Zoé abrió el paquete de galletas Petit Écolier e inmediatamente pensó que no era buena idea. Si Gaétan venía a París durante las vacaciones de Navidad, debía estar delgada y sin granos. Y las Petit Écolier eran el mejor sistema para estar gorda y granulosa. ¿Qué es lo que hace únicas a las auténticas Petit Écolier?, decía el lema del paquete. ¡Que están atiborradas de calorías y son malas para el cutis!, respondió Zoé intentando resistirse.
Eran las cinco y cuarto de la tarde. Tenía cita con Gaétan en Messenger.
Él llevaba un cuarto de hora de retraso y ella empezaba a alarmarse. Había conocido a otra chica, la había olvidado, estaba demasiado lejos, ella no estaba lo suficientemente cerca, él era tan guapo, ella era tan fea…
A las cinco y veinticinco de la tarde, dio un mordisco a una Petit Écolier. El problema con las Petit Écolier es que no puedes comerte sólo una. Es necesario encadenarlas. Sin perder el tiempo en degustarlas. Ni siquiera conservar el sabor a buen chocolate en la boca. Hay que empezar inmediatamente un nuevo paquete.
Se lo había zampado casi entero cuando apareció el mensaje de Gaétan.
«¿Estás ahí?».
Ella tecleó «Sí, ¿qué tal?» y él respondió «¡Pasable!».
«¿Quieres que te cuente una cosa extraordinaria?».
Él respondió «si quieres…» con un Smiley que ponía mala cara y ella se lanzó. Le contó la historia del cuaderno negro que su madre encontró en la basura y proclamó su alegría para que él sonriese y se alegrase con ella.
«¿Sabes?, es un poco tonto, pero lo tengo todo en ese cuaderno… Incluye hasta esa vez que fundimos malvaviscos en la chimenea del salón… ¿Te acuerdas?».
«Tienes suerte de tener una madre que se preocupa por ti. La mía me da ganas de llorar. Ha hecho venir a un trapero para vender muebles porque dice que ya no los soporta, que le recuerdan su vida anterior, pero yo sé que es porque no le queda un céntimo. No ha pagado la luz, ni el teléfono, ni la televisión nueva ni nada de nada. Usa la tarjeta de crédito sin pensar, sin contar… Cuando llega una factura, la mete en un cajón. Y cuando el cajón está lleno, tira todo lo que contiene… ¡y vuelta a empezar!».
«Todo se arreglará, la ayudarán tus abuelos…».
«Están hartos. No para de hacer estupideces… ¿Sabes?, a veces llego a echar de menos cuando mi padre estaba…».
«No puedes decir eso en serio… Siempre estabas enfadado con él…».
«Sí, pero ahora estoy siempre enfadado con ella… Mira, en este momento, está hablando con el Calvo por teléfono… ¡Y suelta unas risitas! Es una risa que suena tan falsa… Está llena de sobreentendidos sexuales, ¡y me molesta, me molesta mucho! Y luego juega a la niña enfadada».
«¿El Calvo de Meetic? ¿Todavía salen juntos?».
«Dice que es formidable y que se van a casar. Yo me temo lo peor. Cuando uno cree que se han terminado las desgracias, vuelven, y te joden, Zoé… Me gustaría tanto tener una familia de verdad… Antes éramos una familia de verdad, y ahora…».
«¿Qué haces en Navidad?».
«Mamá se va con el Calvo. Quiere dejarnos solos en casa. Dice que quiere una nueva vida y es como si no nos quisiera dentro de su nueva vida. Nos excluye, ¡no tiene derecho a hacer eso! Yo le pregunté si podíamos ir con ella y me dijo que no, que no nos quiere. Que quiere comenzar de cero. Y comenzar de cero es hacerlo sin nosotros…».
«Dice eso porque se siente desgraciada. Ya sabes, debió de trastornarla mucho todo lo que pasó… Ha pasado de la vida en un convento a la libertad, está un poco perdida».
«… y además, mi habitación es minúscula, y lo de Domitille no tiene nombre. Menudo tráfico que se trae con unos tíos sospechosos, va a acabar mal. Por la noche se sube a la azotea y fuma mientras habla durante horas por teléfono con su amiga Audrey. Están las dos completamente forradas. Me pregunto de dónde sale ese dinero…».
«Ven a pasar las Navidades con nosotros. Estoy segura de que mamá estaría de acuerdo… y si, además, tu madre no está…».
«En Nochebuena vamos a casa de mis abuelos, ella se va después…».
«Bueno, entonces, estarás libre después… Mamá puede llamar a tus abuelos, si quieres…».
«Mejor no… porque no les ha dicho que se iba y nos dejaba. Ha dicho que nos llevaba a esquiar para que le dieran dinero. Pero no son tontos, se van a dar cuenta. ¡Y a ella le da igual!».
«Y los demás ¿qué dicen?».
«Charles-Henri está mudo. ¡Da hasta miedo de lo mudo que está! ¡Y Domitille se ha tatuado Audrey al final de la espalda! ¿Te das cuenta? ¡Si mis abuelos lo ven, estamos muertos! Se pasea en pelotas por la casa, orgullosa como un gallo cubierto de plumas y no es más que una gallineja lamentable, un ganso sin pico, una asquerosa paloma parisina…».
«Ay, ay, ay. ¡Sí que estás cabreado!».
«Y cuando ha fumado, se pone a cuatro patas y camina diciendo ¡mierda! ¡Debe de ser horrible ser un perro minusválido! Ya es duro tener que caminar a cuatro patas, así que, con una menos, ¡qué horror! Delira».
«Ven a mi casa, eso te aireará la mente…».
«Veré si puedo arreglármelas… Estoy harto, ¡harto! ¡Ojalá se acabe todo! Pero no veo cómo puede terminar bien…».
«No digas eso… ¿Y las clases?».
«Eso va bien. Es el único sitio donde estoy en paz. Salvo que Domitille siempre está poniéndose en evidencia. Los profes se pasan la vida expulsándola porque no respeta nada…».
«Y los demás, ¿saben lo vuestro?».
«No creo. En todo caso, no hablan de ello. Lo prefiero… ¡Sólo faltaría eso!».
«Intenta venir en Navidad. Yo voy a preguntarle a mamá, tú mira a ver cómo lo puedes arreglar…».
«Vale. Te dejo porque ha colgado y va a querer leer por encima de mi hombro. Bye!».
Ni una palabra dulce. Ni una palabra de enamorado. Ni una palabra que haga crecer flores en el corazón. Está tan enfadado que ha dejado de decirle las hermosas palabras de antaño. Ya no habían vuelto a hacer viajes imaginarios. Ya no se decían nos vamos a Verona y nos besamos bajo el balcón de los Capuleto. Se quedaban cada uno en su sitio. Él con sus preocupaciones, su madre, su hermana, el Calvo; y ella con unas ganas enormes de que le hablase de ella. De que le dijera que le parecía guapa, que le parecía guay y todo eso.
Lo que él necesitaba era que le quitaran todos esos dramas de la cabeza.
Se sentía responsable de su madre, de su hermana, de las facturas. Se quedaba atascado en una nueva vida de la que no entendía nada. Ya no tenía brújula.
No me tiene más que a mí de brújula, suspiró Zoé.
Y se sintió tan fuerte como una brújula que no perdía nunca el norte.
Miró el paquete de Petit Écolier, lo meneó. Cayó una. La cogió, se la llevó a la boca, se arrepintió, llamó a Du Guesclin y se la tendió.
—A ti te da igual engordar… Y además no te saldrán granos… Eso es verdad, los perros nunca tienen granos.
Ni tienen granos ni novios que les entristezcan. Los perros se sienten felices con una sola Petit Écolier. Se relamen el hocico y mueven la cola. Sólo que Du Guesclin ya no tenía cola. Nunca se sabía si estaba contento. O había que descifrarlo en sus ojos.
Se levantó de un salto y corrió a preguntar a su madre si Gaétan podría venir a su casa en Navidad.
Iphigénie estaba sentada en la cocina y sostenía su bolso de los domingos sobre las rodillas, un bonito bolso imitación cocodrilo con cierre imitación Hermès. Había que mirarlo muy de cerca para darse cuenta de que era de plástico. Llevaba el pelo de un solo color y Zoé no la reconoció enseguida. No sólo su cabello no centelleaba, sino que estaba completamente liso. Le colgaba a ambos lados de la cara, como un velo de viuda antigua.
Le estaba contando a Joséphine su entrevista en el gabinete de un podólogo y parecía muy enfadada.
—Por el hecho de que una esté buscando trabajo, ¿tiene que dejarse tratar como ganado, señora Cortès? ¿Usted qué piensa?
—No… Tiene usted razón, Iphigénie. Es muy importante conservar la dignidad.
—¡Uff! ¡Dignidad! ¡Esa es una palabra del pasado!
—¡Pues no, precisamente! Hay que reivindicarla… Usted no se ha dejado dominar y eso está muy bien.
—¡La dignidad sale cara! Seguro que ese no me va a contratar. No he sido lo bastante dócil, ¡pero aun así me hizo esas preguntas! No he podido hacer otra cosa que contestarle que se metiera en sus asuntos…
Las dos mujeres se quedaron en silencio. Iphigénie toqueteaba el cierre de su bolso de cocodrilo de plástico y Joséphine se mordía los labios, buscando una estrategia para salvar a Iphigénie. En la radio de la cocina sonaba música de jazz y Zoé reconoció la trompeta de Chet Baker. Aguzó el oído para oír el nombre de la canción y verificar que no se había equivocado, pero la voz de Iphigénie tapó la del locutor de TSF Jazz:
—¿Qué vamos a hacer ahora, señora Cortès?
—Todavía no la han echado de la portería. Supone usted…
—Me huelo el lío… Tengo que encontrar algo para que no me puedan echar.
—Quizás se me esté ocurriendo una idea…
—Diga, señora Cortès, diga…
—Podríamos hacer circular una petición por el edificio…, una petición para que la firme todo el mundo, pidiendo su permanencia en la portería… Si alguna vez se le pasa por la cabeza al administrador la idea de echarla… Al fin y al cabo, los que deciden son los propietarios.
—Eso sí que es una buena idea, señora Cortès. ¡Una idea estupenda! ¿Y escribiría usted esa petición?
—La escribiría y se la haría firmar a todos los habitantes del inmueble. ¿Se lleva usted bien con la gente, Iphigénie?
—Sí. Menos con la Bassonnière, que me odiaba, pero desde que…
Emitió un sonido ronco imitando un jadeo de la señorita Bassonnière, apuñalada en el cuarto de la basura[27].
—… desde que se fue, ya no tengo problemas con nadie.
—¡Muy bien! Voy a redactar una carta, si la amenaza de expulsión se concreta, la presentaremos y el administrador tendrá que callarse…
—¡Es usted un genio, señora Cortès!
—Gracias, Iphigénie. Es que no tengo ganas de perderla. ¡Es usted una portera excelente!
Zoé pensó que Iphigénie se iba a echar a llorar. Sus ojos se llenaron de lagrimones que intentó reprimir frunciendo sus cejas negras.
—Es la emoción, señora Cortès. Nunca nadie me había dicho que hacía bien mi trabajo…, la gente nunca me hace cumplidos. Piensan que todo es normal… Ni un «gracias, Iphigénie», ni un «es usted formidable». Ni un «¡cómo brillan los dorados de la escalera!». Nada. Es como si les diese igual que me deslome o no.
—¡Venga, Iphigénie! Deje de preocuparse… Conservará usted su portería, se lo prometo.
Iphigénie se sonó ruidosamente y recobró la compostura. Emitió su ruidito de trompeta para alejar la emoción y, mirando a Joséphine a los ojos, preguntó:
—Dígame, señora Cortès… Hay algo que no entiendo. Cuando se trata de los demás, se bate usted como un jabato y, cuando se trata de usted, parece que se deje pisotear.
—¡Ah! Eso piensa…
—Pues sí… No sabe usted defenderse…
—Quizás es que siempre vemos más claras las cosas de los demás que las de uno mismo. Uno sabe lo que hay que hacer para ayudarles e ignora lo que uno necesita…
—Seguramente tiene razón, pero… ¿por qué es así?
—No lo sé…
—¿Cree usted que no se respeta lo suficiente? ¿Que no se da la suficiente importancia?
—Es posible, Iphigénie… Siempre creo que los demás son inteligentes y yo una estúpida. Siempre ha sido así.
—¿Cuándo se ocupará de la petición, señora Cortès?
—Dejaremos pasar las fiestas y después, si el administrador ataca, pasaremos a la acción…
Iphigénie asintió, se abrochó el abrigo, y se levantó con su bolso de cocodrilo de plástico sujeto bajo el brazo.
—Eso no quita que nunca podré agradecerle lo suficiente todo lo que hace por mí…
Cuando Iphigénie se marchó, Zoé se plantó delante de su madre y declaró que ella también tenía un problema.
Joséphine suspiró y se frotó las aletas de la nariz.
—¿Estás cansada, mamá?
—No…, espero poder mantener la promesa que le he hecho a Iphigénie…
—¿Dónde está Hortense?
—Se ha ido a pasear por París para dar con una idea…
—¿Una idea para sus escaparates?
—Sí… ¿Cuál es tu problema, cariño?
—Es Gaétan. Es muy desgraciado y su madre está superloca…
Zoé inspiró profundamente y declaró:
—Me gustaría que viniese a pasar las vacaciones con nosotros…
—¿En Navidad? ¿En casa? ¡Pero eso es imposible! ¡Van a venir Shirley y Gary!
—La Navidad la pasa en familia, pero me gustaría que viniese después… y además la casa es grande, hay sitio.
Joséphine observó a su hija con expresión seria.
—¿Estás segura de que tiene ganas de volver a este edificio? ¿Después de lo que pasó? ¿Habéis hablado de ello?
—No —admitió Zoé.
—No creo que sea una buena idea…
—Pero mamá, ¡entonces eso quiere decir que nunca volverá aquí!
—Quizás…
—¡Pero eso es imposible! —gritó Zoé—. ¿Dónde nos veremos?
—Escucha, cariño, no lo sé… No puedo pensar en eso ahora.
—¡Ah, no! —gritó Zoé, pataleando—. ¡Quiero que venga! Le dedicas tiempo a Iphigénie, encuentras soluciones para ella y a mí ¡que me zurzan! ¡Soy tu hija, soy más importante que Iphigénie!
Joséphine levantó la cabeza hacia Zoé. Las mejillas enrojecidas, un pie que patalea, quince años, un metro setenta, senos que crecen, pies que crecen y las primeras recriminaciones de una mujer. ¡Mi hija reclama el derecho a tener un amante! ¡Socorro! Yo, a los quince años, me ruborizaba cuando espiaba a hurtadillas a un inocentón llamado Patrick y cuando nuestras miradas se cruzaban, sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. La idea de besarle me hubiera provocado un desmayo y el roce de su mano me proyectaba directa a la felicidad nupcial.
Tendió la mano a su hija y dijo:
—De acuerdo. Empezamos de cero, te escucho…
Zoé contó las desgracias de Gaétan. Puntuaba cada frase con un puñetazo sobre los muslos como para asegurar el efecto dramático de su relato.
—Y si viene aquí, ¿dónde va a dormir?
—Pues… en mi cuarto.
—Quieres decir, en tu cama.
Zoé asintió enrojeciendo. Un mechón de su cabello barrió sus ojos y le dio un aire salvaje.
—No, Zoé, no. Tienes quince años, no vas a dormir con un chico.
—¡Pero mamá! Todas las chicas de mi clase…
—Por el hecho de que todas las chicas de tu clase lo hagan no lo vas a hacer tú… ¡No y no!
—Pero mamá…
—He dicho que no, Zoé, no se hable más… Aún no tienes edad, y no hay más que hablar.
—¡Pero eso es una ridiculez! A los quince años no tengo derecho, pero ¿a los dieciséis sí?
—Yo no he dicho que a los dieciséis lo tengas…
—¡Pero estás completamente fuera de onda, mamá!
—Cariño, sé sincera, ¿de verdad que tienes ganas de acostarte con un chico a tu edad?
Zoé volvió la cabeza y no respondió.
—Zoé, mírame a los ojos y dime que tienes unas ganas locas de acostarte con él… Es un compromiso importante. ¡No es algo que se hace como quien se lava los dientes o se compra unos vaqueros!
Zoé no supo qué responder. Tenía ganas de que él estuviese allí, con ella, siempre. Que la tomase en sus brazos, que le hiciese promesas, tenía ganas de respirar su olor de verdad, no en un viejo jersey que ya no olía a nada. El resto, no lo sabía. Hacía cuatro meses que no le veía. Cuatro meses que sólo se hablaban a través de correos o en el Messenger. A veces por teléfono, pero entonces la conversación se llenaba de silencios. Se rascó el hueso de la tibia del pie libre, jugó con un mechón de pelo, tiró de la manga de su jersey y refunfuñó:
—¡No es justo! Hortense, a los quince años, podía hacer lo que quisiera y yo ¡no tengo derecho a nada!
—¡A los quince años Hortense no se acostaba con chicos!
—¡Eso es lo que tú te crees! Lo hacía a tus espaldas, tú no lo sabías… ¡Porque ella no te pedía permiso! Yo te pido permiso y me dices que no, ¡no es justo! ¡Le diré que vaya a casa de Emma, yo iré a verle allí y tú no te enterarás!
—¿Y después?
—¡Estoy harta, pero que muy harta! Estoy harta de que me traten como a un bebé…
—¿Emma se acuesta con algún chico?
—Pues no… ¡No está saliendo con nadie! No tiene un amor de verdad. ¡Yo quiero ver a Gaétan, mamá!
Quiero ver a Gaétan, quiero ver a Gaétan… Se puso a murmurar esas palabras como un viejo oficiante que canturrea en misa, trazando círculos sobre la mesa con el pulgar izquierdo, mientras se metía el derecho en la boca hasta la mitad y salivaba de rabia contenida.
Joséphine la miró, divertida y tranquila. Había vivido tantas tempestades violentas con Hortense que recibía las exigencias de Zoé con serenidad, curtida.
—Pareces un enorme bebé —murmuró, enternecida.
—No soy un bebé —murmuró Zoé— y quiero ver a Gaétan…
—Lo he entendido… ¡No soy retrasada!
—A veces, me pregunto…
Joséphine la atrajo hacia sí. Zoé se resistió al principio, el cuerpo rígido como una armadura, después se relajó, cuando su madre le canturreó con voz suave al oído tengo una idea, una idea que nos gustará a las dos…
—Venga —respondió Zoé, con el pulgar hundido en la boca.
—Invitarás a Gaétan, dormirá aquí, en tu habitación, pero…
Zoé se incorporó, inquieta, al acecho.
—… pero Hortense dormirá con vosotros.
—¿En MI cuarto?
—Pondremos un colchón en el suelo y Gaétan dormirá allí mientras que las dos compartiréis tu cama…
—¡Hortense no lo aceptará jamás!
—No tendrá elección. Shirley y yo en mi cuarto, Gary en el cuarto de Hortense y vosotros tres en tu habitación… Así estaréis juntos pero no libres para hacer lo que queráis.
—¿Y si Hortense quiere dormir con Gary?
—Por lo que me cuenta Shirley, no es muy probable… Siguen enfadados.
Zoé pidió un instante de reflexión. Frunció el ceño. Joséphine siguió el curso de sus pensamientos en los pliegues de su nariz, en los labios, en sus ojos que viajaban en el vacío y sopesaban los pros y los contras. Su rostro brillaba de rizos cobrizos, pupilas castañas, dientes muy blancos, y su sonrisa se hundía a la izquierda en un hoyuelo que conservaba impresa la huella de la inocencia apenas abandonada. Conocía a su hija como la palma de su mano. No era una guerrera, era una persona tierna todavía apegada a la infancia. Casi podía oír las palabras que resonaban en su cabeza, quiero ser como los demás, poder decir en clase que me he acostado con Gaétan, presumir incluso delante de Emma, ganarme los galones de mujer, pero el resto me da un poco de miedo. ¿Qué va a pasar? ¿Sabré hacerlo? ¿Duele? Leía, en los ojos de Zoé, la misma súplica ansiosa que el día en el que había reclamado el primer sujetador aunque era plana como una tabla de planchar. Joséphine había cedido. Un bonito sujetador talla 75. Zoé sólo se lo había puesto una vez. Lo había rellenado de algodón para aparentar. Aparentar, no desprestigiarse.
Zoé estaba en la edad en la que las apariencias cuentan más que la realidad.
—¿Y bien? —murmuró Joséphine empujándola suavemente con el hombro.
—De acuerdo —suspiró Zoé—. De acuerdo, porque no tengo alternativa.
—Haremos un pacto: yo confío en ti, os dejo a los dos… A cambio, me prometes que no pasará nada… Tienes todo el tiempo del mundo, Zoé, todo el tiempo. El primer chico es importante… Pensarás en ello toda tu vida. No querrás hacerlo de cualquier manera… y además, ¿te imaginas qué pasaría si te quedaras embarazada?
Zoé reculó como si una víbora la hubiese mordido en el talón.
—¡Embarazada!
—Es lo que pasa cuando una se acuesta con un chico…
Hubo un largo silencio.
—El día en que te decidas por fin, que realmente estés loca de amor y que él esté loco de amor por ti, volveremos a hablar y tomarás la píldora.
—No había pensado en eso… ¿Qué es lo que hace Hortense, entonces?
—No tengo ni idea…
Y prefiero no haberlo sabido nunca, pensó Joséphine.
* * *