Hay personas con quienes pasamos gran parte de la vida y que no aportan nada. No te iluminan, no te nutren, no te dan impulso alguno. Puede uno dar gracias de que no te destruyan a fuego lento colgándose de tu cuello y chupándote la sangre.
Y después…
Están los que uno se cruza, los que apenas conocemos, los que te dicen una palabra, una frase, te conceden un minuto, media hora, y cambian el curso de tu vida. No esperabas nada de ellos, apenas les conocías, y llegabas, completamente despreocupado, o despreocupada, a la cita y sin embargo, cuando te despides de ellos, de esas personas asombrosas, descubres que han abierto una puerta dentro de ti, que han activado un paracaídas, iniciando ese maravilloso movimiento que es el deseo, movimiento que te llevará más allá de ti mismo y te asombrará. Dejarás de ser irrisorio para siempre, bailarás sobre la acera lanzando destellos y tus manos rozarán el cielo…
Fue lo que, ese día, le pasó a Joséphine.
Se había citado con su editor, Gaston Serrurier.
Le conocía poco. Hablaban por teléfono. Él activaba el altavoz para poder hacer varias cosas a la vez; ella le oía abrir cartas o cajones mientras hablaba. Le informaba sobre las cifras de ventas, se refería a la edición de bolsillo, a la película que no se rodaba. Los americanos, se lamentaba, ¡los americanos! Prometen mucho y no dan nada. Nunca se puede contar con ellos… ¡Pero yo estaré siempre a su lado, Joséphine! Ella dejaba de oírle, debía de haberse agachado para recoger un bolígrafo o un clip, un contrato o una agenda.
Gaston Serrurier.
Era un conocido de Iris. Fue en su presencia cuando una noche, durante una de esas cenas parisinas donde todos se inflan y se pavonean, Iris había soltado estoy escribiendo un libro… y Gaston Serrurier, que acechaba las conversaciones, Gaston Serrurier, que observaba con una distancia áspera y lisa a la vez ese pequeño universo parisino que se ilumina a la luz de las velas creyéndose el faro del universo, Gastón Serrurier había recogido el guante lanzado por Iris y había pedido ver…
El manuscrito.
Ver si no era otra proclama de salón, la diversión de una marquesita atolondrada que se aburre, mientras su adinerado marido llena la caja familiar.
Y así nació Una reina tan humilde. Manuscrito entregado a Gaston Serrurier por Iris Dupin. Leído, aprobado, publicado y vendido por centenares de miles de ejemplares. Una prueba convertida en golpe maestro.
De la noche a la mañana, Iris Dupin se había convertido en la reina de los salones, en la reina de las cadenas de televisión, en la reina de las revistas. Se decía de ella que era una nueva estrella en el firmamento de las letras. Le preguntaban por su peinado, por las confituras que no hacía, por sus autores preferidos, por su crema de día, su crema de noche, su primer amor, ¿y el papel de Dios? La invitaban a la feria del chocolate, a la del automóvil, a los desfiles de Christian Lacroix, a los estrenos cinematográficos.
Y después llegó el escándalo, la usurpadora fue desenmascarada y la tímida hermana recuperó sus derechos de autor.
Gaston Serrurier había seguido todo el asunto con la mirada fría del conocedor de las costumbres parisinas. Divirtiéndose. Sorprendiéndose apenas.
Cuando se enteró de la muerte violenta de Iris Dupin en el bosque de Compiègne, ni siquiera pestañeó. ¿Hasta dónde estaban dispuestas a llegar ciertas mujeres para obtener sensaciones nuevas? Mujeres que provocan al destino como quien lanza fichas sobre el tapete verde de un casino. Mujeres que bostezan y se inventan historias con el primer presumido que les calienta la sangre.
Era la dulzura de la hermana pequeña lo que le intrigaba…
¿De dónde procedía esa imaginación inagotable? No sólo de sus fuentes históricas. A él que no le vinieran con historias. Había escenas de amor en Una reina tan humilde que anunciaban de forma precisa la muerte de la hermosa Iris Dupin. Los verdaderos escritores tienen presentimientos trágicos. Los verdaderos escritores van por delante en la vida. Y esa mujercita modesta, esa Joséphine Cortès, era, sin saberlo, una escritora. Había adivinado el destino de su hermana. Era esa contradicción entre la mujer y la autora lo que iluminaba la mirada fría y hastiada de Gaston Serrurier con un destello de interés.
La había citado en un restaurante especializado en pescado, en el bulevar Raspail, ¿le gusta a usted el pescado? Pues me alegro, porque donde la voy a llevar sólo sirven pescado… Entonces quedamos el lunes, a la una y cuarto.
Joséphine había llegado a la una y cuarto en punto. Es usted la primera, le advirtió el camarero antes de conducirla a la amplia mesa cubierta por un mantel blanco. Un pequeño ramo de anémonas proyectaba una sombra de timidez sobre la mesa elegantemente dispuesta.
Se quitó el abrigo. Se sentó a la mesa y esperó.
Dejó vagar la mirada en derredor e intentó reconocer a los clientes habituales. Los clientes habituales llamaban al camarero por su nombre y preguntaban cuáles eran los platos del día antes de sentarse, los nuevos se mantenían rígidos y artificiales, dejaban que los camareros les acomodasen sin decir palabra y tiraban la servilleta al desplegarla. Los habituales dejaban caer todo su peso en el asiento extendiendo los brazos, mientras que los nuevos permanecían rígidos, silenciosos, intimidados por la abundancia de la vajilla y la prestancia atenta del personal.
Consultó varias veces la hora en su reloj y se sorprendió suspirando. También es culpa tuya, se dijo, en París la gente nunca llega puntual, conviene retrasarse un poco. Siempre. Te comportas como una tonta.
Él llegó por fin a las dos menos cuarto. Entró en el restaurante como un torbellino mientras hablaba por el móvil. Le preguntó si le había esperado mucho rato. Respondió a su interlocutor al teléfono que ni hablar. Ella balbuceó que no, que acababa de llegar, él contestó que mejor. Que detestaba hacer esperar a la gente, pero que le había retenido uno de esos pesados de los que uno no puede librarse. Hizo el gesto de sacudirse la manga para deshacerse del incordio, y ella se esforzó en sonreír. Se quedó mirando la manga fijamente y pensó, sin poder evitarlo, quizás un día yo ocupe el lugar de ese pesado. Él apagó el teléfono, lanzó una ojeada rápida a la carta que conocía de memoria y pidió especificando «como de costumbre». Ella había tenido todo el tiempo del mundo para estudiar los platos y anunció en voz baja lo que quería. Él la felicitó por su elección y ella se ruborizó.
Después él desplegó su servilleta, cogió el cuchillo, un trozo de baguette, un poco de mantequilla y preguntó:
—¿A qué se dedica usted en este momento?
—Acabo de presentarme al HDI… He aprobado con la felicitación del tribunal.
—¡Estupendo! ¿Y eso qué es?
—El diploma universitario de mayor nivel que existe en Francia…
—Me deja impresionado —dijo haciendo una seña al camarero para que le trajera la carta de vinos—. Bebe usted vino, ¿verdad?
Ella no se atrevió a decir que no.
Él habló con el camarero, se enfadó porque no tenían el vino de costumbre, pidió un Puligny-Montrachet 2005, un año excepcional, precisó mirándola por encima de las gafas de leer, cerró la carta de golpe, suspiró, se las quitó, alargó un brazo hacia la mantequilla y se sirvió una segunda rebanada mientras preguntaba:
—Y ahora… ¿Qué piensa hacer usted?
—Es complicado… Yo…
Sonó su móvil, exclamó contrariado ¡pero si creía que lo había apagado! ¿Me permite? Ella asintió con la cabeza. Él adoptó una expresión preocupada, dijo algunas palabras y colgó verificando que, esta vez, lo había apagado bien.
—¿Qué me decía?
—… que he aprobado el HDI con las felicitaciones del tribunal y pensaba que conseguiría un puesto en la universidad… O que me convertiría en directora de investigación en el CNRS… Tenía muchas ganas… He trabajado toda mi vida para llegar a eso…
—¿Y no lo ha conseguido?
—Lo cierto es que…, después del veredicto del tribunal, hay que esperar las conclusiones de un informe en el que sus miembros ponen por escrito todas las reflexiones que no se han atrevido a decirte a la cara…
—Una estrategia de hipócritas, en resumen.
Joséphine se encogió de hombros con gesto de resignación.
—Y de hecho, el destino depende de ese informe…
Se secó las manos húmedas en la servilleta y notó que sus orejas enrojecían.
—Y así he sabido…, ¡bueno!, directamente no, claro… He sabido por un colega que no debía hacerme ilusiones, que no me darían ningún ascenso, que yo no necesito un puesto de prestigio ni un aumento de sueldo, y que voy a seguir siendo una simple investigadora durante el resto de mi vida…
—¿Y por qué? —preguntó Gaston Serrurier levantando una ceja con extrañeza.
—Porque… No me lo han dicho así pero la conclusión es la misma… Porque he ganado mucho dinero con mi novela… y han decidido que hay otros con más méritos que yo…, así que prácticamente estoy en el punto de partida.
—Y está indignada, supongo…
—Sobre todo me siento herida… Pensaba que pertenecía a una familia, creía que había demostrado lo que valgo y me veo rechazada por culpa de un éxito excesivo con un tema que…, sin embargo…
Suspiró para reprimir unas lágrimas intempestivas.
—… ellos deberían alegrarse de que al público le apasione la historia de Florine… Ha sido todo lo contrario.
—¡Es perfecto! ¡Perfecto! —exclamó Gaston Serrurier—. ¡Agradézcaselo usted de mi parte!
Joséphine le miró extrañada y se tapó discretamente las orejas con las manos, para impedir que ardieran.
—Es la primera vez que hablo de esto, ¿sabe? Ni siquiera quería pensar en ello. No se lo he dicho a nadie. Ha sido tan violento enterarme… Todos estos años de trabajo y… ¡que me desprecien!
Empezaba a temblarle la voz, y se mordió el labio superior.
—Pues es perfecto, ¡porque así podrá trabajar para mí! Y sólo para mí…
—Ah —exclamó Joséphine, sorprendida, preguntándose si estaba pensando montar un departamento de historia medieval en su editorial.
—Porque tiene usted un don en sus manos…
Su mirada se había vuelto fija, insistente. El camarero acababa de dejar sobre la mesa una ensalada de calamares fritos y un carpaccio de lubina y salmón. Serrurier miró un momento el plato con expresión irritada y cogió los cubiertos.
—Un don para escribir, para contar historias… Para saber qué le interesará a la gente, convirtiéndolas a su vez en interesantes, y enseñándole un montón de cosas, no sólo históricas. Tiene usted un tesoro, el único problema es que no lo sabe, no tiene la menor idea de lo que vale.
Sus ojos, clavados en Joséphine, la habían aislado, como enfocándola con un proyector, con un haz de luz. Ya no era el hombre apresurado que había entrado en el restaurante empujando a los camareros, el hombre que se enfadaba al pedir el vino, el hombre que refunfuñaba mientras se colocaba la servilleta, el hombre que apenas se había disculpado por haberla hecho esperar…
La miraba como a alguien muy valioso.
Y Joséphine se olvidó de todo.
Olvidó la afrenta de sus colegas, olvidó la pena que sentía desde que se había enterado de que la habían marginado, la pena que la dejaba desprovista de cualquier ambición, de cualquier proyecto. Ya no podría abrir un libro de historia, escribir una sola línea sobre el siglo doce, ya no podía imaginarse pasando las horas en una biblioteca. Todo su ser se negaba a seguir siendo la investigadora humilde y trabajadora en arresto domiciliario. Y llegaba este hombre y le devolvía todos los honores. Este hombre decía que tenía talento. Se irguió. Feliz de estar frente a él, feliz de haberle esperado media hora, feliz de que la mirase y la considerase.
—¿No dice usted nada? —preguntó él enfocando el proyector sobre ella.
—Es que…
—No está acostumbrada a que le hagan cumplidos, ¿verdad?
—¿Sabe?, en el ámbito universitario vieron bastante mal que escribiese…, esto…, ese libro… Así que pensaba que…
—¿Que su libro era malo?
—No. No es eso… Pensaba que no era para tanto, que era un malentendido.
—¡Un malentendido del que se han vendido quinientos mil ejemplares! Ya me gustaría tener un malentendido de estos todos los años… ¡Esta ensalada de calamares no es nada del otro mundo! —le dijo al camarero que cambiaba los platos—. ¿Ahora se burlan ustedes de la clientela? ¡Pues sí que estamos bien! ¡Yo me preocuparía si estuviese en su lugar!
El camarero se marchó con aire contrito.
Serrurier esbozó una sonrisita satisfecha y volvió a Joséphine.
—¿Y su familia?
—¡Oh! Mi familia…
—¿No están orgullosos de usted?
Ella soltó una risita incómoda.
—No mucho…
Él se echó hacia atrás para mirarla atentamente.
—Pero ¿cómo lo hace?
—¿Cómo hago qué?
—Para vivir, simplemente. Quiero decir…, si nadie le dice que es formidable, de dónde saca la energía para…
—Es que… estoy acostumbrada… Siempre ha sido así…
—No la tienen en cuenta para nada.
Ella levantó los ojos hacia él, maravillada, con un gesto que preguntaba ¿cómo lo sabe?
—Y ahora que su hermana ha muerto aún más… Se dice usted que no tiene derecho a vivir, ni derecho a escribir, ni derecho a respirar… Que no vale nada y, a lo mejor, ¡que fue realmente ella la que escribió el libro!
—¡Oh, no! Sé que fui yo.
Él la miró sonriendo.
—Escúcheme… ¿Sabe lo que va a hacer?
Joséphine negó con la cabeza.
—Va usted a escribir… Otro libro. Primero porque pronto se quedará sin dinero. El dinero de un libro no es eterno… No he mirado sus cuentas antes de venir, pero estoy seguro de que no le queda gran cosa… Se ha metido en muchos gastos al comprar su piso…
Y todo empezó a tambalearse.
La mesa, el decorado perfecto, los manteles blancos, los ramos de anémonas, los camareros apresurados, todo desapareció tras un relámpago blanco y sintió vértigo. Sola en un campo devastado. Notó cómo transpiraba, transpiraba desde la raíz del pelo… Lanzó una mirada de socorro a Serrurier.
—No, no se preocupe… No está totalmente arruinada, pero su crédito con nosotros ha mermado un poco. ¿No mira usted sus cuentas?
—No sé mucho de eso…
—Bueno…, vamos a hacer un pacto los dos: usted me escribe un libro y yo pago sus facturas. ¿De acuerdo?
—Pero es que…
—Tampoco debe de gastar grandes fortunas. No va a salirme cara…
—…
—No tiene aspecto de ser una mujer de gustos lujosos. ¡Incluso lo contrario! Hay que sacar pecho para hacerse respetar… Y usted no saca pecho en absoluto. Debe de ser de esas que tienen miedo de hacer sombra a una sombra…
El camarero tosió para poder dejar los dos platos que llevaba sobre el brazo. Serrurier se apartó y pidió agua mineral.
—¡No va a dejarse pisotear toda la vida! ¿No está usted harta? ¿A qué espera para reclamar el lugar que le corresponde?
—Es por Iris… Desde que ella…
—Murió. ¿Es eso?
Joséphine se retorció en su asiento.
—Desde que murió se pasa usted la vida flagelándose y prohibiéndose vivirla.
—…
—Pues bien… ¡Es usted tonta!
Joséphine sonrió.
—¿Por qué sonríe? Debería insultarme por haberla tratado de tonta…
—No es eso… Hace mucho tiempo que pienso eso de mí: tonta y blandengue… Pero he mejorado, ¿sabe?, he hecho progresos.
—Eso espero. Se necesita un poco de amor propio para avanzar y yo quiero que me escriba un libro. Un buen libro lleno de cosas de la vida… como el primero…, pero no está obligada a quedarse en el siglo doce. Cambie un poco, ¡si no estará condenada a la novela histórica y se aburrirá como una ostra! Y estoy siendo amable… ¡No! Escríbame una novela contemporánea con mujeres, niños, maridos que engañan a sus mujeres y que son cornudos, mujeres que lloran y que ríen, una hermosa historia de amor, una traición, ¡la vida, en resumen! ¿Sabe?, son tiempos duros y la gente tiene ganas de distraerse… Usted sabe contar historias. La novela de Florine estaba muy bien para ser un primer intento, ¡bravo!
—No era eso lo que pretendía.
La fulminó con la mirada.
—Eso es exactamente lo que debe usted prohibirse decir a partir de ahora. ¡Por supuesto que era eso lo que pretendía! Ese libro no surgió de la nada…
Chasqueó los dedos en el aire.
—Trabajó duro, construyó una historia, escribió los diálogos, imaginó giros argumentales, ¡aquello no surgió solo! ¡Deje de disculparse continuamente! Llega a cansar, ¿sabe?… Le dan a uno ganas de zarandearla de pies a cabeza.
Se calmó, pidió dos cafés, toma usted café, ¿verdad? Entonces dos cafés, ¡uno de ellos muy cargado! Sacó un gran puro que olisqueó e hizo girar entre los dedos antes de encenderlo y añadió:
—Lo sé, ya no se puede fumar en los restaurantes. Excepto yo. A la mierda las leyes. ¿Sabe usted, Joséphine? La escritura, contrariamente a lo que piensa mucha gente, no es una terapia…, no cura nada. Nada de nada. Pero es una revancha contra el destino y usted, si no me equivoco, tiene que tomarse una revancha de las grandes.
—No sé…
—Que sí, piense un poco y lo descubrirá… Escribir es agarrar el sufrimiento, mirarlo de frente y clavarlo en una cruz. Y después, qué importa si nos curamos o no, hemos conseguido nuestra revancha… Hemos hecho algo con todo ese dolor y algo que, a veces, nos permite vivir o revivir, según cada cual…
—No estoy segura de haberlo entendido…
—Encuentre un tema que le inspire y escriba. Vacíese… ¡Suelte toda su pena, todo su dolor y clávelos en la cruz! Atrévase a respirar otra vez, ¡a vivir otra vez! Es usted como un pajarito al borde del nido que bate las alas y no se atreve a volar. Y sin embargo ya lo ha demostrado, ¿a qué espera entonces?
Joséphine sintió ganas de decir… a comer todos los días con alguien como usted, pero no dijo nada.
—La gente está harta —prosiguió Serrurier—, está cansada, cuénteles historias… Historias que les animen a levantarse por la mañana, a coger el metro y a volver a sus casas por la noche. Reinvente a los juglares de antaño, los cuentos de Las mil y una noches. Vamos…
—¡Pero si no tengo historias que contar!
—¡Eso es lo que usted se cree! Tiene usted miles de historias en la cabeza y no lo sabe. La gente tímida, los pobres, los desconocidos tienen siempre miles de historias en la cabeza porque son sensibles, porque todo les afecta, todo les hiere, y de esas lesiones, de esas heridas, surgen emociones, personajes, situaciones… Por eso es tan difícil la vida de escritor, porque se sufre continuamente… Créame, ¡es mejor ser editor!
Esbozó una amplia sonrisa con el puro entre los dientes. Cogió su café de las manos del camarero mientras le preguntaba cómo conseguía conservar el trabajo con lo torpe que era, ¡nunca he visto un camarero tan zoquete!
—¿Y mis cuentas? —preguntó Joséphine que sentía cómo el pánico la invadía de nuevo.
—¡Olvídese de sus cuentas y trabaje! Del dinero me ocupo yo… ¡Dígase que a partir de hoy ya no estará sola con sus dudas y angustias, y relájese! ¡Relájese! ¡De lo contrario le arrancaré las tripas!
Joséphine tuvo ganas de abrazarle, pero se contuvo y recibió sin decir nada la espesa humareda del cigarro, que la hizo toser y borró su sonrisa celestial.
Ese día, Joséphine esperó a que Zoé estuviese acostada, y fue a instalarse en el balcón. Se había puesto los calcetines gruesos de lana que había comprado en Topshop por orden de Hortense, que le había asegurado que eran los mejores del mundo. Unos calcetines gruesos que le llegaban a las rodillas. Un pijama, un jersey gordo y su edredón.
Y una infusión de tomillo con una cucharada de miel.
Se instaló en el balcón de las estrellas.
Escuchó la noche fría de diciembre, el ruido de una motocicleta a lo lejos, el silbido del viento, la alarma de un coche que se dispara, un perro que ladra…
Levantó el rostro hacia el cielo. Localizó la Osa Mayor y Menor, la Cabellera de Berenice, la Flecha y el Delfín, el Cisne y la Jirafa…
No había hablado con las estrellas desde hacía mucho tiempo.
Empezó por darles las gracias.
Les agradeció la comida con Serrurier. Gracias, gracias. No lo he entendido todo, no lo recuerdo todo, pero tengo ganas de abrazarme al tronco de los castaños, de escalar los semáforos, de atrapar trozos de cielo.
Bebió un sorbo de tomillo, se puso un poco de miel bajo la lengua. ¿Qué fue lo que dijo él? ¿Qué dijo? Aquello la impulsaba a calzarse las botas de siete leguas…
Escucha, papá, escucha…
Me dijo que tenía talento, que iba a escribir un nuevo libro.
Me dijo que conseguiría clavar mi sufrimiento en la cruz y mirarlo de frente.
Me dijo que debía atreverme. Olvidar que mi hermana y mi madre me habían cortado las alas. Me habían reducido a la mínima expresión.
Me dijo que eso se había terminado.
¡Nunca más, nunca más!, prometió mirando a las estrellas por primera vez desde hacía meses.
Soy una escritora, soy una escritora formidable y digna de escribir. Ya no pensaré más que todo el mundo es mejor que yo, más inteligente, más brillante y que yo soy poquita cosa… Voy a escribir otro libro.
Sola. Como escribí Una reina tan humilde. Con mis propias palabras. Mis palabras cotidianas que no se parecen a las de nadie. También me dijo eso.
Buscó con la mirada la estrellita, su estrellita al final de la Cacerola, para ver si había vuelto, si se dignaría a brillar para decirle que la recibía alto y claro.
Porque, mira, papá, si yo no soy capaz de estar orgullosa de mí, ¿quién lo será?
Nadie.
Si no tengo confianza en mí misma, ¿quién tendrá confianza en mí?
Nadie.
Y me pasaré la vida pegándome tortazos…
Pegarse tortazos constantemente no es un objetivo que debamos tener en la vida.
Ya no quiero que me traten de tonta y no quiero considerarme a mí misma como algo insignificante.
Ya no quiero obedecer a un jefe. A Iris, a Antoine, a las instancias del CNRS, a los colegas de la facultad.
Quiero tomarme en serio. Confiar en mí.
Hago la solemne promesa de seguir en pie y avanzar.
Miró durante un buen rato las estrellas, pero ninguna parpadeaba.
Pidió ayuda para empezar el libro.
Prometió que abriría de par en par la mente, los ojos y los oídos para recibir la más mínima idea que pasara por allí.
Volvió a decir ¡eh, estrellas! Enviadme lo que necesito para avanzar. Enviadme las herramientas adecuadas y os prometo utilizarlas correctamente.
Miraba a lo lejos los edificios detrás de los árboles. En algunos salones habían puesto árboles de Navidad. Brillaban como linternas multicolores. Miró fijamente las luces hasta que se pusieron a temblar y a formar guirnaldas.
Los tejados grises inclinados, los árboles altos y negros, las fachadas regulares, sin saber por qué, todo le decía que vivía en París y que era feliz. Era como un amor incurable y secreto.
Iba a ocupar su lugar, era feliz.
E iba a escribir un libro.
Sintió una especie de explosión de alegría interior.
Llovía alegría en su corazón. Oleadas de alegría, torrentes de paz, diluvios de fuerza. Se echó a reír en la oscuridad y se arrebujó con el edredón para no salpicarse.
Entonces supo que había vuelto a encontrar a su padre. No brillaba al final de una cacerola en el cielo, sino que vertía cubos de felicidad en su corazón.
Una inundación de felicidad.
Eran las dos de la mañana. Sintió ganas de llamar a Shirley.
Llamó a Shirley.
—¿Cuándo vienes a Londres?
—Mañana —dijo Joséphine—. Iré mañana.
Mañana era viernes. Zoé iba a pasar la semana en casa de Emma para estudiar. Joséphine pensaba quedarse en casa, limpiar y planchar. Iphigénie había dejado una cesta llena de ropa para planchar.
—¿De verdad? —se extrañó Shirley.
—De verdad… ¡Y firmo mis palabras en un billete de Eurostar!
* * *