¿Es realmente necesario decir la verdad y toda la verdad?, se preguntaba Shirley mirando cómo Gary quitaba la mesa, rascaba la bandeja de lasaña, la llenaba de agua caliente y añadía un chorrito de lavavajillas. ¿Acaso se alcanza la felicidad diciendo la verdad? No estoy tan segura… Voy a hablar, y ya nada será como antes.

Aquí estamos, los dos, en esta tranquila rutina que es la nuestra, sé de qué forma él se dará la vuelta, sobre qué pie va a apoyarse, qué mano extenderá en primer lugar, cómo girará la cabeza hacia mí, alzará una ceja, se colocará un mechón de pelo, me conozco todo eso, es mi paisaje.

La cena ha terminado, la lasaña estaba deliciosa, nos acompaña Glenn Gould. Surge un hmm-hmm del fondo de nuestras gargantas y conectamos.

Y dentro de dos minutos y medio…

Voy a hablar, a colocar un montón de palabras entre nosotros, a introducir a un extraño, y todo dejará de ser límpido. La verdad es útil, quizás, para el que la recibe, pero supone sufrimiento para el que la anuncia. Cuando dije «la verdad» respecto a mi nacimiento al hombre de negro, me chantajeó. Y consiguió una renta mensual a cambio de su silencio[17].

Esa misma mañana, yendo hacia Hampstead Pond, había pasado delante de un gran cartel publicitario que alardeaba de los méritos de unos pantalones vaqueros con el lema: «La verdad de un hombre está en lo que esconde». Y justo debajo: «Deje de esconder sus formas, muéstrelas con los pantalones…». Había olvidado el nombre de la marca, pero las palabras la habían acompañado durante todo el camino y, cuando había atado su bici a la barrera que rodeaba el estanque, había estado a punto de no ver al hombre del gorro y el pantalón de pana, que se marchaba.

Damned!

Se habían sonreído. Él se había frotado la nariz con el grueso guante de piel forrada y había inclinado la cabeza con un gesto cómplice que decía, ya verá, está estupenda. Ella se había quedado con la boca abierta y la frase de los vaqueros surgía de nuevo: «La verdad de un hombre está en lo que esconde». ¿Qué escondía aquel hombre de sonrisa bonachona y hombros anchos? Ese hombre ante el que experimentaba unas ganas furiosas de sumergirse entre sus brazos. Quizás no escondía nada, y esa era la razón por la que deseaba abrazarle…

En ese momento preciso, si hubiese extendido la mano hacia ella, le hubiese seguido.

Suspiró y borró con el índice un resto de salsa de tomate del mantel plastificado que Gary se había traído de París.

Pensó en el informe que había entregado el día anterior: Cómo evitar los pesticidas en nuestra alimentación. ¿De qué servía comer frutas y verduras si se convertían en peligros para la salud? Se habían descubierto dieciséis productos tóxicos en racimos de uva cultivados en la Comunidad Europea. Estoy luchando contra molinos de viento.

Levantó la cabeza hacia Gary. Él había amontonado los platos en la pila. Eso significa que no va a lavar la vajilla inmediatamente, eso significa que vamos a hablar ahora.

Sintió una bola de algodón en la garganta que le secaba la lengua, los pulmones, el vientre. Tragó.

—¿Me haces una infusión?

—¿De tomillo, de romero o de menta?

—¿No tienes verbena?

La miró, desalentado:

—Te digo las tres que tengo y me pides una cuarta que no tengo…

Parecía ligeramente exasperado. Tenso, incluso.

—Vale, vale. Tomaré tomillo…

Él puso agua en el hervidor, sacó una tetera, una bolsita de tomillo y una taza. Podía adivinar por la brusquedad de sus gestos que estaba deseando sentarse frente a ella y hacerle preguntas. Ya había sido bastante educado dejándola cenar en paz.

Desde los pósteres colgados en la pared, la miraban Bob Dylan y Oscar Wilde. Bob parecía serio y cansado, Oscar esbozaba una sonrisita ambigua que daba ganas de soltarle un par de guantazos. Preguntó:

—¿Ya has conocido a tu profe de piano?

—Sí, esta tarde… Es muy majo. Me había citado en su casa, en Hampstead, no muy lejos de donde vas a bañarte. Vive en uno de esos talleres de artistas que dan al estanque… ¡Pero creo que él no se mete en el agua helada por las mañanas! No sería muy recomendable para sus articulaciones.

—Mientras que, en mi caso, no hay problema si me destrozo las manos…

—¡Yo no he dicho eso! ¡Ay, ay, ay! Te lo tomas todo a la tremenda… Relax, mummy, relax… ¡Te estás volviendo una tocapelotas!

Shirley decidió ignorar la palabra «tocapelotas». Si empezaban a pelearse por una cuestión de vocabulario, llegaría un momento en que no podrían hablar. Pero tomó nota mentalmente para recordarle que no debía utilizar esa palabra.

—¿Y cuándo empiezas?

—El lunes por la mañana.

—Qué pronto…

—Las clases empezaron hace tiempo y si quiero recuperar el retraso… Una lección en su casa cada dos días y trabajar en la mía un mínimo de cinco horas diarias… Ya ves, me tomo en serio lo del piano.

—¿Cuánto cobra por lección?

—Paga Superabuela.

—No me gusta eso, Gary.

—Pero bueno, ¡si es mi abuela!

—Tengo la impresión de que me estás apartando de tu vida…

—¡Deja de tomártelo todo a mal! Estás nerviosa por lo que tienes que contarme y cualquier cosa te molesta… Relax

Apoyó su mano en la de Shirley.

—Venga, vamos… Cuanto antes me lo cuentes, antes desaparecerá la tensión.

—Vale, de acuerdo… ¡Ah! Va a ser muy corto. Lo siento, no es muy romántico, ni tampoco muy novelesco.

—No espero una novela, espero hechos.

—Bueno pues… Creo que al final me tomaré un vasito de vino. ¿Todavía queda?

Tendió el vaso y Gary vació la botella hasta la última gota.

—¡Este año, un bebé o un marido! —dijo riéndose.

—Ni lo uno ni lo otro —respondió ella refunfuñando.

Bebió un trago de vino, lo retuvo un momento en la garganta y comenzó:

—Debía de tener dieciséis años cuando tu abuelo me envió a Escocia. Primero a un internado muy estricto, y después a la Universidad de Edimburgo. Yo le estaba haciendo la vida imposible en Londres. Me escapaba por las noches, solía volver un poco, digamos, achispada, me clavaba imperdibles en la nariz, llevaba faldas del tamaño de un mantelito para el té y fumaba unos porros enormes que atufaban los honorables pasillos de palacio. A él le costaba compaginar su trabajo de gran chambelán con el de padre. El asunto era especialmente embarazoso porque vivíamos en Buckingham y había peligro de que estallara un escándalo que salpicase a la reina. Así que me enviaron a Escocia. Yo seguí con mis juergas mientras pasaba los exámenes sin suspender. Y por encima de todo, por encima de todo, al cabo de un año aproximadamente, conocí a un chico, un atractivo escocés, Duncan McCallum, hijo de una familia importante, con castillo, granjas, bosques y prados…

—¿Una familia escocesa ilustre?

—No le pedí el árbol genealógico. Nosotros no prestábamos mucha atención al pedigrí, las tarjetas de visita y todo eso. Nos echábamos un vistazo, nos gustábamos, pasábamos la noche juntos, nos separábamos y si, por ventura, nos volvíamos a encontrar frente a frente, volvíamos a empezar, o no. Con tu padre, volví a empezar varias veces.

—¿Cómo era?

—Pues… digamos que te pareces mucho a él. No te hubiese costado nada reconocerle si lo tuvieras enfrente… Alto, moreno, nariz larga, ojos verdes o castaños, dependiendo del humor, hombros de jugador de rugby, una sonrisa de las que eclipsan la luna, en fin, un chico guapo… Tenía algo irresistible. No te preguntabas si era inteligente, bueno, valiente, sólo te entraban ganas de hundirte en sus brazos. Yo no era la única… Todas las chicas iban detrás de él. ¡Ah! Sí… Tenía una cicatriz larga y fina en la mejilla, contaba que había recibido un sablazo batiéndose en duelo con un ruso borracho, en Moscú… No estoy segura de que hubiese estado nunca en Moscú, pero aquello tenía mucho éxito, las chicas se quedaban pasmadas y querían tocar la cicatriz…

—¿Y estás segura de que soy de Duncan McCallum y no de otro?

—Yo me había enamorado, bueno, ¡me había prohibido llamarlo así! Me hubiera dejado degollar antes que confesar ese sentimiento burgués, pero de lo que estoy segura es que, mientras estuve con él, no me acosté con nadie más…

—¡Menuda suerte!

—Se puede decir incluso que eres obra del amor… Bueno, al menos por mi parte.

—Menudo amor —suspiró Gary—, huele un poco a desastre…

—Era una época algo dura…, el mundo abandonaba los años setenta, «flores en el pelo y amémonos los unos a los otros» para volver a la cruda realidad. Y la realidad no era una maravilla. Era la época de Margaret Thatcher, de los punks, los Clash, las grandes huelgas, la desesperanza crecía por todas partes. Pensábamos y cantábamos que el mundo era una mierda. Y el amor también.

—¿Y él? ¿Qué dijo cuando lo supo?

—… Estábamos en un pub, era un sábado por la noche, yo había estado buscándole todo el día para contárselo… Estaba con unos amigos, con una pinta de cerveza en la mano, me acerqué…, temblaba un poco… Se inclinó hacia mí, me pasó el brazo alrededor de los hombros y me dije ¡uf! No voy a estar sola. Me ayudará a decidir. Se lo conté y con su hermosa sonrisa para eclipsar lunas, me respondió francamente, querida, es tu problema, volvió con sus amigos y me dejó plantada allí. Fue como si me hubiesen dado el mayor guantazo de mi vida.

—¿Ni siquiera tuvo ganas de conocerme?

—¡Me dejó antes de que llegaras! Cuando me lo cruzaba, no me dirigía la palabra. ¡Ni siquiera cuando se me puso la tripa como un bombo!

—Pero ¿por qué?

—Por una única razón: una cosa que se llama responsabilidad y de la que él carecía por completo…

—¿Quieres decir que no era un buen tío?

—No digo nada de nada, constato…

—Y seguiste adelante conmigo…

—Sabía que te iba a querer con locura y no me equivoqué…

—¿Y después?

—Di a luz completamente sola. En el hospital. Fui allí andando y volví andando. Te inscribí con mi apellido. Volví a clase casi enseguida. Te dejaba solo en mi cuartito. Vivía en casa de una señora muy amable. Me ayudó mucho, te cuidaba, te cambiaba, te daba el biberón, te cantaba canciones cuando yo me iba a la universidad…

—¿Y cómo se llamaba?

—Mrs. Howell…

—¿Mrs. Howell?

—Sí. Te quería mucho, mucho. Lloró cuando nos fuimos… Debía de tener unos cuarenta años, ni marido, ni hijos, conocía a tu padre, era de la misma zona que él, en la campiña escocesa. Su madre había trabajado en el castillo, y también su abuela. Decía que era un tunante, que no me merecía. Era un poco alcohólica, pero buena… Eras un bebé perfecto. No llorabas nunca, te pasabas el tiempo durmiendo… Cuando tu abuelo vino a verme a Escocia le dio un ataque. No le había dicho nada. Nos llevó a los dos a Londres… Tú tenías tres meses.

—¿Y nunca volviste a saber nada de…?

—Nunca.

—¿Ni siquiera a través de esa mujer, Mrs. Howell?

—Él no vino a verte ni una vez, no me pidió mi dirección cuando me fui. Eso es todo. No es glorioso, pero así son las cosas…

—Yo había imaginado un origen más brillante… —murmuró Gary.

—Lo siento… Ahora tú eres quien debe hacer que tu vida sea brillante…

Y, veinte años después, voy a ofrecerle un hijo a ese hombre indigno. Un hijo por el que no habrá sudado ni una gota. Por el que no habrá perdido ni una hora de sueño. Por el que no habrá temblado un solo instante poniéndole el termómetro. Por el que no habrá ahorrado ni un céntimo. Ni revisado un boletín de notas. Ni apretado su mano en el dentista.

Un hijo dispuesto a amar. Y dirá «¡Mi hijo!» presentándole a sus allegados.

Yo soy el padre. Yo soy la madre. Yo soy el padre y la madre.

Él no fue más que un emisor de espermatozoides. Con prisas por correrse y largarse.

* * *