—Así que, si lo he entendido bien, estamos todos embarcados en un barco que ya no tiene ni capitán ni motor, y no lo sabemos —decía Philippe a su amigo Stanislas que le había llamado para felicitarle las Navidades.
Stanislas Wezzer había ayudado a Philippe cuando este fundó su gabinete. También le había aconsejado cuando decidió vender su parte y retirarse. Stanislas Wezzer era un hombre alto, flemático, libre, al que nada parecía alterar. Sus argumentos sonaban negros y pesimistas, pero mucho se temía Philippe que tenía razón.
—Un crucero ingobernable que se dirige a toda velocidad hacia un muro de hielo… El Titanic con el mundo entero a bordo… ¡Vamos a hundirnos y no va a ser divertido! —respondió Stanislas.
—Qué bien… Gracias, amigo mío, por las buenas noticias, ¡y feliz Navidad!
Stanislas se echó a reír al otro lado de la línea y prosiguió:
—Lo sé, no debería hablar de esto esta noche, pero estoy harto de oír decir a todos esos imbéciles que hemos dejado atrás la crisis cuando en realidad acaba de empezar. Poco tiempo antes de la caída de Lehman Brothers, el presidente del Deutsche Bank dio a entender que lo peor había pasado y que, inyectando miles de millones de dólares en las cajas de los bancos y las compañías de seguros, salvaríamos el sistema. Lo que vamos a vivir no es una crisis, sino el hundimiento total del capitalismo, un tsunami…, ¡y todos esos grandes hombres no lo han visto venir! No han previsto nada.
—Y sin embargo, existe la impresión de que la vida sigue su curso, de que nadie se da cuenta de la gravedad de la bancarrota…
—¡Eso es lo asombroso! La crisis va a arrollarnos como un maremoto y los miles de millones malgastados en esa economía virtual sólo servirán para derribar el sistema…
—Y la gente continúa haciendo sus compras de Navidad, asando pavos y decorando el árbol —apuntó Philippe.
—Sí… Como si la costumbre fuese más fuerte que todo…, como si nos vendara los ojos. Como si nos sintiésemos aliviados por los atascos, la nieve, las noticias de la radio cada mañana, el café en el Starbucks de la esquina, el periódico que se abre, la chica guapa que pasa, el autobús que gira a lo lejos… Todo eso nos ratifica en la idea de que la crisis nos sobrevolará y que no nos va a afectar. ¡Prepárate para un cambio drástico, Philippe! Y no te digo nada de los otros cambios que vendrán: el clima, el medio ambiente, las fuentes de energía… Tendremos que agarrarnos a las ramas y revisar nuestra forma de vida…
—Lo sé, Stanislas… Incluso creo que me he estado preparando desde hace mucho tiempo… sin saberlo. Eso es lo más asombroso. Tuve una especie de presentimiento, hace dos años. Una corazonada de lo que iba a pasar. Un lento hastío… Ya no soportaba el mundo en el que vivía, ni la forma en la que vivía. Abandoné el bufete de París, abandoné mi vida anterior, me separé de Iris, vine a instalarme aquí y, desde entonces, me siento como si estuviera esperando… esperando otra vida. ¿Cómo será? No lo sé… A veces intento imaginármela.
—¡Gran tipo sería el que pudiese decírtelo! Avanzamos, eso sí, pero a ciegas. Podemos cenar juntos después de las fiestas si estás libre… ¡Desarrollaremos estas siniestras previsiones! ¿Te quedas en Londres?
—Esta noche cenamos con mis padres. En South Kensington. Vamos a celebrar la Nochebuena en su casa con Alexandre y, después, ¡ya veremos lo que se presenta! No he decidido nada… Ya te lo he dicho, me dejo llevar, cojo lo que llega e intento sacarle provecho.
—¿Y Alex está bien?
—No lo sé. No hablamos mucho. Cohabitamos, y eso me pone triste… Acababa justo de descubrirle, me gustaba nuestra relación, nuestra complicidad y todo eso parece haber volado…
—Es la edad… O la muerte de su madre. ¿Habláis de ello?
—Nunca. Ni siquiera sé si debo intentarlo… Me gustaría que saliese de él.
Stanislas Wezzer no tenía ni mujer ni hijos. Pero sabía aconsejar a padres y maridos.
—Sé paciente, volverá… Habéis estrechado lazos… Dale un beso de mi parte y nos vemos pronto. Te noto muy solo. Peligrosamente solo… No hagas ninguna tontería para llenar esa soledad… Es la peor solución.
—¿Por qué me dices eso?
—No lo sé. Por experiencia, supongo…
Philippe esperó la continuación de la confidencia interrumpida, pero Stanislas calló. Fue él quien rompió el silencio despidiéndose:
—¡Hasta pronto, Stan! Gracias por haber llamado.
Colgó y se quedó pensativo mientras miraba la nieve caer sobre la placita. Copos grandes y espesos, casi pesados, que bajaban del cielo con lentitud y majestuosidad como trozos de algodón, sin prisas. Stanislas tenía razón, sin duda. El mundo que había conocido iba a desaparecer. Ya no le gustaba. Sólo se preguntaba qué aspecto tendría el Nuevo Mundo.
Entró en el salón, llamó a Annie.
Ella acudió, erguida con su larga falda gris y sus gruesos zapatos negros —nieva, señor Philippe, no salga en mocasines o podría resbalar—, cargada con un gran jarrón de flores, grandes rosas blancas que había comprado en el mercado y que combinó con ramas de olivo de hojas de un verde suave.
—Muy bonitas esas flores, Annie…
—Gracias, señor. Pensé que alegrarían el salón…
—¿Ha visto usted a Alexandre?
—No. Y me gustaría hablarle de eso. Últimamente desaparece a menudo. Vuelve cada vez más tarde del colegio, ya nunca se queda en casa.
—Quizás está enamorado. Está en la edad…
Annie tosió y se aclaró la garganta, incómoda.
—¿Lo cree de veras? ¿Y si anduviese con malas compañías?
—Lo principal es que esté aquí a las siete. Mis padres cenan muy pronto, incluso en Nochebuena… No soportarían que llegase con retraso. Mi padre detesta las fiestas y el bullicio. Le apuesto que a medianoche estará usted en la cama.
—Es usted muy amable de llevarme con ustedes. Me gustaría agradecérselo.
—¡Pero bueno! ¡Annie, no iba a pasar la Nochebuena usted sola en su habitación cuando la gente lo está celebrando!
—Estoy acostumbrada, ¿sabe?… Todos los años es lo mismo. Escojo un buen libro, una botellita de champaña, una tajada de foie gras, me hago unas tostadas y lo festejo leyendo. Enciendo una vela, pongo música, ¡me gusta mucho el arpa! Es muy romántica…
—Y este año, ¿con qué libro había previsto usted pasar las fiestas?
—El collar de la reina, de Alexandre Dumas. Qué bonito es, ¡pero qué bonito!
—Hace mucho tiempo que no leo a Alexandre Dumas… Quizás debería proponérmelo…
—Si quiere, le podría prestar mi ejemplar cuando lo termine…
—Será un placer, ¡gracias, Annie! Vaya a prepararse, no tardaremos en marcharnos…
Annie dejó el jarrón sobre la mesita baja del salón, se echó hacia atrás para juzgar el efecto, separó dos ramas de olivo enredadas entre sí y corrió a su habitación a cambiarse.
Philippe la miró alejarse, divertido: en su precipitación veía el fervor de una chiquilla que se prepara para una cita amorosa, y la evidente pesadez de su edad que la ralentizaba y traicionaba. ¿Cuál sería la vida secreta de Annie?, se preguntó viéndola desaparecer por el pasillo. Nunca me lo había preguntado…
Bajo un gran roble de largas ramas negras y desnudas, Alexandre y Becca miraban cómo caía la nieve. Alexandre tendía la mano para atrapar un copo, Becca reía porque el copo se fundía tan deprisa en la palma de Alexandre, que este no tenía tiempo de estudiarlo.
—Parece ser que si los miras con una lupa, los copos de nieve parecen estrellas de mar.
—Deberías volver a casa, luv… Tu padre estará preocupado.
—No tengo prisa… Vamos a cenar en casa de mis abuelos, va a ser siniestro…
—¿Cómo son?
—¡Estirados como dos viejos disecados! Nunca se ríen y, cuando les beso, ¡pican!
—Los viejos suelen picar…
—Tú no picas. Tú tienes la piel muy suave… No eres una vieja de verdad, ¡estás mintiéndome!
Becca se echó a reír. Se llevó las manos cubiertas por mitones de color violeta y amarillo a su rostro, como si el cumplido la hiciese sonrojar.
—¡Tengo setenta y cuatro años y no te miento! He llegado a una edad en la que se puede confesar todo. Durante mucho tiempo dije que era más joven, no quería convertirme en una vieja chiva…
—¡No eres una vieja chiva! ¡Eres una chiva joven!
—Me trae sin cuidado, luv… La vejez es tranquilizadora, ¿sabes?, ya no es necesario aparentar, ya no es necesario fingir, te trae completamente sin cuidado lo que la gente piense…
—¿Aunque no tengas dinero?
—Piensa un poco, luv: si hubiese tenido dinero, nunca nos habríamos conocido. Yo no hubiese estado aquí, pudriéndome en un banco del parque. Hubiese estado cómodamente instalada en mi casa. Sola. A los viejos nadie quiere verlos. ¡Los viejos no hacen más que jorobar! Chochean, pican, huelen mal, y no paran de repetir que antes todo era mejor. Prefiero no tener dinero y haberte conocido… Porque, gracias a ti, he dejado de tener moscas en la cabeza.
Todas las tardes, al volver de la escuela, Alexandre iba a ver a Becca. Su verdadero nombre era Rebecca, pero todo el mundo la llamaba Becca. ¿Quién es todo el mundo?, había preguntado Alexandre, ¿tú tienes amigos? Pues sí…, por el hecho de no tener casa no dejo de tener amigos. Hay muchos como yo. Tú no los ves porque vives en un barrio de ricachones y en el centro de Londres no se ven muchos vagabundos, nos echan de allí, nos empujan lejos, lejos. Tenemos que permanecer alejados de los turistas, de la gente rica, de los buenos coches, de las damas elegantes y de los buenos restaurantes… Pero si quieres mi opinión, luv, cada vez habrá más gente como yo. No tienes más que ir a dar una vuelta por los refugios y verás cómo las colas son cada vez más largas. ¡Y de todo tipo de gente! No sólo viejos. ¡También jóvenes! Y auténticos señores que tienden su escudilla… El otro día hice la cola detrás de un antiguo banquero que estaba leyendo Guerra y paz. Charlamos. Había perdido el trabajo y, de golpe, su casa, su mujer y sus hijos. Estaba en la calle sólo con sus libros y una silla de diseño. Una bonita silla de terciopelo azul que lleva el nombre de un rey francés. Vive cerca de la iglesia de Baker Street… Hemos hecho buenas migas porque los dos tenemos una silla. Él, cuando sale, deja la suya en la sacristía de la iglesia.
—¡Ah! —había respondido Alexandre—. Yo creía que vivías sola siempre… ¿Y por qué no quieres ir a un refugio con tus amigos? Sería mucho mejor que dormir fuera…
—Ya te lo he dicho, los refugios no son para mí. Lo he intentado… Uno, en particular, del que me habían hablado muy bien, en Seven Sisters Road… ¡Pues bien! ¡No volveré allí nunca más!
—Pero ¿por qué?
—¡Porque hay hombres sin brazos y con camisetas verdes que te pegan!
—Pero ¿cómo pueden pegarte si no tienen brazos?
—¡Te dan patadas, rodillazos, dentelladas! Son feroces. Y además hay que estar allí a tal hora, hay que pagar no sé cuánto, aunque no sea mucho, y además te lo roban todo en esos refugios… Están llenos de negros enormes con rastas que gritan, beben cerveza a escondidas y hacen pis por todas partes. ¡No y no! Estoy mejor en mi silla de ruedas…
—Pero ¿y cuando hiela o nieva, Becca?
—¡Voy a casa del intendente de la reina! ¿Te has quedado de piedra, eh?
—¿Y ese quién es?
—Un tipo muy simpático. Vive en una casita de ladrillos rojos en el parque… Un poco más lejos, hacia la Serpentine. Se ocupa de los jardines de la reina. Es un cargo oficial porque estos grandes parques pertenecen todos a la familia real o a los duques. Cuando hace mucho frío, voy a verle y me refugio en la leñera. Ha puesto burletes en las ventanas y ha instalado una estufa sólo para mí. Me trae sopa, pan y café caliente. Duermo entre los rastrillos, las horquillas, las palas, los cortacésped y los troncos. Huele a hierba y a madera. Huele tan bien que yo cierro los ojos… ¿Acaso eso no es un lujo? Y cuando rasco la escarcha del ventanuco puedo ver el parque, veo cómo se acercan las ardillas, veo la luz de su salón, veo a su mujer mirando la televisión y a él que lee y pasa las páginas humedeciéndose los dedos… ¡Estoy como en el cine!
—¡Qué rara eres, Becca! Eres feliz a todas horas y no tienes ningún motivo para ello.
—¿Y tú qué sabes de la vida?
—Mi madre… Lo tenía todo para ser feliz… y nunca lo fue. Tenía pequeñas crisis, cambios de humor, fingía, pero nunca fue realmente feliz. Creo incluso que estaba triste siempre…
Becca abría mucho la boca cuando Alexandre hablaba de su madre. Sacudía la cabeza, se golpeaba los mitones violeta y amarillos y decía ¡qué gran desgracia! Después los levantaba hacia el cielo diciendo pero si yo hubiese tenido un hijo como tú, ¡pero si yo hubiese tenido un hijo como tú! Cerraba los ojos y, cuando los volvía a abrir, estaban húmedos. Alexandre pensaba que si tenía los ojos tan borrosos era porque había debido de llorar mucho.
Siempre volvía a los ojos azules de Becca. Tan azules que tenía la impresión de caer cuando se hundía en ellos; todo se difuminaba a su alrededor. Becca no era ninguna vieja chiva. Menuda, frágil, mantenía derecha la cabeza tocada de cabellos blancos, la hacía pivotar un poco como un pájaro que picotea y, cuando se quitaba los trapos que la envolvían, tenía una cintura de jovencita encorsetada. A veces se preguntaba si era pobre desde hacía mucho tiempo, porque todavía se mantenía en buena forma para una mujer de su edad. Le hubiese gustado saber cómo había acabado en el parque, sobre una silla de ruedas.
No se atrevía a hacer preguntas. Veía perfectamente que ese era un terreno peligroso y que hacía falta ser muy fuerte para escuchar la infelicidad de los demás. Así que sólo decía:
—La vida ha sido dura contigo…
—La vida hace lo que puede. No puede mimar a todo el mundo. Y además, la felicidad no siempre está donde se la espera. A veces, está ahí donde nadie la ve. Y además, ¡qué es esa tontería de tener que ser feliz a todas horas!
Se enfadaba, se movía sobre su silla, todas sus capas de lana caían y se las volvía a poner de cualquier forma.
—¡Pero si es verdad! No estamos obligados a ser felices constantemente, ni como todo el mundo… La felicidad hay que inventarla, hay que hacerla a la manera de uno, no existe un modelo único. ¿Tú crees que son realmente felices con una hermosa casa, un gran coche, diez teléfonos, una tele enorme y el trasero bien calentito? Yo he decidido ser feliz a mi modo…
—¿Y lo consigues?
—No siempre, pero no está mal. Y si fuese feliz todos los días ¡ni siquiera sabría que soy feliz! ¿Lo has entendido, luv? ¿Lo has entendido?
Él decía que sí para no llevarle la contraria, pero no la comprendía del todo.
Entonces ella se calmaba. Se revolvía en su silla para recoger la punta del chal, para colocarse el poncho y el cierre que se había caído bajo la barbilla, y se frotaba la cara con las manos como para borrar toda su cólera y decía con voz muy dulce:
—¿Sabes lo que hace falta en la vida?
Alexandre negaba con la cabeza.
—Hace falta amar. Con todas las fuerzas. Darlo todo sin esperar nada a cambio. Y entonces funciona. ¡Pero parece tan sencillo que nadie se cree esa fórmula! Cuando amas a alguien, ya no tienes miedo de morir, ya no tienes miedo de nada… Por ejemplo, desde que nos vemos, desde que yo sé que voy a verte todos los días después del colegio, que vas a detenerte o que simplemente vas a pasar haciéndome una señal con la mano, pues bien…, soy feliz. Yo, sólo con verte, siento felicidad. Me dan ganas de levantarme y brincar… Es mi felicidad. Pero si ofreces esa felicidad a un tío cargado de pasta, se siente incómodo, la mira como si fuese un enorme montón de mierda y la tira a la basura…
—Y si dejara de venir a verte, ¿te sentirías infeliz?
—Me sentiría peor que infeliz, me sentiría sin ganas de vivir y eso ¡es lo peor! Es el riesgo del amor. Porque siempre existe un riesgo, con el dinero, con la amistad, con el amor, con las carreras de caballos, con el tiempo, siempre… Yo siempre acepto el riesgo ¡porque en él asoma la felicidad!
Amar a alguien…, pensaba Alexandre.
Él amaba a su padre. Amaba a Zoé, pero ya no la veía. Quería mucho a Annabelle.
—Querer mucho ¿es como amar?
—No, amar se conjuga sin adverbio ni condición…
Entonces amaba a su padre y a Zoé. Y a Becca. Probablemente era poca cosa.
Tenía que encontrar a otro a quien amar.
—¿Uno puede decidir amar?
—No, eso no se decide.
—¿Y uno puede evitar amar?
—No lo creo…, pero seguramente hay gente que lo consigue cerrándose con llave.
—¿Y se puede morir de amor?
—¡Oh, sí! —dijo Becca lanzando un gran suspiro.
—¿Eso te ha pasado a ti?
—Oh, sí… —repitió.
—¡Pero no estás muerta!
—No. Pero a punto estuve. Me dejé hundir por la pena, dejé de luchar… Así es como acabé sobre esta silla y entonces, un día, pensé: mi vieja Becca, todavía puedes sonreír, todavía puedes andar, tienes buena salud, conservas todas tus facultades. Hay muchas cosas por hacer, mucha gente a quien conocer, y volvió la alegría. La alegría de vivir. Fue algo inexplicable. Sentí de nuevo ganas de vivir y ¿sabes qué? Dos días después ¡te conocí!
—¿Y si desapareciese? ¿Y si me atropellara un autobús o me picara una araña venenosa?
—¡No digas tonterías!
—Quiero saber si puede pasar varias veces eso de morir de amor…
—Seguramente yo volvería a hundirme, pero recordaría la felicidad que me has dado y viviría con ese recuerdo…
—¿Sabes, Becca?… Desde que te conozco he dejado de jugar al juego de despedirme…, ya no me imagino a la gente muriendo.
Y era verdad.
Ella ya no quería que le diese dinero, entonces él le traía pan, leche, almendras saladas, albaricoques secos e higos. Había leído en alguna parte que eran muy nutritivos. Sisaba, del guardarropa donde su padre había guardado las cosas de su madre, bonitos jerséis de cachemira, chales, pendientes, lápiz de labios, guantes, un bolso, y se los regalaba a Becca diciéndole que había unas maletas viejas en el desván que no interesaban a nadie, y que prefería que fuese ella la que llevara esos trapos viejos antes de que acabaran en el Ejército de Salvación.
Becca se había vuelto guapa, elegante.
Un día, la llevó a la peluquería.
Había cogido dinero que andaba perdido sobre la mesa de su padre y ¡venga, a la peluquería!
Había esperado fuera —vigilando que nadie robase la silla de ruedas— y cuando Becca salió, toda rizada, muy grácil, con las uñas arregladas, él había silbado, había dicho ¡guau! Y había aplaudido. Después, con el dinero que sobró, habían ido a tomar un donut y un café al Starbucks de la esquina. Habían brindado con las tazas de su caffè latte. Habían hecho un concurso de bigotes. Very chic! Very chic![29], había dicho él.
Ella se había reído tanto que se había atragantado con un trozo de donut. Les ayudó un señor. La había cogido en sus brazos, la había doblado, había apretado muy fuerte con los puños y ella había escupido el pedazo. Todo el mundo se arremolinó para ver a la hermosa anciana morir estrangulada por una rosquilla.
Pero no había muerto.
Se había incorporado, se había arreglado el pelo y había pedido con mucha dignidad un vaso de agua.
Habían salido cogidos del brazo, y una anciana había comentado que Becca tenía una suerte inmensa de tener un nieto tan amable.
La miraba a través de los copos, que caían con fuerza. Ella guiñó un ojo. A Alexandre no le gustaba dejar que Becca estuviera sola en Nochebuena. Quería convencerla de que fuese a pasar al menos una noche en un refugio. Seguramente habrían organizado una fiesta, habría un árbol de Navidad, crackers y Malteesers, naranjada y posavasos de ganchillo.
Becca se negaba. Prefería quedarse sola en la leñera del superintendente de la reina. Ya habría dejado la puerta entreabierta y puesto leña en la estufa.
—¿Sola?
—Yes, luv…
—Pero eso es muy triste…
—¡Que no! Miraré por la ventana y disfrutaré de la vista.
—Me gustaría llevarte a mi casa… Pero no puedo. Esta noche cenamos en el piso de mis abuelos y, además, nunca le he hablado de ti a mi padre…
—Deja de torturarte, luv… Pasa una hermosa velada y ya me contarás mañana…
Philippe tenía razón.
Llegaron a casa de sus padres a las ocho y media. El señor Dupin llevaba un blazer azul marino y un fular de seda en el cuello. La señora Dupin un collar de perlas de tres vueltas y un traje sastre rosa, es normal, le susurró Alexandre a Annie, se viste con los mismos colores que la reina. Annie llevaba un vestido negro con amplias mangas de gasa que parecían un par de alas. Se mantenía muy erguida y asentía a todo por temor a cometer una inconveniencia y hacerse notar.
Pasaron a la mesa, degustaron un salmón salvaje de Escocia relleno, un pavo asado, un Christmas pudding y a Alexandre se le otorgó el derecho a un «dedo de champaña».
El abuelo hablaba a trompicones, frunciendo sus pobladas cejas, apuntando con un mentón cuadrado y voluntarioso. La abuela sonreía inclinando un largo cuello suave y flexible y sus párpados caídos parecían decir «sí» a todo y en primer lugar a su Dueño y Señor.
Después llegó la hora de los regalos…
Cortaron los lazos, rasgaron los papeles, hubo exclamaciones, besos, agradecimientos, algún que otro intercambio de banalidades, novedades sobre amigos comunes y se habló ampliamente de la crisis. Dupin padre pidió consejo a su hijo. La señora Dupin y Annie recogieron la mesa.
Alexandre miraba fijamente por la ventana cómo caía la nieve, tupida, dibujando sobre la ciudad otra ciudad desconocida. ¿Y si Becca se había atascado con la silla y no había podido llegar a la leñera del superintendente? ¿Y si se muriese de frío mientras él disfrutaba del champaña y del pavo, bien abrigado?
A las once y diez, estaban en el descansillo del piso besándose para despedirse.
En la calle, los coches estaban cubiertos de nieve y la circulación era tan lenta que tenían la impresión de que no se movía ningún coche.
—Papá, ¿puedo decirte algo? —preguntó Alexandre una vez sentado en la parte trasera del coche.
—Claro…
—Bueno, pues escucha…
Y le contó lo de Becca, cómo la había conocido, sus condiciones de vida, lo guapa que era, limpia, honesta, y precisó que no robaba. Añadió que esta noche la pasaría sola en una leñera y que él no dejaba de pensar en eso y que el pavo, que normalmente le encantaba, esta noche le había sentado mal.
—Tengo una enorme bola aquí —dijo señalando su estómago.
—¿Y qué quieres que hagamos? —preguntó Philippe observando a su hijo por el retrovisor.
—Me gustaría que fuésemos a buscarla y la llevásemos a casa con nosotros.
—¿A casa?
—Pues sí…, está sola, es Nochebuena y me da pena. No es justo…
Philippe puso el intermitente y giró. La calzada estaba tan resbaladiza que estuvo a punto de soltar el volante, pero una suave presión volvió a enderezar la enorme berlina. Frunció el ceño, preocupado. Alexandre interpretó esa expresión como una negativa e insistió:
—El piso es grande… Podríamos hacerle sitio en el cuarto de la ropa, ¿eh, Annie?
—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres? —insistió Philippe.
—Sí…
—Si la traes a casa, serás responsable de ella. Ya no podrás dejar que vuelva a la calle.
Annie, sentada al lado de Philippe, no decía nada. Miraba al frente la nieve que caía ante ella con abundancia, y limpiaba el parabrisas con el reverso de los guantes, como si así pudiese barrer la espesa capa que se amontonaba en el exterior.
—No hará ruido, no dará trabajo a Annie, te lo prometo… Es simplemente que no podré dormir si sé que está ahí fuera con este tiempo… Confía en mí, papá, la conozco bien…, no te arrepentirás… y además —añadió como si se colocase en el estrado de un predicador—, ¡no es humano dejar a la gente en la calle con este frío!
Philippe sonrió, divertido con la indignación de su hijo.
—¡Pues venga, vamos!
—¡Oh, gracias! ¡Gracias, papá! Ya verás, es una mujer formidable que nunca se queja y…
—¿Por eso vuelves cada vez más tarde por las noches? —preguntó Philippe dedicando una mirada maliciosa a su hijo.
—Sí, ¿lo has notado?
—Creía que tenías novia…
Alexandre no respondió. Annabelle era cosa suya. No le importaba hablarlo con Becca, pero nada más.
—¿Sabes dónde está la casa del intendente? Hyde Park es grande…
—Me la enseñó un día. No está lejos del Royal Albert Hall, ya sabes, donde vas a los conciertos.
Philippe palideció y su mirada, feliz hacía un instante, se ensombreció. Espantosamente triste, terriblemente abandonado, notó que se le formaba un nudo en la garganta, y se quedaba sin saliva. Las sonatas de Scarlatti, el beso de Joséphine, su abrazo en el viejo rincón que olía a cera y a pasado, sus labios cálidos, una parte de su hombro, todo volvía en una ráfaga deliciosa, dolorosa. Esta noche no se había atrevido a llamarla. No quería perturbar su cena en París. Y además, sobre todo, ya no sabía qué podía decirle, en qué tono hablarle. No encontraba palabras.
Ya no sabía qué hacer con Joséphine. Temía el día en que ya no tendría nada que decir, nada que hacer. Había creído que la paciencia aliviaría la pena, aliviaría el recuerdo, pero debía aceptar que, a pesar de su último encuentro en el teatro, nada había cambiado y que ella le rechazaba enviándole al territorio de los vencidos.
Su secreto temor, el que nunca osaba nombrar, era que ese abrazo furtivo, arrancado en el recodo de una escalera, hubiera sido el último y tener que decidirse a pasar página.
El final de mi antigua vida y el principio de la nueva, quizás, pensó volviendo a las explicaciones de Alexandre, que le indicaba el camino para llegar a la leñera del superintendente de los jardines de la reina.
Encontraron el sitio. Una casita de ladrillo rojo frente a una gran casa también de ladrillo rojo que resplandecía, iluminada, en la noche negra. Philippe aparcó el coche ante una barrera, la abrió y dejó a Alexandre la misión de llamar a la puerta.
—¡Becca! ¡Becca! —susurró Alexandre—. Soy yo, Alexandre… ¡Abre!
Philippe se había inclinado sobre una ventana de cristales pequeños e intentaba atisbar el interior de la casita. Vio una vela encendida, una mesa redonda y una estufa vieja cuyo resplandor teñía de rojo la oscuridad, pero no a Becca.
—A lo mejor no está —dijo.
—O tiene miedo de abrir y que la descubran —respondió Alexandre.
—Deberías asomarte por la ventana y llamarla…
Alexandre se colocó ante el marco de la ventana y golpeó repetidas veces diciendo Becca, Becca, soy yo, Alexandre, cada vez más fuerte.
Oyeron un ruido en el interior, después unos pasos, y la puerta se abrió.
Era Becca. Una mujercita de cabellos blancos, envuelta en chales y retales de lana. Les vio a ambos y después su mirada de extrañeza volvió a posarse en Alexandre.
—Hello, luv, ¿qué haces aquí?
—He venido a buscarte. Quiero que vengas con nosotros, a casa. Te presento a mi padre…
Philippe se inclinó. Pestañeó al reconocer una bufanda larga de cachemira azul ribeteada en beige que en una ocasión le regaló a Iris, que se quejaba de morirse de frío en Megève y se arrepentía de haber dejado París y las fiestas de Navidad.
—Buenas noches, señora —dijo inclinándose.
—Buenas noches, señor —dijo Becca mirándole de arriba abajo, con la mano apoyada sobre el quicio de la puerta, que permanecía entreabierta.
Tenía el cabello canoso peinado con una raya muy recta, y recogido a los lados con dos horquillas en forma de delfín, una rosa y otra azul.
—Alexandre ha tenido una idea excelente —prosiguió Philippe—, le gustaría que pasara usted la Navidad en nuestra casa…
—Te instalarías en el cuarto de la ropa. Ya hay una cama y está calentito y podrías comer y dormir allí el tiempo que…
—El tiempo que desee permanecer con nosotros —le interrumpió Philippe—. Nada es definitivo, usted hará lo que quiera y, si desea marcharse mañana, lo aceptaremos con mucho gusto, sin obligarla a quedarse.
Becca se pasó una mano por el pelo, lo alisó con las yemas de los dedos. Se ajustó el chal, colocó bien los pliegues de la falda, buscando en el recorrido de sus dedos febriles una respuesta que dar a ese hombre y a ese chico que esperaban en el umbral, respetuosos, sin empujarla, como si comprendieran que el momento era importante y que en cierto modo estaban alterando toda su vida. Les pidió que le dejaran pensárselo, les explicó que su invitación la sorprendía en un momento en el que había hecho las paces con la noche, las paces con el frío, las paces con el hambre, las paces con esta vida que llevaba, y que debían comprender que pensaría mejor a solas, con la espalda apoyada contra la puerta. Se negaba a que la imaginasen mendigando, reducida a la miseria, implorando caridad, quería decidir con toda libertad y para ello necesitaba unos instantes de soledad y de reflexión. La vida que llevaba era extraña, lo sabía, pero era la que había elegido. O si acaso no la había elegido, la había aceptado por una especie de valentía y de pureza, y valoraba esa elección porque así se sentía libre.
Philippe asintió y la puerta se cerró lentamente, dejando a Alexandre sorprendido.
—¿Por qué ha dicho todo eso? No he entendido nada.
—Porque es una mujer estupenda. Una buena persona…
—¡Ah! —dijo Alexandre mirando fijamente la puerta, desamparado—. ¿Crees que no quiere venir?
—Creo que le estamos pidiendo algo muy importante que puede cambiar toda su vida y duda… Yo la comprendo.
Alexandre se contentó con esa respuesta durante unos minutos, después volvió a plantear, inquieto:
—Y si no quiere venir, ¿la dejamos aquí?
—Sí, Alexandre.
—¡Eso es porque tú no quieres que venga! ¡Te avergüenza recogerla en tu casa porque es una vagabunda!
—¡Claro que no! No tiene nada que ver conmigo. Quien decide es ella. Es una persona, Alexandre, una mujer libre…
—¡Aun así para ti sería un gran alivio!
—¡Te prohíbo que digas eso, Alex! ¿Me oyes? Te lo prohíbo.
—Vale, pues si no viene, yo me quedo aquí con ella… ¡No voy a dejarla sola en Nochebuena!
—¡Ni pensarlo! Te cogeré del cuello y te llevaré a casa… ¿Sabes qué? No te mereces tener una amiga como Becca. No has entendido quién es…
Alexandre calló, dolido, y ambos esperaron en el mayor de los silencios.
Por fin, la puerta de la leñera se abrió y Becca se irguió en el umbral, con sus múltiples bolsas de plástico en la mano.
—Voy con ustedes —dijo—, pero ¿puedo llevarme mi silla? Me temo que desaparecería si la dejase aquí.
Philippe estaba plegando la silla de Becca para guardarla en el maletero cuando sonó su móvil. Cogió el teléfono y se lo pegó a la oreja mientras mantenía la silla doblada entre sus piernas. Era Dottie. Hablaba a toda velocidad y Philippe no entendía lo que decía entre tanto sollozo que ahogaba las palabras.
—Dottie…, cálmate. Respira hondo y cuéntame… ¿Qué pasa?
Oyó que ella se separaba del teléfono, inspiraba profundamente y proseguía con el mismo tono entrecortado:
—He salido a cenar con mi amiga Alicia, que también estaba sola esta noche, ella estaba deprimida y yo también, porque esta tarde me han echado del trabajo. Justo antes de marcharme, cuando estaba recogiendo y dejándolo todo bien limpio para volver al trabajo el lunes, mi jefe ha entrado y me ha dicho: estamos obligados a hacer recortes dolorosos de personal y usted se va. Así… ¡Ni una palabra más ni una menos! Entonces hemos ido al pub Alicia y yo, hemos hablado, hemos bebido, un poco, te lo juro, no demasiado, y había dos tíos que se nos han acercado y les hemos enviado a hacer gárgaras, ellos se lo han tomado a mal y nos han seguido cuando nos marchamos… Y después Alicia ha subido a un taxi porque vive lejos y yo he vuelto andando y, debajo de casa, me han cogido y me han… ¡y estoy harta! ¡Estoy harta! La vida es demasiado dura y ya no quiero volver a mi casa y ya no quiero estar sola en mi casa, tengo mucho miedo por si vuelven…
—Pero ¿qué te han hecho exactamente?
—¡Me han pegado y tengo el labio roto y un ojo que ya no cierra! ¡Y estoy harta, Philippe! Porque yo soy una buena chica. No hago daño a nadie y lo único que consigo es que me echen del trabajo y que me aticen dos tíos que no tienen nada en la cabeza…
Y se puso a sollozar otra vez. Philippe le conminó a calmarse mientras pensaba en lo que convenía hacer.
—¿Dónde estás, Dottie?
—He vuelto al pub, no quiero quedarme sola… Tengo mucho miedo. Y además, ¡no son formas de pasar la Nochebuena!
Se le quebró la voz y gritó que estaba harta.
—Bueno —decidió Philippe—, no te muevas. Voy para allá…
—¡Oh! ¡Gracias! Qué amable eres… Te espero dentro, tengo mucho miedo de salir, incluso a la acera…
Philippe luchó un buen rato con la silla, se pilló un dedo entre dos muelles, soltó un taco, aulló y después cerró el maletero suspirando de alivio. ¡Becca no debía de doblar muy a menudo esa silla!
A la una de la madrugada aparcó por fin delante de su casa. Entre dos montones de nieve. Annie salió del coche la primera, buscando en la oscuridad dónde poner los pies para no resbalar, medio dormida, inquieta ante la idea de tener que reorganizar la casa, instalar camas, pero y la señorita Dottie, ¿dónde va a dormir, señor Philippe? Conmigo, Annie, ¡y no será la primera vez!
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