Iphigénie torció la nariz e hizo una mueca horrible. Tenía cita para una entrevista de trabajo y un nudo en la garganta. Secretaria en la consulta de unos podólogos, una buena cosa. Ese tipo de médicos nunca estará en paro. La gente ya no sabe utilizar los pies. Caminan de través. ¡Menudo trabajo corregirlos! Lo han olvidado todo, desde la clavícula a la rótula. Ya no saben si son flores silvestres o articulaciones.
La última vez que se había presentado a una entrevista, fue antes de encontrar al hombre causante de su desgracia y cuyo nombre ni siquiera quería pronunciar, por miedo a que le volviera a traer mala suerte. La habían aceptado. Había trabajado seis años en la consulta de dos médicos nutricionistas y diabetólogos en el distrito diecinueve. Los había rebautizado como doctor Pin y doctor Pon por lo mucho que se parecían. De color beige, impolutos, ojitos marrones, cabellos lacios, desordenados, pero amables. Los había dejado cuando nació Clara. Demasiado trabajo, ninguna ayuda, demasiadas noches en blanco y un marido que le pegaba. Ya no sabía cómo explicar a los pacientes los cardenales y las heridas. El doctor Pin había dicho que lo sentía, pero que se veían obligados a prescindir de ella, el doctor Pon había añadido que todas esas marcas sospechosas causaban mala impresión. O fue el doctor Pon quien lo dijo primero…, ya no lo sabía. Había tenido que marcharse. El hombre cuyo nombre no quería pronunciar fue detenido al mes siguiente por haber agredido violentamente a un policía. Y desde entonces se pudría en la cárcel. ¡Se lo merecía! Ella había huido con sus dos hijos. Había encontrado un trabajo de portera en un barrio rico de París. Se felicitaba por ello a diario. Alojamiento, luz, calefacción, teléfono gratuito, cinco semanas de vacaciones, sin impuestos municipales, a cambio de cinco horas diarias de limpieza y de estar presente por las noches. Mil doscientos cincuenta y cuatro euros al mes a los que había que añadir las horas de limpieza y planchado en casas particulares. En resumen, la buena vida, proclamó en voz alta para obligar al aire a pasar por el nudo que tenía en la garganta. Los niños en buenos colegios, con buenas relaciones, bonitos cuadernos bien cuidados y profesoras que nunca hacen huelga. La riqueza tiene sus inconvenientes, pero hace la vida cotidiana escandalosamente fácil.
Pero hoy, ella y su portería estaban amenazadas.
Tenía que prever una vía de escape.
—¡No me voy a dejar inmolar como un cordero pascual! —exclamó poniendo por testigo a un cuadro bucólico de la pared, que representaba una cabra y su cabritillo acechados por un lobo—. ¡No me dejaré comer por el lobo!
Podía hablar en voz alta, estaba sola en la habitación.
Una mujer abrió la puerta y le hizo una seña para que entrase en un despacho en el que se notaba un olor a muguete parecido al que se echa en los servicios. Un olor pesado, artificial. Llevaba una taza de té sobre un platito y le murmuró antes de marcharse ya lo verá usted, no es un tipo fácil.
El hombre sentado detrás de la mesa no era ni guapo ni feo, ni gordo ni delgado, ni joven ni viejo, ni arrugado ni terso. Otro beige. Un doctor Pin o un doctor Pon. ¿Será que esos largos y difíciles estudios de medicina te van destiñendo a lo largo de los años?
Él le lanzó una mirada fría que la analizó de pies a cabeza, y ella clavó orgullosa la vista en unos ojos huidizos. Se había decolorado el pelo para la entrevista y tenía un cabello normal. Ni rojo, ni azul, ni amarillo: castaño.
Él se volvió hacia su ayudante y le preguntó con voz alta y puntillosa:
—¿La bolsita de té lleva mucho rato en el agua o acaba de meterla?
—Acabo de meterla…
—En ese caso, llévese esta taza y vuelva a traérmela cuando el té esté listo.
—Pero ¿por qué?
—¿Qué voy a hacer después con la bolsita?
—Pues… para eso he traído un platito, para que pueda dejar ahí la bolsita una vez listo…
—Ah, bueno… ¡No es muy elegante ver una bolsita chorreando! ¡Debería haber pensado en ello!
Apretó los labios y alzó una ceja, agotado al pensar que todo cargaba sobre sus frágiles hombros: el arte del té y el interrogatorio de una candidata a la que había juzgado al primer vistazo.
Después se volvió hacia Iphigénie, cogió un bolígrafo, abrió un cuaderno y preguntó sin ningún preámbulo:
—Situación familiar.
—Divorciada, dos hijos.
—¿Divorciada que vive sola o divorciada que vive acompañada?
—¡Eso a usted no le importa!
La ayudante levantó la vista al cielo como si Iphigénie acabara de firmar su sentencia de muerte.
—¿Divorciada que vive sola o divorciada que vive acompañada? —repitió el podólogo sin levantar la vista de su cuaderno.
Iphigénie se desabrochó un botón del abrigo y suspiró. ¿Cuántas veces iba a hacer la misma pregunta? Este hombre es un disco rayado. O es su forma de hacerme comprender que no soy más que un ratoncito atemorizado que busca cómo subsistir. Que dependo de él, de su voluntad. Respondió:
—¿Y si le digo que vivo sola? ¿Le convendría?
—¡Sería sorprendente a su edad!
—¿Y eso por qué?
—Es usted atractiva, parece simpática. ¿Tiene algún defecto?
Iphigénie le miró con la boca abierta, y prefirió no responder. Si le respondo, pensó, le mando al infierno, me levanto, me voy y dejo de poder an-ti-ci-par-me.
—¿Hace usted la cama por las mañanas nada más levantarse? —prosiguió el hombre rascándose el índice.
—Pero bueno…, ¡no me puede preguntar eso! —protestó Iphigénie.
—Eso dice mucho de su carácter. Vamos a pasar mucho tiempo juntos, quiero saber con quién estoy.
—No responderé. No son preguntas idóneas.
Esa palabra se la había enseñado la señora Cortès. Idónea no es una palabra que diga todo el mundo. Es una palabra que te da prestancia, te da un halo de dignidad. Se va a enterar este de con quién tiene que vérselas, ya que tanto le preocupa.
El hombre hizo un garabato en su cuaderno y continuó haciendo preguntas cada vez menos idóneas.
¿Cuál ha sido la última película que ha visto? ¿Y el último libro que ha leído? ¿Puede resumirlo? ¿Su mayor logro en la vida? ¿Su mayor decepción? ¿Cuántos puntos le quedan del carné de conducir? ¿Qué notas tenía usted en dictado cuando estudiaba primaria?
Iphigénie, indignada, se mordía el interior de la mejilla para no caer en la tentación de soltarle un buen chorreo. La ayudante callaba, pero su boca esbozaba una sonrisita que significaba que todavía no le había llegado la hora de ser reemplazada por esa mujer testaruda, malcarada. Entonces sonó el teléfono y fue a su mesa a responder.
—Pero ¿qué son esas preguntas? —respondió Iphigénie—. ¿Qué tienen que ver con el hecho de que sepa contestar al teléfono, rellenar formularios y organizar citas?
—Quiero saber qué tipo de persona es usted y si puede integrarse en el seno de nuestro equipo. Somos tres especialistas, tenemos una clientela selecta y no quiero correr ningún riesgo. Puedo decirle desde este momento que me parece usted un poco vehemente para el trabajo en grupo…
—Pero si no tiene usted derecho a preguntarme todo eso. Es mi vida personal, ¡es usted un fisgón!
—¡Cuide su lenguaje! —señaló el hombre apuntándola con un dedo—, ¡cuide su lenguaje!
Tenía el índice derecho amarillento por el tabaco e intentaba disimular su vicio vaporizando con muguete barato su despacho. Este se perfuma con Pato WC para disimular su vicio, pensó Iphigénie con los dientes apretados.
—Si no contesta, acumula usted puntos negativos…
—¿Acaso le pregunto yo a usted si se hace la cama, de qué lado duerme o si pone leche en el café? ¿O por qué fuma como un carretero? ¡Y eso que yo también tendré que convivir con usted! ¡No soy candidata a ser su mujer, sino su secretaria! ¡De hecho, me da mucha pena su pobre mujer!
Entonces el hombre se deshinchó, se le cayó el mentón, sus labios temblaron, se levantó empujado por una ola de desesperación y se derrumbó diciendo:
—¡Está muerta! ¡Murió la semana pasada! De un cáncer fulminante…
Hubo un largo silencio. Iphigénie miraba fijamente los pies del podólogo, dos buenos zapatos con cordones, negros y brillantes, esperando que volviera la ayudante. Otra taza de té con otro platito y una bolsita de té. Parecía que aquel hombre no podía parar y se sorbía la nariz buscando a tientas en los cajones algo que pudiese servirle de pañuelo.
—¡Ya ve usted a dónde lleva hacer preguntas que no tienen nada que ver con una entrevista de trabajo! ¿Quiere que salga para que pueda recuperarse?
Él negó con la cabeza, encontró por fin un pañuelo y se hundió en él haciendo un ruido estruendoso.
Después se rehízo agarrándose a su cuaderno:
—¿Ha trabajado antes como secretaria médica?
—¡Ah! Por fin una pregunta honorable —le animó Iphigénie.
Ella le contó con voz suave, maternal, la historia del doctor Pin y el doctor Pon. Contó con detalle su cometido en la consulta. Sus cualidades. Su sentido de la organización, su habilidad con los pacientes, su humanidad… Precisó que podía trabajar a la antigua, si era necesario, con papel y lápiz, o con la ayuda de un ordenador. Que sabía hacer informes digitales o informes en carpetas de cartón, utilizar sobres marrones para cada cliente con una hoja en blanco donde anotar toda la información, tomar notas al dictado, llevar la agenda de citas, responder al teléfono. Añadió que conocía el vocabulario médico y su ortografía. Omitió decirle que no tenía ningún título. Omitió también contarle la verdad sobre su despido. Prefirió decirle que, por el bienestar de sus hijos, para estar presente cuando volviesen del colegio, había aceptado un trabajo de portera en un edificio del distrito dieciséis.
Él se irguió, volviéndose a convertir en el hombre-tronco, y se secó los ojos, todavía húmedos, con sus finos deditos. Guardó el pañuelo en el bolsillo. Prometió llamarla al final de la semana y darle una respuesta. Preguntó si podría hablar con sus jefes anteriores. Iphigénie asintió rogando al Cielo que estos fuesen discretos sobre las razones de su marcha.
No hizo ninguna pregunta más ni se levantó cuando ella salió del despacho.
Acababa de cerrar la puerta cuando oyó que la llamaba otra vez.
—¿Sí? —preguntó asomando la cabeza.
El hombre había recuperado la compostura. Sacaba pecho para borrar el recuerdo de su efusión lagrimosa y hundía los pulgares en la cintura del pantalón: la sonrisita que torcía la comisura derecha de sus labios restablecía la jerarquía que pretendía imponer.
—¿Sigue sin querer decirme si vive sola o acompañada?
* * *