El 26 de diciembre, a las cinco y diez, Gaétan llamó a la puerta de los Cortès.
Zoé corrió a abrirle.
Estaba sola en el piso.
Joséphine y Shirley habían salido a pasear con aire despreocupado, para dejarla sola. Hortense y Gary caminaban, como cada día, por París en busca de una idea para los famosos escaparates de Harrods.
Gary llevaba el iPod o la cámara de fotos, se subía el cuello de la chaqueta, se anudaba una bufanda azul y se ponía guantes con forro.
Hortense verificaba que llevaba su bloc de dibujo y sus lápices de colores en los bolsillos.
Y volvían, felices o enfadados.
Se separaban en silencio o se tumbaban juntos en el sofá frente a la tele, muy juntos, y no había que molestarlos.
Zoé les observaba y se decía que el amor era algo complicado. Que cambiaba todo el rato, que uno no sabía con qué pie bailar.
Cuando Gaétan llamó, Zoé se vio en el rellano, un poco atontada, un poco jadeante. No sabía muy bien qué decir. Le preguntó si quería dejar la bolsa en el cuarto o beber algo. Gaétan la miró sonriendo. Preguntó si había una tercera opción. Ella contrajo el cuerpo y dijo es porque estoy nerviosa…
Gaétan respondió yo también, y dejó caer la bolsa.
Se encontraron, frente a frente, balanceando los brazos, y mirándose fijamente.
Zoé pensó que él había crecido. El pelo, la boca, los hombros. Sobre todo la nariz. Era más larga. También estaba más sombrío. Gaétan pensó que ella no había cambiado. Se lo dijo y eso la tranquilizó.
—Tengo tantas cosas que contarte —dijo— que no sé por dónde empezar…
Ella adoptó un aire atento y se inclinó para darle ánimos.
—Sólo puedo hablar contigo…
Y la tomó en sus brazos y Zoé pensó que hacía mucho tiempo que estaba esperando aquello. Y ya no supo muy bien qué hacer y sintió ganas de llorar.
Después él inclinó suavemente la cabeza hacia ella, casi doblándose, y la besó.
Ella se olvidó de todo. Le arrastró hasta la habitación y se tumbaron sobre la cama, él la estrechó entre sus brazos y la abrazó con fuerza y le dijo que había esperado tanto este momento, que ya no sabía qué hacer, qué decir, que Rouen estaba demasiado lejos, que su madre lloraba todo el rato, que el Calvo de Meetic se había ido, pero que a él le daba igual porque ella seguía allí y que estaba muy bien así… Continuó hablándole, con palabras muy dulces, palabras que sólo hablaban de ella, y Zoé se dijo que el amor, al final, no era tan complicado.
—¿Dónde voy a dormir? —preguntó.
—Pues… conmigo.
—¡Eh! Estás de broma… ¿Nos va a dejar tu madre?
—Sí pero… Hortense y yo dormiremos en mi cama y tú, en el suelo, en una colchoneta…
—Ah…
Había dejado de susurrarle en el cuello y Zoé sintió frío en la oreja.
—Es un poco absurdo, ¿no?
—Era la única manera, si no, no hubieras podido venir.
—Qué idiotez —dijo.
Y se separó de ella pensando que era una verdadera idiotez. Y parecía tan distante que Zoé tuvo la impresión de estar junto a un extraño. Miraba con fijeza a un punto del cuarto, justo encima del pomo de la puerta, y ya no decía nada.
Y Zoé pensó que el amor era realmente complicado.
Hortense había decidido que las avenidas más bonitas de París eran las que partían radialmente del Arco de Triunfo. Y que los edificios más bellos estaban allí. Y que, a partir de esos edificios lisos y bien ordenados, encontraría su idea. No podía explicar por qué, pero lo sabía. Afirmaba está allí, está allí, y era inútil contradecirla.
De la mañana a la noche, Hortense y Gary se pateaban la avenida Hoche, la avenida Mac-Mahon, la avenida de Wagram, la avenida de Friedland, la avenida Marceau, la avenida Kléber, la avenida Victor-Hugo. Evitaban cuidadosamente la avenida de la Grande-Armée y la avenida de los Campos Elíseos. Hortense las había descartado: habían perdido su alma. Lo comercial, el neón, lo llamativo, la comida rápida e insípida habían desnaturalizado la sutilidad arquitectónica antaño deseada por el barón Haussmann y su equipo de arquitectos.
Hortense aseguraba a Gary que la piedra dorada de los edificios la inspiraba. Decía que el espíritu rezumaba sobre los muros de París. Cada edificio era diferente, cada edificio era una creación y sin embargo cada edificio respondía a las mismas características dictadas por reglas estrictas: fachadas de piedra tallada, muros con repisas, balcones situados en el segundo y quinto piso, balcones con barandilla de hierro forjado, la altura de los edificios estrictamente limitada en función de la anchura de las calles adyacentes. De esa uniformidad había nacido un estilo. Un estilo inimitable que hacía de París la ciudad más bella del mundo. ¿Por qué?, se preguntaba ella, ¿por qué?
Había algo secreto, misterioso, eterno. Como el traje sastre Chanel. El esmoquin Saint Laurent. El pañuelo cuadrado Hermès. Los vaqueros Levi’s. La botella de Coca-Cola. La caja de la Vaca que Ríe. El capó de los Ferraris. Reglas, una línea, un trazo que se declina hasta convertirse en un clásico en el mundo entero.
Mis escaparates deben tener ese no-sé-qué que haga que al pasar delante de ellos uno se detenga, se asombre, se diga ¡pero claro! Eso es el estilo…
Necesitaba encontrar ese «eso».
Cogía la cámara de Gary y fotografiaba los balcones, los mascarones, las ménsulas de piedra, las ventanas cimbradas, las puertas de madera. Dibujaba las siluetas de los edificios. De frente, de perfil. Se detenía en el detalle de cada fachada, de cada puerta, con el ceño fruncido. Gary la seguía mientras inventaba melodías, canturreando do-mi-sol-fa-la-re. Su profesor de piano le había sugerido esa idea: componer pequeñas piezas frente a una estación de metro, ante una paloma con el ala rota o la belleza de un monumento. Conservar siempre notas en la cabeza y esparcirlas. Debería enviarle una postal de París. Para decirle que pensaba en él, que se sentía feliz de haberle conocido, que ya no se sentía solo desde que le conocía. Que se sentía un hombre… Un hombre con vello, con problemas de mujeres, una barba que se deja crecer o no, una chica a quien tirarse o no. Era bueno tener a ese hombre en su vida…
Canturreaba, canturreaba.
A veces, crispaba a Hortense, a veces la hacía reír, a veces ella le pedía que se callara: tenía una idea. Y después suspiraba: la idea se había volatilizado y Gary la abrazaba, decía deja de pensar y la idea se posará sobre ti como por encanto. Déjate ir, suéltate, relájate. Estás tan crispada que no dejas pasar ni una gota de aire…
El ceremonial era siempre el mismo. Deambulaban. Hortense se paraba, acariciaba la piedra dorada de un edificio con los ojos cerrados, reseguía con los dedos cada saliente, se perdía entre los relieves y el suave pulido de la superficie, insistía, insistía como el mago que agita su varita.
Gary murmuraba que era una locura emocionarse tanto con unos bloques de piedra. Citaba a Ernest Renan. Este afirmaba que la isla Grande de Bretaña había sido borrada del mapa porque el barón Haussmann la había arrasado agotando las canteras para construir los hermosos edificios de París.
—¿A ti te parece ético eso? ¿Arrasar una isla para construir una ciudad?
—Me importa un pito si el resultado es bello. París viene a verla gente del mundo entero. La isla Grande, no… Así que me da igual.
—¡Para ti todo lo que reluce es oro!
—Para mí todo lo que reluce es bello… Sobre todo si me hablas de París.
—Y además, era un pretencioso, era tan barón como yo bailarina de cancán.
—¡Eso también me da igual! ¡Cállate!
—Bésame…
—¡Eso ni lo sueñes, hasta que lo haya encontrado!
Entonces Gary empezaba a silbar el canto de la piedra expatriada, el grito de la piedra arrancada de su cantera que llora el exilio forzado, la contaminación de las ciudades, las firmas y los grafitis, el perro que levanta la pata y orina, la obligación de convertirse en un bloque tallado, encastrado, anónimo y no poder aspirar nunca más las salpicaduras de espuma de su isla.
Hortense decidía ignorarle. O desairarle.
De vez en cuando, Gary se escapaba. Se eclipsaba en la esquina de la calle Margueritte con el bulevar de Courcelles, entraba en Hédiard, compraba un surtido de bombones y de fruta escarchada, hablaba con la vendedora criolla que cantaba las alabanzas de la piña confitada o se instalaba en el 221 de la calle Faubourg-Saint-Honoré, frente a la sala Pleyel, ante un piano de cola, y dejaba correr sus dedos y su fantasía.
Hortense rumiaba.
Él huía de nuevo y, atravesando la calle, abría la puerta de la tienda Mariage y penetraba en la caverna sagrada del té. Olisqueaba tés negros, tés blancos, tés verdes en grandes latas rojas que le presentaba un joven con la seriedad impresa en sus facciones. Él asentía, con gravedad, elegía un surtido, atravesaba la avenida y se adentraba en La Maison du Chocolat donde se imbuía de deliciosos sueños…
Después tenía que salir corriendo para alcanzar a Hortense.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué? —preguntaba Gary ofreciendo a su compañera un bombón con praliné—. ¿Por qué quedarte bloqueada en estos edificios de piedra tallada? ¡Eso es una insensatez! Entra mejor en los museos, en las galerías de pintura o ve a dar una vuelta por las librerías de viejo. Allí encontrarás ideas. ¡A montones!
—Porque, desde que era una niña, me ha gustado la belleza de los edificios de París y caminar por París es para mí como recorrer una obra de arte… ¿No ves la belleza en cada esquina?
Gary se encogía de hombros.
Hortense se entristecía. Cada día un poco más.
Pasó el 26 de diciembre.
Y después el 27, el 28, el 29, el 30…
Ellos siguieron caminando en busca de una idea.
Gary había dejado de tararear. Ya no hacía fotos de las fachadas divinas. Ya no compraba lenguas de chocolate con naranja o marrons glacés. Ya no intentaba besarla. Ya no apoyaba el brazo sobre su hombro. Reclamaba una tregua. Un chocolate caliente en Ladurée con un macaron de fresa. O un Paris-Brest con nata en una cafetería.
Ella se tapaba los oídos y proseguía su loco vagar.
—No te sientas obligado a acompañarme —replicaba acelerando el paso.
—¿Y qué voy a hacer si no? ¿Acosar a las chicas en los muelles del Sena, hacer de carabina de Zoé y Gaétan, comer palomitas solo delante de una pantalla gigante? No, gracias… Al menos, contigo, me aireo, veo autobuses, castañeras, glorietas, fuentes Wallace, me como un bombón por aquí, rozo un piano por allá… y, al final de las vacaciones, podré decir que conozco París. Bueno, el París bonito, el París burgués y señorial… No el París recóndito y que huele mal…
Hortense se detenía, le miraba de arriba abajo, esbozaba su mejor sonrisa y prometía:
—Si encuentro mi idea, me rendiré a ti.
—¿De verdad? —decía Gary elevando una ceja desconfiada.
—De verdad de la buena —decía Hortense acercándose tanto que él podía sentir su cálido aliento en los labios.
—Pero —contestaba Gary separándose de un salto— a lo mejor yo ya no quiero… A lo mejor habré conocido a la chica que…
—¡Ay! ¡Por favor, Gary! ¡No empieces otra vez!
—El deseo es fugitivo, my lovely one[32], hay que cogerlo cuando pasa. No sé si mañana seguiré fiel en mi puesto.
—¡Eso es que tu deseo es pobre y no quiero saber nada de él!
—El deseo es volátil, imprevisible, si no ya no sería deseo, sino rutina.
Y saltaba a un lado haciendo una pirueta y se alejaba.
Por fin, el 31 de diciembre, se apareció el espíritu.
A última hora de una tarde de invierno, cuando el sol se cae de golpe tras los tejados, el aire azul y luminoso se vuelve gris, se levanta el frío y provoca escalofríos en la espalda…
Hortense estaba sentada en un banco público. La nariz al sol, el gesto enfurruñado.
—Sólo me quedan veinticuatro horas, Gary, sólo veinticuatro horas, y si no se me ocurre nada, me pondré a titubear cuando me llame Miss Farland. Me siento como una enorme ballena varada en la playa, que apenas puede respirar.
—Una ballena orgullosa color marfil y gris, color marfil y gris, color marfil y gris, dientes blancos y fríos como la lluvia, fríos como la lluvia, fríos como la lluvia, canturreó Gary con la música de Yellow Submarine, dando vueltas alrededor del banco.
—¡Para! ¡Me estás mareando!
—¡Como la lluvia, como la lluvia!
—¡Que pares, te digo! Si crees que eres gracioso…
—¡Color marfil y gris, color marfil y gris!
Hortense se irguió y levantó el brazo para hacerle callar.
Dejó el brazo quieto en posición vertical y Gary creyó que aclamaba por fin su canción. Se inclinó para que le aplaudiera, simuló que hacía girar tres veces en el aire un sombrero de mosquetero, repitió gracias, gracias, hermosa dama. Mi corazón salta de alegría ante la idea de que… y le interrumpió un arisco ¡deja de hacer el idiota! ¡Por ahí vienen Josiane y Junior!
Se volvió y atisbó a lo lejos al niño y su madre que se dirigían hacia ellos.
—¡Ah! —dijo, decepcionado—, así que era eso, y yo que creía que…
—¡Joder! ¡Voy a tener que darle conversación a esa pequeña col lombarda!
—¡No te pases! Es un encanto ese niño…
Se dejó caer al lado de Hortense y esperó que la pareja madre-hijo se detuviese a su altura.
—Qué rabia, le he prestado la cámara a mi madre, si no hubiese hecho una foto…
—¡Una mujer gorda y su enano por las calles de París! ¡Fascinante!
—Pero ¿qué te pasa? ¡Qué asquerosa eres! ¡Te juro que mañana vas a ir a pasear sola! ¡Estoy harto! ¡Hasta París parece más feo con esa cara de perro que pones!
Y volvió la espalda buscando con la mirada una chica guapa a la que abordar sólo para fastidiar a la irascible Hortense.
—¡Pasa que estamos a treinta y uno! ¡Que mañana es uno de enero y no he encontrado nada! ¡Y tú quieres que esté loca de alegría, que me ponga a bailar y que silbe contigo!
—Te lo digo y te lo repito, ¡déjate ir, suéltate y relájate! ¡Pero tú te empeñas en estrujarte el cerebro!
—¡Cállate, que llegan! ¡Sonríe! ¡No tengo ganas de que ella nos vea discutiendo!
—¡Encima hipócrita!
Josiane les había visto y les dedicó una gran sonrisa de mujer satisfecha. Todo estaba en orden. Su pequeño disfrazado de bebé mordisqueaba una galleta y babeaba, el sol lanzaba un último rayo rosado tras un tejado de pizarra, el aire fresco maquillaba sus mejillas, iban de camino a casa, prepararía el baño de Junior, mojaría el codo en el agua para verificar que estaba a la temperatura correcta, le cubriría el cuerpo de jabón de avena para pieles sensibles, y charlarían, charlarían, él reiría de felicidad, envuelto en su toalla caliente, ella le mimaría a besos, la vida era bella, bella, bella…
—¡Hola a los dos! —dijo bloqueando las ruedas de la sillita—. ¿Qué viento os trae por aquí?
—Una ráfaga fétida —gruñó Gary—. Hortense está buscando una idea a base de chuparse todas las fachadas de París y yo le hago compañía. En fin, lo intento…
—¿Y qué estás buscando, niña? —preguntó Josiane viendo el gesto sombrío de Hortense.
—Busca una idea. Pero no la encuentra. Y le echa la culpa al mundo entero, te lo advierto…
Hortense volvió la cabeza para no contestar.
—¿Dónde buscas tu idea? ¿En los castaños? ¿En las terrazas de los cafés?
Hortense se encogió de hombros.
—¡No! —explicó Gary—, cree que la idea surgirá solita de una hilera de edificios. Examina la piedra, la acaricia, la dibuja, la memoriza. ¡Es estúpido, pero es así!
—¡Ah! —dijo Josiane, atónita—. Una idea que sale de la piedra… No lo comprendo muy bien, pero es que yo no soy muy lista…
¡Una mollera tan dura como el cemento!, pensó Hortense. ¡No hay más que ver cómo se emperifolla esa mujer! Es una maruja barata que lee novelitas rosas y se viste en la sección de tallas grandes…
Entonces Junior soltó la galleta llena de saliva y declaró:
—Hortense tiene razón. Estos edificios son magníficos… E inspiradores. Yo, que los contemplo cada día cuando voy al parque, no me canso nunca. Son tan parecidos y a la vez tan diferentes…
Hortense levantó la cabeza y miró a la col lombarda.
—Oye, sí que progresa el Enano… No hablaba así cuando comimos en vuestra casa por Navidad…
—¡Estaba jugando a los bebés para complacer a mi madre! —explicó Junior—. Salta de felicidad cuando me pongo a balbucear estupideces y, como la quiero más que a nada en el mundo, hago un esfuerzo para parecer tonto…
—¡Ah! —dijo Hortense, subyugada, sin dejar de mirar al niño—. ¿Y sabes muchas palabras que nos escondes?
—¡Un montón, mi querida dama! —anunció Junior echándose a reír—. Por ejemplo, puedo explicarte por qué te gustan esos edificios de piedra dorada. Pregúntamelo amablemente y te lo diré…
Hortense accedió, con curiosidad por oír cómo el Enano exponía su teoría.
—La belleza de esos edificios está en el detalle —explicó Junior—. Ninguno es igual y sin embargo son todos lo mismo. El detalle era la firma del arquitecto. No podía desviarse de la uniformidad, de modo que se refugiaba en la búsqueda del detalle para expresarse. Y el detalle lo cambiaba todo. Era la firma del edificio. El detalle crea el estilo. Intelligenti pauca. Fiat lux. Dixi[33].
Hortense se dejó caer a los pies de la sillita. Besó los mocasines del niño. Le estrechó las manos. Empezó a dar saltitos. Besó a Gary. Besó a Josiane. Quiso besar al cielo y, como no lo consiguió, empezó a cantar de alegría a voz en grito ballena de color marfil y gris, color marfil y gris, color marfil y gris, dientes fríos como la lluvia, como la lluvia, como la lluvia.
—¡Gracias, Miguita! ¡Gracias! ¡Acabas de encontrar mi idea! ¡Eres un genio!
Junior cloqueó de alegría.
Estiró las piernas, estiró los brazos, acercó la boca hacia la que acababa de nombrarle Príncipe Azul, Príncipe Sabio, Príncipe de las Maravillas.
Ya no era el Enano, se había convertido en la Miguita.
* * *