Shirley miró las tres manzanas verdes, las mandarinas, las almendras, los higos y las avellanas, colocados en la gran ensaladera naranja de barro sobre la mesa de la cocina, y pensó en el desayuno que se tomaría al volver de Hampstead Pond.

A pesar del frío, de la lluvia fina y húmeda, y de la hora temprana, Shirley iba a nadar.

Olvidaba. Olvidaba que otra vez se había dado de bruces contra el sufrimiento de Joséphine. Cada mañana la misma historia: se daba de bruces.

Esperaba la hora ideal. La hora en la que Zoé se había ido al colegio, en la que Joséphine, sola, recogía la cocina, descalza, en pijama, abrigada con un jersey viejo.

Marcaba el número de Joséphine.

Hablaba y hablaba, y colgaba, con las manos vacías.

Ya no sabía qué decir, qué hacer, qué inventar. Balbuceaba de impaciencia.

Esa mañana había vuelto a fracasar.

Cogió el gorro, los guantes, el abrigo, su bolsa de natación —bañador, toalla, gafas— y la llave del antirrobo de la bicicleta.

Cada mañana iba a sumergirse en las heladas aguas de Hampstead Pond.

Ponía el despertador a las siete, saltaba de la cama, colocaba los brazos en jarras y se espetaba ¡maldita loca! ¿Eres masoquista o qué? Metía la cabeza debajo del grifo, se preparaba una taza de té hirviendo, llamaba a Joséphine, intentaba alguna triquiñuela, fracasaba, colgaba, se ponía un chándal, calcetines gruesos de lana, un jersey gordo, otro jersey gordo, cogía el bolso y se marchaba entre el frío y la lluvia.

Esa mañana se detuvo ante el espejo de la entrada.

Sacó un lápiz de labios. Aplicó una ligera capa de rosa brillante. Se mordió los labios para extenderla. Se puso un poco de rímel resistente al agua, un toque de colorete, se enfundó el gorro blanco de punto sobre el pelo corto, sacó algunos mechones rubios, los onduló y los dejó sueltos, y después, satisfecha con el toque de feminidad, cerró de un portazo y bajó a coger la bici.

Su vieja bici. Oxidada. Chirriante. Ruidosa. Regalo de su padre una Nochebuena, en el apartamento que tenían asignado en Buckingham Palace. Gary tenía diez años. Un abeto gigante, bolas brillantes, copos de nieve de algodón y una bicicleta roja de dieciocho velocidades con un gran lazo plateado. Para ella.

Antaño había sido roja brillante, con un presuntuoso faro y cromados brillantes. Ahora, estaba…

No podía hacer una descripción exacta. Decía con pudor que había perdido lustre.

Pedaleaba. Pedaleaba.

Sorteaba coches y autobuses de dos pisos que amenazaban con aplastarla en cada curva. Giraba a la derecha, giraba a la izquierda con una sola meta en la cabeza: llegar a Heath Road, Hampstead, North London. Pasaba delante de la Spaniard’s Inn, saludaba a Oscar Wilde, tomaba el carril bici, subía, bajaba. Dejaba atrás Belsize Park, por donde habían paseado Byron y Keats, se llenaba del amarillo dorado y del rojo rutilante de las hojas, cerraba los ojos, los volvía a abrir, dejaba a un lado el horrible aparcamiento y… se sumergía en las verdosas aguas del estanque. Las aguas sombrías de largas algas marrones, de ramas que rozaban el agua y goteaban, de cisnes y patos que huían graznando si alguien se acercaba demasiado…

¿Se cruzaría con él antes de lanzarse al agua?

El hombre de la bici que visitaba por la mañana temprano los estanques helados. Se habían conocido la semana anterior. A Shirley se le habían soltado los frenos en la bajada de Parliament Hill y había acabado estrellándose contra él.

—Lo siento —había dicho levantando el gorro que le tapaba los ojos.

Se frotaba el mentón. Al chocar se había golpeado la cara contra el hombro del desconocido.

Él había bajado para inspeccionar su bicicleta. Ella sólo veía un gorro parecido al suyo, unas espaldas anchas enfundadas en una cazadora escocesa roja, inclinadas sobre la rueda delantera, y dos piernas dentro de un pantalón de pana beige. La pana estaba algo gastada en la parte de las rodillas.

—Han sido los frenos. Están gastados y se han soltado… ¿No se ha dado cuenta antes?

—Es que es muy vieja… ¡Debería cambiarla!

—No estaría mal…

Y se había levantado.

La mirada de Shirley había pasado entonces del cable de freno deshilachado a la cara del hombre. Tenía una cara agradable. Una cara agradable, cálida, acogedora, con una… una… Intentaba encontrar las palabras precisas para calmar el huracán que surgía en su interior. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Marejada fuerza siete!, susurraba una vocecita. Un rostro suave y fuerte, con una potencia interior, con una potencia evidente, sin afectación. Un rostro agradable con una gran sonrisa, una gran mandíbula, ojos alegres y pelo castaño, espeso, que se escapaba del gorro en forma de mechones rebeldes. No conseguía apartar su mirada de la cara de aquel hombre. Tenía un aspecto, un aspecto…, el aspecto de un rey que posee un tesoro sin valor para los demás, pero muy importante para él. Sí, eso era: el aspecto de un rey modesto y jovial.

Permaneció allí, mirándole fijamente, y debió de parecer especialmente estúpida, pues él esbozó una pequeña sonrisa y añadió:

—Yo en su lugar volvería caminando…, llevando la bici con la mano. Porque si no, al final del día habrá tenido varios accidentes…

Y como ella no respondía, sino que seguía allí, mirándole fijamente, intentando desprenderse de esa mirada tan dulce, tan fuerte, que la volvía completamente idiota, completamente muda, había añadido:

—Esto… ¿Nos conocemos?

—No creo.

—Oliver Boone —había dicho él tendiéndole la mano. Dedos largos, finos, casi delicados. Dedos de artista.

Ella sintió vergüenza por haberle obligado a manosear su cable de freno.

—Shirley Ward.

Él apretó su mano con fuerza y ella estuvo a punto de pegar un grito.

Había soltado una risita estúpida, la risa de una chica que trata desesperadamente de recuperar todo el prestigio que acaba de perder en un minuto.

—Bueno…, pues gracias.

—De nada. Pero tenga cuidado…

—Se lo prometo.

Ella había recogido su bici, se había dirigido hacia el estanque pedaleando lentamente, con los pies casi rozando el suelo para frenar en caso de urgencia.

En la entrada del estanque, había un cartel que decía:

No dogs

No cycles

No radios

No drowning[10]

Esta última frase le alegraba la mañana. ¡Prohibido ahogarse! Quizás fuera lo que más había echado de menos durante su exilio en Francia: el humor inglés. No conseguía reírse con el humor francés, y por eso llegaba a la conclusión de que era, definitivamente, inglesa.

Encadenó su bici a la cerca de madera y se volvió.

Él ataba la suya un poco más lejos.

Eso la fastidió.

No quería parecer que estaba siguiéndole, pero debía de darse perfecta cuenta de que iban los dos al mismo sitio. Cogió la bolsa de baño, la levantó y exclamó:

—¿Usted también va a nadar?

—Sí. Antes iba al estanque reservado a los hombres, pero bueno…, esto… Creo que prefiero este, donde los dos sss…

Se calló. Había estado a punto de decir donde los dos sexos se mezclan, pero no había terminado la frase.

¡Ajá!, se dijo Shirley, también se siente incómodo. Puede que haya sentido la misma turbación que yo. Empate a uno.

Y se sintió más suelta. Como liberada.

Se arrancó el gorro, se revolvió el pelo y propuso:

—¿Vamos?

Y los dos habían nadado, nadado y nadado.

Los dos solos en el estanque. El aire era frío, cortante. Las gotas de agua les salpicaban en los brazos y los hombros. Había algunos pescadores en la orilla. Y cisnes pavoneándose. Podían percibir sus cabezas emergiendo entre las hierbas altas. Lanzaban gritos cortos y estridentes, se perseguían batiendo las alas, se daban picotazos y se marchaban contoneándose, furiosos.

Él nadaba a crawl con un estilo poderoso, rápido, regular.

Ella había conseguido permanecer a su altura y después, de una brazada, él se había distanciado.

Ella había continuado sin volver a prestarle atención.

Cuando sacó la cabeza del agua, había desaparecido.

Y se sintió terriblemente sola.

Esa mañana, no vio ninguna bicicleta atada a la cerca.

No sonrió al leer el cartel que decía «Prohibido ahogarse».

Pensó que era mala señal.

Que iba a entrar en zona peligrosa.

Y aquello no le gustó nada de nada.

Suspiró. Se desvistió dejando caer su ropa sobre el pontón de madera.

La recogió y la guardó.

Se volvió para comprobar que él no llegaba corriendo…

Se tiró de cabeza.

Notó que un alga se deslizaba entre sus piernas.

Lanzó un grito.

Y se puso a nadar a crawl, con la cabeza dentro del agua.

Aún estaba a tiempo de olvidarle.

De hecho, había olvidado su nombre.

De hecho, se negaba a dejarse conmover así.

¿Una cazadora escocesa? ¿Un gorro de lana? ¡Un viejo pantalón gastado! Dedos de relojero. ¡Qué estupidez!

No era una mujer romántica. No. Era una mujer que vivía sola con sus sueños. Y soñaba con estar con alguien. Buscaba un hombro en el que apoyarse, una boca que besar, un brazo al que agarrarse para atravesar la calle cuando los coches hacían sonar sus cláxones, un oído atento al que susurrar confidencias idiotas, alguien con quien ver Eastenders en la tele. El tipo de serie estúpida que uno ve precisamente cuando se siente enamorado, es decir, un memo.

Porque el amor hace que nos volvamos memos, chica, dijo hundiendo enérgicamente un brazo tras otro en el agua, como para recalcar una evidencia. No lo olvides. Vale, estás sola, vale, estás harta, vale, estás pidiendo una aventura, una aventura bonita, pero no lo olvides: hace que nos volvamos memos. Y se acabó. Y especialmente a ti. ¡Anda que lo que te ha aportado a ti el amor! En todas las ocasiones ha terminado en fiasco. Tienes el don de juntarte siempre con inútiles, así que vete tú a saber si este, con su carita de ángel, no acaba de salir de la cárcel.

Esa constatación le sentó bien y nadó tres cuartos de hora sin pensar en nada más: ni en el hombre de la cazadora escocesa roja, ni en su último amante que había roto con ella con un sms. Era la última moda. Los hombres se alejaban en silencio, casi mudos. No tenían más que pulsar las teclas del teléfono para escribir un adiós. Preferentemente con estilo fonético: Liv U. Sorry.

Precisamente, en la mirada del hombre de la cazadora escocesa roja le había parecido leer otra cosa: una especie de interés, de solicitud, de calor… No la había barrido con la mirada, la había mirado.

Mirar: fijar la mirada en, considerar, proyectar.

Mirar con buenos ojos: observar con cariño.

Entonces, ¿mirar con un par de buenos ojos? Sería transmitir mucho cariño.

Sin llegar a ser pesado, lascivo. Una mirada elegante, cálida. No una mirada rápida, insinuante. Una mirada que tiene al otro en cuenta, que lo instala en un sillón mullido, le ofrece una taza de té, una gota de leche, e inicia una conversación.

Es ese inicio de conversación lo que la había conmovido.

Ese calor que, desde entonces, la hacía soñar despierta, le daba ganas de hacer un uno + uno, de formar una pareja.

¡Ya está! Lo he dicho, se dijo mientras salía del agua, frotándose con la toalla. Quiero hacer un uno + uno. Estoy harta de ser un solitario uno. Un uno solo se convierte en cero al cabo de un momento, ¿no?

¿Con quién hacía ella un uno + uno?

¿Con su hijo? Cada vez menos.

¡Y eso está muy bien! Él tiene su vida, su piso, sus amigos, su novia. Todavía no tiene una carrera, pero ya llegará… Tiene veinte años, ¿acaso sabía yo lo que quería hacer a esa edad? A los veinte años me acostaba con el primero que pasaba, bebía cerveza, fumaba porros, me emborrachaba, llevaba minifaldas de cuero negro, medias de rejilla, me agujereaba la nariz con aros y… ¡me quedaba embarazada!

Debo resignarme: no hago buena pareja con nadie. Desde el hombre de negro.

Mejor no ponerme a pensar en ese. Otra metedura de pata. Así que, chica, cálmate. Aprende a estar serena, sola, casta…

Sintió ganas de escupir esa última palabra.

Al volver a casa, mientras guardaba la bici, pensó en Joséphine.

Ella es mi amor. La quiero. No con un amor para rodearle el cuello con los brazos y tumbarse en una cama. Subiría al Himalaya en alpargatas para estar con ella. Y en este momento me pone tan triste no serle útil… Somos como una pareja de viejos amantes. Una vieja pareja que se espía, una pareja a la que le gustaría que el otro sonriera para sonreír con él.

Hemos crecido juntas. Hemos aprendido juntas. Ocho años de vida en común.

Yo me había refugiado en Courbevoie, Francia, huyendo del hombre de negro. Él había descubierto el secreto de mi nacimiento y quería chantajearme.

Yo había elegido ese sitio al azar plantando la punta de un lápiz en las afueras de París. Courbevoie. Un gran edificio con balcones que lloraban óxido. Él no me buscaría nunca en un balcón oxidado.

Joséphine y Antoine Cortès. Hortense y Zoé. Mis vecinos de escalera. Una familia de franceses muy francesa. Gary olvidaba el inglés. Yo hacía tartas, pasteles, flanes y pizzas que vendía para fiestas de empresa, bodas y bar mitzvah. Aparentaba ganarme la vida así. Contaba que me había marchado a Francia para olvidar Inglaterra. Joséphine me creyó. Y después, un día, se lo conté todo: el gran amor de mi padre y el nombre de mi madre… Que había crecido en los pasillos rojos del palacio de Buckingham, dando volteretas sobre la espesa moqueta y haciendo reverencias ante la reina, mi madre. Que era hija ilegítima, una bastarda que se escondía en los pisos superiores, pero también un fruto del amor, añadía, riéndome para borrar la emoción que envolvía de vaho mis palabras. Joséphine…

Tenemos un pasado de álbum de fotos. Un álbum de antiguos miedos, de risas en la peluquería, de pasteles quemados, de chapuzones en lavabos de hotel de lujo, de pavo con castañas, de películas que vemos entre sollozos, de esperanzas, de confidencias al borde de la piscina. Puedo contárselo todo. Ella me escucha. Y su mirada es bondadosa, dulce, fuerte.

Algo así como la mirada del hombre de la cazadora escocesa roja.

Se dio un cachete y se lanzó al asalto de la escalera.

Gary la esperaba en la cocina.

Tenía sus propias llaves, entraba y salía cuando le daba la gana.

Un día, ella le había preguntado ¿no piensas que a lo mejor podría estar acompañada? Él la había mirado. Esto… No… ¡Vale! ¡Podría pasar! Bueno, la próxima vez, ¡entraré de puntillas! ¡No sé si bastará! Yo no voy a tu casa sin llamar antes por teléfono…

Él había dibujado una sonrisita divertida que significaba eres mi madre, tú no te metes en la cama con cualquier hombre. Y ella se sintió muy vieja de golpe. ¡Pero si apenas tengo cuarenta y un años, Gary! Bueno, eso es ser viejo, ¿no? ¡Para nada! ¡Se pueden echar canas al aire hasta los ochenta y seis, y yo pienso hacerlo! ¿No tienes miedo de romperte los huesos?, había preguntado él muy en serio.

Él levantó una ceja cuando ella se quitó el gorro y liberó su pelo mojado.

—¿Vienes de la piscina?

—Mucho mejor. De Hampstead Pond.

—¿Quieres huevos fritos con beicon, champiñones, una salchicha, un tomate y patatas? Yo preparo el desayuno…

Of course, my love![11] ¿Llevas mucho tiempo aquí?

—¡Tengo que hablar contigo! ¡Es urgente!

—¿Es serio?

—Mmssí…

—¿Tengo tiempo para ducharme?

—Mmssí…

—Deja de decir mmssí, no es melodioso…

—Mmssí…

Shirley le dio un golpe con el gorro a su hijo, que lo esquivó echándose a reír.

—¡Ve a lavarte, mamá, apestas a cieno!

—¿Ah, sí? ¿En serio?

—¡Y no es nada atractivo!

Extendió los brazos para impedir que su madre le abofeteara y ella corrió a la ducha riendo.

Le quiero, ¡cuánto quiero a ese chiquillo! Es mi astro solar, mi aurora boreal, mi rey de los Críos, mi pastelito querido, mi trozo de acero, mi pararrayos… Canturreaba esas palabras mientras se frotaba el cuerpo con jabón L’Occitane de canela y naranja. ¿Apestar a cieno? ¡Ni hablar! Apestar a cieno, ¡qué horror! Ella tenía la piel perfumada y suave y agradeció al cielo el haberla hecho alta, delgada y musculosa. Nunca les agradecemos lo suficiente a nuestros padres esos regalos de nacimiento… ¡Gracias, papá! ¡Gracias, madre! Nunca se habría atrevido a decirle eso a su madre. La llamaba madre, nunca le hablaba de su corazón ni de su cuerpo, y la besaba con delicadeza en una mejilla. No en las dos. Dos besos hubiesen estado fuera de lugar. Resultaba extraño guardar siempre esa distancia con su madre. Estaba acostumbrada. Había aprendido a descifrar la ternura detrás de su postura rígida y sus manos sobre las rodillas. La adivinaba en una tos súbita, un hombro que se alzaba, el codo que se tensaba e indicaba atención, un brillo en los ojos, una mano que rascaba el dobladillo de la falda. Se había acostumbrado, pero a veces lo echaba de menos. No poder dejarse llevar nunca, no poder decir palabrotas en su presencia, no poder darle una palmadita en el hombro, no poder birlarle los vaqueros, el lápiz de labios, la plancha para el pelo. Una vez…, en la época del hombre de negro, cuando se moría de amargura, cuando ya no sabía cómo… cómo deshacerse de ese hombre, del peligro que representaba…, había pedido ver a su madre, ella la había abrazado y su madre se había dejado hacer como una estaca de madera. Los brazos pegados al cuerpo, la nuca rígida, intentando mantener una distancia decente entre ella y su hija… Su madre la había escuchado, no había dicho nada, pero había actuado. Cuando Shirley se enteró de lo que su madre estaba haciendo por ella, sólo por ella, había llorado. Grandes lagrimones que cayeron en compensación por todas las veces que no había podido llorar.

Su crisis de adolescencia la empujó contra su padre. Su madre no lo hubiese aprobado. Su madre había arrugado la frente cuando ella había vuelto de Escocia con Gary en los brazos. Tenía veintiún años. Su madre había hecho un ligero movimiento hacia atrás que significaba Shocking! Y había suspirado que su conducta no era apropiada. ¡«Apropiada»!

Su madre disponía de un amplio vocabulario y nunca se dejaba llevar.

Salió de la ducha, vestida con un albornoz azul lavanda y una toalla blanca en la cabeza a modo de turbante.

—¡Llega el Gran Mamamuchi! —exclamó Gary.

—Por lo visto estás de un humor estupendo.

—De eso te quería hablar…, pero antes prueba y dime ¿qué piensas de mis huevos? He terminado la cocción con un chorrito de vinagre de frambuesa que he comprado en la planta baja de Harrods…

Gary era un cocinero sin igual. Había importado ese talento de su estancia en Francia, de los días que se pasaba en la cocina mirándola trabajar con un gran delantal blanco atado a las caderas, una cuchara en la boca y una ceja arqueada. Podía cruzar todo Londres para encontrar el ingrediente que necesitaba, una cacerola nueva o un queso recién llegado.

Shirley le dio un bocado al beicon tostado, otro a la salchicha, champiñones fritos, patatas. Rompió la yema del huevo. Probó. Regó el plato con una salsa de tomates frescos con albahaca.

—¡Muy bien! ¡Delicioso! ¡Debes de llevar cocinando desde esta madrugada!

—De eso nada, hace apenas una hora que he llegado.

—¿Te has caído de la cama? Entonces debe de ser muy importante…

—Sí… ¿Está bueno, realmente bueno? ¿Y el sabor a frambuesa, lo notas?

—¡Me encanta!

—Bueno… Me alegro de que te guste, ¡pero no he venido a hablar de gastronomía!

—Una pena, me gusta cuando cocinas…

—He ido a ver a Superabuela y…

Gary llamaba a su abuela Superabuela.

—… acepta por fin que estudie música. Se ha informado, ha realizado un seguimiento partiendo de la pista «estudios de música» y me ha encontrado un profe de piano…

—…

—Un profe de piano que me dará clases particulares en Londres, y cuando tenga el nivel, iré a una escuela muy buena de Nueva York… si los resultados con el profe son satisfactorios. Me abre una línea de crédito; en una palabra, ¡me toma en serio!

—¿Ha hecho todo eso? ¿Por ti?

—Debajo de esa cota de malla hay una Superabuela deliciosa. Así que este es el plan: estudio piano durante seis meses con el profe en cuestión y, ¡hala!, me voy a Nueva York y me apunto en esa famosa escuela que, según ella, es la crème de la crème.

Marcharse. Iba a marcharse. Shirley respiró profundamente para deshacer el nudo que le oprimía la garganta. Le gustaba saberle libre, independiente en su gran piso de Hyde Park, no lejos del suyo. Le gustaba saber que era el preferido de las chicas, que todas esas señoritas tan estiradas iban detrás de él. Estaba orgullosa. Se hacía la indiferente, pero su corazón palpitaba con más fuerza. Mi hijo, pensaba con placer y orgullo. Mi hijo… Podía incluso permitirse el lujo de hacerse la generosa, la madre liberal, relajada… Pero no le gustaba nada saber que muy pronto se iría lejos, muy lejos, y no por voluntad de su madre, sino de su abuela. Se sentía un poco molesta, un poco dolida.

—¿Y yo, puedo decir algo? —preguntó intentando calmar la cólera de su voz.

—¡Por supuesto, tú eres mi madre!

—Gracias.

—Yo creo que, por una vez, Superabuela actúa con sensatez… —insistió Gary.

—¡Claro! ¡Está de acuerdo contigo!

—Mamá, tengo veinte años… ¡No tengo edad de ser razonable! Déjame estudiar piano, me muero de ganas, quiero intentarlo sólo para saber si tengo dotes o no. Si no, pondré un puesto de salchichas y patatas fritas.

—¿Y quién es el profesor ese que te ha encontrado?

—Un pianista cuyo nombre he olvidado, pero que brilla en el firmamento… Todavía no es famoso, pero está en ello… Tengo cita con él la semana que viene.

Así que todo estaba decidido. Pedía su opinión porque no quería herirla, pero la suerte estaba echada. No pudo evitar apreciar esa delicadeza de su hijo, se sintió valorada y el torbellino que había en su cabeza se calmó.

Extendió la mano hacia él y le acarició la mejilla.

—Entonces…, ¿estás de acuerdo?

Lo había preguntado casi gritando.

—Con una condición…, que estudies piano en serio, que estudies música, solfeo, armonía… Que sea un trabajo de verdad. Pregunta a tu abuela en qué escuela puedes inscribirte antes de ir a Nueva York… ¡Seguro que lo sabe, visto que ya se ha ocupado de todo!

—No te irás a poner…

Se había interrumpido para no hacerle daño.

—¿Celosa? No. Sólo un poco triste por haberme quedado al margen.

Gary puso cara de decepción y Shirley se esforzó en sonreír para borrar la mueca de sus labios.

—¡Que no! Vale, vale… Es sólo que te haces mayor y tengo que acostumbrarme…

Tengo que aligerar mi amor.

No pesarle. No asfixiarle.

Antes éramos casi una pareja. Anda, otra persona con la que formo una pareja extraña. Joséphine, Gary, estoy más dotada para las parejas clandestinas que para las oficiales. Más dotada para la complicidad y la ternura que para el anillo en el dedo y toda la parafernalia.

—Pero siempre estaré a tu lado… Ya lo sabes.

—Sí, ¡y está muy bien así! Soy yo la vieja gruñona…

Gary sonrió, cogió una manzana verde, le dio un gran mordisco y ella sufrió al ver que parecía aliviado. Había captado el mensaje. Tengo veinte años, quiero ser libre, independiente. Hacer lo que quiera con mi vida. Y sobre todo, sobre todo, que no te ocupes más de mí. Déjame vivir, arañarme, gastarme, formarme, deformarme, reformarme, déjame ser elástico antes de encontrar el lugar que me conviene.

Normal, se dijo ella cogiendo a su vez otra manzana verde, quiere vivir a su aire. Dejar de pedir mi opinión. Necesita la presencia de un hombre. No ha tenido padre. Si debe serlo ese profesor de piano ¡que lo sea! Yo desaparezco.

Gary había crecido rodeado de mujeres: su madre, su abuela, Joséphine, Zoé, Hortense. Necesitaba un hombre. Un hombre con quien hablar de cosas de hombres. Pero ¿de qué hablan los hombres entre ellos? ¿Acaso hablan?

Apartó esa idea sarcástica mordiendo la manzana verde.

Iba a convertirse en una madre etérea. Una madre aerostática.

Y cantaría el amor por su hijo en la ducha. Cantaría a voz en grito, como se canta un amor que no se quiere confesar.

Y el resto del tiempo mantendría la boca cerrada.

Se habían terminado las manzanas y se miraban sonriendo.

El silencio cayó sobre esas dos sonrisas que significaban, una el principio de una historia y la otra, el final. Marcaba el final de una vida en pareja. Ella casi podía oír cómo su corazón se desgarraba en ese silencio.

A Shirley no le gustó ese silencio.

Anunciaba nubes en la costa.

Intentó cambiar de tema, hablar de su fundación, de las victorias obtenidas en su lucha contra la obesidad. De su próxima batalla. Tenía que encontrar una nueva causa. Le gustaba luchar. No por confusas ideologías, ni por políticos agitadores, sino por causas cotidianas. Defender al prójimo contra los peligros cotidianos, las estafas encubiertas, como las de la industria de la alimentación, que hace creer que baja los precios, cuando lo que hace es disminuir la ración, o cambiar el envase. Había recibido los resultados de una investigación concerniente a ese tipo de chanchullos y desde entonces estaba cada vez más furiosa…

Gary la oía sin escucharla.

Jugaba con dos mandarinas, las hacía rodar sobre la mesa entre un plato y un vaso, las volvía a coger, abría una, la pelaba, ofrecía un gajo a su madre.

—¿Y cómo está Hortense? —suspiró Shirley ante la falta de interés de Gary.

—Hortense siempre será Hortense… —contestó él encogiéndose de hombros.

—¿Y Charlotte?

—Se acabó. Bueno, eso creo… No hemos puesto un anuncio en el periódico, pero sólo falta eso…

—¿Se acabó de verdad?

Se odió por hacer esas preguntas. Pero era más fuerte que ella: debía borrar el silencio entre ambos haciendo montones de preguntas idiotas.

—¡Déjalo, mamá! Sabes muy bien que no me gusta que…

—Bueno… —declaró ella levantándose—. La audiencia ha terminado, ¡voy a recoger!

Empezó a limpiar la mesa y a meter los platos en el lavavajillas.

—En fin —murmuró—, tengo muchas cosas que hacer… Gracias por el desayuno, estaba exquisito…

Él se dedicaba ahora a jugar con los higos. Con sus dedos largos sobre la mesa de madera. Sin precipitarse. Con lentitud y regularidad.

Como si tuviese todo el tiempo del mundo.

Como si tuviese todo el tiempo del mundo para hacer la pregunta que le atormentaba, la pregunta que sabía que no debía hacer porque si no, la mujer que tenía delante, esa mujer a la que quería con ternura, con la que formaba un equipo desde hacía tanto tiempo, junto a la que había vencido a tantas víboras y dragones, a la que por encima de todo no quería herir ni ofender…, esa mujer sería lastimada, se ofendería. Por su culpa. Porque él reabriría una vieja herida.

Tenía que saberlo.

Tenía que enfrentarse a ese otro. A ese desconocido.

Si no, nunca podría completarse.

Sería siempre una mitad.

La mitad de un hombre.

Ella estaba inclinada sobre el lavavajillas, ordenando tenedores, cucharas y cuchillos en la cesta de los cubiertos, cuando la pregunta le golpeó en plena nuca.

Cobardemente.

—Mamá, ¿quién es mi padre?

* * *