Estaban a finales de noviembre y reinaba un frío penetrante y húmedo. Alexandre atravesaba el parque para volver a su casa refunfuñando, porque le habían robado otra vez sus guantes forrados. Ese instituto estaba lleno de ladrones. En cuanto te dejabas unos guantes o una bufanda, apenas te volvías de espaldas, podías estar seguro de que desaparecerían. Y eso sin hablar de los móviles o los iPod, porque esos era mejor tenerlos escondidos.
Le gustaba volver a casa andando.
Atravesaba un trozo de Hyde Park y después subía a un autobús. El 24, el 6 o el 98. Podía elegir. Se apeaba en George Street con Edgware Road y caminaba hasta su casa, en el 48 de Montaigu Square. Le gustaba mucho su nuevo barrio. Su habitación daba a un parquecito privado del que su padre tenía una llave. Una vez al año, los vecinos abrían el parque y organizaban un picnic. Su padre se encargaba de la barbacoa y de asar la carne.
En metro se arriesgaba a quedarse bloqueado un cuarto de hora en un túnel, y entonces se ponía a pensar en su madre. Ella volvía siempre en los túneles, cuando se paraba el metro…
En la oscuridad del bosque, bailando a la luz de los faros antes de dejarse clavar un cuchillo en el corazón. Él se cubría el cuello con las solapas del abrigo y se mordía los labios.
Se había prohibido pronunciar «mamá, mamá…» porque, en caso contrario, ya no respondía de nada.
Cruzaba el parque. Caminaba desde South Kensington hasta Marble Arch. Se entrenaba para dar pasos cada vez más largos, como si estuviese subido en un compás. A veces, forzaba las piernas con tanta fuerza que tenía miedo de desgarrarlas.
Lo que de verdad ocupaba su tiempo desde el comienzo de las clases era despedirse.
Se entrenaba para despedirse de cada persona con la que se cruzaba como si no fuera a volver a verla, como si fuese a morir en cuanto le diese la espalda, y después analizaba la pena que sentía. Adiós a la chica que le acompañaba hasta el final de la calle. Se llamaba Annabelle, tenía la nariz larga, un cabello del color de la nieve, y unos ojos dorados con manchitas amarillas que, cuando la besó, una noche, le habían hecho bizquear. Él se había quedado sin respiración.
Y se había preguntado si lo había hecho bien.
Adiós a la viejecita que cruzaba la calle sonriendo a todo el mundo… Adiós al árbol de ramas torcidas, adiós al pájaro que clava el pico en un trozo de pan sucio, adiós al ciclista que lleva un casco de cuero rojo y dorado, adiós, adiós…
Van a desaparecer, van a morir a mis espaldas, y yo, ¿qué siento?
Nada.
Se convenció de que debía entrenarse para sentir algo, y decidió caminar sobre la hierba en vez de sobre el duro sendero. No soy normal. A fuerza de no sentir nada, siento un gran agujero en mi interior que me vuelve loco. No tengo la impresión de estar en la tierra.
A veces era como si flotara por encima del mundo, como si mirara a la gente desde lejos, desde muy lejos.
Quizás si hablara de ello en casa, sentiría algo. Me serviría de entrenamiento y, al final, saldría de mi pecho ese maldito gran agujero que me hace ver la vida desde tan lejos.
No hablaban de su madre en casa. Nadie sacaba el tema. Como si no estuviera muerta. Como si tuviese razón de no sentir nada.
Intentaba hablar con Annie, pero ella sacudía la cabeza y le respondía, qué quieres que te diga, chico, yo no conocí a tu madre.
Zoé y Joséphine. Con ellas hubiese podido hablar. O más bien Joséphine hubiese encontrado las palabras adecuadas. Hubiese sabido despertar algo en él. Algo que habría creado un vínculo entre él y la tierra. Habría dejado de ser un aviador indiferente.
No podía sincerarse con su padre. Era demasiado delicado. Le parecía incluso que era la última persona con la que desearía hablar de ello.
La cabeza de su padre debía de estar hecha un lío. Estaba su madre y estaba Joséphine. No sabía cómo se las arreglaba para no perderse.
Él se habría vuelto loco si hubiese estado entre dos chicas y las hubiese querido a las dos. Sólo de pensar en su beso con Annabelle ya sentía vértigo. La primera vez que se habían besado había sido por casualidad. Se habían parado al mismo tiempo frente al semáforo, habían vuelto la cabeza al mismo tiempo y ¡ya está! Sus labios se habían juntado y había sentido cómo un sabor de papel secante un poco dulce, un poco pegajoso, se posaba sobre sus labios. Había querido volver a hacerlo, pero ya no había experimentado lo mismo.
Había vuelto a subir al avión. Se había visto desde lo alto, había perdido la emoción.
En el instituto o en las fiestas, solía quedarse solo porque pasaba bastante tiempo jugando al juego de «despedirse». Y es que claro, de ese juego no puede uno hablar con nadie. En cierto modo, lo prefería. Porque si le preguntaban ¿por qué siempre viene a buscarte tu padre?, ¿dónde está tu madre?, no sabía muy bien qué contestar. Si decía está muerta, el chico o la chica ponía una expresión extraña, como si él le enseñase una cosa muy pesada que apestase. Así que era más fácil no hablar con nadie. Y no tener amigos.
En todo caso, ningún mejor amigo.
Pensaba en todo eso mientras caminaba por el parque, dando patadas y levantando rastrojos de hierba, verdes por un lado y marrones por el otro, y aquello le gustaba, pasar del verde al marrón, del marrón al verde. De pronto se quedó de piedra al notar una cosa extraña.
Primero creyó que era un espantapájaros que movía los brazos y hundía la cabeza en una de las grandes papeleras cilíndricas colocadas en medio del parque. Después vio cómo el montón de trapos se incorporaba, sacaba cosas de la papelera y las metía bajo un gran poncho, sujeto bajo la barbilla con una especie de gafete.
¿Qué es eso?, se preguntó, intentando mirar sin parecer que miraba, para no hacerse notar.
Era una anciana que llevaba un montón de cosas asquerosas encima. Zapatos asquerosos, una manta asquerosa, mitones asquerosos, medias de lana negra con agujeros que dejaban ver una piel asquerosa y una especie de gorro hundido hasta los ojos.
Desde donde estaba, él no podía ver el color de sus ojos. Pero estaba seguro de una cosa, era una vagabunda.
Su madre tenía miedo de los vagabundos. Cruzaba la calle para evitarlos, le cogía de la mano y su mano temblaba agarrada a la de Alexandre, que se preguntaba por qué. No parecían demasiado peligrosos.
Su madre. Sólo se interesaba por él cuando tenía un hueco en la agenda. Se volvía hacia él como si recordase de pronto que estaba allí. Le acariciaba, repetía mi amor, mi amor, ¡cuánto te quiero! Lo sabes, ¿no, cariñito? Como si lo hiciese para convencerse a sí misma. Él no respondía. Había aprendido desde muy pequeño que no debía entregarse, porque ella le soltaría de la misma forma que lo había cogido. Como a un paraguas. Él sentía simpatía por los paraguas que siempre se dejan olvidados en alguna parte.
Las únicas veces en que su madre parecía sincera, las únicas veces en que no jugaba a ser la maravillosa Iris Dupin, era cuando veía un mendigo en la calle. Aceleraba el paso diciendo no, no, ¡no lo mires! Y si él preguntaba por qué había pasado tan deprisa, de qué tenía miedo, ella se arrodillaba, le tomaba de la barbilla y decía no, no, no tengo miedo, pero son tan feos, tan sucios, tan pobres…
Ella le abrazaba y él oía el latido desbocado de su corazón.
Esa tarde él pasó al lado de la mendiga sin mirarla, sin detenerse. Sólo tuvo tiempo de ver cómo arrastraba, atada a la cintura, una silla de ruedas.
Al día siguiente volvió a verla. Había puesto un poco de orden en su cabello blanco y ondulado. Había plantado dos horquillas a cada lado. Horquillas de niña, con un delfín azul y un delfín rosa. Se había sentado en la silla de ruedas y había apoyado tranquilamente sobre las rodillas esas manos completamente sucias, completamente negras dentro de esos mitones multicolor. Miraba la gente que pasaba y los seguía con los ojos forzando el cuello, como si no quisiera perder detalle. Sonreía, tranquila, y exponía sus mejillas arrugadas, buscando un rayo de sol.
Alexandre pasó delante de ella y notó que se fijaba en él con mucha atención.
Al día siguiente seguía allí, sentada en su silla de ruedas, y él pasó un poco más despacio. Ella le dedicó una gran sonrisa y él tuvo tiempo de responderle antes de alejarse.
Al día siguiente, se acercó. Había preparado dos monedas de cincuenta peniques para dárselas. Quería verle los ojos. Era una idea fija que le rondaba desde que se había levantado: ¿y si tuviese los ojos azules? Grandes ojos azules, líquidos como la tinta de un tintero.
Se acercó. Permaneció a cierta distancia. Balanceó la cabeza. Mudo.
Ella le miraba sonriendo. Sin hacer nada.
Se acercó, le tiró las monedas a las rodillas fijándose para apuntar bien. Ella bajó la mirada hacia las monedas, las tocó con sus dedos negros de uñas agrietadas, las guardó en una cajita escondida bajo el brazo derecho y le miró.
Alexandre dio un paso atrás.
Tenía dos enormes ojos azules. Dos grandes lagos de glacial, como en las fotos de su libro de geografía.
—¿Te doy miedo, luv?
Quería decir love pero pronunciaba luv, como el vendedor del quiosco frente a su casa.
—Un poco…
No tenía ganas de mentirle. De hacerse el bravucón.
—Pero si no te he hecho nada, luv.
—Ya lo sé…
—Pero aun así te doy miedo… Porque voy mal vestida…
Los ojos azules tenían aspecto de divertirse. Sacó un poco de tabaco de otra caja de metal oculta bajo su brazo y se puso a liar un cigarrillo.
—¿Fumas, luv?
Lamía el papel de fumar sin quitarle los ojos de encima.
Sus ojos eran azules, pero estaban como gastados. Eran como ojos de segunda mano, ojos que habían vivido demasiado.
—¿Estás enamorado, luv?
Enrojeció.
—Eres mayor. Ya tienes edad para tener novia… ¿Cómo se llama?
—…
—¿Tu mamá la conoce?
—Ya no está.
—¿Se ha ido?
—Está muerta.
¡Ya está! Lo había dicho. Era la primera vez. Tuvo ganas de gritar a pleno pulmón. Lo había dicho.
—I’m sorry, luv…
—No se preocupe, usted no podía saberlo.
—¿Se puso muy enferma?
—No…
—¡Ah! Murió en un accidente…
—Sí, en cierto modo…
—¿No quieres hablar de ello?
—Ahora no…
—Vendrás a verme otro día, quizás…
—Ella también tenía los ojos azules…
—¿Era una persona triste o feliz?
—No lo sé…
—Ah…, no lo sabes.
—Diría que más bien triste, creo…
Hurgó en sus bolsillos para ver si tenía más dinero. Encontró otra moneda de cincuenta peniques y se la ofreció. Ella la rechazó:
—No, luv, quédatela… Me ha gustado mucho hablar contigo.
—Pero ¿qué va a comer usted?
—No te preocupes, luv.
—Bueno, pues ¡adiós!
—Adiós, luv…
Se fue. Caminando recto, erguido. Quería parecer más alto a toda costa. Bueno, no había jugado a su estúpido juego, no se había despedido para siempre de ella al dejarla, sólo le había dicho adiós, pero sobre todo no quería que creyese que iba a volver a hablar con ella todos los días. Faltaría más. Vale, había hablado con ella, pero no había dicho gran cosa. Sólo que su madre estaba muerta. Pero es cierto que era la primera vez que hablaba de ello, y sintió ganas de llorar y se dijo que no era nada vergonzoso llorar porque su madre estaba muerta. Era incluso un motivo muy bueno.
Y, como sentía la mirada de la anciana a su espalda, se volvió y le hizo una seña con la mano. Debe de tener un nombre, se dijo, justo antes de subir al autobús. Pasó delante del conductor sin mostrar su bono de transporte y este le llamó la atención. Pidió disculpas.
El conductor no estaba para bromas.
Pero es que al poner el pie en el autobús, tuvo miedo de no volver a verla nunca más.
* * *