—Pero ¿qué escondes debajo del abrigo? —le preguntó Shirley a Joséphine—. Te hace un bulto enorme…, es raro. Parece que estás embarazada ¡pero sólo de un lado!

Estaban sentadas en el metro e iban a mirar los escaparates del Village Suisse. A ver los muebles de los anticuarios, atravesar el Campo de Marte sin prisas, distraerse con los turistas amontonados alrededor de la torre Eiffel, contar el número de japoneses, de chinos, de americanos, de ingleses, de mexicanos y de papúes, levantar la cabeza y admirar la perspectiva del Trocadero, y después volver muy despacio por la calle de Passy viendo escaparates, tal era la finalidad del paseo que habían emprendido ese 31 de diciembre.

Para terminar bien el año.

Y también para hacer balance.

Sobre todo de lo que todavía no habían tenido tiempo de decirse. Las últimas confidencias que se arrancan como una piel muerta bajo la que late el corazón. La confesión que eclosiona entre un bronce dorado de Claude Gallé, una mesita de lectura Luis XV o un canapé Georges Jacob en madera dorada, pintado de azul turquesa. Murmurar ¡qué bonito, qué bonito es! Añadiendo seguidamente ¿sabes?, olvidé decirte que…, mientras la amiga, la confidente sigue con los ojos puestos en el objeto precioso para que continúe la confesión y se tome en serio.

—Llevo una botella de agua…

—Pero ¿para qué?

—Por si tenemos sed…

—¿Por si tenemos sed? ¡Nos sentamos en un café! ¡Qué ocurrencia más rara!

—Es que he pensado que después de los anticuarios podríamos acercarnos también a mi universidad…, tengo que recoger un informe. Estoy preparando una conferencia. Tengo que seguir ganándome el sueldo…

—¿El 31 de diciembre? Pero si estará cerrado…

—No… No está muy lejos del Village Suisse, ¿sabes? Es la misma línea de metro…

Shirley se encogió de hombros y dijo ¿por qué no?

Joséphine pareció aliviada.

—¡Siempre podré hacer una foto del lugar donde trabajas! —añadió Shirley sonriendo.

—¡Oh! No es un edificio muy bonito…

—Así me distraeré mientras estés dentro… Y además Gary me ha prestado su cámara, tendré que utilizarla.

—Entonces, ¿me esperas aquí? Vuelvo enseguida.

—¿No quieres que entre contigo?

—Preferiría que no…

—Pero ¿por qué?

—Preferiría que no…

Shirley, perpleja, la dejó hacer, dejó pasar a Joséphine, la vio atravesar el hall de la facultad, lleno de tablones de anuncios, grandes papeleras, mesas, sillas, jardineras donde tiritaban plantas anémicas. Joséphine se volvió y le hizo una pequeña seña con la mano como para que se alejara. Shirley retrocedió y fotografió la gran fachada de cristal. Después volvió, entró en el hall, buscó con la mirada a Joséphine y no la vio. ¿Qué está tramando? ¿Por qué tanto misterio? ¿Tiene una cita amorosa? ¿No quiere hablarme de ello?

Atravesó el hall sigilosamente y se paró en seco.

En una esquina estaba Joséphine, agachada, inclinada sobre una planta. Una planta enclenque, de hojas raquíticas. Había sacado una cuchara del bolsillo y cavaba un pequeño surco alrededor de la planta hablando en voz baja. Shirley no podía oír lo que decía, pero veía cómo se movían sus labios. Joséphine arrancaba con cuidado algunas hojas secas, arreglaba las que todavía estaban verdes, las limpiaba con un pañuelo, colocaba el palo que servía de tutor, consolidaba los nudos, todo eso mientras seguía hablando. Parecía presa de la indignación de una persona cuidadosa ante la negligencia que sufría la planta. Después sacó la botella de agua del bolsillo del abrigo, la vertió lentamente cuidando de que la tierra se empapara del agua sin expulsarla y esperó a que las últimas burbujas estallaran y la tierra se adormeciera, saciada.

Joséphine se incorporó y se frotó los riñones. Shirley pensó que se disponía a marcharse y se escondió detrás de una columna de hormigón. Pero Joséphine volvió a agacharse. Rascó la superficie de la jardinera. Se levantó de nuevo. Murmuró unas palabras inaudibles. Se agachó otra vez. Metió un dedo en la tierra para verificar que estaba bien empapada. Desplazó ligeramente la jardinera para que captase algo de la luz gris de ese último día de diciembre. Observó su trabajo con benevolencia y satisfacción. Flotaba en sus labios una sonrisa de enfermera. La sonrisa feliz de quien acaba de hacer algo útil.

Shirley analizó el rostro de su amiga. Tomó varias fotos de esa sonrisa indefinida, borrosa, que iluminaba su rostro y le confería una formalidad digna de un papa. Después se alejó, volvió a cruzar el hall y fue a esperarla fuera.

Cuando Joséphine volvió a salir, tenía las manos vacías y había desaparecido el bulto de su abrigo.

—¿No has encontrado el informe?

—No…

—¿Y has perdido la botella por el camino?

—¡Oh! —dijo Joséphine convirtiéndose en una begonia grana y palpándose las caderas como si buscara su botella.

—Me muero de frío. ¿Sabes de algún sitio donde podamos tomar un té caliente con pastas?

—Podemos ir a Carette, en la plaza del Trocadero. Tienen el mejor chocolate caliente del mundo, unas palmeras de hojaldre deliciosas… y, además, hay unas lamparitas muy bonitas que dan una luz de vela, una luz alegre…

Atravesaron el Campo de Marte, cruzaron el puente de Iéna, la plaza de Varsovia, cortaron a través de los jardines del Trocadero. El césped, aletargado por el invierno, dibujaba grandes manchas amarillas que los imperiosos tacones de los apresurados turistas terminaban de aplastar; vasitos de cartón, latas de refresco, colillas de cigarrillos salpicaban los senderos de grava, un jersey abandonado colgaba del borde de un banco y algunos niños jugaban a perseguirse imitando el grito de los apaches, exhibiendo los regalos de Navidad de sus padres ocupados en no llevarles la contraria. Sus gritos respondían en eco, ellos se empujaban, vociferaban, hacían muecas horribles, intentando asustarse unos a otros. Shirley se detuvo ante un nogal del Cáucaso, un avellano de Bizancio, un tulipero de Virginia, un olmo de Siberia, una sófora de Japón, un castaño de Indias y les hizo una foto.

Joséphine la observaba con la boca abierta.

—Pero ¿dónde has aprendido los nombres de todos esos árboles?

—De mi padre… Cuando era pequeña me llevaba a los jardines y a los parques y me enseñaba el nombre de los árboles. Me hablaba de los híbridos, de los cruces, de ramas, de ramajes, de raicillas y de guedejas. Nunca lo olvidé… Cuando Gary tuvo edad para caminar, le llevé a mi vez a los parques de Londres. Le enseñé el nombre de los árboles, le enseñé a estrecharlos entre los brazos para atrapar su energía, le dije que si tenía una pena en el alma, no había nada mejor que los grandes árboles centenarios para escucharle, consolarle, insuflarle ánimo y alejar ideas sombrías… Por eso le gusta tanto pasearse por el parque. Se ha convertido en un auténtico señor de los bosques…

Se instalaron en una mesa en Carette, ante dos chocolates calientes, palmeras y macarons multicolores, en medio de lamparitas blancas que daban a la sala una luz de sacristía. Shirley dejó la cámara sobre la mesa, apoyó la barbilla en una mano y siguió con la mirada a los camareros delgados y ariscos que circulaban cogiendo los pedidos. Joséphine quiso ver las fotos que Shirley había hecho y repasaron el curso de su paseo comentando cada foto, exclamando, dándose codazos ante un detalle que descubrían en aquel momento.

—¿Y eso? ¿Qué es? —preguntó Joséphine delante de la foto de una mujer agachada, vista de espaldas.

—Ya verás…

Shirley le mostró la foto anterior, después otra, y otra.

La boca de Joséphine se abrió y ella enrojeció.

—Soy yo…

—Tú, ¡haciendo cosas a escondidas!

—Es que…

—¿Tienes miedo de que te trate de lela?

—Un poco…

—¡Esa eres tú, Jo! ¡Atravesar París para regar una pobre planta!

—Es que, entiéndelo, a esa nadie la cuida. No la han puesto en las jardineras con las demás, sólo la riegan cuando se acuerdan y, a veces, la olvidan completamente. Sobre todo durante las vacaciones… Cada vez que voy a la facultad, paso a verla antes de subir a los despachos y la riego…

—¿Sabes, Jo?, creo que es por cosas como esa por lo que te quiero con locura…

—¡Uf! ¡Tenía miedo de que me tomaras por loca! ¿Miramos las otras fotos? ¿Las de Gary y Hortense? ¿Crees que podemos?

—No está demasiado bien, ¡pero me muero de ganas!

Entonces desfilaron las fotos de Gary siguiendo a Hortense por las calles de París. Hortense dibujando en un banco, Hortense con cara de malas pulgas, Hortense burlándose delante de la cámara, un magnífico piano lacado en blanco en un escaparate, un surtido de bombones, un primer plano de un bombón de pistacho, una crema Chiboust limón sobre una capa de galletas de avellana, una mousse de chocolate con leche salpicada de trocitos de florentinos de almendra, una fila de cajas negras, de cajas rojas, una pintada en gelatina, fachadas de edificios, detalles de fachadas de edificios, balcones en hierro forjado, un campanario, frisos de piedra, más fachadas de edificios y…

El rostro de un hombre divertido blandiendo una pinta de cerveza.

Shirley soltó la cámara como quien suelta un pedrusco demasiado pesado.

Joséphine la miró fijamente, sorprendida.

—¿Qué te pasa?

—El hombre… ese… en la foto…

Joséphine cogió el aparato y contempló al hombre que reía con unos grandes bigotes de cerveza. Un hombre recto y orgulloso, nacido para gustar, un hombre que parecía ignorar el miedo y quería lanzarse de cabeza a la vida. Un hombre magnífico con brazos de leñador y manos de artista.

—Oye, sí que es guapo… Y tiene un aspecto realmente…, ¿cómo decirlo?…, seguro, acogedor… ¿Es un amigo de Gary? Parece mucho mayor que él… ¿Hay alguna más?

Shirley, muda, pulsó el aparato y descubrieron otras fotos del hombre con bigotes de cerveza. En un pasillo de supermercado… Ya no tenía bigotes. Llevaba bajo el brazo un cesto metálico, lleno de frascos, cajas, yogures, bricks de leche, manzanas, naranjas. Gary hacía el payaso, la cara desencajada por la risa, esgrimiendo un ramillete de brécol.

—¿Es un amigo de Gary? —repitió Joséphine, extrañada por la reacción de Shirley, que no decía nada y pulsaba el botón mecánicamente.

—Peor que eso…

—No lo entiendo… Parece el fin del mundo.

—Joséphine, ese hombre de las fotos…

—Sí…

—¡Es su profesor de piano!

—¿Y? Parecen llevarse muy bien… ¿Te molesta?

—Joséphine…

—Si no me lo aclaras, ¡no me voy a enterar!

—Es Oliver. MI Oliver…

—El hombre que conociste nadando…

—Sí. El mismo…

—Y del que te has enamorado…

—¡Es el profesor de piano de Gary! Ese del que me habla todo el tiempo sin decirme nunca su nombre, dice «él», dice «él», dice «el Maestro» riéndose… o a lo mejor me lo dijo, pero yo no lo oí. No quise escucharlo. Hay centenares de profesores de piano, ¿por qué ha tenido que tocarle él?

—Pero no lo utilizáis de la misma manera…

—Gary me ha hablado muy poco de eso, pero adivino lo importante que es ese hombre para él. No ha tenido padre, Jo, necesita un hombre como referente…

Había dicho eso con la dolorosa extrañeza de quien se da cuenta por primera vez de que le falta un brazo. De que no puede hacerlo todo. De que la inmensidad de su amor acaba de alcanzar un límite duro y frío, que la pone en su lugar, en el de simple madre.

—Es la primera vez que tiene un amigo adulto, no un chiquillo, un hombre con el que se siente bien, con el que puede hablar, sincerarse, un hombre que, además, le enseña lo que le gusta, el piano. Yo le he dicho varias veces preséntamelo y él me ha contestado no, es cosa mía, no quiero que te metas… Es su propiedad, Jo, ¡su propiedad privada! Y yo, yo me aventuro en su territorio…

—¡Pero no lo sabías!

—Lo sé ahora… Y sé también que no puedo volver a verle. ¡Nunca más!

E hizo desfilar una por una las fotos del hombre de la cazadora roja y apagó el aparato como si cubriera su rostro desolado con el velo negro de una viuda.

—Qué bonito ha sido, y ya se ha terminado…

—No digas eso… Quizás Gary lo comprenda…

—No. Gary no está en la edad de comprender… Está en la edad de la impaciencia y la avidez. Lo quiere todo o nada. No quiere compartir. Oliver es su amigo y no debe en ningún caso ser el mío. No lo compartirá. En este momento, accede a su independencia, construye su vida. Lo noto y me parece bien… Hemos vivido mucho tiempo pegados el uno al otro. Nos reíamos de lo mismo, pensábamos lo mismo, nos guiñábamos el ojo para decírnoslo todo… Con Oliver se instala por su cuenta. Le necesita como el aire que respira y yo no quiero asfixiarle. Me retiro. Punto final.

Empujó su plato de macarons y meneó la cabeza.

—Pero… —dijo Joséphine, en voz muy baja—. No crees que…

—¡Se acabó, Jo, no se hable más!

Y de pronto, las lamparitas blancas de Carette con pantallas color marfil ya no eran cálidas, dulces, tenues, sino blancas, siniestras. Como el rostro deshecho de Shirley.

* * *