Hay muchos tipos de gente dañina.
La dañina ocasional, la dañina por diversión, la dañina que no tiene otra cosa que hacer, la dañina persistente, la dañina arrogante, la dañina arrepentida que muerde para después echarse a tus pies implorando clemencia… Nunca se debe subestimar a alguien dañino. Nunca se debe pensar que uno puede deshacerse de él con un codazo o dándole un escobazo.
El dañino se convierte en un peligro porque el dañino es como las cucarachas: indestructible.
A media mañana, en su despacho de enormes ventanales de Regent Street, justo encima de Church’s y no lejos del restaurante Wolseley, adonde iba a comer diariamente, Philippe estaba pensando que iba a tener que enfrentarse a un ejército de cucarachas.
Todo había empezado con una madrugadora llamada telefónica de Bérengère Clavert.
«La mejor amiga de Iris», se jactaba ella, lanzando los labios hacia delante para demostrar la amplitud de su afecto.
Philippe no había podido evitar una mueca de disgusto al oír su nombre.
La última vez que había visto a Bérengère Clavert, esta se le había insinuado abiertamente. Largos mechones de pelo que apartaba con la palma de la mano, la mirada lánguida bajo los ojos entreabiertos, los pechos como una ofrenda tras el escote de la blusa. Philippe le había respondido con tono seco, poniéndola en su sitio y pensando que se había librado de ella.
—¿A qué debo el honor? —preguntó mientras conectaba el manos libres y cogía el puñado de cartas que le entregaba Gwendoline, su secretaria.
—Voy a ir a Londres la semana que viene y pensaba que quizás podríamos vernos…
Y como él no respondía, añadió:
—Sin otra intención que la de charlar, por supuesto…
—Por supuesto —repitió Philippe ojeando el correo y leyendo con el rabillo del ojo un artículo del Financial Times: «Ya nada será como antes. La City prescindirá de casi cien mil empleados. Una cuarta parte de los existentes. Es un capítulo que se cierra: se termina una edad de oro en la que un tipo mediocre podía terminar el año con una bonificación de dos millones». Le seguía una entradilla que decía: «El problema no es saber cuánto dinero vamos a perder, sino cómo vamos a sobrevivir. Hemos pasado de la euforia general a la crisis total». Un antiguo empleado de Lehman Brothers declaraba: «Resulta violento. Los administradores judiciales nos han asegurado nuestros sueldos hasta finales de año, después será un sálvese quien pueda».
Palabras como leverager, credit rating, high yield, overshooter se habían convertido en elementos apestosos que se tiran a la basura con la nariz tapada.
—… así que pensaba —seguía diciendo Bérengère Clavert— que podríamos comer juntos para poder darte todo esto…
—¿Para darme qué? —preguntó Philippe, abandonando la lectura del periódico.
—Los cuadernos de Iris… ¿Me estás escuchando, Philippe?
—¿Y cómo es que tienes cuadernos de Iris?
—Tenía miedo de que los encontrases y me los había confiado… ¡Están llenos de historias jugosas!
«Jugosas», otra palabra que le producía dentera.
—Si ella no quería que los leyese, no tengo por qué hacerlo. Me parece que la cosa está clara. Así que no creo necesario que nos veamos.
Hubo un largo silencio. Philippe iba a colgar cuando escuchó la voz sibilante de Bérengère:
—¡Qué grosero eres, Philippe! ¡Cuando pienso que, cada vez que hablan mal de ti, salgo en tu defensa!
Philippe sintió un ligero estremecimiento al oír la última frase, pero prefirió colgar. Nociva y perversa, subrayó mientras le pedía una taza de café bien cargado a Gwendoline, que asomaba la cabeza por la puerta.
—Tiene usted al señor Rousseau en la otra línea… desde su despacho de París —susurró—. Tenga cuidado: vocifera.
Raoul Rousseau. Su socio. Le había vendido su parte y le cedió la dirección de su gabinete de abogados tras haber decidido retirarse parcialmente. Tras haber decidido no pasar el resto de su vida leyendo textos, contratos, amontonando cifras y acumulando comidas de negocios. Raoul Rousseau, alias el Sapo. Dirigía la sede de París, tenía el labio inferior húmedo y grueso de los hombres voraces. Philippe participaba en las reuniones del consejo de administración y le pasaba negocios desde Londres, Milán o Nueva York. Ahora trabajaba a tiempo parcial y le venía de maravilla.
Volvió a descolgar el teléfono.
—¡Raoul! ¿Qué tal estás?
—¿Cómo puedes hacerme una pregunta tan estúpida? —se hinchó el Sapo—. ¡Esto es un tsunami! ¡Un auténtico tsunami! ¡Todo se viene abajo! Estoy sumergido entre dossiers. Contratos que ya deberían estar firmados, gente aterrada que huye, ¡quieren garantías y los banqueros se echan a temblar! Y yo aquí, a contracorriente como un loco.
—Cálmate y respira hondo… —intentó tranquilizarle Philippe.
—¡Eso es fácil decirlo! ¡Se diría que te importa un comino!
—Nos afecta a todos y todos sufriremos las consecuencias. No sirve de nada trastornarse. Al contrario… ¡Hay que aparentar calma!
—Es una carrera contrarreloj, tío. Si no gesticulas, caes al vacío… Están todos en ese plan, buscando el menor defecto en la redacción del contrato para no firmarlo, para no comprometerse, y el resultado es que todo está bloqueado. Te digo que estamos de mierda hasta el cuello, ¡hasta el cuello! Los juzgados mercantiles están inundados de solicitudes de quiebra y esto es sólo el principio. ¡Todavía no hemos visto nada!
—Nosotros tenemos un negocio saneado, no hay que ponerse nerviosos, hay que dejar que pase la tormenta y después volvemos a comprar…
—Sí, ya, el trabajo de la hormiguita, ¡pero eso no da pasta! Yo quiero seguir haciendo negocios rentables, no quiero dedicarme a tapar agujeros y sacar cuatro perras, ¡quiero auténticos pelotazos!
—Se acabaron los tiempos del pelotazo…
—¡La semana que viene nos reunimos en París! Mientras tanto le hacemos a todo el mundo un contrato temporal. ¿Cuándo puedes venir? ¡Mi agenda! —le gritó a su secretaria—. ¡Tráigame la agenda!
Fijaron una fecha y el Sapo colgó vociferando:
—¡Y te conviene encontrar soluciones! ¡Que para eso te pagan!
—A mí no me pagan, Raoul. No soy tu empleado, ¡no lo olvides nunca!
Philippe colgó, irritado. ¡Cucaracha asquerosa! Un insecto repugnante al que le gustaría aplastar bajo su zapato. Por supuesto que todo iba a hundirse… Pero se recuperarían y comprarían a la baja valores con los que ganarían aún más dinero.
O quizás él no compraría.
Dejaría las cosas como están. En su lamentable estado.
Y se iría.
Últimamente se sentía cada vez más asqueado.
Asqueado por la codicia de la gente, por su falta de valores, por su falta de visión. Un marchante de arte de Los Ángeles le había contado que los brokers estaban especulando a la baja. Cuanto más perdía la Bolsa, más ganaban ellos. ¿Y si volvía a subir?, había preguntado Philippe. No lo hará inmediatamente, aquí la gente piensa que más bien se hundirá más y, en todo caso, se están preparando.
Los tiempos estaban cambiando y eso no le disgustaba del todo. El mundo desbordaba pasiones enfermizas. Pus amarillento sobre un sentimiento que antaño resplandecía.
Tenía ganas de desprenderse de todo.
Esa mañana, al levantarse, había vaciado los armarios y le había pedido a Annie que lo donase todo a la Cruz Roja. Había sentido una extraña alegría ante la idea de no volver a ver sus armarios llenos de trajes grises, de camisas blancas y de corbatas a rayas.
Al ver aquel montón de ropa a sus pies se había dicho: he tirado el uniforme.
Cuando Philippe Dupin decidió retirarse de los negocios, instalarse en Londres e invertir su tiempo de rico ocioso coleccionando obras de arte, la situación económica del mundo parecía confortable. Se producían escándalos financieros, por supuesto, francotiradores que realizaban operaciones fraudulentas, pero la esfera económica mundial no parecía amenazada.
Ahora, la famosa marca Woolworth estaba controlada judicialmente e iba a cerrar. El cierre afectaba a más de ochocientas tiendas y treinta mil puestos de trabajo. La City se tambaleaba por culpa de rumores escalofriantes: alarma frente a los resultados de Marks & Spencer, Debenhams, Home Retail Group y Next, inminente quiebra de una docena de empresas de las consideradas medianas —entre cien y doscientas cincuenta tiendas—, desaparición de cuatrocientas cuarenta cadenas de aquí a finales de año, y doscientos mil parados más. Ni siquiera las empresas de lujo se librarían. Habría despidos en Chanel y Mulberry. Se sucedían tenebrosamente las malas noticias. Paro, falta de crédito, alza de los precios en alimentación y transporte público, caída de la libra esterlina. Esas palabras sonaban como el lento balanceo de los sepultureros portando el féretro de la economía.
La crisis parecía grave. El mundo iba a cambiar.
Necesitaba cambiar.
Y no cambiaría repitiendo los mismos errores. La crisis actual, por el momento, afectaba al sector financiero, pero no tardaría en bajar a la calle, en afectar a los transeúntes que veía desde la ventana. El mundo necesitaba una nueva óptica. La gente debía volver a confiar en una economía que funcionara para ellos. Para remunerar el trabajo decente. No para unos cuantos privilegiados que se llenaban los bolsillos a su costa.
La crisis no la resolverían políticos mediocres. Ha llegado la hora de la audacia, de la generosidad, de correr riesgos para que el mundo vuelva a ser humano.
Pero por encima de todo, él sabía que debería volver la confianza.
La confianza, suspiró, mirando la foto de Alexandre sobre su mesa.
Todos necesitamos creer en algo, sentir confianza, saber que es posible darlo todo por un proyecto, una empresa, un hombre o una mujer. Entonces nos sentimos fuertes. Hinchamos el pecho y desafiamos al mundo.
Pero si dudamos…
Si dudamos, sentimos miedo. Vacilamos, nos tambaleamos, tropezamos.
Si dudamos, ya no sabemos nada. Ya no estamos seguros de nada.
De pronto hay cosas que se vuelven urgentes cuando no deberían serlo.
Preguntas que nunca nos haríamos, y nos hacemos.
Preguntas que, de pronto, agitan los cimientos de nuestra existencia.
¿Me gusta el arte o especulo con él?, se había preguntado esa misma mañana al afeitarse, y mientras oía en la radio que el único récord destacable de las últimas subastas de Londres era la cantidad de objetos sin vender.
Él coleccionaba desde su más tierna infancia. Había empezado con sellos, cajas de cerillas y tarjetas postales. Y después, un día, había entrado con sus padres en una iglesia de Roma.
San Luigi dei Francesi.
La iglesia era pequeña, oscura, fría. El canto de los escalones de acceso estaba mellado, y parte de la piedra se había desprendido. Un mendigo, sentado a un lado, tendía una mano descarnada.
Él se había soltado de la mano de su madre y se había colado dentro sin hacer ruido.
Como si presintiera que un descubrimiento magnífico estaba esperándole…
Como si presintiera que debía presentarse solo.
Se había fijado en un cuadro colgado en una pequeña capilla a la izquierda. Se había acercado y, de pronto, ya no supo si había sido él el que había entrado en el cuadro, o el cuadro el que había entrado en su cabeza. ¿Sueño o realidad? Se quedó allí, quieto, sin respirar, penetrando en las sombras y los colores de aquella Vocación de San Mateo. La luz que emanaba del cuadro le dejó conmocionado. Feliz. Tan feliz que no se atrevía a dar un paso, por miedo a romper el encanto.
No quería marcharse.
No quería salir del cuadro.
Tendió la mano para acariciar el rostro de cada personaje, levantó el dedo para entrar en el rayo de luz, se sentó sobre el taburete dejando la espada a un lado como el hombre que le daba la espalda.
Había preguntado si podría comprarlo. Su padre se había reído. Quizás más adelante… ¡si te haces muy rico!
¿Se había hecho rico para recuperar esa emoción del niño pequeño ante una pintura en una oscura iglesia romana? ¿O se había hecho rico y había olvidado la pureza de esas primeras emociones para pensar únicamente en el dinero?
—Otra vez la señora Clavert —le previno Gwendoline—. Línea uno… Y aquí tiene la lista de sus próximas citas.
Le tendió un papel que él dejó sobre la mesa.
Descolgó y preguntó, educadamente:
—Sí, Bérengère…
—¿Sabes, Philippe? Deberías leer esos cuadernos. Porque te conciernen, a ti y a alguien que te importa…
—¿De quién estás hablando?
—De Joséphine Cortès. Tu cuñada.
—¿Qué tiene que ver Joséphine con esto?
—Iris la menciona varias veces y no de forma anodina…
—Normal, eran hermanas.
Pero ¿por qué sigo hablando con ella? Esa mujer es malvada, esa mujer es envidiosa, esa mujer ensucia todo lo que toca.
—Parece ser que se había enamorado de un profesor universitario… Se lo habría confesado a Iris, que se burlaba de la inhibición de su hermana pequeña… Pensé que podría interesarte… Estáis muy unidos últimamente, por lo que he oído…
Soltó una risita.
Philippe callaba. Dividido entre las ganas de saber más y la aversión que sentía hacia Bérengère Clavert.
Hubo un silencio. Bérengère supo que había dado en el blanco.
Herida en su amor propio por haber sido rechazada de nuevo, había decidido volverle a llamar y herirle a su vez. ¿Quién se creía que era ese hombre atreviéndose a ignorarla? Iris le había contado una vez lo que pensaba Philippe de ella: Bérengère es un ser inútil. ¡Y dañino, además!
Él pensaba que era dañina. Pues iba a demostrarle que tenía razón.
El silencio se prolongaba y Bérengère no cabía en sí de gozo. Así que era cierto lo que le habían contado: Philippe Dupin estaba colado por su cuñadita. Incluso habían empezado una relación antes de la muerte de Iris. Prosiguió, enardecida e insinuante:
—Parece ser que le conoció por su investigación sobre el siglo doce… Un profesor de universidad muy guapo… Vive en Turín… Divorciado, dos hijos. En aquella época no pasó nada. Él estaba casado. Y ya conoces a Joséphine, tiene principios y no los suelta aunque la maten. Pero él recuperó la libertad y parece ser que les han visto juntos, el otro día, en París. Parecen muy unidos… Me lo ha dicho una amiga que trabaja en la Sorbona y conoce a tu cuñada.
Philippe pensó por un momento en Luca, y después se dijo que Luca no era ni profesor universitario, ni casado, ni padre de familia. Y además, Luca estaba internado desde septiembre en una clínica de provincias.
—¿Eso es todo lo que tenías que decirme, Bérengère?
—Se llama Giuseppe… Adiós, Philippe… O más bien, arrive-derci!
Philippe hundió las dos manos en los bolsillos como si quisiera reventar el forro. Imposible, se dijo, imposible. Conozco a Joséphine, me lo habría dicho. Es por eso que la quiero, de hecho. Es la rectitud personificada.
Nunca había imaginado que Joséphine pudiera tener otra vida.
Interesarse por otro hombre que no fuera él.
Sincerarse, reírse, cogerle del brazo al caminar…
Se preguntó por qué nunca había pensado en ello.
Su primera visita había llegado. Gwendoline le preguntó si podría recibirla.
—Un minuto —pidió.
Sí, pero…
Ella no quiere herirme.
No sabe cómo decírmelo.
Hace meses que no responde ni a mis flores ni a mis cartas ni a mis mensajes.
Hizo entrar a su cita.
Era el tipo de cliente que habla, habla y lo único que pide es que le den la razón. Para sentirse más tranquilo. Llevaba una chaqueta beige de tweed y una camisa amarilla. El nudo de su corbata seguía la línea de su nariz: torcida.
Philippe asentía con la cabeza y seguía la línea de su nariz y la de su corbata.
El hombre hablaba, él asentía, pero a su mente volvía el mismo interrogante «sí pero y si…».
¿Y si Bérengère decía la verdad?
Se había separado de Iris antes de que ella muriese de forma trágica.
Su historia se había interrumpido en Nueva York. Él había escrito la palabra FIN sobre el mantel blanco de una mesa en el Waldorf Astoria[13].
Cuando se enteró de su muerte, se sintió afectado, triste. Había pensado ¡qué desastre! Pensaba en Alexandre. La fotografía de Lefloc-Pignel en los periódicos, su imagen de hombre hostil y obstinado le había perseguido durante mucho tiempo. Así que ese es el hombre que mató a mi mujer… Fue ese hombre.
Después, los rasgos de la foto se habían difuminado. No le quedaba de Iris más que la imagen de una mujer hermosa y vacía.
Una mujer que había sido la suya…
Esa noche llamaría a Dottie y le preguntaría si tenía tiempo para tomar una copa.
Dottie era su confidente, su amiga. Dottie tenía una mirada dulce y las pestañas rubias. Huesos punzantes en las caderas y cabello de bebé.
Ya no se acostaba con Dottie. No quería sentirse responsable de ella.
¿Quieres que te diga una cosa?, le había confesado Dottie una noche que estaba un poco bebida, con su cigarrillo tan cerca del pelo que él tenía miedo de que le prendiera fuego, me parece que estoy enamorada de ti. ¡Oh! Ya sé, no debería decírtelo, pero es así, no tengo ganas de disimular… Estoy descubriendo el amor y no sé nada de la estrategia del amor… Sé muy bien que estoy destrozándome la vida. Pero me da igual. Al menos, te quiero… y es bonito amar. Sufrir no es bueno, pero amar es bonito… Nunca me había pasado. Antes de conocerte creía que había amado, pero sólo me había enamorado. No puedes decidir dejar de amar. Amas durante el resto de tu vida… Y esa es la única diferencia.
La única diferencia.
Lo entendía. A veces él se enamoraba de mujeres durante una noche. O un fin de semana.
Se fijaba en la curva de un hombro en la esquina de una calle de Chelsea, la seguía. La invitaba a cenar, se acostaba a su lado durante algunas noches. Por la mañana, ella preguntaba dentro de un año ¿te acordarás de mí? Él no respondía, ella añadía dentro de un año ¿con quién estarás? ¿Con quién estaré? Y ella añadía ¿al menos me quieres un poco? Él permanecía con la boca seca, la sonrisa helada. Ya lo ves…, dentro de un año estarás con otra, me habrás olvidado…
Él lo negaba con vehemencia.
Pero sabía que tenía razón.
Había pasado una noche con una brasileña que presumía de escribir cinco horas diarias y de hacer las mismas horas de gimnasia para equilibrar cuerpo y espíritu. Al dejarla, había roto el papel en el que ella había anotado su teléfono y había seguido con la mirada el vuelo del confeti.
Se había ido un fin de semana con una abogada que se había llevado consigo el trabajo y se pasó todo el rato con el móvil pegado a la oreja. Él había pagado la factura del hotel, le había dejado una nota, y había salido huyendo.
Durante el regreso, en pleno atasco, había recordado sus comienzos y sus deseos de conquistar el mundo. Nueva York y su primer trabajo en un gabinete de abogados internacional. Era el único francés. Había aprendido a trabajar a la americana. Alquilar una hermosa casa en Hampton, asistir a veladas de caridad vestido de esmoquin, del brazo de una mujer seductora, distinta cada vez. Trajes caros importados de Inglaterra, camisas de Brooks Brothers, comidas en el Four Seasons. Él se miraba en el espejo mientras se afeitaba, sonreía a su imagen, se cepillaba los dientes, elegía un traje, una corbata, pensaba qué fácil es conquistar mujeres cuando…, y se paraba, avergonzado…
Cuando uno tiene la impresión de salir de una película de la que eres el protagonista.
Y había conocido a Iris Plissonnier.
Su corazón había empezado a latir. Los minutos parecían siglos. Se terminaron las certidumbres, la película se había hecho trizas. O puede que… De una cosa estaba seguro: sería ella. Nadie más. Él se había colado en su vida con la habilidad de un prestidigitador. Había sacado ocho ases de la manga y la había librado de un buen lío. La había convencido para que se casara con él. ¿La había amado o había amado la bella imagen que ella ofrecía de sí misma, la bella imagen de la pareja que formaban?
Ya no lo sabía.
Ya no se reconocía en el hombre que antaño había sido.
Se preguntaba si se trataba del mismo tipo.
Esa mañana, tras escuchar la conversación del hombre de la nariz y la corbata torcidas y de haberlo acompañado hasta la puerta, se apoyó en el marco de madera barnizada y sus ojos se fijaron en la foto de Alexandre. Suspiró. ¿Qué sabemos de los que viven a nuestro lado? Cuando creemos que los conocemos, se desvanecen.
Alexandre iba a la deriva tras la muerte de su madre. Se había encerrado en un silencio cortés, como si las preguntas que se planteaba fueran demasiado graves para hacérselas a su padre.
Por las mañanas, durante el desayuno, Philippe esperaba a que se decidiese a hablar. Un día le había abrazado por el cuello y le había propuesto ¿y si te saltaras las clases y fuésemos a dar un paseo los dos juntos? Alexandre había rechazado educadamente la propuesta, tengo un control de mates, no puedo.
Huye de mí. ¿Me reprocha quizás haberme dejado ver con Joséphine? ¿O es el recuerdo de su madre lo que le tiene atrapado?
Alexandre no había llorado en el cementerio de Père-Lachaise. Ni siquiera le temblaron los labios ni la voz durante la cremación. ¿Acaso le echaba en cara no haber sabido proteger a su madre?
Para lo bueno y para lo malo, para lo bueno y para lo malo…
Durante esos primeros meses su hijo había crecido, su voz había cambiado, su mentón se había tachonado de pelos y granitos rojos. Había ganado altura en todos los sentidos del término: física y mental. Había dejado de ser su niño pequeño. Se había convertido en un extraño…
Tan extraño como se había convertido Iris…
Resulta sorprendente, se dijo Philippe, que dos personas puedan vivir juntas sin saber nada la una de la otra. Perderse de vista cuando se hablan todos los días. En mi vida conyugal con Iris yo era un invitado. Una silueta que pasaba por el pasillo, se sentaba a la mesa y volvía a trabajar a su despacho. Por la noche, yo dormía con una máscara en los ojos y tapones para los oídos.
Alexandre iba a cumplir quince años, la edad en la que los padres se convierten en una fuente de molestias. A veces salía los sábados por la noche. Philippe le llevaba e iba a buscarle. No se hablaban durante el trayecto. Cada uno realizaba su ritual de gestos de solitario. Alexandre se daba golpecitos en los bolsillos para comprobar que tenía las llaves, el móvil y un poco de dinero, y después se volvía hacia la ventanilla, apoyando la frente y contemplando las luces mojadas de la ciudad.
Philippe reconocía ciertos gestos. Sonreía, con la mirada fija en el trayecto.
* * *