Josiane entró en el salón donde estaba su hijo, Junior. Volvía del Monoprix y arrastraba un carrito lleno de fruta fresca, pescados con el vientre lustroso, verduras verde clorofila, frutas de temporada, cordero lechal, rollos de papel de cocina, productos de limpieza, botellas de agua mineral y de zumo de naranja.
Se quedó quieta y observó a su hijo con expresión abatida. Estaba sentado en un sillón con un libro sobre las rodillas. Vestido como un colegial inglés: pantalón de franela gris, chaqueta blazer azul marino, camisa blanca, corbata a rayas verdes y azules, y zapatillas de deporte negras. Un señorito. Leía, y apenas levantó los ojos cuando entró ella.
—Junior…
—Sí, madre…
—¿Dónde está Gladys?
Gladys era la última empleada de hogar que habían contratado. Una joven procedente de la isla de Mauricio, alta y esbelta, que pasaba el trapo sobre los muebles mientras contoneaba las caderas al ritmo del CD que ponía en la cadena de alta fidelidad. Una asistenta lenta y despreocupada cuyo mérito era que le gustaban los niños. Y amaba a Dios. Había empezado a leerle la Biblia a Junior y le daba un cachetito en los dedos cuando mencionaba a Jesusito. ¡Se dice Gran Jesús! Jesús es grande, Jesús es Dios, Jesús es tu Dios y debes cantarle todos los días. ¡Aleluya! Dios es nuestro pastor, nos conduce hasta los verdes prados de la felicidad. Junior estaba subyugado por la verborrea de Gladys y Josiane aliviada de haber encontrado por fin una niñera que él parecía aceptar.
—Se ha ido…
—¿Cómo que «se ha ido»? ¿Se ha ido de compras, se ha ido a echar una carta, se ha ido a comprar un Lego…?
Al oír la palabra «Lego» Junior se encogió de hombros.
—¿Un Lego para quién? ¿Todavía juegas con el Lego a tu edad?
—¡JUNIOR! —gritó Josiane—. ¡Ya basta! Ya estoy harta de… de…
—Burlas. Sí, tienes razón, madre, he sido irrespetuoso… Te ruego que me disculpes.
—¡Y DEJA DE LLAMARME MADRE! Soy tu mamá, no tu madre…
Junior había vuelto a la lectura de su libro y Josiane se dejó caer frente a él sobre un puf de cuero negro, con las manos unidas, y moviéndolas como si fuera un incensario intentando comprender. ¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! ¿Pero que Te he hecho yo para que me envíes a este… este…? No encontraba palabras para calificar a Junior. Hizo un esfuerzo, se calmó y preguntó:
—¿Adónde ha ido Gladys?
—Ha presentado su dimisión. Ya no me soporta más. Se queja de que no puede limpiar la casa y leerme Los caracteres de La Bruyère al mismo tiempo. Se queja además de que ese es el libro de un muerto, de un cadáver, y que no hay que molestar a los muertos. Hemos tenido una fuerte discusión a ese propósito.
—Se ha ido… —repitió Josiane hundiéndose en el puf—. ¡Pero no es posible, Junior! Es la sexta en seis meses.
—Cifra redonda. Remarcable. Así que tenemos empleadas mensuales.
—Pero ¿qué le has hecho? Parecía que se había acostumbrado…
—Es ese viejo La Bruyère el que le produce dentera. Se queja de que no entiende nada, argumenta que no escribe en francés. Que los gusanos bulliciosos de su cadáver vienen a burlarse de nosotros. Me ha pedido que vuelva a poner los pies en la tierra, en mi época, y entonces, para complacerla y para mantenerla ocupada, le he sugerido que me buscara un par de mocasines de mi talla porque estas zapatillas con velcro no pegan nada con mi indumentaria. Ella ha respondido argumentando que eso no era posible y, como yo insistía, se ha dejado llevar por la rabia y ha tirado la toalla. Desde entonces estoy intentando aprender a leer solo y creo que lo voy a conseguir. Asociando sonidos y sílabas, trabajando por binomios, no es tan complicado…
—¡Ay Dios! ¡Ay Dios! —se lamentó Josiane—, ¿qué vamos a hacer contigo? Pero ¿tú te das cuenta? ¡Tienes dos años, Junior! ¡No catorce!
—No tienes más que contar los años como para los cánidos, multiplicas mi edad por siete y tengo catorce… Después de todo, valgo tanto como un perro.
Ante la expresión de perplejidad de su madre, añadió lleno de compasión:
—No te preocupes, madre querida, sabré arreglármelas en la vida, no tengo ninguna duda… ¿Qué has comprado? Me llegan aromas de verdura fresca y jugoso mango.
Josiane no le escuchaba. Rumiaba para sí misma. Durante años he querido tener un hijo, durante meses y meses he esperado, desesperado, he consultado a especialistas, y el día en que supe que por fin, por fin… estaba esperando un hijo, ese día fue el más feliz de mi vida…
Recordaba cómo había atravesado el patio de la empresa de Marcel para reunirse con Ginette, su amiga, y anunciarle el feliz acontecimiento, cómo había tenido miedo de que se rompiese el huevo en su vientre al torcerse un tobillo y caer sobre la acera, cómo Marcel y ella se habían recogido, arrodillados ante el Niño Jesús… Ella soñaba con ese bebé, soñaba con vestirle con peleles azules, con besar sus manitas regordetas, con verle dar sus primeros pasos, verle esbozar las primeras letras, descifrar sus primeras palabras, soñaba con recibir tarjetas del día de la Madre llenas de frases de caligrafía retorcida, completamente inclinada, frases cuya torpeza te llena de felicidad, frases balbuceantes con palabras salpicadas de lápices de colores: «Felicidades, mamá»…
Soñaba.
Soñaba también con llevarle al parque Monceau, con atarle una jirafa con ruedas a la muñeca y mirarle pasear su jirafa por los senderos de grava blanca, bajo el gran arce rojo. Soñaba con ver su cara cubierta del chocolate de las galletas y soñaba con limpiarle la boca gruñendo pero cómo te has puesto, angelito mío, estrechándolo contra sí, tan feliz, tan feliz de darle calor en su seno y acunarle mientras gruñía, porque no sabía acunar sin gruñir. Soñaba con llevarle a su primer colegio, dejarlo con un suspiro en manos de la maestra, mirarlo detrás del cristal y hacerle una señal con la mano, todo irá bien, todo irá bien, tan preocupada como él, que habría llorado al verla alejarse, soñaba con enseñarle a colorear, a columpiarse, a tirar pan a los patos, a cantar estúpidas canciones infantiles, la jirafa Rafaela tiene gafas de su abuela, y se habrían reído porque él no conseguiría pronunciar la palabra jirafa.
Soñaba…
Soñaba con hacer las cosas una a una, lenta, suavemente, crecer con él sosteniéndole la mano, acompañándole por el largo camino de la vida…
Soñaba con tener un niño como todos los niños del mundo.
Y resultaba que tenía un superdotado que, a los dos años, quería aprender a leer descifrando Los caracteres de La Bruyère. Y hablando de eso, ¿qué es un binomio?
Levantó la vista hacia su hijo y le observó. Había cerrado el libro y la contemplaba con expresión bondadosa. Suspiró, ¡ay, Junior!, acariciando las hojas de los puerros que sobresalían del carrito.
—Vamos a decir sin rodeos algo triste y doloroso para ti, querida madre, yo no soy un niño al uso y, en ese contexto, me niego a comportarme como esos cretinos con los que me obligas a relacionarme en el parque… Pobres mocosos que se caen sobre el trasero y que berrean cuando les quitan el chupete.
—Pero ¿no podrías hacer un esfuerzo e intentar comportarte como todos los niños de tu edad, al menos cuando estamos en público?
—¿Te avergüenzas de mí? —preguntó Junior enrojeciendo.
—No…, no me avergüenzo, me siento incómoda… Me gustaría ser como las demás mamás y tú no haces nada para ayudarme. Cuando salimos el otro día le gritaste ¡hola, porterita! a la conserje, que a punto estuvo de tragarse la dentadura postiza.
Junior se echó a reír y se rascó el costado.
—No me gusta esa mujer, se me queda mirando de una forma que me disgusta…
—Sí, pero yo tuve que decirle que había oído mal y que habías balbuceado mamita. Te miró extrañada y me dijo que eras muy precavido para tu edad…
—Querría decir precoz, supongo.
—Es posible, Junior… Eso no quita para que si me quisieses, ¡intentaras comportarte de forma que mi vida no fuera un continuo escalofrío de angustia al pensar en tu próxima ocurrencia!
Junior prometió hacer un esfuerzo.
Y Josiane soltó un suspiro de impotencia.
Ese día, fueron al parque Monceau. Junior había aceptado vestirse como le había propuesto su madre, una ropa perfectamente adaptada a su edad, peto y un anorak calentito, pero se había negado a ir en la sillita. Caminaba con cuidado, dando grandes zancadas para desarrollar los abductores y el plantar delgado. Así llamaba a los músculos de sus pantorrillas.
Su entrada en el parque se efectuó con normalidad. Franquearon la sólida verja negra cogidos de la mano y sonriendo tontamente. Josiane se sentó en un banco y le tendió a Junior una pelota. Él la aceptó sin protestar, dejó caer la pelota que botó hasta otro niño de su edad. Se llamaba Émile y Josiane le veía a menudo junto a su madre, una mujer encantadora que le dedicaba grandes sonrisas y con quien confiaba en entablar amistad.
Los dos niños jugaron juntos un rato, pero Junior jugaba…, ¿cómo decirlo?…, con cierta pasividad. Se veía perfectamente que estaba conteniendo su impaciencia. Enviaba la pelota a Émile que, la mitad de las veces, tropezaba al querer pararla y se levantaba con dificultad. ¡Qué torpe!, soltó Junior entre dientes. La madre de Émile no lo oyó. Miraba a los dos niños con ojos llenos de ternura.
—¡Qué ricos son!, ¿verdad? Juegan bien juntos…
Josiane asintió, feliz de convertirse al fin en una madre normal con un niño normal que juega a un juego normal con un niño de su edad. Hacía buen tiempo, las columnas del templete griego resplandecían de blanco vaporoso, piedra blanca calentada por un sol de invierno. Los abedules, los robles y los nogales agitaban las finas ramas que el frío no había desnudado aún. Un cedro del Líbano de copa ancha y plana se desplegaba, majestuoso, ignorando las borrascas, y el césped bien cuidado formaba amplias manchas verdes en las que la vista podía descansar.
Desabrochó un botón de su abrigo de lana para dejar escapar un suspiro de felicidad. Pronto llegaría la hora de la merienda, sacaría del bolso un paquete de galletas y un biberón de zumo de naranja. Como todas las madres. Como todas las madres, silabeaba empujando la arena blanca con la punta de sus zapatos.
Fue entonces cuando la madre de Émile añadió:
—¿Le parece bien que Marcel venga a jugar una tarde a casa con Émile? No vivimos muy lejos, nosotras aprovecharíamos para tomar el té y charlar…
Josiane sintió cómo volaba hasta el firmamento de felicidad. Flotaba, y se agarraba al rojo de los arces y al verde de la hierba para no volar de emoción. ¡Por fin, una amiga! Una madre con la que intercambiar recetas de cocina, remedios para cuando salen los dientes, las fiebres repentinas, las erupciones cutáneas, información sobre colegios, escuelas infantiles y guarderías. Ronroneó de satisfacción. Había encontrado una solución a su tormento como madre: le pediría a Junior que hiciese de bebé durante unas horas cada día, horas en las que le pasearía, le exhibiría, le limpiaría los mocos, le haría mimos y, el resto del tiempo, le dejaría estudiar todos los libros, manuales de historia y antologías matemáticas que quisiera. Al final no sería tan difícil, bastaba con que cada cual hiciese algunas concesiones.
Imaginaba largas tardes en las que su soledad no sería más que un lejano recuerdo, en las que los dos chiquillos balbucearían mientras ella se confiaba a su nueva amiga. Y, quién sabe, pensó entusiasmada, podríamos incluso organizar cenas de parejas. Y salidas. Ir al teatro, al cine. Quizás incluso jugar a la canasta. Ampliaríamos nuestras amistades. No tenemos muchos amigos Marcel y yo. Él se pasa el tiempo trabajando. ¡A su edad! Ya sería hora de que empezara a cuidarse… ¡Tiene casi sesenta y nueve años! No es razonable que no se relaje nunca y que siga trabajando como un condenado a trabajos forzados.
Junior había oído la propuesta de la madre de Émile y, rígido, en una postura poco elegante, con el trasero hacia atrás, los puños sobre las caderas, y el rostro congestionado ante la idea de las largas horas de suplicio que le esperaban, aguardaba la respuesta de Josiane, confiando en que fuese negativa. En ningún caso deseaba malgastar su tiempo con ese retrasado deformado por el pañal y que se caía casi todas las veces que intentaba apuntar al balón. Permaneció así, oscilando sobre los pies, rojo de ira, ignorando al enano que quería devolverle la pelota a toda costa y se inclinaba titubeante para continuar el juego. Cuando su madre respondió sí, sería formidable, se llevan muy bien, dio una patada tan fuerte a la pelota que se estampó contra la cabeza del pobre Émile, que cayó seco sobre la arena.
La madre se levantó gritando, recogió al niño en sus brazos, maldijo a Junior, lo llamó criminal, hipócrita perverso, asesino, aspirante a nazi y huyó alejando a Émile, todavía inerte, de su verdugo.
Ese día, Josiane recogió la pelota, la jirafa con ruedas, el paquete de galletas rellenas de chocolate, el biberón de zumo de naranja y abandonó el parque lanzando una última mirada al césped verde, al templete de piedra, al arce rojo, a los blancos senderos como si diese un último adiós a un paraíso perdido.
No dijo ni una palabra a su hijo y avanzó como una reina ultrajada.
Junior, furioso, la precedía murmurando que decididamente no podía confiar en nadie, que había aceptado el juego para complacer a su madre, pero que en ningún caso podría aceptar pasarse las tardes con un ignorante, con un inoportuno, con un tonto que ni siquiera se había dado cuenta de que molestaba. Un chico despierto hubiese comprendido que él sólo estaba allí para aparentar. No habría insistido. Habría abandonado incluso la pelota por propia voluntad, dejando a Junior en su deliciosa soledad. Sé que la vida está repleta de tontos, suspiró Junior, y que hay que acomodarse a esa penosa realidad, pero ese Émile me cae muy mal. Que me busque alguien bueno en matemáticas o que trastee con cohetes. Aprenderé las raíces cuadradas y la fuerza centrífuga. Ya supe todo eso antaño, sólo necesito refrescar la memoria.
Habían llegado cerca de su casa y rodeaban el quiosco de periódicos cuando Junior vio en el mostrador, bajo el envoltorio plástico de una revista, una brújula. Se detuvo y empezó a babear de placer. ¡Una brújula! No sabía decir por qué, pero ese objeto le parecía familiar. ¿Dónde había visto ya una brújula? ¿En un libro ilustrado? ¿Sobre la mesa de su padre? ¿O en otra vida…?
Señaló con el dedo la revista que guardaba, escondido en sus pliegues, el precioso objeto y ordenó:
—¡Quiero eso!
Josiane giró la cabeza y le hizo una señal para que avanzase.
—Quiero una brújula… Quiero saber cómo funciona.
—No te compraré nada. Te has portado fatal. Eres un niño egoísta y cruel.
—No soy ni egoísta ni cruel. Soy curioso, tengo ganas de aprender, me niego a jugar con los bebés y quiero saber cómo funciona una brújula…
Josiane lo agarró de la mano y lo arrastró hasta el portal de su edificio. Junior se resistió y, clavando sus zapatillas con velcro sobre la acera, intentó ralentizar a su madre que acabó cogiéndole bajo el brazo y empujándole hasta el ascensor, le dio dos guantazos y le soltó en su habitación encerrándolo con llave.
Junior rugió y golpeó con todas sus fuerzas:
—Odio a las mujeres. ¡Son unas coquetas estúpidas y vanidosas que sólo piensan en su propio placer y se sirven de los hombres! Cuando sea mayor, seré homosexual…
Josiane se tapó los oídos y se fue a llorar a la cocina.
Lloró mucho, durante mucho rato, lloró su sueño perdido de madre feliz. Se consoló diciéndose que todas las madres deseaban un niño perfecto, un niño hecho según su imagen ideal, y que el Cielo les enviaba uno con el que había que entenderse. Si tenías suerte, recibías un pequeño Émile; si no, era mejor adaptarse.
Fue a liberar a su hijo y abrió la puerta de la habitación.
Estaba tumbado sobre la moqueta con la ropa arrugada. Había gritado tanto, vociferado tanto, golpeado tanto la puerta que había acabado derrumbándose de cansancio, y dormía como duermen los valientes tras haber luchado durante tres días y tres noches, con sus rizos rojizos revueltos y el cuello, las mejillas y el pecho enrojecidos. De su boca de encías irritadas se escapaba un débil ronquido. Un Hércules derribado que yacía en el suelo, febril y rojo de cólera.
Se inclinó junto a él. Le miró dormir. Pensó que cuando dormía era un bebé, es mi bebé, me pertenece. Le contempló largo tiempo, le levantó, le colocó entre sus piernas como una mona que despioja a su cría, le acunó canturreando mamá, ¿los barquitos que van por el agua tienen piernas? Pues claro, tontorrón, si no, no podrían caminar…[15]
Junior abrió un ojo y manifestó que esa cancioncita era una idiotez.
—La que es tontorrona es la madre y no el niño —protestó, medio dormido—. ¡Los barcos no tienen piernas!
—Duerme, mi niño, duerme… Aquí está tu mamá que te quiere y te protege…
Él gruñó de felicidad, hundió la cabeza y los puños en el vientre de su madre que le recibió con lágrimas en los ojos, lo envolvió entre sus brazos y continuó canturreando en la oscuridad de la habitación.
—Mamá…
Josiane se estremeció ante ese dulce nombre y le abrazó más.
—Mamá, ¿sabes por qué La Bruyère escribió Los caracteres?
—No, mi niño querido, pero tú me lo vas a decir…
Él permaneció sumergido en su regazo y explicó en voz baja:
—Pues bien, mira, él quería mucho a una muchachita cuyo padre era impresor y se llamaba Michallet. La quería con un amor puro. Ella llenaba su alma de belleza. Un día, se preguntó qué matrimonio darían a esa pequeña, pues no tenía dote. Entonces, fue a ver al padre, el señor Michallet, y le dio el manuscrito de Los caracteres en el que había trabajado varios años. Le dijo: «Tenga, buen hombre, imprima pues esto, y si obtiene de ello algún beneficio, lo invertirá en su hija y eso será su dote». Lo cual hizo Michallet y así fue como la señorita Michallet tuvo una buena boda… ¿No es admirable, mamá?
—Sí, mi niño, es admirable. Cuéntame más cosas de La Bruyère. Parece un tío majo…
—Sobre todo hay que leerlo, ¿sabes?… Cuando sepa leer correctamente, te lo leeré. No tendremos que ir al parque, nos quedaremos juntos los dos y yo te llenaré la cabeza de cosas bonitas… Porque quiero aprender griego y latín para leer los originales de Sófocles y Cicerón.
Frunció el ceño, pareció reflexionar y añadió:
—Mamá, ¿por qué esa ira hace un rato? ¿No te has dado cuenta de que ese chiquillo, Émile, era torpe y estúpido?
Josiane cogió un rizo pelirrojo entre sus dedos y lo hizo deslizar de un dedo al otro como quien maneja el hilo en un telar.
—Me gustaría tanto que fueses como los demás, como todos los niños de tu edad… No quiero un genio, quiero un bebé de dos años.
Junior permaneció silencioso un momento y después dijo:
—No lo entiendo. Te evito tantas preocupaciones educándome yo mismo… Creía que estarías orgullosa de mí. Me apenas, ¿sabes?, al no aceptarme como soy… No ves en mí más que mi diferencia, pero ¿no comprendes también hasta qué punto te quiero, y todos los esfuerzos que hago para complacerte? No por el hecho de ser diferente debes guardarme tanto rencor…
Josiane estalló en sollozos y los ahogó con besos mojados en lágrimas.
—Lo siento, mi niño, lo siento… Intentemos encontrar momentos como este, los dos, momentos en los que damos rienda suelta al corazón, en los que tengo la impresión de que eres mío, y te prometo que dejaré de imponerte a ningún estúpido Émile.
Él le preguntó bostezando ¿me lo prometes? Ella respondió te lo prometo y él se dejó caer como un peso muerto en un sueño profundo.
Por la noche, cuando Marcel Grobz ya se colaba entre las sábanas, buscando con sus dedos regordetes cubiertos de vello pelirrojo el cuerpo suave de su mujer, Josiane le rechazó y le dijo:
—Tenemos que hablar…
—¿De qué? —preguntó con una mueca de disgusto.
Había estado esperando durante todo el día el instante mágico en el que se posaría sobre el cuerpo de Josiane y la penetraría lenta, enérgicamente, murmurándole al oído todas las palabras dulces que había acumulado entre papeles que firmar, una boca de incendios que reparar, un proveedor chino y un fabricante de muebles de cocina que se negaba a bajar el margen.
—De tu hijo. Le he sorprendido esta mañana leyendo Los caracteres de La Bruyère.
—¡Ese es mi niño! ¡Cómo le quiero! ¡Qué orgulloso estoy de él! ¡Mi hijo, carne de mi carne, mi soberano pontífice!
—¡Y eso no es todo! Después de haberme contado la historia de La Bruyère, sacó la conclusión de que quería aprender griego y latín para leer a los clásicos en versión original…
Marcel Grobz expresaba su entusiasmo rascándose el vientre.
—¡Normal! Es mi hijo. Si me hubiesen animado así, aunque fuese un poco, también yo habría aprendido latín, griego, letras clásicas e hipotenusas.
—¡Pamplinas! Tú eras un niño normal, yo era una niña normal ¡y hemos fabricado un monstruo!
—Que no, que no… Mira, Bomboncito, a nosotros nos educaron a guantazos, nos tomaron por un par de piltrafas y ahora nos encontramos con un pequeño genio… ¿No es maravillosa la vida?
—Excepto que Gladys, ya sabes, nuestra última asistenta…
Marcel se quedó pensando. De un tiempo a esta parte, había asistido a un desfile de asistentas. Ninguna se quedaba. Y sin embargo, la paga era generosa y las condiciones de trabajo cómodas. Josiane era una señora respetuosa a la que no se le caían los anillos por hundir los dedos en lejía, y despreciaba a todo aquel que osara hablar de su «chacha». Porque ella misma había sido una chacha durante mucho tiempo.
—¡Ha hecho las maletas! ¿Y sabes por qué?
Marcel hacía un esfuerzo por contener la risa.
—No —consiguió decir al borde de la congestión.
—Por culpa de Junior. Quería que ella le leyese ¡y ella quería ordenar la casa!
—Pues es menos cansado leer obras clásicas que dar lustre al excusado…
—¡Ahora te pones a hablar como él! Cuando te conocí decías «meadero» como todo el mundo…
—Es que… Bomboncito, leo todas las noches y, forzosamente, eso influye… Entiendo al chiquillo, es insaciable, es curioso, quiere aprender, no quiere aburrirse cuando le hablan. Hay que dedicar el tiempo a enseñarle. Además de su mamá, tienes que convertirte en Pico de la Mirandola.
—¿Y quién es ese? ¿Uno de tus amigotes?
Marcel se echó a reír y la acurrucó entre sus brazos.
—Deja de exprimirte el cerebro, gatita mía. Somos muy felices los tres y tú estás metiendo la desgracia en casa con tus preguntas…
Josiane murmuró algo incomprensible y Marcel aprovechó para deslizar la mano sobre su seno.
—¿No crees que se pone muy rojo? —prosiguió Josiane rechazándolo—. Parece eternamente enfadado… Se pone rojo de rabia. Me da miedo… Me da miedo también no poder estar a su altura, tengo miedo de que me desprecie. ¡Yo no he estudiado en la ENA[16]! ¡No salgo de la Escuela Nacional de Admiración!
—¡Pero si a Junior le da igual, está por encima de todo eso! ¿Sabes qué vamos a hacer, Bomboncito? Vamos a contratar a un preceptor sólo para él. Este niño no necesita una niñera, este niño necesita que le alimenten a cucharaditas de saber fresco, que le enseñen la superficie de la Tierra, griego y latín, por qué gira el planeta y por qué es redondo y por qué no acaba enloquecido en la infinidad del espacio. Él exige que le enseñen cómo se utiliza una regla, un compás, la regla de tres y las raíces cuadradas…
—Y además, ¿por qué se llaman raíces cuadradas? No son raíces ni cuadradas. No, gordito, con un preceptor me sentiré aún más abandonada. Aún más lerda…
—¡Claro que no! Y además tú también aprenderás cosas maravillosas… Asistirás a las clases y exclamarás oh y ah de sorpresa, abriendo mucho la boca por lo hermoso que será y por los muchos firmamentos que se abrirán en tu cabeza…
—¡Mi pobre cabeza! —suspiró Josiane—, está tan vacía… A mí no me enseñaron nada. Qué quieres que te diga, gordito, la mayor injusticia del mundo es no haberme tragado todo ese saber cuando era pequeña.
—¡Pues recuperarás el tiempo perdido! Y después serás tú la que me hable con desdén, la que me dirá «¡Menudo tocho! ¡Menudo percebe!» y entonces yo tendré que ponerme a hacer los deberes humildemente todas las noches. Créeme, preciosidad, no eres más tonta que tu hijo y el Cielo nos ha enviado este niño para educarnos… Es un niño diferente. ¡Pues bien! ¡Que sea diferente! Me da igual. ¡Lo defiendo! Si tuviese tres piernas y un solo ojo lo defendería igual. ¿Qué es lo que querías? ¿Un niño con un sello de conforme a las normas? ¡Estoy harto de las normas! Las normas no fabrican más que zoquetes babosos que no saben pensar. ¡Hay que patearle el culo a las normas, hacerlas estallar, derribarlas! ¡Al infierno todas las madres que cargan con retoños normales! No saben el tesoro que guardamos nosotros, no pueden saberlo. Llevan las orejeras puestas. En cambio, nosotros… ¡Qué céfiro! ¡Qué satisfacción! ¡Qué divina sorpresa a todas horas del día! Venga, ven conmigo, mi rellenita, deja de envenenarte la sangre, acabarás enferma, voy a hacer que roces el Cielo, muñequita, cariño mío, mi magnífica belleza, mi mujer, mi techo, mi raíz cuadrada, mi Pompadour lasciva…
Y, palabra a palabra, Bomboncito languideció, se relajó, acabó ahogando una risita, se dejó montar por su gigante pelirrojo y ambos ascendieron a través de voluptuosas etapas por la gran escala del placer.
Al día siguiente, durante el desayuno, recibieron una llamada del abogado de Henriette. Henriette Grobz, viuda de Plissonnier, madre de Iris y de Joséphine Plissonnier, casada en segundas nupcias con Marcel Grobz, estaba dispuesta a firmar los papeles del divorcio. Se rendía a los argumentos de Marcel y sólo pedía una cosa, conservar su apellido.
—¿Y por qué quiere guardar la Escoba tu apellido? —preguntó Josiane, desconfiada, todavía completamente arrugada por la noche de amor—. Ella odiaba ese apellido, le daba arcadas. Esto me huele a embrollo, esa nos la va a volver a meter doblada, ya verás…
—¡Que no, niña preciosa! Se rinde, eso es lo principal. ¡No le busques tres pies al gato! Siempre estás igual; en cuanto llega la felicidad, ves detrás al diablo y sus cuernos.
—¡Como si esa fuese a transformarse en corderito! No me lo creo ni por un segundo. El lobo puede perder la piel, pero no pierde la maldad. Y esa tiene maldad para dar y tomar…
—Te digo que se ha rendido. He conseguido que muerda el polvo y se trague todo su veneno, hasta la última gota, se está ahogando, pide clemencia…
Marcel Grobz estornudó, sacó del bolsillo un pañuelo de cuadros y se sonó vigorosamente. Josiane frunció el ceño.
—¿Y los pañuelos de papel que te había dado? ¿Los dejas para las moscas?
—Pero Bomboncito, a mí me gusta mi viejo pañuelo de cuadros…
—¡Es un nido de microbios, un criadero de virus! ¡Y la pinta que te da! Pareces un campesino con zuecos.
—No me avergonzaría ser un campesino… —replicó él guardándose el pañuelo en el bolsillo antes de que Josiane se lo quitase.
Había tirado una docena a la basura la semana anterior.
—¡Y este es el que quiere contratar un preceptor para su hijo! ¡Y este es el que quiere ascender el Pico de la Mirandola! ¡Vaya papelito que vas a hacer ante el pozo de cultura, con tu pañuelo y tus tirantes!
—Me voy a informar desde hoy mismo sobre dónde puedo encontrar a ese hombre —enlazó Marcel, feliz de cambiar de tema.
—¡Y pide referencias! No quiero ni un marquesito ni un marxista barbudo. Encuéntrame un viejecito enciclopédico al que pueda controlar cuando se ponga a darle al pico…
—Entonces, ¿estás de acuerdo?
—Podemos decirlo así… Pero quiero verle antes de decidirme. No vaya a ser un espía de la Escoba…
* * *