—¿A qué hora llegan nuestros invitados? —preguntó Junior mientras extendía betún negro sobre los nuevos mocasines que había recibido por Navidad dentro de una bonita caja. Por fin iba a tener zapatos a juego con su elegante indumentaria. Ya no soportaba las zapatillas con velcro. No combinaban con el resto. Había visto esos mocasines en un escaparate al volver del parque con su madre. En una tienda para niños: Seis Pies Tres Pulgares. Allí estaban expuestos. En toda una gama de colores. El modelo se llamaba Ignace y el precio que marcaban era razonable: cincuenta y dos euros. Él había apuntado con un dedo afirmando eso es lo que quiero en Navidad, zapatos de los que no me avergüence… Josiane había aminorado el paso, los había observado un buen rato y había respondido: lo pensaré. Después había añadido: ¿de qué color los quieres? Él había estado a punto de responder de todos los colores… pero se había contenido. Conocía a su madre, su sentido de la economía, sus principios educativos y había optado por un color clásico: negro. Ella había asentido. El cochecito se había vuelto a poner en marcha y Junior se había hundido en su sillita, satisfecho. El asunto, en su opinión, estaba resuelto.

—Creo que estarán aquí a las doce y media —respondió Josiane en camisón, ocupada en rallar el queso emmental.

En una cacerola, a fuego lento, se fundían la mantequilla y la harina. Algo más lejos, guarecidos en una cesta de mimbre, reposaban unos hermosos huevos frescos puestos por gallinas que corretean al aire libre todo el día.

—Entonces saldrán de su casa sobre las doce —calculó Junior extendiendo con cuidado la crema negra sobre la piel de los zapatos.

—Es de suponer —respondió precavidamente Josiane. Desconfiaba de las preguntas de su hijo, que a menudo la llevaban a territorios peligrosos.

—Si a las doce y media llaman a nuestra puerta, ¿qué hora será entonces en el reloj de su casa que habrán abandonado media hora antes? —inquirió Junior pasando delicadamente el trapo por el borde de los mocasines.

—Pues… ¡también las doce y media, claro! —exclamó Josiane echando el queso rallado en un bol y reservándolo.

Con la satisfacción de quien ha sabido responder a la pregunta trampa del examinador, puso la mezcla sobre el fuego y la diluyó, añadió un chorro de leche fría y mezcló hasta que el conjunto espesó y adoptó una hermosa consistencia.

—No —le corrigió Junior—. Serán las doce y media en tiempo absoluto, tienes razón, pero no las doce y media en tiempo local, porque no tienes en cuenta la velocidad de la luz y de la señal que transmite la luz para calcular el tiempo… El tiempo no puede ser definido de forma absoluta y existe un lazo indisoluble entre el tiempo y la velocidad de las señales que miden ese tiempo. Lo que tú llamas tiempo cuando haces referencia a la hora de un reloj, por ejemplo, no es más que el tiempo local. El tiempo absoluto es un tiempo que no tiene en cuenta las imposiciones del tiempo real. Un reloj en movimiento no se mueve al mismo ritmo que un reloj en reposo. ¡Cometes los mismos errores que Leibniz y Poincaré! ¡Lo sabía!

Josiane empezó a sudar, se secó la frente con cuidado de no derramar bechamel sobre la encimera y pidió clemencia.

—¡Junior! ¡Te lo suplico, déjalo! ¡Es Navidad, un día de tregua! ¡No empieces a calentarme la cabeza! ¡No tengo ni un minuto de descanso! ¿Te has lavado los dientes esta mañana?

—¡La astuta mujer desvía la conversación del objeto por ella incomprendido! Lleva su discurso hacia un ataque traidor con el fin de salvar la cara y seguir teniendo el mando —declamó Junior introduciendo la mano con firmeza en el empeine del mocasín para verificar que el betún estaba bien extendido y la piel impregnada.

—¿De qué sirve un cerebro bien nutrido si se tiene un aliento asqueroso? —se quejó Josiane—. ¿Te crees que con el tiempo seducirás a alguna chica con esos discursos de sabio Cosinus? ¡No! Las seducirás con una bonita sonrisa, una dentadura perfecta y un aliento a clorofila verde.

—Pleonasmo, madre querida, ¡pleonasmo!

—¡Junior! ¡Para o te humillo delante de todo el mundo durante la comida sirviéndote papilla y poniéndote un babero alrededor del cuello!

—¡Venganza mezquina! «Los hijos de los dioses, por así decir, no se ajustan a las leyes de la naturaleza y son la excepción. No esperan casi nada del tiempo y del paso de los años. En ellos el mérito se adelanta a la edad. Nacen instruidos y son ya hombres perfectos mientras el común de los mortales no ha salido aún de la infancia». La Bruyère, mi querida madre. Hablaba de mí sin saberlo…

Josiane se volvió y le miró, estupefacta, apuntándole con la punta de la cuchara de madera.

—Pero… ¡Junior! ¿Ahora lees solo? Si eres capaz de citar a La Bruyère, ¿es que has aprendido a descifrarlo?

—Sí, madre, y quería darte una sorpresa en Navidad.

—¡Dios mío! —gimió Josiane golpeándose el pecho con la cuchara de madera llena de salsa—. ¡Es una catástrofe! Vas demasiado deprisa, amor mío, vas demasiado deprisa… Ningún profesor podrá enseñarte nada… Todos se sentirán superados, enloquecidos, deprimidos. Pensarán que son tontos de capirote, habrá que curarles… ¡Podrían incluso denunciarte a los medios de comunicación y te convertirías en un fenómeno de feria!

—Tú dame libros y yo me encargaré de educarme solo. Significará un ahorro enorme para vosotros…

Josiane gimió, desolada.

—Pero las cosas no son así… Has de aprender con un profesor… Seguir un programa, tener un método, yo qué sé… Se necesita un orden en todo eso. El saber es sagrado.

—El saber es algo demasiado importante para dejarlo en manos de los profesores…

—Vas a convertirte en un ser insoportable…, ¡en un monstruo en miniatura!

Y luego perdió el control y maldijo: ya no sabía cuántos huevos había añadido. Necesitaba seis para el suflé, ni uno más, ni uno menos.

—¡Junior! ¡Te prohíbo que me hables mientras cocino! O si no, me lees un cuento para niños…, algo que me entretenga y no me moleste.

—¡No te pongas nerviosa! Cuenta las cáscaras, divide la cifra obtenida por dos y obtendrás tu número de huevos, ¡mujer de poca ciencia! En cuanto a los cuentos para niños, olvídalos, me anquilosan el cerebro y no me producen el menor cosquilleo en la espina dorsal… Porque yo necesito ese cosquilleo exquisito para saber que estoy vivo. ¡Mi hambre de aprender es insaciable, mamá! Me aburren las historias para niños de mi edad.

—Y yo quiero paz y recogimiento cuando cocino. Para mí es una forma de relajarme, Junior, ¡y no un quebradero de cabeza!

—Puedo ayudarte, si quieres…, cuando haya terminado de encerar mis zapatos.

—No, Junior. Me gustaría conservar mi jardín secreto. Un ámbito en el que destacar y saborear el placer de actuar a mi antojo. En ningún caso quiero que te acerques a mis fogones… Y una cosa más: después, cuando lleguen nuestros invitados, nada de discursos sobre la relatividad del tiempo o Los caracteres de La Bruyère. Me has prometido, recuerda, que te comportarás como un niño de tu edad cuando estemos en presencia de extraños… Cuento contigo.

—De acuerdo, madre. Haré ese esfuerzo… sólo por ti y por probar la excelencia de tus guisos.

—Gracias, mi amor. Lávate las manos después de poner betún en los zapatos, porque podrías envenenarte…

—¿Y tú te pondrías triste?

—¿Que si me pondría triste? ¡Me moriría de pena, mi osito pelirrojo!

—Te quiero, mamá querida…

—Yo también te quiero, eres la luz de mi vida, la golondrina que trae la primavera…

Junior soltó los zapatos, se lanzó hacia Josiane y le plantó un fogoso beso en la mejilla. Ella enrojeció de alegría y le estrechó con fuerza entre sus brazos. Hubo furiosos balbuceos, intercambio de besos babosos, narices, mejillas y cejas frotándose, arrullos, requiebros, superlativos de ternura en los que ambos sobrepasaban la licencia poética para así plantar su bandera en la cima del Annapurna de su amor. Junior deslizó un dedo entre los pliegues del cuello de su madre y le hizo cosquillas, Josiane se defendió mordisqueando la mejilla de su osito pelirrojo y los dos se estrujaron entre cuencos y cacerolas intercambiando caricias, andanadas de besos y palabras alambicadas. La madre y el hijo mezclados, enredados en un nudo sólido, liberaron una cascada de risas que hizo temblar las paredes de la casa.

—¿Qué tal están mis dos trolls? —trinó Marcel irrumpiendo en la cocina—. Estaba en mi despacho verificando mis cuentas y mis créditos cuando creí sentir que temblaban las paredes de nuestra morada. ¡Ajá! Veo que es hora de besos y eso me regocija. Hoy, la vida es bella, ¡tenemos invitados! Y son personas a quienes quiero. Es Navidad, el nacimiento de Jesús, los pastores atónitos, la Virgen María, José, el buey, la mula y la paja, repasad los clásicos y entonad alabanzas en este hermoso día…

—¡Amén! —respondió Josiane liberando a Junior de su abrazo.

—Ven, hijo mío, vamos a elegir el vino que degustaremos… Es hora de que te familiarices con las divinas botellas, las añadas y las cepas. De que hagas bailar el aterciopelado néctar en el paladar y de que te regocijes detallando los miles de notas y los mil sabores.

—¡Pero bueno, Marcel! ¡Aún no tiene edad de convertirse en somelier!

—La botella es una ciencia, Bomboncito. Una ciencia que se trabaja, que necesita tiempo, olfato y humildad…

—¡Les paso un trapo de lana a mis zapatos y voy contigo, progenitor adorado!

Josiane les vio alejarse por el pasillo, cogidos de la mano, dirigiéndose a la bodega doméstica refrigerada que Marcel había instalado en el fondo del piso. Un gigante rojo inclinado sobre un osito rubicundo. Sus dos abetos de Navidad. Dulces y fuertes, decididos y tiernos, voluptuosos y astutos. No se parecían a ningún otro hombre que hubiese conocido. Marcel hablaba salpicando el aire de adjetivos, Junior daba saltitos y repetía, más, más palabras retorcidas. Eran la imagen de una felicidad que ella no quería ver amenazada. ¡Prohibido acercarse! Se rascó entre los senos: la bola había vuelto. Sacudió la cabeza para alejarla. Un olor a quemado llegó a su nariz. Soltó un grito, se quemaba la bechamel. Soltó un taco, cogió la cuchara de madera y removió, removió rezando para que la salsa no se hubiese agriado, mientras recogía del borde de los párpados, con un dedo tembloroso, una lágrima, una sola lágrima, que hizo sonar la alarma en su corazón. ¡No me toques a esos dos, Dios mío! ¡No me los toques o te hundo otro clavo en la Cruz! Sintió que la sangre le golpeaba las sienes, entornó los ojos y repitió ¡a esos dos, no!, ¡a esos dos, no! Oyó el timbre del teléfono, vaciló y descolgó.

—¿Josiane? Soy Joséphine…

—¡Hola, Jo! Estoy cocinando…

—¿Te molesto?

—No, pero date prisa… La salsa está a punto de cortarse. Venís, ¿no? No me vayas a decir que lo anuláis.

—No, no, allí estaremos. No te llamaba por eso…

—¿Le ha pasado algo malo a las niñas?

—Que no… Sólo quería decirte algo que no podré contarte después delante de todos…

—Entonces espera, voy a bajar el fuego…

Josiane puso el fuego bajo, muy bajo, y volvió a coger el aparato. Apoyó las caderas contra la encimera y escuchó.

—Mira… —comenzó Joséphine—, ayer, en el periódico, en la sección «Personalidades del mañana», leí la historia de dos niños superdotados como Junior…

—¿Como Junior? ¿Igualitos?

—Igualitos. Uno es un chico. Vive en Singapur y, desde los nueve años, diseña programas para el iPhone, programas super-complicados que nadie ha inventado antes… Parece ser que a los dos años ya era un genio de la informática y conocía todas las bases de la programación. Habla seis idiomas y sigue poniendo a punto decenas de juegos, aplicaciones y animaciones que después ofrece a los de Apple…

—¡No es posible!

—Y la otra, escucha Josiane, la otra… es una niña que ha publicado su primer libro con siete años, trescientas páginas de relatos, poemas, consideraciones personales sobre el mundo, la política, la religión, los medios de comunicación. Teclea entre ochenta y ciento doce palabras por minuto, lee dos o tres libros diarios y enseña literatura… ¿Me oyes, Josiane?, imparte cursos de literatura, conferencias destinadas a adultos ¡por las que cobra trescientos dólares por cincuenta minutos! Su padre ha construido un estudio en el sótano donde graba programas que después vende a cadenas de televisión locales. Viven en América. El padre es ingeniero, la madre, que creció en China durante la revolución cultural, está vacunada contra todo tipo de aprendizaje en grupo y ella misma da clases a su hija. Asegura que no es ella quien la anima, ¡sino que es la chiquilla la que insiste en trabajar hasta medianoche! ¿Te das cuenta? ¡Eso quiere decir que no eres la única que ha dado a luz a un genio! ¡No eres la única! Eso lo cambia todo…

—¿Dónde has leído todo eso? —preguntó Josiane, que sospechaba que Joséphine le contaba mentiras piadosas en este día de Navidad.

—En el Courrier International… Lo compró Hortense. Compra todas las revistas buscando una idea para sus escaparates. Los escaparates de Harrods… ¿No estás enterada? Ya te contaré… Todavía está en los quioscos. Corre a comprarlo, recorta el artículo y deja de angustiarte. Tu Junior está sólo en el nivel medio de los pequeños genios. ¡Es normal!

—¡Oh, Jo! Si supieses las esperanzas que me das. ¡Qué buena eres! Creo que me voy a derretir…

Josiane y Joséphine habían intimado mucho desde la muerte de Iris. Joséphine asistía a cursos de cocina en casa de los Grobz. Aprendía a hacer magdalenas de limón y chocolate, conejo a la cazadora, tahine con ciruelas, huevos a punto de nieve, fondues de zanahoria y puerros, pasteles salados, pasteles dulces, patés en hojaldre y tarrinas de aguacate con gambas. A veces Zoé la acompañaba y tomaba notas en su cuaderno negro. Josiane había sabido encontrar las palabras para calmar a Joséphine. La estrechaba contra su corazón, la instalaba sobre su amplio busto y la acunaba acariciándole el pelo. Joséphine languidecía y la escuchaba decir ya pasará, Jo, ya pasará, ella está mejor allí donde está ahora, ¿sabes?, ya no se soportaba a sí misma, fue ella quien eligió su final, murió feliz… Joséphine levantaba la cabeza y murmuraba es como si tuviese una mamá, dime, ¿es así una mamá? No digas tonterías, refunfuñaba Josiane, tú no eres mi hija y, además, yo tampoco tuve mamá, ¡no tuve más que palos! Le acariciaba la frente, inventaba palabras dulces, palabras graciosas que giraban como diábolos y Joséphine terminaba con un ataque de risa entre los generosos senos de Josiane.

—¡Gracias, Jo, gracias! Me quitas un peso del corazón… Empezaba a preocuparme pensando en Junior… ¿Quieres saber la última? Ha aprendido a leer solo, ¡me recita La Bruyère y discute la teoría del tiempo! Tengo la sensación de cargar con un peso enorme a la espalda…

—A lo mejor sois muchos los que tenéis niños geniales… A lo mejor hay muchos en el mundo, pero los esconden porque los padres, como tú, tienen miedo de que les hagan daño. Es una nueva raza de niños, que han sido programados para iluminar el mundo… ¡Son nuestros salvadores!

—¡Qué buena eres! —repetía Josiane liberando las lágrimas, lágrimas de alegría, lágrimas de alivio, lágrimas de esperanza ante la idea de que su pequeño pudiese ser normal.

¡Oh! No normal como los otros, pero normal como un puñado de otros. Niños a los que no se señala con el dedo, sino sobre los que se escriben artículos elogiosos en los periódicos.

—Tendrás que hacerte a la idea, tu hijo no es una excepción…

—Es que es muy duro, ¿sabes? Nunca me siento segura. Tengo miedo de las miradas extrañas. Miedo de que se den cuenta en el autobús, miedo de que se lo lleven para programar ordenadores, misiles nucleares, guerras químicas, ataques balísticos. El otro día, en el metro, estaba dibujando pentagramas y canturreando mientras escribía las notas. Entonces una señora murmuró a su marido mira el niño, ¡está copiando la Pequeña serenata nocturna! Debía de ser profesora de música y había reconocido la partitura. El hombre le respondió torciendo la boca para que no le oyeran tienes razón…, no debe de ser normal. Nosotros salimos precipitadamente y seguimos a pie…

—¡Hiciste mal! Tendrías que haber levantado la barbilla y enseñarle como a un trofeo. ¡Es lo que habría hecho el padre de Mozart! ¿Acaso crees que él se avergonzaba de su hijo? ¡No! ¡Lo exhibía ante todas las cortes de Europa a los cuatro años!

—Pues… voy a tener que armarme de valor, ¡porque no estoy muy animada!

Colgó, aliviada y feliz. Volvió a vigilar sus cacerolas arqueando su ceja depilada, pero segura. Junior era normal, Junior era normal, tenía un montón de amigos al otro lado del mundo. No muy práctico para organizar una merienda, pero eficaz para hacer acopio de valor cuando sufra una nueva crisis de angustia.

—Y ahora, hijo mío, vamos a elegir los regalos para nuestros invitados —declaró Marcel sacando la cabeza de la bodega con los brazos cargados de botellas de vino fresco y ligero. Yo he hecho una primera selección entre las joyas que reservo para las damas y tengo un bonito reloj para Gary, un Englishman que vamos a recibir a nuestra mesa.

—Me gusta Gary —declaró Junior admirando el brillo de sus mocasines—, es elegante, guapo, y parece que no lo sepa. Todas las chicas deben de estar locas por él. A veces, papá, me gustaría ser menos espabilado de mente y más atractivo de rostro. El quiosquero me llama Piel Roja, y eso me entristece…

—¡Pero cómo se atreve ese gusano vicioso! —exclamó Marcel—. Está celoso del sol en tu pelo, eso es todo. Él tiene el cráneo chicón y lampiño.

—Joséphine, Shirley y Zoé me gustan también mucho. Son muy humanas. Es Hortense la que me entristece. Me llama Enano y me menosprecia…

—Todavía es joven y está un poco verde, no ha terminado de madurar por culpa de las contrariedades de la vida… No te preocupes, hijo mío, pronto la tendrás comiendo en tu mano.

—Es guapa, intrépida, desdeñosa. En ella están representadas todas las mujeres, salvo la enamorada… No tiene la gracia de la mujer que languidece de amor como mamá cuando os dirigís a vuestra habitación, por la noche, y tú la sostienes por la cintura. Yo noto cómo asciende la voluptuosidad por su nuca curvada… Una mujer insensible es una mujer que todavía no ha amado. Hortense es de hielo porque todavía nadie ha fundido su coraza.

—Oye, Junior, ¡sí que has observado bien a la bella Hortense!

Junior enrojeció y despeinó sus rizos rojizos.

—La he estudiado como al mapa de un campo de batalla, me gustaría que me dedicase una mirada distinta a esos vistazos fríos de extrañeza. Yo quiero dejarla atónita… pero va a ser difícil: mamá me ha pedido que interprete a un bebé durante la comida.

Marcel no supo qué responder. Con los brazos llenos de botellas, reflexionaba mordiéndose los labios. Si bien no le importaba tener un hijo fuera de lo común, comprendía la inquietud de su mujer. Sabía cuánto había esperado ella este hijo, cómo le había imaginado, querido, la cantidad de manuales que había leído, los consejos que había recogido, el régimen que había hecho, quería ser la mejor de las madres para el más hermoso de los bebés. No había previsto que su hijo tuviera el espíritu chirriante de algunos sabios.

—¿Me estás escuchando, padre?

—Sí, y es una cuestión peliaguda. ¿A cuál de las dos complacer? ¿A tu madre o a la joven coqueta? Es Navidad, complace a tu madre, tendrás todo el tiempo del mundo para dejar a Hortense con la boca abierta.

Junior bajó la cabeza, rascó la etiqueta de la botella que debía llevar hasta el comedor. Volvió a rascar. Y después murmuró:

—Lo haré lo mejor posible, padre, te lo prometo… Pero, Dios, ¡qué duro es ser un bebé! ¿Cómo lo hacen los demás?

—No lo recuerdo muy bien —bromeó Marcel—, ¡pero creo que eso nunca me supuso ningún problema! ¿Sabes, Junior?, yo sólo soy un hombre simple que disfruta de la vida, que la prueba y la degusta día a día…

Junior pareció reflexionar sobre el concepto de hombre simple y Marcel creyó que había decepcionado a su hijo. Le asaltó un pensamiento sombrío: ¿y si su hijo se cansaba? ¿Y si terminaba aburriéndose entre dos padres privados de ese saber que parecía excitarle y hacerle avanzar a pasos de gigante? ¿Y si se volvía completamente pálido y neurasténico? El pobre niño se marchitaría y Bomboncito no se recuperaría jamás del golpe.

Se encogió de hombros para alejar de sí esa idea funesta y apretó con firmeza la mano de su hijo.

Abrieron el joyero donde Marcel guardaba sus alhajas, las que depositaba todos los años en el plato de la cena de Navidad, para celebrar el nacimiento del Mesías en Galilea y la llegada a su hogar de un angelito erudito y pelirrojo.

—Venga, elige… y te enseñaré el nombre de las piedras preciosas.

Así fue como colocaron en los platos, bajo tupidas servilletas de blanco adamascado, un brazalete de oro con engarces ovalados adornado con diamantes tallados en forma de rosas y perlas para Zoé, un reloj de bolsillo de oro para Gary, un colgante en forma de corazón cubierto de brillantes para Joséphine, un par de pendientes con engastes de zafiro azul y amarillo para Shirley y un brazalete Love de Cartier, una pulsera de oro con engarces de platino, para Hortense.

Padre e hijo intercambiaron una mirada de orgullo y se estrecharon la mano.

—¡Que empiece la fiesta! —exclamó Marcel—. ¡Qué bien sienta agasajar así a los invitados! Tengo el corazón que se dilata de regocijo.

Bonum vinum laetificat cor hominis! El buen vino regocija el corazón de los hombres —tradujo compasivamente Junior.

—¡No me digas que hablas latín! —clamó Marcel.

—¡Oh! Sólo es una expresión que he aprendido leyendo un texto antiguo.

¡Canastos!, se dijo Marcel, Josiane tiene razón: este niño va demasiado deprisa, el peligro nos acecha…

* * *