A menudo, la vida se divierte.

Nos ofrece un diamante escondido debajo de un billete de metro o del faldón de una cortina. Emboscado en una palabra, una mirada, una sonrisa algo tonta.

Hay que fijarse en los detalles. Ellos siembran nuestra vida de piedrecitas que nos guían. La gente bruta, la gente apresurada, los que llevan guantes de boxeo o dan patadas a las piedras, ignoran los detalles. Quieren cosas pesadas, imponentes, brillantes, no quieren perder un minuto agachándose por una moneda, una brizna de paja, la mano temblorosa de un hombre.

Pero si nos agachamos, si detenemos el tiempo, descubrimos diamantes en una mano tendida…

O en una papelera.

Es lo que le sucedió a Joséphine en esa noche del 21 de diciembre.

La velada había empezado bien.

Hortense volvía de Inglaterra y la vida se aceleraba de golpe. Mil cosas que contar, mil proyectos, mil canciones que tararear, mil cosas que lavar y esa blusa llena de pliegues que planchar, mil aventuras palpitantes y recuérdame que llame a Marcel para preguntarle… y teléfonos, listas, y si supieses que, y dime por qué, y esa aventura maravillosa que contó a su madre y a su hermana, sentadas en la cocina: la historia de los escaparates de Harrods. ¿Te das cuenta, mamá?, ¿te das cuenta, Zoétounette?, ¡voy a tener dos escaparates y mi nombre escrito en letras de molde en Brompton Road en Knightsbridge! ¡Dos escaparates «Hortense Cortès» en la tienda más concurrida de Londres! ¡Vale, de acuerdo! No es la más elegante ni la más sutil, pero es por donde pasan más turistas, más millonarios, más gente al acecho de mi talento único, ¡magnífico!

Y abría los brazos, y empezaba a girar por la cocina, en la entrada, en el salón, atrapaba las patas de Du Guesclin y le hacía girar y girar y era un curioso espectáculo ver al patoso de Du Guesclin que no sabía si debía dejarse llevar, lanzando una mirada de extrañeza a Joséphine, una mirada inquieta que buscaba su aprobación, y terminaba cerrando el paso a Hortense y celebrando su alegría ladrando.

—Pero —preguntó Joséphine cuando Hortense, sin aliento, se derrumbó sobre una silla— ¿estás segura de que te han seleccionado?

—Segura no, mamá, más que segura. ¡Es obligatorio! He sobrecargado mi currículum con hechos y gestas pintorescos, solemnes. He desarrollado dos ideas de las cuales una me parece genial, «¿Qué hacer con la chaqueta en invierno?». ¿Hay que llevarla sobre un jersey grueso, alrededor del cuello, tipo cárdigan, anudada descuidadamente en la cintura o, por el contrario, confeccionarla de tela de lana gruesa para acentuar su faceta de abrigo? La chaqueta, en invierno, ¡es un quebradero de cabeza! Si la llevas sin nada pasas frío y demasiado calor si te la pones debajo de un abrigo. ¡Hay que reinventarla! Espesarla sin engordar la silueta, aligerarla sin arriesgarse a pillar una neumonía. He estado reflexionando, haciendo bocetos. Le he hecho tilín a Miss Farland, seré la elegida… ¡sin duda!

—¿Y cuándo lo sabrás?

—El 2 de enero… El 2 de enero, sonará mi teléfono y sabré que he sido yo. ¡Si supieseis lo nerviosa que estoy! Me quedan unos diez días para encontrar mi idea, voy a patearme París, a chuparme todos los escaparates, a pensar y encontraré la idea, la idea genial que no me quedará más que ilustrar… ¡Tachán! ¡Ya soy la reina de Londres!

Y se levantó y dio un saltito pícaro para demostrar su optimismo y su buen humor.

—Esta noche, para celebrarlo, ¡te voy a hacer un crujiente de manzana! —decidió Zoé tirando de la camiseta Joe Cool que Hortense le había traído.

—¡Gracias, Zoétounette! ¿Y me darás la receta para que se la haga a los chicos del piso? ¡Tengo que hacerme perdonar bastantes cosas!

—¡Sí, sí! —gritó Zoé, contenta de que la agasajaran y de participar en la vida de Hortense en Londres—. Dirás que fui yo, ¿eh? Dirás que fui yo la que te la dio…

Y corrió a su habitación a buscar su precioso cuaderno negro con el fin de empezar inmediatamente un crujiente de manzanas.

—¡Ay, mamá! ¡Soy tan feliz! Tan feliz… ¡Si supieras!

Hortense extendió los brazos y suspiró:

—Estoy deseando que llegue el 2 de enero, ¡deseándolo!

—Pero… ¿Y si no te eligen? Quizás no deberías excitarte de ese modo…

Sonrisita desdeñosa, encogimiento de hombros, ojos al techo y largo suspiro.

—¿Cómo que si no me eligen? ¡Pero si eso es imposible! Esa mujer ha levitado conmigo, la he intrigado, la he emocionado, he llenado su soledad con un sueño inmenso, se ha visto a través de mí, ha vuelto a su juventud, he reavivado sus esperanzas… y he entregado una solicitud impecable. ¡Lo único que puede hacer es elegirme! Te prohíbo tener el menor pensamiento negativo, ¡podrías contaminarme!

Y apartó la silla para mantenerse alejada de su madre.

—Lo decía por prudencia —se excusó Joséphine.

—¡Pues bien! ¡No lo vuelvas a decir o me traerás mala suerte! Nosotras no somos iguales, mamá, no lo olvides, y, en ningún caso, quiero parecerme a ti… en eso —añadió para atenuar la violencia de sus palabras.

Joséphine palideció. Había olvidado hasta qué punto llegaba el poder de decisión de Hortense. Hasta qué punto tenía el don de transformar la vida en un proyecto efervescente. Su hija avanzaba con una varita mágica en la mano, mientras que ella, Joséphine, daba saltos de sapo con artritis.

—Tienes razón, cariño, serás la elegida… Es sólo que estoy nerviosa por ti. Es un sentimiento de mamá…

Hortense arrugó la nariz al oír las palabras «sentimiento» y «mamá» y pidió cambiar de tema. Lo prefería.

—¿E Iphigénie? ¿Qué tal está? —preguntó cruzando los brazos.

—Quiere cambiar de trabajo.

—¿Quiere dejar la portería?

—Tiene miedo de que la pongan en la puerta —dijo Joséphine, bastante contenta del juego de palabras, que Hortense no comprendió.

—¡Ah! ¿Y por qué?

—Cree que otra quiere ocupar su puesto… Mañana tiene una entrevista en la consulta de un médico para contestar al teléfono, gestionar las citas y organizar los horarios. Sería un trabajo perfecto para ella…

Hortense bostezó. Su interés por Iphigénie se había esfumado.

—¿Sabes algo de Henriette?

Joséphine negó con la cabeza.

—Tanto mejor… —suspiró Hortense—. ¡Para el bien que te hace!

—¿Y tú?

—Nada… Debe de estar ocupada en otras cosas… ¿Y qué más?

—He recibido una carta de Mylène. Sigue en China y quiere volver a Francia… Me pedía si podría ayudarla. No he entendido muy bien si quiere que le encuentre trabajo o que la aloje.

—¡Menuda cara!

—No le he contestado… No sabía qué decirle.

—¡Eso espero! ¡Que se quede allí y nos deje en paz!

—Debe de sentirse sola…

—¡No es problema tuyo! ¿Has olvidado que fue la amante de tu marido? ¡Eres realmente increíble!

Hortense le lanzó una mirada de exasperación.

—Y los nuevos vecinos, ¿cómo son?

Joséphine iba a dibujar su retrato cuando Zoé irrumpió en la cocina, llorando.

—¡Mamá, mamá! ¡No encuentro mi cuaderno de recetas!

—¿Has buscado bien?

—¡He buscado por todas partes, mamá! ¡Por todas partes! Y no está…

—Que no… Lo habrás guardado en algún sitio y no te acuerdas.

—No, he buscado por todos lados y nada, ¡no he encontrado nada! ¡Estoy harta! ¡Harta! Yo ordeno e Iphigénie me lo desordena todo, ¡lo cambia todo de sitio!

Los ojos de Zoé ahogados en lágrimas reflejaban una desesperación que no podía solucionarse con palabras.

—Lo encontraremos, no te preocupes…

—¡Sé perfectamente que no! —gritó Zoé con una voz cada vez más aguda—. Sé perfectamente que ella lo ha tirado, ¡lo tira todo! ¡Le he dicho cien veces que no lo toque y no me escucha! Me trata como si fuera un bebé… ¡Como si eso fuera un cuaderno de garabatos! ¡Ay, mamá! Es horrible, creo que me voy a morir.

Joséphine se levantó y decidió buscarlo ella misma.

Por mucho que levantó el colchón, desplazó la cama, registró los armarios, movió la mesa, vació la bolsa del colegio, revolvió las bragas y los calcetines, no encontró el cuaderno negro.

Zoé, sentada en la moqueta, lloraba mientras trituraba su camiseta Joe Cool.

—Lo dejo siempre allí, encima de mi mesa. Menos cuando me lo llevo a la cocina… Pero siempre lo vuelvo a dejar allí… ¡Ya sabes lo importante que es para mí, mamá! Se ha perdido, te digo, se ha perdido. Iphigénie ha debido de tirarlo al hacer limpieza.

—¡Que no! ¡Eso es imposible!

—Que sí, mamá, ¡es una bruta! ¡Quiere tirarlo todo!

Sus sollozos aumentaron. Parecían el gemido de un animal que agoniza tumbado en el arcén y que hipa esperando el final.

—¡Zoé, te lo suplico! ¡No llores! Lo encontraremos…

—No lo encontraremos, lo sabes perfectamente, ¡y no volveré a cocinar en mi vida! —gritó Zoé lanzando una nueva tanda de sollozos—. Y ya no tendré recuerdos, ni pasado, ¡todo estaba en mi cuaderno! ¡Toda mi vida!

Hortense lanzó una mirada de piedad exasperada sobre tanta lágrima.

La cena fue lúgubre.

Zoé lloraba frente a su plato, Joséphine suspiraba, Hortense callaba, pero su silencio acusador significaba ¡vaya drama por un cuaderno de recetas de cocina!

Apenas probaron el gallo al vino que Joséphine había cocinado la víspera para la llegada de Hortense, y fueron a acostarse hablando en voz baja, como si volviesen de un entierro.

Desde la comida con Gaston Serrurier en la que él le había dado a entender que sus liquidaciones de derechos de autor habían bajado mucho, a Joséphine le costaba conciliar el sueño. Daba vueltas y más vueltas, buscando la buena postura, la mejor manera de colocar el brazo derecho, y después el izquierdo, de orientar las piernas, pero en su cabeza las cifras bailaban un cancán desenfrenado, precipitándola hacia la ruina. Volvía el miedo a no llegar. El miedo a la miseria absoluta. A hacer cuentas por la noche bajo la mortecina luz de la lámpara. Ese viejo compañero que creía haber proscrito de su vida y cuyo ruido de pasos enloquecedores reconocía.

Era la primera ola de angustia.

Se levantaba, iba a su mesa, sacaba los recibos del banco, contaba y volvía a contar, hacía tres veces la misma suma, se perdía, volvía a empezar, hacía una resta, se acostaba de nuevo, se volvía a levantar para rehacerla, había olvidado la tasa municipal… Se imaginaba vendiendo la casa, mudándose a otra más barata… Al menos, era propietaria de un hermoso piso en un buen barrio. Era un bien que podría volver a vender. Sí, pero tendría que devolver la hipoteca… Y la escuela de Hortense, la habitación de Hortense en Londres, la paga mensual de Hortense. De eso no había hablado con Serrurier. Nunca se atrevería.

Había olvidado el dinero y sus garras. Qué tranquilidad. Pero aquello era un lujo. Iba a sufrir de nuevo escalofríos frente a las miserables facturas.

Nunca se preocupaba por Zoé. Era Hortense la que más le angustiaba. No poder comprarle más ropa bonita, obligarla a mudarse a un barrio más barato, impedirle hacer esto, aquello, construir sueños que se realizaran… ¡Imposible! Admiraba la energía y la ambición de su hija. Se sentía responsable de sus gustos lujosos. Nunca había tenido el valor de oponerse a sus deseos. Era justo que ahora los asumiese.

Se incorporaba, respiraba profundamente y se decía: sólo tengo que encontrar un tema para un libro y ponerme a trabajar. Ya supe hacerlo una vez…

Y entonces, una nueva ola de angustia se lanzaba sobre ella y la aplastaba. Un clavo al rojo vivo se hundía en su pecho. No podía respirar. Se asfixiaba. Se frotaba los costados. Contaba, contaba para calmarse y recuperar el aliento. Uno, dos, tres, no lo conseguiré, siete, ocho, nueve, nunca lo conseguiré, soñé que lo conseguiría, me dormí en una tranquilidad ilusoria durante dos años…, doce, trece, catorce, soy un ratón de biblioteca, no una escritora. Un ratón que se gana el pan entre estantes grises cubiertos de libros y de polvo. Serrurier dijo que era escritora para empujarme a trabajar, pero ni él mismo se lo cree. Debe de soltarles el mismo discurso a todos los autores durante la misma comida en el mismo restaurante cuya carta conoce de memoria.

Se levantó.

Fue a beber un vaso de vino a la cocina. El miedo creaba un agujero tan grande que tuvo que apoyarse en el borde de la pila.

Le dijo a Du Guesclin que la contemplaba, inquieto, no lo conseguiré, ¿sabes?, si lo conseguí la primera vez fue porque Iris me empujó hacia delante. Ella tenía la fuerza de dos, ella no dudaba, no se levantaba por las noches para hacer sumas y restas, la echo de menos, Doug, la echo de menos…

Du Guesclin suspiró. Si le llamaba Doug, era que la cosa era grave. O intensa. E inclinó la cabeza a la derecha y a la izquierda para adivinar si se trataba de una gran felicidad o una gran desgracia. La miró fijamente con tanto desamparo, que ella se agachó, lo cogió entre sus brazos y rascó su enorme cabeza negra de valeroso caballero.

Se refugió en el balcón y contempló las estrellas. Dejó caer la cabeza, los brazos entre las piernas, pidió a las estrellas que le enviaran fuerza y paz. En cuanto al resto, ya me las arreglaré… Dadme el impulso, las ganas y me pondré en marcha, os lo prometo. Es tan angustioso estar sola a todas horas… Sola para poner en marcha la vida de cada día.

Recitó su oración a las estrellas, esa que tantas veces le había servido.

—Estrellas, por favor, haced que deje de estar sola, haced que deje de ser pobre, haced que deje de sentirme acosada, haced que deje de temblar de miedo… El miedo es mi peor enemigo, el miedo me corta las alas. Dadme la paz y la fuerza interiores, dadme al que espero en secreto y al que ya no puedo acercarme. Haced que nos volvamos a encontrar y no nos separemos nunca más. Porque el amor es la mayor de las riquezas y a esa riqueza no puedo renunciar…

Rezó en voz alta y extendió sobre el cielo estrellado el manto de sus inquietudes. El silencio, el aroma de la noche, el murmullo del viento en las ramas, todas esas impresiones recogidas por esa vieja costumbre envolvían sus palabras y calmaban la agitación de su espíritu. Los miedos se disiparon. Respiró de nuevo, el clavo ardiente mitigó su presión, aguzó el oído para escuchar el ruido de un taxi que se detiene y deja a un cliente, una puerta que se cierra, tacones de mujer que puntean la acera hasta entrar en el edificio, ¿vuelve a estas horas? ¿Está sola o se reúne con un marido dormido? La noche se vestía con los colores de una desconocida. Volvía a ser familiar. La noche dejaba de ser amenazante.

Pero esa noche, la paz no cayó del cielo.

Con los puños cerrados bajo el edredón, Joséphine repetía el cuaderno de Zoé, el cuaderno de Zoé, suplicando al Cielo que lo hiciese aparecer. El cuaderno de Zoé, el cuaderno de Zoé, esas palabras le taladraban la cabeza, le producían migraña. Zoé y la cocina, Zoé y las especias, las salsas, los suflés que suben y bajan, las claras a punto de nieve, el chocolate que se funde, la yema de huevo que se dora, las manzanas que pelan las dos, la masa que se pega al rodillo, el caramelo que se oscurece y el horno que se traga la tarta. La vida de Zoé está en ese cuaderno: el «pollo bicicleta» traído de Kenya, el «auténtico» puré de Antoine, las gambas a la escandinava de su amiga Emma, el crujiente de la señora Astier, su profesora de historia, la lasaña de Mylène, la pasta al salmón de Giuseppe, el fundido de caramelo blando y turrón de Iphigénie… Toda su vida desfilaba en sus recetas salpicadas de pequeños relatos. El tiempo que hacía, el vestido que llevaba, lo que había dicho Fulano y lo que pasó luego…, marcas que dibujaban un carné de identidad. Por favor, estrellas, ¡devolvedle ese cuaderno que no necesitáis para nada!

—Sería un bonito regalo de Navidad —añadió Joséphine escrutando el cielo.

Pero las estrellas no respondieron.

Joséphine se levantó, se colocó el edredón sobre los hombros, entró en casa y metió la cabeza en la habitación de Zoé; la miró, dormida con la pierna de Nestor, su muñeco, en la boca… A los quince años, Nestor seguía tranquilizándola.

Volvió a su habitación, extendió el edredón sobre la cama. Ordenó a Du Guesclin que se tumbara en la alfombra. Se deslizó bajo el cálido espesor y cerró los ojos balbuceando el cuaderno de Zoé, el cuaderno de Zoé, el cuaderno de Zoé… cuando de pronto le golpeó una evidencia: ¡la basura! Zoé tenía razón, ¿y si Iphigénie, que no toleraba el más mínimo desorden, lo había tirado al cubo de la basura?

Se levantó de un salto, presa de una alegre certidumbre.

¡La basura! ¡La basura!

Se puso unos vaqueros, un jersey grueso, botas, se echó el pelo hacia atrás, cogió un par de guantes de goma, una linterna, silbó a Du Guesclin y bajó al patio del edificio.

Entró en el cuarto donde colgaban, enganchados como trozos de carne en la cámara de un carnicero, una decena de bicicletas y dos triciclos, localizó los cuatro contenedores de basura, negros, imponentes, llenos de detritus hasta el borde. Olfateó el tufo a moho húmedo. Frunció la nariz. Pensó en Zoé y hundió con decisión los dos brazos en el primer contenedor.

Abrió todas las bolsas de plástico, palpó algo viscoso, blando, puntiagudo, mondas, huesos de ossobuco, esponjas viejas, cartones, botellas —en este edificio no se preocupan mucho de reciclar, protestó—, buscando un objeto liso y encuadernado.

Sus dedos descifraron la basura con la aplicación de un ciego.

Estuvo a punto de abandonar varias veces, con el estómago revuelto por el olor acre, mareante.

Volvió la cabeza, prefiriendo no ver lo que trituraba, y dejando a sus manos la tarea de reconocer el valioso cuaderno. Separó, seleccionó, se detuvo a veces con un rectángulo parecido a un cuaderno, lo acercó a la luz de la linterna: era la tapa de una caja de zapatos o de galletas de Aix-en-Provence, seguidamente volvió a hundirse en la inmundicia, giró la cabeza a un lado para respirar aire menos fétido, volvió al ataque…

Al tercer contenedor, estuvo a punto de renunciar. El suelo estaba resbaladizo y casi perdió el equilibrio.

Retiró las manos y resopló, desanimada.

¿Por qué razón tiraría Iphigénie ese cuaderno?

Ella veneraba la escuela y pregonaba que era la única esperanza para la gente pobre. Pues es mediante la educación como uno asciende, señora Cortès, míreme, yo no he estudiado y eso me corroe… A principio de curso, forraba con delicadeza los libros escolares, pegaba etiquetas bonitas, caligrafiaba aplicadamente el nombre de sus hijos sacando la lengua, y remataba su trabajo colocando un pequeño adhesivo de distinto color según se tratara de un libro de lengua, de matemáticas o de geografía. ¡Nunca hubiese tirado un cuaderno con notas manuscritas! ¡Nunca! Lo habría abierto, lo habría estudiado apoyando los dos codos sobre la mesa…

Pero la pena de Zoé, su tormenta de lágrimas, su boca torcida de desesperación le impidieron renunciar.

Se armó de valor. Apretó los codos contra la cintura para darse impulso. Levantó una tapa, encontró un hueso de pierna de cordero que tendió a Du Guesclin y empezó a registrar.

Por fin, su mano enguantada de plástico palpó una forma rectangular y dura. ¡Un cuaderno! ¡El cuaderno!

Lo exhibió, feliz y orgullosa.

Lo examinó a la luz de la linterna.

Efectivamente era un cuaderno, una libreta negra, pero no era el cuaderno de Zoé.

Sobre la cubierta no había ni fotos ni dibujos ni adhesivos de colores. Era una libreta viejísima cuya encuadernación resistía porque una mano habilidosa había colocado varias capas de celo.

Joséphine se quitó los guantes, abrió la libreta negra por la primera página y la leyó con ayuda de su linterna.

«Hoy, 17 de noviembre de 1962, es mi primer día de trabajo, el primer día del rodaje. Me han contratado como meritorio para el rodaje de la película Charada de Stanley Donen en París. Llevo los cafés, voy a comprar tabaco, hago llamadas telefónicas. Ha sido un amigo de mi padre quien me ha conseguido esto para recompensarme por haber aprobado el bachillerato con sobresaliente. Sólo voy al rodaje el viernes por la tarde y los fines de semana, porque estoy preparando el examen de ingreso en la Politécnica. No quiero estudiar en la Politécnica…

»Hoy, mi vida va a cambiar. Pongo el pie en un mundo nuevo, un mundo embriagador, el mundo del cine. En casa me ahogo. Me ahogo. Tengo la impresión de que ya sé lo que va a ser mi vida. Que mis padres lo han decidido todo por mí. Lo que voy a hacer, con quién me voy a casar, cuántos hijos tendré, dónde viviré, lo que comeré los domingos… No tengo ganas de tener hijos, no tengo ganas de tener una mujer, no tengo ganas de estudiar en una escuela superior. Tengo ganas de otra cosa, pero no sé de qué… ¿Quién sabe adónde me llevará esta aventura? ¿Una profesión, un amor, alegrías, desengaños? No lo sé. Pero sé que a los diecisiete años uno puede esperarlo todo, así que lo espero todo y más todavía».

La caligrafía era firme, alargada. A veces remataba las palabras con trazos retorcidos, como patas mutiladas. Parecían muñones. Casi dolía leerla. El papel estaba amarillento, manchado. En algunas palabras la tinta estaba descolorida, y eran difíciles de descifrar. En el centro de la libreta, había páginas enteras que se habían solidificado en un bloque compacto, que no se podía abrir sin arriesgarte a desgarrarlas. Había que operar con cuidado y lentitud si no querías perder la mitad del texto.

Joséphine pasó la primera página para proseguir la lectura, tuvo que forzarla un poco porque las hojas estaban pegadas.

«Hasta ahora no he vivido. He obedecido. A mis padres, a mis profesores, a lo que convenía hacer, a lo que convenía pensar. Hasta ahora he sido un reflejo mudo, bien educado, en el espejo. Nunca yo. De hecho, no sé quién es “yo”. Es como si hubiese nacido con un hábito listo para ponérmelo… Gracias a este trabajito, voy a poder descubrir por fin quién soy y lo que espero de la vida. Voy a saber de qué soy capaz cuando soy libre. Tengo diecisiete años. Así que me da igual si me pagan o no. ¡Viva la vida! ¡Viva yo! Por primera vez, se levanta en mí un viento de esperanza… y es realmente agradable, el viento de esperanza…».

Era un diario íntimo.

¿Qué hacía en la basura? ¿A quién pertenecía? A alguien del edificio, en caso contrario no lo hubiese encontrado allí. ¿Y por qué lo habían tirado?

Joséphine encendió la luz del cuarto, se sentó en el suelo. Su mano resbaló sobre una piel de patata que se le quedó pegada a la palma. La retiró con asco, se frotó en los vaqueros y retomó la lectura, apoyada en un contenedor enorme.

«28 de noviembre de 1962. Al fin le he conocido. Cary Grant. La estrella de la película junto a Audrey Hepburn. ¡Qué guapo es! Y simpático, y tan adorable… Entra en una habitación y la llena por completo. Ya no ves nada más que a él. Yo acababa de traer un café para el director de iluminación que ni siquiera me ha dado las gracias y estaba mirando la escena que estaban rodando. No se rueda en el orden de la historia de la película. Y además sólo ruedan uno o dos minutos y el director grita ¡corten! Discuten algo, algún pequeño detalle, y vuelven a empezar la misma escena varias veces seguidas. No sé cómo hacen los actores para no confundirse… Tienen que cambiar de emociones todo el rato o repetir las mismas de forma distinta. Y además ¡parecer naturales! Cary Grant estaba molesto porque creía que la iluminación a contraluz hacía que tuviese unas orejas grandes y coloradas. Tuvieron que ponerle cinta adhesiva opaca detrás de las orejas y ¿quién tuvo que ir a buscar inmediatamente cinta adhesiva opaca? Yo. Y cuando entré exhibiendo el rollo, orgulloso de haberlo encontrado tan deprisa, él me dio las gracias y añadió ¿pensarías que mi personaje es seductor si aparece con grandes orejas rojas?, ¿eh, my boy?

»Me llama así, my boy. Como si hubiese creado un vínculo entre nosotros. La primera vez que me lo dijo, me sobresalté, ¡creía haber oído mal! Y, además, cuando dijo my boy me miró directamente a los ojos con dulzura e interés… Sentí una especie de sacudida.

»Se necesitan al menos quinientos pequeños detalles para causar buena impresión, añadió. Créeme, my boy, yo he trabajado mucho tiempo los detalles y, con cincuenta y ocho años, sé de lo que estoy hablando… Contemplé la escena y me quedé de piedra. Entra y sale de su papel como si se quitara la chaqueta. Mi vida no es la misma desde que me habló. Es como si ya no fuese Cary Grant, el tipo que veía en las fotos de Paris Match, sino Cary… Cary, sólo para mí.

»Parece ser que Audrey Hepburn aceptó hacer la película con la única condición de que él fuese su pareja… ¡Le adora! Hay una escena muy divertida en la película en la que le dice:

»—¿Sabes qué tienes de malo?

ȃl la mira, inquieto, y, con una gran sonrisa, ella responde:

»—Nada.

»Y es cierto que no tiene nada de malo…

»Hay un actor francés en la película. Se llama Jacques Marin. No habla inglés, o muy poco, así que le escriben todos los diálogos fonéticamente. Resulta muy gracioso y todo el mundo se ríe.

»8 de diciembre de 1962.

»¡Ya está! Nos hemos hecho amigos. Cuando llego al plató y no está rodando o hablando con alguien me hace una seña con la mano. Un pequeño hello que significa ¡eh, me alegro de verte! Y yo me ruborizo.

»Viene a verme entre dos escenas y me hace un montón de preguntas sobre mi vida. Quiere saberlo todo, pero yo no tengo gran cosa que contarle. Le digo que nací en Mont-de-Marsan, le hace gracia Mont-de-Marsan, que mi padre dirige Carbones de Francia, que estudió en la Politécnica, la mejor escuela superior del país, que soy hijo único, que acabo de aprobar el bachillerato con sobresaliente y que tengo diecisiete años…

»Me dice que él, a los diecisiete años, ya había vivido miles de vidas… ¡Qué suerte! Me preguntó si tenía novia y yo me puse colorado otra vez. Pero hizo como si no lo viera. Es muy atento…

»Si supiera que hay una chica, la hija de unos amigos de mis padres, que tengo “reservada” desde hace mucho tiempo, se habría extrañado. Es pelirroja, flaca y tiene las manos blandas. Se llama Geneviève. Cada vez que viene con sus padres, la ponen a mi lado en la mesa y no sé qué decirle. Tiene bigote encima del labio. Los padres nos miran diciendo es normal, son tímidos, y a mí me dan ganas de tirar la servilleta y esconderme en mi habitación. Tiene mi edad, pero lo mismo podría tener el doble. No me inspira nada en absoluto. No merece el calificativo de novia.

»Él está enamorado de una actriz que se llama Dyan Cannon. Me ha enseñado su foto. A mí me parece demasiado maquillada, con demasiado pelo, demasiadas cejas, demasiados dientes y demasiado todo… Me pidió mi opinión y yo le dije sólo que quizás, para mi gusto, llevaba demasiada base de maquillaje y él me dijo que estaba de acuerdo. Discute con ella para que sea más natural. Él odia el maquillaje, siempre está moreno y afirma que ese es el mejor maquillaje del mundo. Parece ser que ella va a venir a París en Navidad. Tienen previsto pasarla con Audrey Hepburn y su marido, Mel Ferrer, en la gran mansión que tienen en las afueras, al oeste de París. Audrey Hepburn es muy puntillosa con sus vestidos. Tiene tres idénticos de cada modelo por si acaso… y la viste un modisto francés. Siempre…».

La luz se apagó y dejó a Joséphine en la oscuridad. Se levantó, buscó a tientas el interruptor, acabó encontrándolo y dejó la linterna encendida para la próxima vez. Se sentó poniendo mucha atención en no resbalar con alguna piel.

«Se preocupa del más mínimo detalle. Lo mira todo con lupa, los trajes —incluso los de los figurantes—, los decorados, los diálogos y los hace rehacer o reescribir cuando no está de acuerdo. Eso le cuesta una fortuna a la productora y oigo a gente que murmura diciendo que no sería tan exigente si fuese él quien pagase, dando a entender que es un tacaño… No es tacaño. Me ha regalado una camisa muy bonita de Charvet, porque creía que la mía tenía el cuello demasiado pequeño. La llevo a todas horas. La lavo yo mismo a mano con jabón. Mis padres dicen que no es conveniente aceptar regalos de un extraño, que la película me está llenando de pájaros la cabeza y que ya sería hora de concentrarme en los estudios… Estoy aprendiendo inglés, les digo, el inglés me servirá toda la vida. Ellos contestan que no ven en qué podría servirme para estudiar en la Politécnica.

»No quiero estudiar en la Politécnica.

»No quiero casarme. No quiero tener hijos.

»Quiero ser…

»Todavía no lo sé…

»Está obsesionado con su cuello. Encarga todas las camisas a medida con un cuello muy alto para esconder el suyo, porque piensa que es demasiado grueso… Sus trajes están hechos en Londres y, cuando los recibe, coge un metro y verifica que todas las medidas sean correctas.

»Me contó que durante sus primeras pruebas delante de una cámara para un gran estudio de cine —me he olvidado del nombre, ¡ah, sí!, la Paramount…— le habían rechazado por culpa de su cuello y de sus piernas arqueadas. ¡Y opinaron que tenía demasiados mofletes! ¡Qué vergüenza! Fue justo antes del crac de 1929. Los teatros de Nueva York fueron cerrando uno tras otro y él se encontró en la calle. ¡Obligado a trabajar de hombre-anuncio, subido a unos zancos y con un cartel en la espalda que anunciaba un restaurante chino! Y por las noches, para ganar dinero, hacía de escort boy. Acompañaba a fiestas a mujeres y a hombres solos. Fue así como aprendió a ser elegante…

»Mientras vivió en Nueva York, conoció la pobreza y la soledad. Su vida cambió a los veintiocho años, cuando se fue a Hollywood. Pero hasta entonces, me dijo sonriendo, fueron tiempos duros para mí… Diez años de trabajillos, de rechazos, de no saber dónde iba a dormir, cómo iba a comer. Tú no sabes lo que es eso, ¿eh, my boy? Yo sentí un poco de vergüenza de mi vida, tan ordenada, tan organizada.

»Poco a poco, lo sabré todo de su vida…

»Sigue llamándome my boy y me gusta mucho…

»Estoy bastante sorprendido de que se interese por mí. Dice que le gusto. Que soy distinto de los chicos americanos. Me pide que le cuente cosas de mi familia. Dice que en la vida, a menudo la gente se casa con gente que se parece a sus padres y que eso hay que evitarlo porque la historia se repite y no tiene fin.

»15 de diciembre.

»Me habla mucho de sus primeros años en Nueva York, cuando se moría de hambre y no tenía amigos.

»Un día, conoce a un amigo con quien se sincera. El amigo, que se llamaba Fred, le lleva al piso más alto de un rascacielos. Era un día lluvioso y frío y no se veía a más de diez metros. Fred le dice que seguramente hay un paisaje magnífico detrás de la niebla y que por el hecho de no verlo no deja de existir. La fe en la vida, añade, es creer que existe y que hay un lugar para ti detrás de la niebla. En este momento piensas que eres muy pequeño, insignificante, pero en alguna parte, detrás de todo ese gris, tienes un lugar reservado donde serás feliz… Así que no juzgues tu vida por lo que eres hoy, júzgala pensando en ese lugar que acabarás ocupando si lo buscas de verdad, sin hacer trampas…

»Me dijo que recordara bien eso.

»Me pregunté cómo se haría. Debía de hacer falta mucha voluntad e imaginación. Y confianza en uno mismo. Rechazarlo todo hasta que uno encuentra su lugar. Pero eso es peligroso… Si me admiten en la Politécnica, ¿tendré el valor de no ir y de contarles a mis padres la historia del lugar detrás de la niebla? No estoy seguro. Me gustaría mucho tener ese coraje…

»Lo de él es distinto. No tuvo elección…

»A los nueve años perdió a su madre… Adoraba a su madre. Es una historia increíble. Me ha dicho que me la contaría más adelante. Que una tarde me invitaría a tomar una copa en su suite, en el hotel. ¡Entonces sí que empecé a marearme! Me imaginé solo con él y sentí mucho miedo. Mucho, mucho miedo… Allí, cuando nos vemos, hay mucha gente a nuestro alrededor, nunca estamos frente a frente y es él el que habla todo el rato.

»Me he dado cuenta de que tenía muchas ganas de estar a solas con él. Incluso creo que podría sentarme en una esquina simplemente para mirarlo. Es tan guapo…, no tiene ni un defecto. Me pregunto cómo se llama lo que siento por él. Nunca había sentido esto. Ese calor que inunda mi cuerpo y que me da ganas de estar con él a todas horas. No dejo de pensar en él. Ya no logro concentrarme en mi trabajo, en absoluto.

»Parece muy sorprendido cuando le explico que tengo mucho trabajo con los estudios. Dice que no está seguro de que eso sirva para algo. Que él lo aprendió todo sobre la marcha, que no estudió. Era un golfillo de Bristol, en Inglaterra, sin ningún control. Hacía un montón de travesuras. A los catorce años se unió a una especie de circo ambulante cuyas giras le llevaron a América y, cuando la troupe volvió, él prefirió quedarse en Nueva York. ¡Con dieciocho años! Solo y sin dinero. No tenía nada que perder…

»Lo había dejado todo: su país natal, Inglaterra, su familia… No pertenecía a nada ni a nadie. Tuvo que inventarse todo partiendo de cero. ¡Y así fue como inventó a Cary Grant! Porque, al principio, me dijo, Cary Grant no existía… Su verdadero nombre, de hecho, es Archibald Leach. Es curioso porque no tiene cara de llamarse Archibald.

»El otro día le dije que quería ser como él y respondió ¡todo el mundo quiere ser Cary Grant, incluso yo! No me pareció que estuviera presumiendo, parecía más bien como si tuviese algún problema con el personaje que había creado… Creo que en algún momento me convertí en el personaje que interpretaba en la pantalla. Yo he acabado por convertirme en “él”. O él ha acabado convirtiéndose en mí. Y no sé muy bien quién soy.

»Eso me dejó perplejo. Me dije que es difícil convertirse en alguien. Difícil saber quién eres.

»Cuando pienso que se va a marchar me entran ganas de morirme. ¿Y si le siguiera?

»¿Qué les diría a mis padres? Papá, mamá, estoy enamorado de un hombre de cincuenta y ocho años, un actor de cine americano… Se desmayarían. Y el resto de la familia también. Porque es eso, así lo creo, me estoy enamorando… Aunque esa no es la palabra exacta. ¿Se puede uno enamorar de un hombre? Yo sé que eso existe, pero… Al mismo tiempo, creo que si se acercara demasiado, saldría huyendo.

»No quiero casarme, no quiero tener hijos, no quiero estudiar en la Politécnica, eso lo sé…, pero del resto, no sé nada.

»Si me pide que me vaya con él, le seguiré».

La luz se apagó de nuevo y Joséphine se levantó para encenderla. El interruptor estaba pegajoso y el olor acre de la basura le provocó una mueca de asco. Pero tenía ganas de seguir leyendo…

«Estoy deseando conocer la historia de su madre. Parece que eso le afectó mucho. Repite todo el rato que desconfía de las mujeres por culpa de lo que pasó con su madre. Parece ser que se lo contó a Hitchcock y este lo utilizó en una película llamada Encadenados, con Ingrid Bergman. En un diálogo con Ingrid Bergman, el personaje que interpreta él dice siempre he tenido miedo de las mujeres, pero lo estoy superando…

»Y es cierto, my boy, es cierto, pero le he dedicado mucho tiempo. Dice que hay que trabajar mucho las relaciones con la gente, no repetir siempre los mismos esquemas. Yo, my boy, por culpa de la historia de mi madre, siempre he estado más a gusto con los hombres. Me sentía seguro con ellos. Prefería vivir con hombres que con una mujer.

»Eso sí que es una confidencia, me dije. Una confidencia de las que se hacen a un amigo. Y me sentí muy feliz al ver que confiaba en mí… Sentí unas ganas inmensas de hablar con alguien y se lo conté a Geneviève. No se lo conté todo, sólo algunas cosas como esa. No pareció muy impresionada. Creo que está un poco celosa… ¡Y eso que no lo sabe todo!

»En el plató no tenemos mucho tiempo para hablar porque nos interrumpen continuamente, pero cuando vaya a tomar esa famosa copa a su hotel, le haré un montón de preguntas. Tiene el don de hacer sentir cómoda a la gente y me olvido completamente de que es un actor muy conocido. Una verdadera estrella…».

Y seguía igual, página tras página.

Joséphine saltó hasta el final para saber cómo terminaba esa historia.

Tenía la sensación de estar leyendo una novela.

La libreta terminaba con una carta que Cary Grant había escrito al que ella ya llamaba Jovencito y que este había copiado. No tenía fecha. Había dejado de anotar las fechas. Sólo había escrito «última carta antes de dejar París».

«My boy, recuerda esto: tú eres el único responsable de tu vida. No debes echarle la culpa a nadie de tus errores. Nosotros somos los principales artífices de nuestra felicidad y a menudo somos también el principal obstáculo. Tú estás en el amanecer de tu vida, yo estoy en el crepúsculo de la mía, sólo puedo darte un consejo: escucha, escucha esa voz que hay dentro de ti antes de elegir tu camino… No dejes que nadie decida por ti. Nunca temas reivindicar lo que te dice el corazón.

»Eso será lo más duro para ti, porque piensas que no vales nada, que no puedes imaginar un futuro radiante, un futuro que lleve tu huella… Eres joven, no estás obligado a repetir el esquema de tus padres…

»Love you, my boy…».

¿Qué había hecho el Jovencito al final del rodaje?

¿Había seguido a Cary Grant?

¿Y por qué esta libreta negra llena de tantas esperanzas había acabado en la basura?

Joséphine se secó la frente con el dorso de la mano, dejó a un lado el diario íntimo y siguió buscando el cuaderno de Zoé.

Lo encontró en el último contenedor. En una bolsa de basura. Bajo un viejo jersey agujereado de Zoé, una bola de pelo de Du Guesclin, un calcetín desteñido y unos folios de archivador rotos. Iphigénie lo había tirado sin saberlo. Debió de coger el cuaderno con los folios de la mesa de Zoé.

Si hubiese empezado por el fondo del cuarto, lo habría encontrado enseguida, suspiró Joséphine rascándose la punta de la nariz. Sí pero… ¡jamás le hubiese echado mano a ese diario íntimo!

Cerró la puerta del cuartucho y subió a su casa. Limpió cuidadosamente el cuaderno negro de Zoé. Pasó una esponja sobre la cubierta y lo dejó a la vista sobre la mesa de la cocina. Guardó el diario en un cajón de su mesa.

Y se hundió en su cama.

A las siete de la mañana, pasaron los basureros y vaciaron los cuatro grandes contenedores del edificio.

* * *