Se habían comido un tarro de Ben & Jerry’s cada una y se estaban masajeando el vientre, tumbadas sobre el suelo de la cocina de Shirley, arrepintiéndose ya de toda esa grasa, todo ese azúcar, todo ese caramelo y todo ese chocolate que habría que eliminar. Se reían haciendo listas de cosas deliciosas y peligrosas que no había que comer nunca so pena de convertirse en dos señoronas gordas de Antibes.

—Si me convierto en una señorona gorda de Antibes, ya no podré hacerle la danza del vientre a Oliver y lo sentiré mucho…

¿Oliver? Joséphine se incorporó, apoyó la cabeza en la mano y abrió la boca para hacer la pregunta.

Shirley la detuvo:

—Calla, no digas nada, escúchame y no vuelvas a hablar de ello nunca más, nunca, ¿me lo prometes? O por lo menos espera a que yo te lo cuente primero…

Joséphine asintió y se puso un dedo sobre la boca, para indicar que sus labios estaban sellados.

—… he conocido a un hombre con una sonrisa bonachona, espaldas anchas, y pantalones de pana gastados, un hombre que va en bici y lleva guantes forrados, y me parece que me he enamorado. Es bastante posible. Porque desde que le vi, siento una especie de gas volátil. Ocupa mi cabeza, ocupa mis venas, ocupa mi corazón, el bazo y los pulmones, se dilata dentro de mí y eso me gusta, me gusta y nunca, nunca me convertiré en una señora gorda de Antibes, para poder conservar a ese hombre…

Cerró los ojos, se abrazó el cuerpo y sonrió murmurando:

—Se acabaron las confidencias. Vamos a jugar.

Jugaron a «fracasar y triunfar», estiraron los brazos, estiraron las piernas, se pusieron de lado y mezclaron las cabezas y los hombros.

—Yo he fracasado en mis amores, he fracasado en mis estudios, he echado a perder todos mis guisos, me perdí el último concierto de Morcheeba —enumeró Shirley contando con los dedos—, pero triunfé en mi relación con mi padre y con mi madre, en la mayoría de los orgasmos, con el carné de conducir, la educación de mi hijo, mi amistad contigo…

Joséphine prosiguió:

—Yo fracasé lamentablemente en mi vida amorosa, en casi todos mis orgasmos, con todos los regímenes, en mis relaciones con mi madre, pero he triunfado con mis dos adorables hijas, mi HDI, escribiendo un libro, siendo tu amiga…

—Yo siempre me he perdido el rayo verde[20] —reconoció suspirando Shirley.

—Yo eché a perder todas mis mayonesas —confesó Joséphine.

—Imposible hacer crecer ni un maldito geranio…

—Nunca conseguí atrapar una libélula…

Luego pasaron al juego «lo que más detesto de un hombre».

—Detesto a los mentirosos —dijo Shirley—. Son cobardes, abúlicos, medusas venenosas.

—¡Y cuentan calumnias! —añadió Joséphine riendo.

—Como en el poema de Chaucer:

Y la naranja cayó en el plato del traidor

El que se había burlado de la confianza del amo

Del lento y fuerte amor que el hombre inspiró

Que le había enseñado año tras año,

Gajo tras gajo, a ser un hombre, uno de verdad

Uno que nunca reniega e ignora la terrible mentira

Que mancilla el alma tanto como los sueños.

Ten, hijo, dijo el Amo señalando la naranja

Come, la frente enrojecida, fruto de tu traición,

Degústala, gajo tras gajo,

Come hasta aplacar el estiércol de tu vergüenza

Pues innoble es el hijo que miente a su padre.

—Eso me da escalofríos en la espalda —apuntó Joséphine estremeciéndose.

—Son las palabras que salieron de la boca de mi padre cuando se enteró de que había dado a luz a un hijo sin haberle avisado… Nunca las olvidé. Las tengo grabadas en la memoria al rojo vivo…

Joséphine tembló. No sabía si era Chaucer o la calefacción que fallaba lo que le producía ese efecto, pero se sintió cubierta por un sudario helado.

—Nunca volví a mentirle. ¡No te puedes hacer una idea del tiempo que se gana con eso! ¡Yendo de frente vas más rápido! Te conviertes en un hombre, en una mujer de verdad.

—¿Se ha vuelto a estropear la calefacción? —preguntó Joséphine.

—Que sepas, querida, que en Inglaterra la calefacción está siempre estropeada… Funciona un día de cada tres. Igual que el agua caliente y el metro… y está muy bien así. A menos calefacción, menos contaminación. Pronto se acabará el petróleo, y ya no podremos calentarnos, ¡así que es mejor acostumbrarse!

—¡En tu país, más vale dormir con alguien!

—A propósito, ¿en qué punto estás con Philippe?

—En ninguno. Por culpa de mi conciencia. Me prohíbe retozar y me encierra en un cinturón de castidad del que he perdido la llave…

—Y eso que antes tampoco eras de las que te metías en la cama a la primera ocasión…

—¿Y Alexandre? ¿Tienes noticias suyas?

—Sé algo por Annie, la niñera. Está como cualquier adolescente que ha perdido a su madre por una puñalada… No muy bien.

—Quizás debería ir a verle…

—Y a su padre también…

Joséphine no captó la alusión. Estaba pensando en Alexandre. Se preguntaba qué debía de sentir por las noches al apagar la luz. ¿Pensaba en Iris, sola en el bosque con sus asesinos?

—¿Alguna vez tienes miedo? —preguntó.

—¿De qué?

—De todo…

—¿De todo?

—Sí.

—Sólo se puede tener miedo de una cosa —afirmó Shirley—. Miedo por tus hijos. El resto es muy sencillo: con el dinero, el trabajo, los impuestos, el puenting…, simplemente te dices «no tengo miedo» y saltas hacia delante…

—¿Funciona?

—¡Estupendamente! Te dices «quiero eso», y lo consigues… Pero poniendo en ello toda el alma. Sin hacer trampas. Pensando continuamente en ello…, quiero esto, quiero esto, quiero esto… ¿Quieres intentarlo? ¿Qué quieres ahora mismo? Sin pensarlo.

Joséphine cerró los ojos y dijo:

—Besar a Philippe.

—Entonces piensa mucho en ello, mucho, y te prometo, escúchame, te prometo que pasará…

—¿De verdad lo piensas?

—… pero has de creer en ello con todas tus fuerzas. No seas timorata. Di, por ejemplo, quiero…

—… echarme en brazos de Philippe…

—No, no, ¡así no funcionará!

—Quiero que me estreche en sus brazos, que me bese por todas partes, por todas partes…

Shirley hizo una mueca.

—Todavía te falta convicción…

—¡Quiero que se tire encima de mí como un animal en celo! —gritó Joséphine rodando sobre el suelo helado de la cocina.

Shirley se apartó y la miró de arriba abajo, divertida y asombrada.

—Bueno… ¡Así seguro que lo conseguirás!

Al día siguiente, sábado, a la hora de la comida, Joséphine fue a ver a Hortense.

Vivía en Angel, un barrio que se parecía a Montmartre. Farolas, callecitas estrechas con escalinatas, viejas tiendas de ropa usada. Los bares tenían nombres franceses. Se sentaron en el interior del Sacré-Cœur en la esquina de Studd Street y Theberton. Pidieron un plato de buey con zanahorias cada una y dos vasos de vino tinto. Probaron el pan y decidieron que era una auténtica baguette, probaron la mantequilla y tenía el gusto de la mantequilla salada de Normandía.

Hortense abrió el fuego:

—¡Ya está! ¡Me he convertido en una auténtica inglesa!

Tiene un novio inglés, pensó Joséphine contemplando a su hija con deleite. Hortense se ha enamorado. Mi hija con corazón de piedra ha bajado la guardia por un inglés vestido de tweed. ¿Será de su edad, o mayor? ¿Tendrá las mejillas rojas y los párpados caídos? ¿O el mentón afilado y los ojos golosos? ¿Hablará con la nariz? ¿Hablará francés? ¿Le gustará el guiso de ternera que le cocinaré? ¿Los jardines del Palacio Real, las reinas de Francia en el parque de Luxemburgo y la plaza de los Vosgos por la noche? ¿Y la pasarela de Arts, y la callecita Férou, por la que paseaba Hemingway cuando estaba sin blanca? Joséphine le paseaba por París, le dibujaba en su cabeza, le tocaba con los laureles del hombre que había derrotado a la intratable Hortense y dedicaba a su hija una mirada emocionada.

—¿Y cómo se llama ese simpático inglés? —preguntó Joséphine con el corazón lleno de regocijo.

Hortense se inclinó hacia atrás y se echó a reír.

—¡Mamá, eres realmente incorregible! ¡Estás completamente equivocada! Simplemente celebré el fin del trimestre en un pub el sábado por la noche y, el domingo por la mañana, me desperté con un impresionante dolor de cabeza y un inglés desconocido en mi cama. Esto te va a hacer gracia, ¡se llamaba Paris! I spent the night in Paris[21]. Cuando le dije ¡qué nombre más estúpido! me preguntó el mío y replicó ¡qué nombre más horrible! y nos separamos sin decir palabra. Creo que se sintió humillado.

—¿Quieres decir que recogiste a un chico en un pub y te lo metiste en la cama sin saberlo de tanto que habías bebido? —preguntó Joséphine, horrorizada.

—Exactamente eso, oye, al final resulta que lo entiendes todo enseguida… He hecho lo que hacen todas las inglesas el sábado por la noche.

—¡Ay, ay, ay, Hortense! Y supongo que estabas demasiado borracha como para pensar en…

—¿… usar un condón?

Joséphine asintió, espantosamente incómoda.

—Estábamos tan bebidos que no hicimos nada de nada… Él intentó mostrarse emprendedor por la mañana temprano y ¡mi comentario sobre su nombre le cortó el rollo!

Dejó el tenedor en el plato y concluyó:

—Eso no impide que me haya convertido en una auténtica inglesa…

—¿Y a Gary? ¿Le has vuelto a ver?

—No. No tengo tiempo. Y la última vez, me dejó plantada en la calle en plena noche…

—Eso no es normal en él… —protestó Joséphine.

—Pero he oído decir que se ha tomado muy en serio lo del piano. Que ha conocido a un profesor con el que se lleva muy bien, que le sirve de padre, de tutor, de modelo, ¿sabes a lo que me refiero? Se pasa todo el tiempo tocando el piano y viendo a ese hombre. Han creado una amistad viril… ¡Apasionante! Parece incluso que se niega a presentarlo a sus amigos porque quiere guardarlo para él solo. Qué locura. Las personas, en cuanto quieren a alguien se vuelven celosas, exclusivistas…

—Me alegro por él. No era sano no tener ningún modelo masculino. Seguramente eso le hará madurar, cambiar, independizarse…

Hortense echó su larga cabellera hacia atrás como para barrer el caso Gary Ward y la ausencia de padre en la vida del chico. No era problema suyo. Todo lo que no la afectaba directamente no era problema suyo.

Joséphine pensó en Antoine. Hortense había estado muy apegada a su padre, pero no hablaba nunca de él. Debía de pensar que era inútil. Lo pasado, pasado, ocupémonos del presente. Eso era lo que seguramente pensaba Hortense.

No se atrevió a plantear más cuestiones y prefirió preguntarle si le gustaba el guiso de buey con zanahorias.

Era su última noche juntas. Joséphine volvía a París al día siguiente.

—¿Y si fuésemos a un concierto? —propuso Shirley entrando en la habitación que ocupaba Joséphine—. Tengo dos butacas bien situadas que me ha pasado una amiga… Ha tenido un problema en el último minuto, un niño enfermo…

Joséphine contestó que era buena idea y preguntó si había que vestirse de gala.

—Ponte guapa —respondió Shirley con aire misterioso—, nunca se sabe…

Joséphine la miró, preocupada.

—¿Estás tramando algo?

—¿Yo? —exclamó Shirley haciéndose la ofendida—. ¡Nada de eso! ¿Qué te imaginas?

—No lo sé… Me suena a conspiración…

—Suena a flauta encantada… Me encanta ir a conciertos…

Ni siquiera me obliga a mentir, prosiguió Shirley hablando consigo misma, yo no he planeado nada. Simplemente sé que Philippe estará en la sala esta noche.

Había llamado a su casa por la mañana para preguntar por Alexandre, estaba enfermo con gripe desde hacía unos días. Había hablado con Annie, su niñera, una bretona robusta, con cincuenta años cumplidos, rellenita y de aspecto saludable. Había terminado apreciándola y el sentimiento de simpatía parecía ser mutuo. La niñera, en nuestros días, sustituye a la dama de compañía de las obras de Racine. Lo sabe todo y confía sus secretos a quien sabe hacerla hablar. Annie era una buena mujer sin malicia a la que se le soltaba la lengua con facilidad. Le había contado que Alexandre iba mejor, que le había bajado la fiebre, y Shirley le había preguntado si podría pasar a verle. Annie había respondido que por supuesto, pero el señor Dupin no estará, va a un concierto esta noche. En el Royal Albert Hall, había añadido con orgullo, interpretan las sonatas de Scarlatti y al señor Dupin le gustan mucho. Annie ocultaba mal la devoción por su patrón.

Cuando colgó, Shirley tenía un plan en la cabeza. Ir al concierto y arreglárselas para que Philippe y Jo se encontrasen al pie de alguna escalera durante un entreacto. En el amor, «quien no se vale de astucias, no consigue nada» y como esos dos se empecinaban en jugar a los amantes malditos, ella se disfrazaría de entrometida.

Caía una lluvia fina cuando cogieron un taxi hasta Kensington Gore y Shirley se envolvió en una gran estola de cachemira rosa temblando.

—Tendría que haber cogido un abrigo —dijo indicándole la dirección al taxista.

—¿Quieres que suba a buscar uno? —propuso Joséphine.

—No, da igual… En el peor de los casos, moriré escupiendo mis pulmones… ¡Será muy romántico!

Corrieron desde el taxi hasta la entrada del teatro y se mezclaron con la muchedumbre que intentaba acceder al vestíbulo. Shirley tenía las entradas en la mano y se abrió camino recomendando a Joséphine que la siguiera.

El palco era amplio e incluía seis asientos de terciopelo rojo con pequeños pompones colgados de los brazos. Se sentaron y miraron cómo se llenaba la sala. Shirley había sacado los gemelos de su bolso. Se diría que pasa revista a las tropas, pensó Joséphine, divertida por la expresión seria de su amiga. Después pensó mañana me voy y no le habré visto, mañana me voy y él ni siquiera sabe que he venido…, mañana me voy, mañana me voy… Se preguntó cómo soportaría abandonar Londres dejando atrás a Philippe, cómo sería posible retomar su vida en París cuando había estado una semana tan cerca de él… Levantó la cabeza hacia la cúpula de cristal que coronaba la sala de conciertos para disimular las lágrimas que llenaban sus ojos.

Querer olvidar a alguien es pensar en él todo el tiempo.

Temblaba de deseos de levantarse y correr a su encuentro. Nunca debí venir a Londres, él está por todas partes, podría estar aquí, esta noche… Escrutó la sala. Se estremeció. ¿Y si no estuviese solo? Seguramente habría venido acompañado…

Cierro los ojos, los vuelvo a abrir y le veo, se dijo bajando los párpados y concentrándose.

Cierro los ojos, los vuelvo a abrir, está frente a mí y me dice Joséphine y…

Shirley, a su lado, barría la sala con sus gemelos como una habitual que intenta localizar a sus conocidos. Joséphine se dijo que podría buscar una excusa, levantarse y correr, correr hasta el piso de Philippe… Se imaginaba la escena, estaría en su casa, leyendo o trabajando, abriría la puerta, ella se echaría en sus brazos y se besarían, se besarían…

Shirley se había quedado inmóvil y con la mano que sostenía los gemelos ajustó la ruedecilla para enfocar mejor. Se mordió el labio superior.

—¿Has visto a alguien? —preguntó Joséphine por decir algo.

Shirley no contestó. Parecía absorta en un espectáculo de la sala y sus dedos finos agarraban con fuerza los gemelos. Después los dejó y miró fijamente a Joséphine con expresión extraña, como si no la viese, como si no estuviese sentada a su lado. Esa mirada incomodó a Joséphine, que se movió en el asiento preguntándose qué mosca había picado a su amiga.

—Oye, Jo… —soltó Shirley buscando las palabras adecuadas—. ¿No tienes calor?

—¿Estás loca? ¡Pero si aquí casi no hay calefacción! ¡Y hace un rato te morías de frío!

Shirley se quitó la estola de cachemira de los hombros y se la tendió a Joséphine.

—Podrías llevármela al guardarropa…, ¡me muero de calor!

—Pero… si no necesitas más que ponerla en el respaldo de la silla.

—¡No! Se caería, la pisaría e incluso podría dejármela olvidada. No me lo perdonaría durante el resto de mi vida, es un regalo de mi madre.

—Ah…

—¿Te molesta?

—No…

—Iría yo, pero he localizado a un antiguo… amigo en la sala, y no querría perderle de vista…

¡Ah!, pensó Joséphine, por eso tiene esa mirada extraña. Quiere espiarle, seguirle con los gemelos, y le molesta que yo sea testigo de esa escena. Prefiere alejarme con un pretexto idiota, aun a costa de morirse de frío.

Se levantó, cogió la estola y dedicó una sonrisita de connivencia a Shirley. Una sonrisa que significaba vale, lo he captado. ¡Te dejo sola!

—Y ve al guardarropa de la orquesta —le ordenó Shirley cuando Joséphine se alejaba—. ¡Los otros están siempre abarrotados!

Joséphine obedeció y se dirigió hacia el vestuario de la planta baja. Hombres con prisas y mujeres de labios carmín la empujaron dirigiéndose hacia la sala. Se apartó, buscando con la mirada la cola del guardarropa.

Había varias. Eligió una, dejó la estola de Shirley, cogió el recibo que le dieron y volvió sobre sus pasos.

Arrastraba los pies. Meditando sobre su falta de decisión y de coraje. ¿Por qué no me atrevo? ¿Por qué? Tengo miedo del fantasma de Iris. Tengo miedo de hacer daño al fantasma de Iris…

Se detuvo un instante, reflexionó.

No tenía ni bolso ni abrigo. Tendría que volver al palco, explicarle a Shirley…

Fue entonces cuando…

Se vieron a la vuelta de un pasillo.

Se detuvieron, boquiabiertos.

Bajaron la cabeza como si les hubiesen golpeado en la frente.

Apoyados en la pared, petrificados en el gesto que estaban haciendo. Él acababa de dejar su abrigo en el guardarropa, ella se había metido en el bolsillo el recibo de Shirley.

Ambos interrumpidos en el movimiento fluido y ligero que realizaban un momento antes.

Permanecieron inmóviles bajo la luz de las lámparas de cristal del enorme vestíbulo. Como dos desconocidos. Dos desconocidos que se conocen, pero que no deben encontrarse.

No acercarse. No tocarse.

Lo sabían. La misma frase dictada por la razón, la misma frase repetida cien veces, giraba como un faro de emergencia en su cabeza.

Y les daba un aspecto de maniquíes, un poco rígidos, un poco estúpidos, un poco torpes.

Todo lo que él quería en ese preciso instante, todo lo que ella reclamaba gritando en silencio, era acercarse, extender la mano y tocar al otro.

Estaban frente a frente.

Philippe y Joséphine.

De uno y otro lado un flujo de personas haciendo cola en el guardarropa, hablando alto, riendo fuerte, mascando chicle, leyendo el programa, evocando al fabuloso pianista, los fragmentos que había decidido interpretar…

El uno frente al otro.

Acariciarse con la mirada, hablarse con un lenguaje mudo, sonreírse, reconocerse, decirse ¿eres tú? ¿Eres realmente tú? Si supieras… Dejaban pasar a hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, impacientes y plácidos, y se mantenían, jadeantes de sorpresa, a cada lado del flujo continuo. El concierto iba a comenzar, deprisa, deprisa, dejar el abrigo, deprisa, deprisa, coger el recibo, deprisa, deprisa, encontrar el asiento…

Si supieses cuánto te he esperado…, decía el uno con la mirada ardiente.

Si supieses cuánto te echo de menos…, decía la otra ruborizándose, sin bajar la mirada, sin girar la cabeza.

Y estoy harto de esperarte…

Yo también estoy harta…

Se hablaban sin mover los labios. Sin respirar.

Ya no había cola en el guardarropa y el timbre continuado del teatro indicaba que el concierto iba a empezar. La señora del guardarropa colgaba los últimos abrigos, entregaba los últimos recibos, guardaba unas pieles, un sombrero, un bolso de viaje, cogía un libro y se sentaba en un taburete a esperar el primer entreacto.

El timbre no dejaba de sonar, el teatro se llenaba.

Los últimos rezagados se precipitaban, buscando a la acomodadora, se exasperaban, temiendo perderse los primeros compases, no poder entrar. Se oían puertas que se cerraban y se abrían, el ruido de los asientos que se desplegaban, un murmullo de voces, de toses, de gargantas carraspeando…

Y después no oyeron nada más.

Philippe cogió la mano de Joséphine y la llevó a un rincón del viejo teatro que olía a polvo y al paso de los siglos.

La estrechó tan fuerte contra sí que ella estuvo a punto de perder el aliento, de gritar… Lanzó un suspiro de dolor que cambió inmediatamente por un gemido de placer, la nariz aplastada contra su cuello, los brazos entrelazados en su nuca.

Él la abrazó, la abrazó, atrapó su espalda entre sus brazos para que no se moviese, para que no escapase.

La besaba. Besaba su pelo, besaba su cuello, abría su blusa blanca y besaba sus hombros, ella se dejaba hacer, hundía su boca en su cuello. Le mordisqueaba, le lamía, probaba su piel, reconocía su olor, un olor a especias indias, cerraba los ojos para grabar ese olor para siempre, para guardarlo en un frasco de la memoria, para respirarlo más tarde, más tarde…

Más tarde… el olor de su piel mezclado con el de su colonia, el sabor del cuello de su camisa recién lavada, recién planchada, una barba incipiente que rasca, el pequeño pliegue de la piel sobre el cuello de la camisa…

¿Philippe?, preguntaba acariciando su pelo, ¿Philippe?

Joséphine…, resoplaba él acariciando una zona de su piel, dejando deslizar los dientes sobre el lóbulo de su oreja…

Ella se separaba, decía ¿eres tú? ¿Eres realmente tú? Se alejaba para verle, para reconocer su rostro, sus ojos…

Él la atraía hacia sí.

De pie en aquel recodo sombrío del teatro, de pie sobre el suelo de madera que crujía, borrados por la penumbra, en el anonimato de la oscuridad…

Se picotearon, se devoraron, recuperaron las horas y horas y las semanas y los meses perdidos, se encastraron el uno en el otro, deseando tener diez mil bocas, diez mil manos, diez mil brazos para no volver a soltarse nunca más, nunca más sentirse hambrientos.

El beso de dos hidras voraces.

Insaciables.

¿Por qué? ¿Por qué?, decía Philippe separando el pelo de Joséphine para atrapar su mirada. ¿Por qué ese silencio, por qué no explicarme nada? ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no lo entiendo? ¿Crees que soy tan estúpido como para pensar eso?

Y su voz se hacía ruda, impaciente, molesta. Y su mano empuñaba la melena de Joséphine para obligarla a levantar la cabeza…

Joséphine bajaba la mirada, bajaba la cabeza, hundía la nariz en su hombro, la hundía hasta sentir el hueso y empujaba, empujaba aún más fuerte para que él callase. Empujaba con la frente, empujaba con los dientes. Cállate, cállate, si hablas volverá el fantasma, nos separará, nos prohibirá…, no debemos invocar a los fantasmas, murmuraba ella frotando la frente, la nariz, la boca contra él.

Cállate, suplicaba, deslizando una pierna entre sus piernas, enrollando la otra alrededor de su cintura, escalando por él, colgándose de él como un niño escala un árbol demasiado alto, un árbol peligroso, un árbol prohibido. Cállate, gemía, cállate… No debemos hablar.

Nada más que mi boca en tu boca, tus dientes comiéndome, tu lengua lamiéndome, aspirándome, y yo abierta, partida en dos, nada más que todo este ruido en nuestros cuerpos y todo este silencio a nuestro alrededor, pero ni una palabra, te lo suplico, sangre, carne, aliento, saliva, suspiros, placer que desborda pero ni una palabra. Las palabras matan, amor mío, las palabras matan… Si dejas pasar una sola palabra entre nuestros labios, entre nuestros alientos, desapareceremos como dos pequeños elfos apasionados…

Joséphine, decía entonces, si supieras, Joséphine, si supieras… Y ella le tapaba la boca con la mano, le amordazaba y él comía la palma de su mano y recobraba el aliento y volvía a decir te espero cada día, te espero cada segundo, cada minuto, cada hora, pienso va a venir, llegará con su cara de poquita cosa, aparecerá ante mí en la terraza de un café cuando no la espere, con los dedos manchados de tinta de periódico, esos dedos que yo limpiaré uno por uno…

Y le lamía los dedos uno por uno.

Y ella sentía que un sol estallaba en su vientre y le abandonaban las fuerzas para mantenerse en pie, sólo tenía fuerzas para agarrarse a él…

Él la retenía entre sus brazos, la estrechaba, ella le respiraba, lo memorizaba para ese tiempo que vendría y que lo separaría de ella.

Amor mío…

Las palabras se escapaban y volaban por los aires. ¡Oh!, exclamaba, sorprendida ante el brote de placer, para después dejar escapar esas palabras amor mío, amor mío…

Él las recibía como una confesión de cómplice agotada y sonreía, sonreía en su boca y la sonrisa se desplegaba, se desplegaba y se convertía en un estandarte desplegado.

Entonces ella escuchó el eco de las palabras que había pronunciado, las retomó, las repitió, las moduló, eres mi amor, eres mi amor por los siglos de los siglos, besó su oreja como se cierra una caja fuerte y se dejó llevar por un impulso que daba paz, que traía la paz, y permanecieron así, abrazados, en la oscuridad, sin moverse, saboreando esas palabras, llenándose de ellas, haciendo de ellas un viático para los días futuros, los días de gran soledad, los días de gran duda, de gran tristeza.

Amor mío, amor mío, canturreaban a media voz enredándose uno en el otro, hundiéndose en ese recodo del teatro para que no les encontrasen, para que no les volviesen a encontrar nunca. Mi amor, cuánto te quiero, en pie y orgulloso; mi amor, cuánto te quiero eternamente; mi amor, cuánto te quiero hasta quemarme viva; mi amor más grande que la vuelta al mundo, más fuerte que el huracán y la tempestad, el siroco y la tramontana, el viento del norte y todos los vientos del este…

Celebraron su amor inventándose palabras, ofreciéndolas al otro, añadiendo palabras aún más grandes, palabras de pan bendito, de maderas exóticas, en tela de chinchilla, en vapores de incienso, palabras y juramentos, los dos mezclados en un rincón del viejo teatro.

Se besaban, se besaban con palabras que les extasiaban, les encadenaban uno al otro…

Después ella posó las dos palmas de las manos sobre su boca para que esa boca se cerrara para siempre y no se evaporaran las palabras…

Después él le metió un dedo en la boca y lo cubrió con la saliva de todas esas palabras de amor que había pronunciado para no perjurar nunca…

Las dos palmas de las manos de ella sobre la boca de él…

Su dedo escribiendo sobre los labios de ella…

Era su juramento. Su talismán.

Oyeron el ruido de las butacas desplegándose, ruidos de conversaciones, de pasos que se acercan…

El entreacto.

Se separaron despacio, lentamente, fueron hacia la escalera, él se pasó una mano por el pelo para alisarlo, ella tiró de su chaqueta para ajustarla, se miraron por última vez con ardor, triunfantes, dejaron pasar a la gente, dos cuerpos que forman una barrera, que se separan suavemente, a su pesar…

Ahora ya no tendrían miedo. Se habían convertido en el bizarro caballero y su dama que iban a separarse para encontrarse un día, no sabían cuándo, no sabían cómo…

Partieron cada uno por su lado con la huella del otro impresa en el cuerpo.

Es maravilloso cuando empieza un amor, se dijo Joséphine, y nosotros no acabamos nunca de empezar…

Caminaron así, la cabeza vuelta hacia el otro, para no dejar de mirarse hasta el último momento…

Shirley esperaba en su sitio. Observó los ojos brillantes de Joséphine, las mejillas enrojecidas y esbozó una sonrisa imperceptible.

Juzgó que era preferible callar. Un resplandor malicioso brilló en su mirada que no hacía preguntas.

Joséphine se sentó. Apoyó las dos manos en los brazos de la butaca para ocupar su sitio en la vida real. Manoseó los pompones rojos. Pensó. Tomó la mano de su amiga, y la apretó.

—Gracias, mi amiga adorable. Gracias.

You’re welcome, my dear![22]

Shirley estornudó varias veces.

—Me estoy muriendo…

Y añadió:

—¡Y tú no estarás aquí para cuidarme!

* * *