El complemento gramatical de nombre está constituido por el sustantivo y el adjetivo calificativo que se distribuyen entre los dos géneros y los dos números y que tienen un abanico de funciones parcialmente en común.
En el interior del complemento del nombre, el sustantivo y el adjetivo calificativo se distinguen de la siguiente forma:
a) Desde el punto de vista de la forma, el adjetivo y el sustantivo no se distribuyen de la misma forma entre los dos géneros y los dos números. En condiciones normales, sólo el sustantivo está presentado por el artículo (o por uno de los equivalentes a este); sólo el adjetivo puede portar marcas de grados de intensidad y de comparación.
b) Desde el punto de vista de las funciones, sólo el sustantivo puede servir de apoyo a la proposición como sujeto, complemento de objeto y complemento agente…
Henriette Grobz cerró la gramática Larousse golpeando la cubierta verde con la palma de la mano. ¡Basta!, gritó. ¡Basta de cháchara! ¡Estoy perdiendo mi gramática! ¿Cómo se puede educar la mente de un niño atiborrándole la cabeza con estas nociones confusas? ¿No existe una manera simple de enseñar lengua? En mis tiempos todo estaba claro: sujeto, verbo, complemento. Complemento de lugar, de tiempo, de modo. Adverbio, adjetivo. Principal y subordinada. ¡Y nos extraña producir analfabetos en cadena! ¡Nos indigna que ya no sepan razonar! ¡Pero los desviamos, los desanimamos, los debilitamos con esa jerga pretenciosa! ¡Les llenamos la cabeza con un mejunje imposible de digerir!
De pronto sintió una piedad nauseabunda por el niño al que debía salvar de las garras de la enseñanza primaria. Kevin Moreira dos Santos, el hijo de la portera, aquel que sobornaba para navegar por la red. Él no sólo le cobraba unos diez euros por conexión, sino que la última vez se había negado a poner los dedos en el teclado con la excusa de que ella le impedía trabajar y que por su culpa era el farolillo rojo de la clase.
—¿Cómo? ¿Acaso yo te impido destacar en clase? —se había sorprendido la adusta Henriette.
—El tiempo que paso contigo no lo paso estudiando y tengo unas notas asquerosas…
—Tus notas apenas han sobrepasado nunca el cero —se había indignado Henriette meneando la cabeza.
—Por fuerza, ¡tú ocupas todo mi tiempo, vieja chiva maloliente!
—¡Te prohíbo que me tutees y te prohíbo que me pongas nombres de animales! Que yo sepa, tú y yo nunca hemos dormido juntos…
Kevin Moreira dos Santos se rio por lo bajo y contestó que no había peligro de eso, ella era centenaria y él, joven y tierno.
—Te tuteo porque tú me tuteas y si te digo que apestas, es porque cuando te acercas a mí te huelo… No es un insulto, es una evidencia. Y además, yo no te pido que vengas a incordiarme, eres tú la que insiste, tú la que quieres conectarte por narices. ¡A mí me la trae floja! ¡Y encima no haces más que darme el coñazo!
Y le mostró el dedo corazón erecto para ilustrar su argumento, manteniéndolo alto y recto, para que ella tuviese tiempo de descifrar sus intenciones. No estaba dispuesto a hacer las paces con esa vieja a quien le apestaba el aliento, el cuello, los pies, que llevaba una capa de yeso blanco pegada a la jeta y tenía unos ojitos malvados tan pegados que parecía bizca.
—¡Qué mal hueles! ¿No tienes agua corriente en casa o es que la ahorras?
Henriette dio un paso atrás ante aquel insulto deliberado y cambió el tono. Comprendió que no estaba en posición de negociar. No tenía ningún as en la manga. Dependía de ese montón de grasa ignorante.
—¡De acuerdo, niñato! Vamos a ser francos. Yo te odio, tú me odias, pero tú puedes serme útil a mí y yo puedo serte útil a ti. Así que vamos a hacer un pacto: tú continúas dejándome navegar por la red y yo te hago los deberes, además de la pasta que te suelto… ¿Qué me dices?
Kevin Moreira dos Santos la evaluó con la mirada y en su ojo derecho brilló un destello de respeto. La vieja daba la talla. No se amilanaba. No sólo iba a poder continuar exprimiéndola, sin problemas, sino que, además, iba a tragarse todos esos estúpidos deberes que él no entendía en absoluto y que le suponían violentas críticas por parte de su madre, repetidas bofetadas de su padre y la amenaza de acabar en un internado el año próximo.
—Todos los deberes —precisó tamborileando sobre la barra espaciadora del teclado—. Gramática, ortografía, historia, mates, geografía y todo lo demás…
—Todo menos flauta dulce y plástica, en eso te las arreglas tú solo.
—¿Y no te chivarás a los viejos? No te quejarás de que te hablo mal, de que te trato mal…
—¡Eso me trae sin cuidado! No se trata de afecto, se trata de un intercambio de saberes. Un toma y daca…
Kevin Moreira dos Santos dudó. Se olía el embrollo. Jugueteó con el mechón untado de gomina que formaba una pálida cresta en la cima de su redonda cabeza. Su mente, tan lenta para comprender el papel del adjetivo y del sustantivo o las divisiones de tres cifras, examinó a toda velocidad los pros y los contras y concluyó que lo tenía todo a su favor.
—Vale, vieja chocha. Yo te paso mis deberes, tú me los devuelves por la noche sin que nadie se entere con la excusa de que me estás dando clases… Mis viejos se formarán una buena opinión de ti, no se darán cuenta de nada, ¡y mis notas subirán como la espuma! Pero cuidado, ¡el ordenador sigue siendo de pago!
—¿Ni siquiera un pequeño descuento? —sugirió Henriette simulando una humilde súplica, con un gesto de la boca propio del astuto mercader de un zoco.
—Cero. Primero demuéstrame lo que vales y, si funciona, reviso la tarifa… Pero no lo olvides, ¡el juego lo dirijo yo, no tú!
Fue así como Henriette se encontró en Nochebuena, a la luz de una vela, descifrando una gramática Larousse de cubiertas verdes y saber oscuro.
Pero ¿cómo voy a educar a esa nulidad grasienta?, se preguntó intentando arrancarse un pelo que le había crecido en un lunar. El cerebro de ese chico es un desierto… ¡Sin el menor arbolito donde colgar una hamaca! Ninguna base de la que pueda partir. ¡Hay que construirlo todo! Y yo tengo otras cosas que hacer…
Porque tenía un plan. ¡Y qué plan!
Había descendido sobre su mente como una lengua de fuego, mientras se inclinaba ante la Virgen María en la iglesia de Saint-Étienne.
Fue ese bribón de Judas el que le dio la idea. Judas con los pies desnudos, delicados, nervudos dentro de sus sandalias, Judas con la larga túnica roja, el rostro demacrado, Judas… ¡era Chaval! Por eso, cuando ella miraba fijamente la escena de la Pasión de Cristo, no podía despegar los ojos del rostro sombrío del traidor. Chaval, el cínico y apuesto Chaval, que trabajaba antaño en la empresa de Marcel Grobz, al que había abandonado por un competidor… Ikea, me parece, recordó Henriette [30]. Chaval, que viajaba en descapotable, abría las piernas de las mujeres y se hacía un collar con ellas, se las tiraba y las abandonaba sobre el capó de su coche. Tenía la envergadura, la crueldad, el saber hacer y la codicia necesarios. Conocía los negocios de Marcel como la palma de su mano. Sus apaños, sus clientes, sus descuentos, sus tiendas, su red mundial. ¡Chaval! ¡Claro! A ella se le había iluminado el rostro y el cura que pasaba por ahí había creído que un ángel había descendido de la capilla de la Virgen. ¿Un visitante divino?, le había musitado, ansioso, en la sacristía, arrugando la estola. ¡Una aparición en mi parroquia! Eso daría fama a mi iglesia, acudirían del mundo entero, ¡saldríamos en las noticias! Los cepillos están vacíos. Tiene usted razón, padre, ha sido Dios en persona el que ha venido a hablarme…, y tan pronto como depositó su óbolo, con el que pudo comprar dos cirios para el éxito de su empresa, Henriette se marchó a buscar la dirección de Bruno Chaval en las páginas amarillas del ordenador de Kevin. Será mi socio, mi cómplice, me ayudará a empujar a ese cerdo de Marcel por el precipicio. ¡Chaval! ¡Chaval!, canturreaba moviendo sus piernecitas huesudas. Fue él a quien vi la primera vez que me arrodillé en la capilla de la iglesia de Saint-Étienne. Es una señal de Dios, que me echa una mano. ¡Gracias, Divino Jesús! Recitaré nueve novenas en tu honor…
Llamó a todos los Chaval de la guía. Acabó encontrándole en casa de su madre, la señora de Roger Chaval. Y se llevó una sorpresa.
En casa de su madre. A su edad…
Le citó con el tono puntilloso de la antigua patrona. Él aceptó sin rechistar.
Se encontraron en la iglesia de Saint-Étienne. Ella le hizo una señal para que se arrodillara a su lado y hablasen en voz baja.
—¿Cómo está usted, mi querido Bruno? Cuánto tiempo sin vernos… He pensado mucho en usted —murmuró ella con la cabeza entre las manos, como si rezara.
—Oh, señora, ya no soy gran cosa, la sombra de mí mismo, la evanescencia.
Y pronunció la palabra horrible:
—Estoy en paro.
Henriette se estremeció de horror. Se había preparado para enfrentarse a un primer espada del CAC 40[31], un golden boy de Wall Street, y se encontraba con un caracol famélico. Volvió el rostro para observarle con detalle. El hombre se había quedado sin pelambrera, sin ardor, sin músculo, sin vísceras. Era una larva. Consiguió dominar su repugnancia y se inclinó, amable, hacia ese despojo humano.
—Pero ¿qué ha pasado? Antes era usted tan apuesto, tan brillante, tan insensible…
—Ya no soy más que una medusa errante, señora. ¡Me crucé con el diablo!
Henriette se persignó y pidió que no pronunciara aquel nombre en ese lugar santo.
—¡Pero si no existe! ¡Todo eso está en su cabeza!
—¡Oh, sí, señora!, sí que existe… Lleva un vestido ligero, tiene las piernas largas y torneadas, delicadas muñecas surcadas por venas, dos pequeños senos firmes, una lengua con la que se humedece los labios. ¡Ay! Labios, señora, labios de rojo sangre, con sabor a vainilla y a frambuesa, un pequeño vientre que se contonea, se tensa, se contonea otra vez, dos rodillas redondas, adorables, ella prendió fuego a mis caderas. Yo perdí el aliento mirándola, aspirándola, siguiéndola, esperándola… Tenía, a causa de ella, la mirada del demente que contempla un objeto resplandeciente, un objeto que se aleja, se acerca y calcina al pobre hombre que se rompe. Estaba preso de una pasión indescriptible. Me convertí en un duende alucinado, carbonizado, sólo pensaba en una cosa y ahí, señora, voy a ser brutal, la voy a escandalizar, pero debe usted comprender en qué abismo he caído, sólo pensaba… en posar mi mano, mis dedos, mi boca en su mata carnosa, jugosa como un fruto exprimido y cuyo jugo…
Henriette soltó un grito que resonó en la iglesia. Chaval la miró moviendo lentamente la cabeza de arriba abajo.
—¿Comprende usted ahora? ¿Comprende usted la dimensión de mi desgracia?
—¡Pero eso no es posible! Uno no pierde la cabeza por… por…
—¿… una mata de ninfa ácida? ¡Pues sí! Porque yo fui el primero en introducirme en esa vaina húmeda que me amasaba el sexo con la ciencia y la fuerza de una vieja puta codiciosa… Ella me introducía en su caverna, me manipulaba el miembro como una boca ávida, una ventosa devoradora, aspirante, se detenía cuando ya iba a rendirme, me miraba fijamente con sus grandes ojos inocentes para verificar el estado de deterioro en el que me había dejado; yo le suplicaba entonces que no hiciese nada, con los ojos en blanco, la lengua colgando como la de los perros que mueren de la rabia, el pecho ardiendo, el miembro turgente… Ella me juzgaba con su mirada fría, indiferente, tranquila y pedía más dinero, más modelitos de Prada, más bolsos de Vuitton, y yo jadeaba lo que tú quieras, ángel mío, con tal de que continuase el vaivén encantador que exprimía mi sexo, extrayendo cada gota de placer una a una, señora, una a una como si estuviese en una hoguera y esa fuese la única fuente donde apagar la sed, ella ejercía lentas presiones con su sexo sobre el mío, que no podía más, pero se dejaba amasar, modelar hasta el momento en que, habiéndolo obtenido todo, lanzaba el asalto final, me crucificaba de placer en su carne húmeda y suave y me obligaba a rendir mi alma…
—¡Y osa usted hablar de alma! ¡No sea impío, Chaval!
—¡Pero si era mi alma la que torturaba, señora! Puedo asegurárselo —susurró Chaval pasando el peso de la rodilla derecha a la rodilla izquierda sobre la dura tabla de madera del reclinatorio—. Esa chiquilla, pues sólo tenía dieciséis años, esa chiquilla me llevó a la morada de los ángeles y los arcángeles. Yo estaba radiante de felicidad, colmado de voluptuosidad, quería, poseía el mundo, babeaba de placer cuando explotaba en ella, ¡me propulsaba hasta el paraíso! Y después… después… volvía a ser un simple mortal. Caía de golpe con las botas embarradas, acariciando el Cielo que se alejaba y la chiquilla, hastiada, me miraba tendiendo la mano para que no olvidase su botín de guerra. Y si yo olvidaba algún artículo, un zapato o un monedero, me trataba con frialdad y se negaba a verme hasta que tuviese todos los trofeos a sus pies…, y además me multaba con algún lujoso suplemento para castigarme por haberla hecho esperar.
—¡Qué horror! Esa chica es una innoble desvergonzada. ¡Arderán los dos en el infierno!
—Ay, no, señora, era una felicidad inconmensurable… Me crecían alas en la espalda, era el más feliz de los hombres, pero eso, por desgracia, no duraba. En cuanto mi miembro se endurecía y yo suplicaba de nuevo entrar, ella chasqueaba la lengua en el paladar, me clavaba su fría pupila y preguntaba ¿y qué me vas a dar a cambio? mientras se pintaba una uña o se perfilaba un ojo cristalino con un delineador gris. Era insaciable. Tanto, que yo empecé a trabajar cada vez menos, a meterme en líos. Empecé a apostar a los caballos, a jugar a la lotería, en el casino y, como no ganaba, desvié dinero de la caja de la empresa. Maniobras financieras con los cheques. Primero sumas pequeñas, después cada vez más grandes… y así fue como caí. Muy bajo, porque no sólo perdí un puesto privilegiado, sino que no puedo pedirle a nadie que me recomiende… Mi currículum es infame, sólo sirve para tirarlo por el retrete.
—Y dígame, pobre pecador, no habrá vuelto a ver, espero, a esa Dalila…
—No. ¡Pero no por mi voluntad! ¡Me hubiese arrastrado con los codos si ella me lo hubiese pedido!
Bajó la cabeza, piadoso.
—Se cansó. Decía que el amor físico estaba muy sobrevalorado… Que ya no la divertía. Que siempre era lo mismo, ese vaivén, que se aburría. Conmigo había estado ensayando y había verificado que «eso» funcionaba. Archivó la aventura en la estantería correspondiente a los test de laboratorio. Y rompió conmigo con el pretexto… de que me estaba poniendo pesado. Esa fue la única palabra que repetía cada vez más: «pesado». Debo decir que era muy joven… Por mucho que le prometí miles de cosas, hacer el desfalco del siglo, fugarnos a Venezuela, diamantes, esmeraldas, un avión privado, una hacienda, un cargamento de Prada… Los dos a bordo en un mar turquesa servidos por boys en taparrabos…
Henriette se encogió de hombros.
—¡Menuda trivialidad todo eso!
—Esas fueron las palabras exactas que ella empleó —dijo Chaval inclinando la cabeza como si venerara el recuerdo de su desgracia—. Me dijo que volviera a mis cosas, que ella tenía mejores planes. Se había divertido mucho, había aprendido a triturar a un hombre de placer, había conseguido un fondo de armario, y ahora, ¡a trabajar! Quería triunfar sola, «sin la polla de un hombre, esa salchicha lamentable…».
Henriette se sobresaltó, horrorizada.
—¡Y sólo tenía dieciséis años…! —suspiró Chaval, extenuado.
—¡Dios mío! Ya no hay infancia…
—A los trece años, ya saben enredar a un hombre. Devoran el Kamasutra, hacen ejercicios vaginales, succiones, torsiones, aspiraciones, contorsiones… Se ponen un lápiz entre los muslos y se entrenan. ¡Las hay incluso que pueden fumar un cigarro así! Sí, sí, se lo aseguro…
—¡Conténgase, se lo ruego! ¡Olvida usted que está hablando con una mujer respetable!
—Y sólo con mencionarla… ¡usted misma puede verlo!
Y se aplastó el sexo entre las piernas, cruzándolas con fuerza.
—Ella habrá partido hacia horizontes lejanos, espero… —susurró Henriette.
—A Londres. A estudiar moda. Quiere convertirse en Coco Chanel.
Henriette palideció. Su enorme sombrero se bamboleó. Lo recordó todo. Hacía cuatro años. Hortense, las prácticas en Casamia, Chaval pálido y jadeante, los taconcitos de Hortense clic-clac, clic-clac por el patio de la empresa, los chicos del almacén siguiéndola con la baba caída… ¡Así que era eso! El hombre estaba tan poseído que había olvidado que estaba hablando de su nieta. ¡Su propia nieta! Había olvidado el vínculo entre ella y Hortense. Había elevado a Hortense a la categoría de madona ante la que uno reza arrodillado, mujer por encima de todas las mujeres. Le perdía la pasión. Ella se inclinó sobre el reclinatorio y cruzó los dedos. ¡En qué mundo vivo! ¡Pero en qué mundo vivo! ¡Mi nieta! ¡Una ramera que explota el sexo de los hombres para sacarles su dinero! ¡La carne de mi carne! Mi descendencia…
Y después, reflexionó. Necesitaba a Chaval. Su plan no valía nada sin un caballero oscuro y traidor. ¿Qué importaba, en el fondo, que su nieta fuese una fulana? ¡A cada cual su destino! Las palabras han dejado de tener sentido hoy en día. La gente se burla de palabras como rectitud, honestidad, rigor, sentido moral, decencia. Cada cual va a lo suyo. Y además, seamos realistas, yo siempre he sentido afecto por esa niña que sabe hacerse respetar…
—Escuche, Chaval, creo que ya he tenido suficiente por hoy… Voy a recogerme un poco para purificarme. A rezar por la salud de su alma. Salga de esta iglesia que acaba usted de profanar… y le citaré en los próximos días para hablar de negocios. Tengo algo que proponerle que podría devolverle la prosperidad. Nos encontraremos en el café de la esquina de la calle de Courcelles y la avenida de Wagram. Pero antes, tranquilíceme, ¿ha dejado de ser un corrupto? ¿Conserva todas sus facultades? Porque, para esta empresa, necesito un hombre en plena forma, un hombre con vista, ¡no un despojo libidinoso!
—Ella me despellejó. Estoy acabado, centrifugado, limpiado en seco. Vivo del paro y de la pensión de mi madre. Juego a la lotería porque hay que conservar alguna esperanza, pero ni siquiera creo en ello cuando marco las casillas. Soy un drogadicto con síndrome de abstinencia. ¡Ya no tengo erecciones, señora! ¡Ella se marchó con mi libido! Cuando veo una chica tengo tanto miedo que huyo, con el rabo entre las piernas…
—¡Perfecto! Consérvelo así y prométame una cosa: si yo le hago una cura, financiera por supuesto, usted me promete permanecer sobrio, ayunar sexualmente y no dejarse embrujar por una joven vestal prostituida.
—Eso si nuestros caminos no se vuelven a cruzar, señora. Si la vuelvo a ver, lo sé, volveré a convertirme en un lobo hambriento…
—Pero si vive en Londres…
—Ese es el único riesgo, señora. El único… ¡Mataría por poseerla otra vez! Por penetrar en ese pasillo largo y estrecho, húmedo… Sentir el espasmo celestial…
Emitió un gruñido de bestia feroz en la oscuridad, los músculos del cuello se le tensaron, se le crispó la mandíbula, le chirriaron los dientes, volvió a gruñir, se llevó la mano a la entrepierna, se agarró el sexo, lo retorció y sus ojos se llenaron de un placentero pavor.
Henriette, estupefacta, miraba a ese hombre antaño tan orgulloso, tan viril, retorcerse a su lado sobre el reclinatorio. Gracias, señor Jesús, por haberme librado de ese vicio, murmuró entre dientes. ¡Qué abominación! Yo he sabido gobernar a los hombres. Les he conducido con mano firme, noble, respetable. Digna. Una mano de hierro en un guante de hierro. Nunca he usado esa herramienta de mujer, esa mandíbula…
Una imagen atroz estalló en su cabeza. Guante de hierro, mandíbulas de hierro… Y recitó tres padrenuestros y diez avemarías mientras Chaval, con la espalda curvada, abandonaba la iglesia en silencio y mojaba la mano derecha en el agua bendita para darse coraje.
Era Navidad. Y estaba sola delante de una gramática Larousse. Con medio litro de vino tinto, una lata de sardinas en aceite vegetal, un trozo de queso brie y un dulce de Navidad congelado sobre el que había plantado tres enanitos alegres que había encontrado en el fondo de un cajón. Recuerdo de tiempos pasados en los que el mantel blanco y las velas rojas, los regalos suntuosos de su esposo debajo de cada servilleta, los ramos de flores de Lachaume, las velas perfumadas, los vasos de cristal y los cubiertos de plata cantaban el alborozo y la abundancia de la Navidad.
El muletón plastificado de la cocina tenía algunas manchas, círculos de cacerolas apoyadas precipitadamente para no quemarse con el mango, y su festín lo había sisado en el Dia. Había cambiado de táctica. Se presentaba en la caja vestida como una gran señora, cubierta con sus antiguos atavíos, enguantada, tocada con sombrero y un bolso de cocodrilo con asas, dejaba ante la cajera una bolsa de pan de molde y una botella de agua mineral, mientras en el fondo del bolso estaban las vituallas robadas. Decía en voz alta dese prisa, mi chófer me está esperando en doble fila, mientras la cajera tecleaba un euro setenta y cinco céntimos, y se inclinaba ante la impaciencia de la arrogante anciana.
Así están las cosas, murmuró mientras rasgaba la bolsa de pan de molde. He conocido tiempos mejores y los volveré a conocer. No hay que desesperar. Solos, los débiles pierden los medios para hacer frente a la adversidad. Acuérdate, mi querida Henriette, de esta frase célebre que invocan los afligidos: «Lo que no te mata, te hace más fuerte».
Suspiró, se sirvió un vaso de vino y abrió la gramática con un gesto seco. Intentó concentrarse. Se encogió de hombros. ¡En cuarto de primaria a los doce años! Inútil. Era un inútil. En ortografía, en gramática, en cálculo, en historia. No destacaba en una sola asignatura. Pasaba de un curso a otro porque su madre amenazaba y el padre se encolerizaba, pero sus notas contaban la deplorable epopeya de su trayectoria académica. Calificaciones lamentables y ásperos comentarios de los desanimados profesores: «No puede hacerlo peor», «Lo nunca visto en ignorancia», «Alumno que hay que evitar», «Inscribir en el libro de los récords en la sección de borricos…», «¡Si al menos durmiese en silencio!».
Para Kevin Moreira dos Santos, los dólmenes eran los antepasados de las marquesinas, la ciudad de Roma había sido construida en la avenida Jesucristo. Francisco I era el hijo de Francisco 0. El mar del Caribe bordeaba las lentillas francesas. Y una perpendicular era una recta que se había vuelto loca y se ponía a girar inesperadamente de golpe.
Pensó en Kevin. Pensó en Chaval. Se dijo que la ignorancia y la concupiscencia dominaban el mundo. Maldito su siglo que no respetaba nada, apuró su medio litro de vino, se colocó un escaso mechón de pelo gris y empezó a reformar la enseñanza del francés en cuarto de primaria.
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