Y entonces llegó el día en el que Joséphine se examinó de su HDI.

El día en el que, tras años de estudios, de conferencias, de seminarios, de largas estancias en la biblioteca, de redactar tesis, artículos, libros, iba a presentarse ante un jurado y defender su trabajo.

Su director de investigación había decidido que ya estaba lista. Se había fijado la fecha. Sería el 7 de diciembre. Quedaba claro que los miembros del jurado recibirían personalmente, en septiembre, un ejemplar del texto de Joséphine para que tuviesen tiempo de leerlo, estudiarlo e incluir notas.

Se acordó que dispondría de treinta minutos para presentarse, exponer su historial, sus investigaciones, todas las fases, todos los autores estudiados, y otros treinta minutos para responder a todas las preguntas del jurado.

Se acordó que la prueba empezaría a las catorce horas y concluiría a las dieciocho horas, y a continuación el veredicto y una copa que la candidata ofrecía a los presentes.

Ese era el protocolo.

Joséphine se había entrenado como para una competición deportiva. Había escrito una introducción de trescientas páginas. Había enviado un ejemplar del texto a cada miembro del jurado. Y había entregado uno a la facultad.

Era una exposición pública. Habría unos sesenta asistentes en la sala. En su mayoría compañeros. Ella no había invitado a nadie. Quería estar sola. Sola frente al jurado.

Se había pasado la noche dando vueltas en la cama, buscando el sueño. Se había levantado tres veces para comprobar que el texto estaba sobre la mesita del salón. Había comprobado que no se había extraviado ninguna hoja. Había contado y recontado los distintos elementos. Releyó el índice temático. Hojeó los capítulos.

Cada línea de investigación estaba desarrollada de forma armoniosa. «Volumen y sentido», le había recomendado su director de tesis.

Había colocado las palmas de las manos sobre el enorme paquete. Siete mil páginas. Siete kilos y medio. «El estatus de la mujer en el campo y la ciudad, en la Francia del siglo XII». Quince años de trabajo, de investigación, de publicaciones en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, en Alemania, en Italia. Conferencias, artículos que había publicado, escogió uno al azar y lo hojeó, «el trabajo femenino en los telares… Las mujeres trabajaban tanto como los hombres…, el trabajo de tapicería…» o «el giro económico de los años 1070-1130 en Francia…, los primeros signos de desarrollo urbano…, la introducción de la moneda en el campo…, la proliferación de ferias en Europa…, las primeras catedrales…», o su artículo final, su conclusión, en la que hacía un paralelismo entre el siglo doce y el veintiuno… El dinero se vuelve todopoderoso y reemplaza al trueque, modifica paulatinamente la relación entre las personas, entre los sexos, los pueblos se vacían, las ciudades crecen, Francia se abre a la influencia exterior, el comercio se expansiona y la mujer ocupa su lugar, inspirando a los trovadores, escribiendo novelas románticas, se convierte en el centro de atención del hombre que se pule, se afina… La influencia de la economía sobre el estatus de la mujer. ¿La economía suaviza las costumbres o, por el contrario, vuelve a las personas más brutales?

Era el capítulo que había redactado para un librito que se había publicado en ediciones Picard, una obra colectiva que había vendido dos mil ejemplares. Todo un éxito, tratándose de un libro universitario.

Saber que ese libro modesto y brillante estaba allí la había tranquilizado. Se había dormido leyendo la hora en las cifras luminosas del cuadrante del despertador: 4:08.

Había preparado el desayuno.

Había despertado a Zoé.

—Piensa en mí, cariño, piensa en mí esta tarde entre las dos y las seis, cuando esté ante el tribunal.

—¿Te presentas al HDI?

Joséphine había asentido con la cabeza.

—¿Estás nerviosa?

—Un poco…

—Ahora te toca a ti —había respondido Zoé besándola—. Todo irá bien, mamá, no te preocupes, eres la mejor…

Tenía restos de confitura en la mejilla izquierda.

Joséphine había alargado un dedo para borrar el rojo de las moras silvestres y la había besado.

Hacia las doce, estaba lista.

Verificó por última vez si el expediente estaba completo, contó y volvió a contar las páginas, las publicaciones, los artículos, royéndose la pielecilla de alrededor de las uñas.

Encendió la radio para obligarse a pensar en otra cosa, tararear una canción, reírse de un buen chiste o escuchar las noticias. Dio con una emisión que hablaba sobre la resiliencia. Un psiquiatra contaba que los niños maltratados a quienes habían acosado, quemado, golpeado, violado o torturado, esos niños, una vez convertidos en adultos, tenían tendencia a considerarse a sí mismos como objetos. Objetos indignos de ser amados. Y estaban dispuestos a todo para que se les quisiese. A hacer volteretas, el pino, a alargar el cuello como si fueran jirafas, a disfrazarse de cebra…

Ella miró su expediente, la enorme bolsa de colores de Magasin U que lo contenía, y mojó los labios en el tazón rosa…

Diciembre y su luz casi blanca. Un rayo mortecino cruzaba la cocina y acababa iluminando la pata de la mesa. Las partículas de polvo en el haz de luz, frío como el de los faros…

Pronto hará cuatro meses…

Hacía casi cuatro meses que Iris se había marchado bailando en el bosque…

Antes contaba los días y las semanas, ahora tengo que contar los meses.

«Esos niños —insistía la voz de la radio— se convierten en adultos que necesitan tanto amor, que están dispuestos a todo para conseguir unas migajas. Dispuestos a olvidarse de ellos, a disfrazarse de deseo del otro, a colarse dentro de él… Para así poder gustar, ser, por fin, aceptados y amados».

«Esos niños —seguía diciendo— son las principales víctimas de las sectas, de los locos, de los extorsionadores, de los pervertidos o, por el contrario, se transforman en magníficos supervivientes que se mantienen fuertes y erguidos».

«Lo uno o lo otro».

Joséphine escuchaba las palabras de la radio. Seguía pensando en su hermana. Intentaba comprender.

«Dispuestos a todo para que se les quiera…», repetía la voz.

«No lo bastante seguros de sí mismos como para mantener una opinión, plantear una pregunta, poner en duda las palabras del otro, defender su territorio… Cuando uno se quiere, se respeta, se sabe defender. No se deja pisotear. Cuando uno no se quiere, deja que cualquiera entre en su vida y le pisotee…».

Escuchaba las palabras…, que se alojaban en su cabeza, dispuestas a crecer, a hincharse. Para darle una pista.

Intentó apartarlas. ¡Ahora no, ahora no! Más tarde… Tengo que seguir en el siglo doce… No había psiquiatras en el siglo doce. Quemaban a las brujas que penetraban en tu mente. Sólo creían en Dios. La fe era tan fuerte que san Eloy le cortó la pierna a su caballo para herrarla mejor, rogando a Dios que la volviese a pegar rápidamente. El caballo estuvo a punto de morir desangrado, ¡ante la sorpresa de san Eloy!

Y recitó como una alumna aplicada. Como si cantara la tabla de multiplicar:

«El siglo doce es la época en la que se construyeron catedrales, hospitales, universidades… En el siglo doce empezó a expandirse la enseñanza de cierto nivel. En las ciudades en pleno desarrollo, los burgueses quieren que sus hijos sepan leer y contar, en la corte se necesitan cada vez más profesionales de la escritura, contables, archiveros… El joven de buena cuna —y a veces también la joven— debe aprender gramática, retórica, lógica, aritmética, geometría, astronomía y música… La enseñanza se hace en latín… Los maestros tienen alumnos que les pagan un salario. Cuanto mejores son, mayor es el salario, y los profesores libran una feroz competencia, pues les pagan sus méritos. Los más brillantes, como Pedro Abelardo, atraían a las masas y sus colegas envidiosos les detestaban. Del siglo doce procede el proverbio: “Dios creó a los profesores y Satán a los colegas”».

Ella estaba preparada para enfrentarse a los profesores y a los colegas.

Escogió una falda plisada que le tapaba las pantorrillas y se alisó el pelo con una diadema negra. No atraer a nadie, asemejarse a un tratado de gramática. «Dios creó a los profesores y Satán a los colegas…». No había incluido Una reina tan humilde en el expediente. Sabía que a sus colegas no les había gustado que se saliese de la norma y obtuviera un éxito tan grande. Murmuraban a sus espaldas, se burlaban, decían que el libro era una pura novela rosa… Algunos lo calificaban de vulgaridad de baja estofa. Así que había omitido la mención a su libro. Parecerse al color de las paredes. Moverse sin hacerse notar. Sobre todo no brillar…

Una carpeta azul sobresalía del expediente. Joséphine empujó el lomo para ponerla en su lugar. Como se resistía, la sacó con cuidado. Era su capítulo sobre los colores y su significado en la Edad Media. Los colores y su representación en las casas, las bodas, los entierros, los menús de las celebraciones confeccionados por el ama de casa. Voy a abrirlo al azar y a leerlo un instante. ¡No, no! No vale la pena, me lo sé de memoria. Lo abrió y cayó sobre el arco celeste. Llamado arco iris desde la Edad Media. Del latín iris, iridis, y este a su vez del griego iris, iridos, que designaba a la mensajera de los dioses, la personificación del arco iris.

Dejó la carpeta, aturdida.

Quizás Iris había sido maltratada de niña.

La idea volvía de nuevo, recogiendo fragmentos de vida aquí y allá, volvía al origen de todo ese dolor que creía ser la única en haber sufrido, ese dolor del que, pensaba, se había librado Iris.

Quizás había afectado también a Iris.

Quizás ella había terminado creyendo que era un objeto, con el que se podía hacer cualquier cosa, quizás se había consumido en una alegría desenfrenada al ofrecerse como regalo al hombre que… La maltrataba. La ataba. Le daba órdenes.

Su diario relataba esa extraña alegría, ese gozo. Contaba esos días y esas noches en los que se convertía en un juguete roto, desarticulado…, en esa muñeca…

Pero entonces, ¿también Iris? Iris, al igual que yo…

Las dos maltratadas.

Apartó esa idea de su mente.

¡No! ¡No! Iris no había sido maltratada. Iris estaba segura de sí misma. Iris era magnífica, fuerte, bella. Era ella, Joséphine, la pequeña, la insegura, la que se ruborizaba por cualquier cosa, la que siempre tenía miedo de molestar, miedo de ser fea, de no estar a la altura…

Iris no.

Cerró la puerta de la calle.

Sacó un billete de metro del pequeño monedero de peluche naranja que le había regalado Zoé en el día de la Madre.

Cogió el metro.

Estrechó entre sus brazos su expediente de siete kilos.

Pero la vocecita insistía. ¿Y si las dos habían sido maltratadas de pequeñas? Por la misma madre. Henriette Grobz, viuda de Plissonnier.

Hizo trasbordo en Étoile. Subió a la línea 6 dirección Nation.

Miró el reloj y…

Llegaba puntual.

El presidente del tribunal era su director de tesis. A los demás miembros… los conocía a todos. Colegas que habían pasado el HDI, que pensaban que era una minucia y la miraban por encima del hombro. ¡Una mujer, encima! Se sonreían entre sí. Ellos que, al presentarse, necesitaban siempre enarbolar su hoja de servicios como si fuera una tarjeta de visita cosida al dorso de la chaqueta. Durante mi lección inaugural en el Collège de France, al salir el otro día del ministerio…, al volver de la villa Médicis…, estando en la calle Ulm…, durante mis seminarios en la Casa Velázquez… Tenían necesidad de precisar que no eran unos cualquieras.

Pero estaría Giuseppe.

Un italiano erudito y encantador que la invitaba a conferencias en Turín, en Florencia, en Milán, en Padua. Su mirada la animaba y relajaba el ambiente. Josephina, bellissima! Estáss assustadda, ma… perché, yo soy aquí, Josephina…

Valor, mujer, valor, pensó Joséphine, esta noche todo habrá terminado. Esta noche sabrás… Tu vida siempre ha sido así, estudiar, trabajar, pasar exámenes. Así que no hagas una montaña de esto. Levanta los hombros y enfréntate a ese tribunal con la sonrisa en los labios.

Los carteles de las paredes del metro anunciaban regalos de Navidad.

Estrellas doradas, varitas mágicas, Papá Noel, una barba blanca, un gorro rojo, nieve, juguetes, videojuegos, CD, DVD, fuegos artificiales, abetos, muñecas de grandes ojos azules…

Henriette había transformado a Iris en una muñeca. Mimada, alabada, peinada y vestida como una muñeca. ¿Ha visto a mi hija? ¡Qué guapa es! ¡Pero qué guapa! ¡Y esos ojos! ¿Ha visto lo largas que son sus pestañas? ¿Ha visto cómo se curvan en las puntas?

La exhibía, la hacía dar vueltas, corregía el pliegue de una falda, un mechón de pelo. La había tratado como a una muñeca, pero no la había querido.

Sí pero… fue a ella a quien Henriette salvó en las aguas de las Landas[18]. ¡Y no a mí! La había salvado como quien se agarra al bolso cuando se declara un incendio. Como a un joyero, o un trofeo. La frasecita oída en la radio se hinchó, se expandió, y Joséphine escuchó…

Escuchó, sentada en el metro.

Escuchó al entrar en la universidad, buscando la sala del tribunal.

Era como si sonaran dos canciones en su cabeza: la frasecita que seguía con su argumentación y el siglo doce que intentaba desplegarse y empujaba, empujaba para mantenerse en pie y sentirse seguro, para cuando llegara la hora del examen y de las preguntas.

Empezar por la «bio-bibliografía», explicar de dónde venía, en qué consistía su trabajo. Y después responder a las preguntas de sus colegas.

No pensar en el público sentado a sus espaldas.

No oír el ruido de las sillas que se arrastran por el suelo, el ruido de los que se desplazan, de los que susurran, suspiran, se levantan y salen… Permanecer concentrada en las preguntas de cada miembro del tribunal que, durante treinta minutos, dirá lo que piensa, lo que le ha parecido interesante o no de su trabajo, establecer un diálogo, escuchar, responder, defenderse si llega el caso, sin enfadarse ni perder los nervios…

Se repetía las etapas de la prueba que iba a durar cuatro horas y consagrarla como profesora universitaria.

Su salario pasaría de tres mil a cinco mil euros.

O no.

Porque siempre estaba el riesgo de no aprobar. ¡Oh! Era ínfimo, prácticamente no existía, pero…

Cuando todo hubiera terminado, el tribunal se retiraría a deliberar. Al cabo de hora y media, volvería y pronunciaría el veredicto:

«El candidato ha sido aprobado con mención honorífica y las felicitaciones del jurado».

Estallarían los aplausos.

O «el candidato ha sido aprobado con mención honorífica sin las felicitaciones del jurado».

Se oiría clap-clap, el candidato pondría cara de circunstancias.

O «el candidato ha sido aprobado con mención».

Un silencio embarazoso reinaría en la sala.

El candidato bajaría la cabeza y se hundiría, avergonzado, en su silla.

Dentro de cuatro horas, lo sabría.

Dentro de cuatro horas, empezaría una nueva vida de la que ignoraba todo.

Joséphine inspiró profundamente y abrió la puerta de la habitación donde la esperaba el tribunal.

* * *