente de una botella de whisky que se ha metido en el bolsillo al salir de la discoteca.
—Ayer por la noche, en casa de Jean, jugamos al póquer en Internet y gané una bailarina de striptease —dice Rupert.
—¿Dónde vais a dormir? —pregunta Hortense, renunciando a perseguir a Gary.
—En casa del tío de Jean…, en la calle Lecourbe.
—¿Y quién es Jean?
—Un posible compañero de piso.
—¿Un qué?
—¡Ah! ¿No te lo han dicho? Tenemos que encontrar otro compañero…
—Podríais habérmelo dicho…
—Ya no estamos seguros de poder seguir pagando el alquiler —afirma Peter—. Sam está a punto de perder el trabajo, deja su habitación, vuelve a casa de sus padres. No tiene un céntimo…
—Estamos todos arruinados —añade Rupert—. Todo el mundo se larga en este momento, la City se vacía, los banqueros se convierten en vendedores de patatas fritas en el MacDonald’s, es siniestro. Así que hemos venido a París… Nos ha invitado Jean. A casa de su tío.
—Me voy diez días, y aprovecháis para cambiarlo todo…
—No lo hemos decidido todavía, pero lo que es seguro es que Jean es nuestro nuevo amigo… —dicen a coro los dos chicos.
—¿Es francés?
—Sí. Francés y muy digno. Es un chico con un físico algo ingrato, es posible que te cueste tratarle al principio…
—¡Empezamos bien! —dice Hortense bostezando—. ¡Qué aburrimiento!
—… estudia en la LSE, economía y finanzas internacionales, trabaja para pagarse los bocadillos y el alquiler, no te entrarán ganas de seducirle… porque padece un acné invasivo y todos conocemos tu afición por las frentes tersas, las mejillas sonrosadas, los chicos limpios, sanos, ¡apetitosos!
—Tendré que compartir el baño con un tío lleno de granos…
—Todavía no lo hemos decidido, pero nos gusta, eso seguro… —dijo Peter.
Ella protesta por las formas. Sabe muy bien que la vida es cada día más difícil para los chicos; los que trabajan rezan para conservar su empleo, los otros dependen de sus padres que, también, rezan para conservar su empleo.
Y además, no hubiese soportado que eligiesen a una chica.
No le gustan las chicas. Odia las comidas entre amigas, los cotilleos, las confidencias, las sesiones de compras, los celos escondidos tras grandes sonrisas. Con las chicas siempre hay que transigir, avanzar con cuidado, saber manejar determinada sensibilidad o susceptibilidad.
A ella le gusta ir directa al grano. Se gana tiempo yendo directa al grano. Y además, ella no tiene que dar explicaciones a nadie.
—Era eso o aumentar cada uno nuestra contribución, y teniendo en cuenta que los precios suben a ojos vista…
—¿Tan grave es? —pregunta Hortense, escéptica.
—Todo sube. ¡Tesco está carísimo! ¿El Black Currant de Ribena? ¡Carísimo! ¿Las patatas fritas Walkers con vinagre? ¡Carísimas! ¿El dark chocolate de Cadbury? ¡Carísimo! ¿Las deliciosas crackers Carr’s? ¡Carísimas! ¿Las asquerosas salchichas de cerdo que tanto nos gustan? ¡Carísimas! ¿La salsa Worcestershire? ¡Carísima! ¡Y el billete de metro ha subido de precio!
—Son momentos duros, mi querida Hortense…
—Me da igual —dice Hortense—, ¡voy a conseguir mis escaparates! Y aunque tuviese que dormir en la acera, me levantaría por la noche para trabajar, quiero que sea un éxito…
—Pero si no lo dudamos, ¡no lo dudamos ni un segundo!
Y con estas palabras, se despiden inclinándose, desgranando una sucesión de adiós, guapa, y peleándose por la botella de whisky.
Atraviesan el puente para dirigirse al piso del tío de Jean. Calle Lecourbe, calle Lecourbe, está a la derecha o a la izquierda…
—Está en Francia —gritan, zigzagueando.
Hortense vuelve a pie. Necesita pensar. Clavando los tacones en el asfalto de París. París que se despereza tras una noche de fiesta… Hay botellas de cerveza y de champaña en los bancos públicos, en las papeleras, al pie de los semáforos. París, bella ciudad dormida, ciudad lánguida, ciudad perezosa, ciudad enamorada. Yo he perdido a mi enamorado. Ha desaparecido en el amanecer gris, con las manos furiosas en los bolsillos de su chaquetón azul… El largo manto de bruma se borra sobre los tejados grises de París. He perdido a mi enamorado, mi enamorado, canturrea saltando por encima de los desagües cubiertos de hielo transparente.
Gary duerme de través en la cama. Completamente vestido.
Hortense deja su móvil bajo la almohada.
Por si Miss Farland adelantara la hora del veredicto…
Por si…
Se tumba a su lado.
No consigue dormir. Se va al día siguiente. Sus próximas veinticuatro horas serán un sueño breve, un sueño que deberá llenar de alegría y belleza. Hacer las paces con él. Encontrar la alegría turbadora del beso frente a Hyde Park, frente a las copas puntiagudas de los árboles de Hyde Park. Un día nos besaremos bajo los árboles de Central Park y las ardillas vendrán a comer en nuestras manos. No son ariscas las ardillas de Central Park. Se acercan por un dólar… Y después de todo, ¿qué es una ardilla? Una rata con un buen responsable de prensa. Nada más. Quítale la cola con penacho y se convierte en una rata peluda. Una rata peluda y asquerosa que se sostiene sobre dos patas. Hortense se ríe sola frotándose la nariz. A unas se las sonríe y a las otras se les pone cara de asco. Así que todo depende de la vestimenta. De las apariencias. Un detalle, un simple detalle y la rata se convierte en ardilla. Los paseantes les lanzan cacahuetes y los niños quieren una en una jaula.
Tiene ganas de despertar a Gary para explicarle la diferencia entre la ardilla y la rata.
¿Y sabes por qué los delfines sólo nadan en agua salada?
¡Porque la pimienta les hace estornudar!
No consigue dormir.
Quiere marcar el año nuevo con un recuerdo ardiente.
Pasa un dedo por el rostro de Gary. Es tan guapo, dormido…; sus largas cejas negras forman una barrera oscura, su boca entreabierta, hinchada de sueño, las mejillas algo blancas, algo rosadas, ese ligero ronquido de hombre que se ha acostado tarde, una barba que rasca su dedo que persiste…
Persiste…
Esta noche, se besarán.
Hoy, pasarán la noche juntos. Su primera noche. Ella sabrá hacerse perdonar.
Él no se le resistirá.
* * *