Cada mañana, cuando la luz del día se asomaba tras las cortinas, Henriette Grobz se incorporaba en la cama, ponía la radio, escuchaba las últimas cotizaciones de las bolsas asiáticas y se lamentaba. ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!, repetía estremeciéndose en su largo camisón. Sus ahorros se volatilizaban como cenizas al viento y volvía a verse, de pequeña, en la cocina de la vieja granja del Jura frotando sus gruesos zapatos uno contra otro para despertar los pies agarrotados, mientras su madre se secaba las manos agrietadas en un delantal gris. La miseria sólo es hermosa en los libros que mienten. La miseria significa agujeros, harapos y deforma las articulaciones. Contemplando las manos deformes de su madre se había jurado no ser pobre. Se había casado con Lucien Plissonnier, y después con Marcel Grobz. El primero le había aportado un desahogo honesto, el segundo la opulencia. Ella se creía definitivamente protegida cuando Josiane Lambert le había robado a su marido. Y aunque con el divorcio Marcel Grobz se había mostrado generoso, ella seguía teniendo la impresión de que la habían despojado. Un verdadero striptease.
¡Y ahora se hundía la Bolsa!
Acabaría en la calle, descalza y en camisón. Sin poder recurrir a nadie. Iris la había dejado —se santiguó rápidamente—, y Joséphine…
A Joséphine… era mejor olvidarla.
Le esperaba una vejez de privaciones. ¿Qué he hecho yo para merecer este castigo?, se preguntó juntando las manos y mirando al Cristo crucificado sobre la cama. He sido una mujer ejemplar, una buena madre. Y he sido castigada. El boj de la cruz estaba amarillento y reseco. ¿Cuántos años tiene?, se dijo apuntando el mentón hacia el Mesías. Es de la época en la que yo nadaba en la abundancia a todas horas. Y volvió a la carga con sus lamentaciones.
Compraba toda la prensa económica. Escuchaba los programas de la BFM. Leía y releía informes de eminentes especialistas. Bajaba al cuarto de la portera, sobornaba a su único hijo, Kevin, un chico de doce años, gordo y feo, para que le buscase en Google las tendencias de última hora de los institutos financieros. Él le facturaba un euro por conectarse, y un euro cada diez minutos y, al final, veinte céntimos por página impresa… Ella callaba y se plegaba a las exigencias de ese niñato mantecoso que la miraba fijamente balanceándose en su silla giratoria, y jugueteando con una goma entre el pulgar y el índice. Con eso producía un ruido de sierra ondulante que modulaba con los dientes. Henriette se esforzaba en sonreír para no perder la compostura mientras planeaba oscuras venganzas. Era difícil decidir qué era más desagradable: observar los manejos del niño gordo y codicioso, o la fría cólera de la adusta Henriette. El enfrentamiento entre esos dos, aunque fuese tozudamente mudo, mostraba una franca hostilidad por una parte y una crueldad sutil por la otra.
Henriette buscó a tientas sobre la cama el último texto impreso por Kevin. El alarmante informe de un instituto europeo. Según algunos especialistas, el mercado inmobiliario se hundiría, el precio del petróleo se dispararía, así como el del gas, el agua, la electricidad y las materias primas alimenticias, y millones de franceses se arruinarían en los próximos cuatro años. «¡Y usted podría formar parte de ellos!», concluía la carta. Un único valor refugio, pensó Henriette, ¡el oro! Necesitaba oro. Echarle el guante a una mina de oro.
Gimió levemente bajo las sábanas. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¡Dios mío, ayúdame! Tosió, se lamentó, maldijo a Marcel Grobz y a su fulana, gimoteó que él la había abandonado, sin dejarle más que sus lágrimas para llorar y la obligación de arreglárselas sola sin ser demasiado escrupulosa sobre el modo de salir del apuro. ¡Y sobre todo que no le pidan que sea comprensiva con las desgracias de los demás!
Para vencer el frenesí que sentía crecer en su interior, debía afrontar la jornada de pie. Se enfundó su echarpe con flecos y sacó dos pálidas piernas de entre las sábanas.
Miró por la ventana para ver si el mendigo ciego al que tenía la costumbre de sisar había vuelto al pie de su edificio, no le vio, y dedujo que había cambiado de sitio definitivamente, asqueado por los pobres ingresos que recogía en su sombrero. ¿Quizás debería haberle desvalijado con menos fogosidad?, se dijo introduciendo los pies largos y huesudos en unas zapatillas descoloridas.
Arrastró los pies hasta la cocina, encendió el gas, puso leche a calentar para prepararse una taza de Ricoré, cortó una rebanada de baguette y la untó con margarina y con el contenido de una muestra de confitura de las que se llevaba de los carritos de los hoteles. Era una nueva estrategia: se colaba en los hoteles de lujo a la hora que hacían las habitaciones —cuando las camareras dejaban las puertas completamente abiertas para ir y venir a su antojo—, subía a las plantas de las habitaciones y, deslizándose como una sombra a lo largo de las paredes, llenaba su gran bolso de diversos artículos, que iban desde el jaboncito perfumado hasta los botecitos de miel y confitura. A veces se marchaba con restos de foie gras, costillas de cordero medio roídas, panecillos tostados o restos de botellas de vino o de champaña abandonadas en las bandejas colocadas en el suelo delante de las habitaciones. Le gustaban esas rapiñas furtivas que le producían una sensación de vivir peligrosamente mientras arañaba algo de lujo.
Observó la cacerola de leche con sus viejos ojos vidriosos y su rostro ajado se cubrió con un velo de reflexión que le endulzó las facciones. Esa mujer, antaño, debió de ser hermosa. Flotaban en ella restos de elegancia y feminidad, y uno tenía derecho a preguntarse qué mal la había roído para que se hubiese vuelto tan dura y árida. ¿Había sido la avaricia, el orgullo, la codicia o la simple vanidad de quien se cree una triunfadora y renuncia a añadir adornos y sensibilidad a su persona? ¿Para qué maquillar el corazón y el rostro cuando una se cree intocable y todopoderosa? ¡Al contrario! Das órdenes, pones mala cara, gritas, decides, humillas y echas con un gesto al inoportuno. No temes a nadie porque el futuro está asegurado.
Hasta el día en que…
Las cartas cambian de manos, y la pequeña secretaria humillada se hace con los cuatro ases de su jefa.
Esa mañana, tras haber saboreado su media baguette, Henriette Grobz decidió ir a recogerse en la calma de una iglesia para hacer balance. El mundo iba derecho al cataclismo, vale, pero ella no tenía la intención de acompañarle. Tenía que pensar en el mejor medio de librarse de una quiebra general.
Se lavó como se lava un gato, cubrió de polvo blanco su rostro fino y alargado, colocó una espesa capa de carmín sobre sus escasos labios, cubrió con un amplio sombrero su triste moño, clavó una aguja para sostener el tocado en su lugar, hizo una mueca al mirarse al espejo y repitió varias veces ¡no está de moda envejecer, querida! Buscó sus guantes de piel de cabrito, los encontró y cerró la puerta con dos vueltas de llave.
Tenía que pensar. Inventar. Amañar. Meditar.
Y para eso no había nada mejor que el silencio de la iglesia de Saint-Étienne, no lejos de su casa. Le gustaba el recogimiento de las iglesias. La atmósfera perfumada de incienso frío de la capilla de la Virgen María entrando a la derecha, que le ayudaba a perpetrar el mal mientras reclamaba el perdón de Dios. Se arrodilló en el frío suelo, inclinó la cabeza y murmuró una oración. Gracias, Señor Jesús, por Tu misericordia, gracias por comprender que debo vivir y sobrevivir, bendice mis proyectos y mis planes, y perdona el mal que voy a hacer, es por una buena causa. La mía.
Se levantó y se sentó en una silla de paja de la primera fila.
Así, en medio de las llamas temblorosas de los cirios y el silencio roto por los escasos ruidos de pasos, miró fijamente el manto azul de la Virgen María y planeó su próxima venganza.
Había firmado los papeles del divorcio. Sea. Marcel Grobz se mostraba magnánimo. Era un hecho. Ella conservaba su apellido, el piso y una confortable pensión mensual. Lo reconocía… Pero lo que cualquiera hubiese bautizado con los dulces nombres de bondad y generosidad, Henriette Grobz lo calificaba de limosna, miseria, menosprecio. Cada palabra sonaba como una afrenta. Murmuraba en voz baja simulando que rezaba. Incómoda en la silla, que crujía bajo su peso, no podía evitar mostrar su acritud ni esbozar frases como vivo en un cuchitril, mientras él se amanceba en un palacio, estrujando las cuentas del rosario. De vez en cuando, le venían a la cabeza los fantásticos beneficios de Casamia, la empresa que Marcel Grobz había levantado a base de trabajo duro, y hundía el rostro entre las manos para ahogar la rabia. Las cifras bailaban ante sus ojos y se exasperaba por no tener ya derecho a ellos. ¡Cuando puse tanto de mi parte! ¡Sin mí no sería nada, nada! ¡Estoy en mi derecho, estoy en mi derecho!
Creyó conseguir sus fines contratando los maleficios de Chérubine[19]. Había estado muy cerca de conseguir sus propósitos, pero no podía más que constatar su fracaso. Tenía que encontrar otra estratagema. No tenía tiempo que perder. Existía una solución, lo sabía. Marcel Grobz, distraído por su felicidad conyugal, cometería pronto algún error.
Alejar la cólera, elaborar una estrategia, adoptar la expresión de una niña que hace la primera comunión, poner en marcha mi plan, recitó mirando el cuadro que tenía enfrente y que representaba la traición de Judas en el monte de los Olivos y la detención de Jesús.
Cada vez que se sentaba en la capilla de la Virgen María, Henriette Grobz terminaba levantando la cabeza y contemplando el inmenso fresco que describía el primer episodio de la Pasión de Cristo, el momento en que Judas se acerca para besar la mejilla de su Señor. Tras él: soldados romanos dispuestos a detener a Cristo. Al asistir al inicio de ese drama fundacional de la cristiandad, Henriette se sentía invadida por un sentimiento extraño, mezcla de piedad, de terror y de una especie de gozo. El alma negra de Judas se introducía en la suya y le presentaba el pecado como una fruta madura y apetitosa, de colores rojizos. Se fijaba en el rostro rubio, bonachón, definitivamente bastante soso de Cristo, y después miraba a Judas, su nariz larga y fina, su mirada oscura, su barba espesa, su túnica roja. Parecía orgulloso y ella sospechaba que el pintor había sucumbido a la misma debilidad culpable por ese hombre sutil, venenoso, criminal.
La virtud puede ser tan aburrida…
Pensó en su hija, Joséphine, que siempre le había irritado por su actitud de monjita devota, y lamentó una vez más la desaparición de Iris, carne de su carne, su verdadera hija… Una auténtica mina de oro.
Besó el rosario y rezó por el descanso de su alma.
Tengo que encontrar un ardid, susurró acariciando con la mirada los pies largos y delgados de Judas que sobresalían del manto rojo. Ayúdame, Judas el tenebroso, ayúdame a ganar, yo también, una bolsa llena de sestercios. Ya lo sabes, el vicio necesita más imaginación, más inteligencia que la virtud, que es tonta hasta decir basta, dame una idea y rogaré por la salvación de tu alma.
Oyó los pasos del cura que se dirigía a la sacristía y se persignó precipitadamente, consciente de haber sucumbido a un mal pensamiento. Quizás debí confesarme, pensó mordiéndose los labios. Dios perdona todos los pecados y debe comprender mi cólera. ¡Al fin y al cabo, Él no era un angelito! Hablaba mal a su madre y atacaba a los mercaderes del Templo. Sufro una cólera santa, eso es todo, Marcel me ha robado, despojado y yo reclamo venganza. Que se me restituya lo que me pertenece. Dios mío, Te prometo que no hago más que reclamar mis bienes. Mi venganza no excederá el pago de las deudas de Marcel para conmigo. Al final es poca cosa…
Visitar esa pequeña capilla la reconfortaba. Se sentía segura en aquella fría oscuridad. Pronto tendría una idea. De un día para otro, una estratagema podría cambiar su posición y hacer de ella una mujer interesante.
Inclinó la cabeza cuando pasó el cura, adoptó la expresión mortecina de una mujer que sufre mucho y volvió a adorar el rostro alargado del Iscariote. Qué extraño, se dijo, me recuerda a alguien. ¿No tendría algún presentimiento? ¿Un mensaje sutil para que se cuele un nombre en mi cabeza y surja un cómplice? ¿Dónde había visto antes ese rostro negro alargado, delgado, esa nariz de depredador hambriento, ese aire orgulloso de hidalgo tenebroso? Inclinó la cabeza para observarlo mejor, por la izquierda, por la derecha, sí, sí, conozco a ese hombre, le conozco…
Insistió, volvió a la figura larga y sombría, se exasperó, chasqueó la lengua dentro de la boca, a punto estuvo de soltar un juramento en voz alta, eso es, eso es, no debo actuar sola, necesito un hombre que me sirva de brazo armado, un Judas, y debo encontrarlo en el entorno de Marcel…
Un hombre que me dé acceso a las cuentas, a los ordenadores, a los pedidos de los clientes, a la correspondencia con las fábricas, los almacenes…
Un hombre al que compraré…
Un hombre bajo mi bota.
Golpeó los guantes uno contra otro.
Una inspiración cálida dilató su escaso pecho y lanzó un suspiro de satisfacción.
Se levantó. Hizo una rápida genuflexión ante la Virgen de manto azul. Se persignó. Agradeció al Cielo que le prestase ayuda. La viuda y el huérfano, la viuda y el huérfano, Dios mío, mi Dios. Me has hecho sufrir, pero acudirás en mi socorro, ¿verdad?
Deslizó tres monedas de diez céntimos en el cepillo de la capillita. Eso produjo un suave ruido metálico. Una beata doblada en dos sobre una silla la observó. Henriette Grobz le dedicó una sonrisa de parroquiana untuosa y salió ajustándose el amplio sombrero sobre la cabeza.
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