XVI. El centro de los mundos

Trevize miró fijamente a Pelorat durante un largo instante y con expresión de claro desagrado.

—¿Viste algo que yo no vi y de lo que no me hablaste? —preguntó.

—No —respondió Pelorat suavemente—. Tú lo viste lo mismo que yo. Traté de explicártelo, pero no estabas de humor para escucharme.

—Bueno, inténtalo de nuevo.

—No le atosigues, Trevize —pidió Bliss.

—No le atosigo. Le estoy pidiendo información. Y tú no le mimes tanto.

—Por favor —dijo Pelorat—, escuchadme y dejad de discutir. ¿Recuerdas, Golan, que hablamos de los primeros intentos de descubrir el origen de la especie humana? ¿Del proyecto de Yariff? Ya sabes, el intento de fijar los tiempos de colonización de los diversos mundos basándose en el supuesto de que los planetas habían sido colonizados desde el mundo de origen, en un orden progresivo hacia fuera y en todas direcciones. En tal caso, al pasar de planetas más nuevos a otros más viejos, nos acercaríamos al mundo de origen desde cualquier dirección.

Trevize asintió con un impaciente movimiento de cabeza.

—Recuerdo que eso no nos sirvió, porque las fechas de colonización no eran de fiar.

—Es verdad, viejo amigo. Pero los mundos que estudiaba Yariff formaban parte de la segunda expansión de la raza humana. Entonces, el viaje hiperespacial no estaba muy adelantado y las colonizaciones debieron hacerse de un modo muy irregular. Los saltos a grandes distancias eran muy sencillos y la colonización no se extendió, necesariamente, hacia fuera, en una simetría radial. Esto complicaba el problema de las fechas inciertas de colonización.

»Pero piensa un momento, Golan, en los mundos Espaciales. Estos corresponden a la primera ola de colonización. Entonces, el viaje hiperespacial estaba menos adelantado, y es probable que se produjeran pocos o ningún Salto a larga distancia. Mientras se colonizaron millones de mundos, tal vez de un modo caótico, durante la segunda expansión, sólo cincuenta lo fueron en la primera, probablemente de un modo ordenado.

Mientras la colonización de los millones de mundos de la segunda expansión duró un período de veinte mil años, la de los cincuenta de la primera tardó unos pocos siglos, casi simultáneamente en comparación con aquellos. Estos cincuenta, tomados en su conjunto, debieron hallarse en simetría casi esférica alrededor del mundo de origen.

»Tenemos las coordenadas de los cincuenta mundos. Tú las fotografiaste desde la estatua, ¿te acuerdas? Lo que sea que está destruyendo la información referente a la Tierra, o se olvidó de esas coordenadas o no pensó que podían darnos la información que necesitamos. Lo único que debes hacer, Golan, es ajustar las coordenadas a los movimientos estelares de los últimos veinte mil años, y encontrar después el centro de la esfera. Esto te llevará muy cerca del sol de la Tierra, o al menos de donde este estaba hace veinte mil años.

Trevize había entreabierto la boca durante la disertación y tardó unos segundos en cerrarla cuando Pelorat hubo terminado.

—Ahora, ¿por qué no pensé yo en eso?

—Traté de decírtelo cuando todavía estábamos en Melpomenia.

—Sin duda lo hiciste. Te pido disculpas, Janov, por no querer escucharte. Lo cierto es que no se me ocurrió que…

Se interrumpió confuso. Pelorat rio entre dientes y terminó la frase por él:

—… que yo pudiese tener algo tan importante que decir. Supongo que así habría sido en circunstancias normales, pero esto correspondía a mi especialidad, Estoy seguro de que, como regla general, estaba perfectamente justificado que no quisieras escucharme.

—No —dijo Trevize—. No es así, Janov. Me siento como un imbécil, y este sentimiento sí que está justificado. Te pido perdón de nuevo…, Y, ahora, debo ir al ordenador.

Él y Pelorat entraron en la cabina-piloto, y este último, como siempre, observó, con una mezcla de asombro e incredulidad, cómo Trevize ponía las manos sobre el tablero y se convertía en lo que casi era un único organismo hombre-ordenador.

—Tendré que hacer ciertas suposiciones, Janov —dijo Trevize que había palidecido bastante debido a la absorción del ordenador—. Tengo que dar por supuesto que el primer numero es una distancia en pársecs y que los otros dos son ángulos radiales, el primero de ellos de arriba abajo, por así decirlo, y el otro de derecha a izquierda. Y debo presumir que el empleo de los signos más y menos es, en el caso de los ángulos el galáctico corriente, y que la marca «cero-cero-cero»; es el sol de Melpomenia.

—Parece bastante lógico —dijo Pelorat.

—¿Si? Hay seis maneras posibles de combinar los números, cuatro maneras posibles de ordenar los signos; las distancias pueden medirse en años luz y no en pársecs y los ángulos en grados y no en radios. Sólo aquí tenemos 96 variaciones. Añade a esto que, si las distancias se representan en anos luz, no se de cierto la duración del año que se empleo. Y añade también el hecho de que desconozco las verdaderas convenciones empleadas para medir los ángulos, supongo que desde el ecuador melpomeniano en un caso; pero ¿cuál es su meridiano cero?

Pelorat frunció el entrecejo.

—Esto suena a empresa sin esperanza.

No, Aurora y Solaria están incluidas en la lista, y yo sé dónde se hallan situadas en el espacio. Usare las coordenadas e intentaré localizar los dos planetas. Si obtengo una situación errónea, ajustaré las coordenadas hasta que me den la localización justa, y esto me dirá cuales son los supuestos equivocados de los que he partido en lo tocante a las reglas que rigen las coordenadas. En cuanto los haya corregido, podré buscar el centro de la esfera.

—Con todas las posibilidades de cambio ¿no será difícil decidir lo que hay que hacer?

—¿Como? —dijo Trevize. Estaba cada vez más absorto. Después, al repetir Pelorat su pregunta dijo—: Bueno, lo más probable es que las coordenadas sigan el sistema galáctico y ajustarlas a un meridiano cero desconocido no será difícil. Los sistemas para localizar puntos en el espacio fueron inventados hace muchísimo tiempo y la mayoría de los astrónomos están casi seguros de que se usaron incluso antes del viaje interestelar. Los seres humanos son muy conservadores en algunos asuntos y virtualmente nunca cambian las convenciones numéricas cuando se han acostumbrado a ellas. Creo que incluso las confunden con las leyes naturales. Lo cual me parece perfecto pues si todos los mundos tuviesen patrones propios de medición y los cambiasen cada siglo creo, con sinceridad, que la labor científica se estancaría de modo permanente.

Saltaba a la vista que estaba trabajando mientras hablaba, pues sus frases eran entrecortadas.

—Ahora no digas nada —murmuró.

Después, arrugó el entrecejo Y se concentró, hasta que, tras varios minutos, se incorporó y lanzó un largo suspiro.

—Las convenciones se mantienen —dijo a media voz—. He localizado Aurora. Es indiscutible. ¿Lo ves?

Pelorat miró el campo de estrellas, en particular una que brillaba cerca del centro.

—¿Estás seguro?

—Mi opinión no importa —dijo Trevize—. El ordenador lo está. Nosotros hemos visitado Aurora. Tenemos sus características: diámetro, masa, luminosidad, temperatura, detalles espectrales, por no hablar de la situación de los astros vecinos. El ordenador dice que es Aurora.

—Entonces, supongo que debemos aceptar su palabra.

—Tenemos que hacerlo. Voy a reajustar la pantalla y el ordenador pondrá manos a la obra. Tiene las cincuenta series de coordenadas y las empleará una a una. Trevize se movía ante la pantalla mientras hablaba. El ordenador trabajaba por rutina en las cuatro dimensiones del espacio-tiempo, pero, para la inspección humana, raras veces se necesitaban más de dos dimensiones en la pantalla. Ahora, esta pareció desplegarse en un oscuro volumen tan profundo como alto y ancho. Trevize apagó las luces de la cabina casi del todo para facilitar la observación del campo estrellado.

—Ahora empezará —murmuró.

Un momento más tarde, un astro apareció; después, otro; después, otro. La vista de la pantalla cambiaba con cada adición de modo que pudiese incluirse todo en ella. Era como si el espacio se moviese hacia atrás para tomar una panorámica más y más amplia. Y eso, combinado con movimientos hacia arriba o hacia abajo, hacia la derecha o hacia la izquierda…

Por fin, aparecieron cinco puntos de luz, flotando en el espacio tridimensional.

—Me habría gustado encontrar una bella ordenación esférica, pero eso se parece a la silueta de una bola de nieve demasiado dura y quebradiza a la que se hubiese intentado dar forma precipitadamente.

—¿Crees que es un obstáculo insalvable?

—Plantea algunas dificultades, pero supongo que eso no se podía evitar, Las propias estrellas no están uniformemente repartidas, y los planetas habitables tampoco lo están; por consiguiente, tiene que haber desigualdades en la colonización de nuevos mundos. El ordenador ajustará cada uno de esos puntos a su posición actual, teniendo en cuenta sus movimientos probables en los últimos veinte mil años (ni siquiera este período de tiempo requerirá mucho reajuste) y después los fijará todos en la «esfera mejor». Dicho en otras palabras, encontrará una superficie esférica a la mínima distancia de todos los puntos. Entonces, buscaremos el centro de la esfera, y la Tierra tendría que estar bastante cerca de aquel centro. Al menos, así lo espero. No será cuestión de mucho tiempo.

Y no lo fue. Trevize, que estaba acostumbrado a aceptar milagros del ordenador, esta vez se sorprendió de su rapidez.

Le había ordenado que emitiese un sonido suave y vibrante al decidir las coordenadas del centro mejor. No había motivo para ello, salvo la satisfacción de oírlo y de saber que tal vez la búsqueda había terminado.

Aquel sonido se produjo a los pocos minutos, y fue como el débil tañido de un gong melodioso. Aumentó el volumen, hasta que pudieron sentir la vibración físicamente después, se extinguió poco a poco.

Bliss apareció casi en la puerta de inmediato.

—¿Qué ha sido eso? —pregunto, abriendo mucho los ojos—. ¿Una emergencia?

—En absoluto —respondió Trevize.

—Hemos localizado la Tierra, Bliss —añadió Pelorat ansiosamente—. Así nos lo ha comunicado el ordenador con ese sonido.

Ella entró en la cabina.

—Podíais haberme avisado.

—Lo siento, Bliss —dijo Trevize—. No creía que sonase tan pronto.

Fallom había seguido a Bliss, y preguntó:

—¿Qué ha sido ese ruido, Bliss?

—Veo que también es curiosa —dijo Trevize.

Se echó hacia atrás, sintiéndose agotado. El paso siguiente sería probar el descubrimiento en la Galaxia real, enfocar las coordenadas del centro de los mundos Espaciales y ver si realmente estaba presente un astro de tipo G, Una vez más, se sentía reacio a dar el paso definitivo, incapaz de poner a prueba, realmente, la posible solución.

—Sí —dijo Bliss—. ¿Por qué no había de serlo? Es tan humana como nosotros.

—Su padre no lo habría creído así —dijo Trevize abstraído—. Me preocupa esta criatura. Es de mal augurio.

—¿En qué lo ha demostrado? —preguntó Bliss.

Trevize extendió los brazos.

—No es más que una impresión.

Bliss le dirigió una mirada desdeñosa y se volvió a Fallom.

—Estamos tratando de localizar la Tierra, Fallom.

—¿Qué es la Tierra?

—Otro mundo, pero muy especial. Es el planeta del que nuestros antepasados vinieron. ¿Sabes lo que significa la palabra «antepasados» Fallom?

—Significa… —Y dijo una palabra que no era de galáctico.

—Ese es un término arcaico equivalente a «antepasados», Bliss —dijo Pelorat—. Nuestra palabra «ascendientes» se le parece más.

—Muy bien —dijo Bliss, con una súbita y brillante sonrisa—. La Tierra es el mundo del que nuestros ascendientes salieron, Fallom. Los tuyos, los míos, los de Pel y los de Trevize.

—¿Los tuyos, Bliss, y también los míos? —preguntó Fallom, que parecía confusa—. ¿Los dos?

—Sólo hay unos antepasados —dijo Bliss—. Todos nosotros tuvimos los mismos.

—A mi me parece que la niña sabe muy bien que es diferente de nosotros —dijo Trevize.

—No digas eso —murmuró Bliss a Trevize en voz baja—. Debemos hacerle ver que no lo es; no en lo esencial.

—Yo diría que el hermafroditismo es esencial.

—Estoy hablando de la mente.

—Los lóbulos transductores son esenciales también.

—No compliques las cosas, Trevize. Ella es inteligente y humana con independencia de los detalles.

Se volvió a Fallom y levantó la voz a su nivel normal.

—Piensa con tranquilidad en esto, Fallom, y ve lo que significa para ti. Tus ascendientes y los míos fueron los mismos. Todos los habitantes de todos los mundos, de los muchos, muchísimos mundos, tuvieron los mismos ascendientes, los cuales, al principio, vivieron en el mundo llamado Tierra. Eso significa que todos somos parientes, ¿no? Ahora, vuelve a nuestra habitación y piensa sobre ello.

Fallom, después de dirigir una pensativa mirada a Trevize, dio media vuelta y echó a correr, espoleada por una afectuosa palmada de Bliss en el trasero.

Bliss se volvió a Trevize.

—Por favor, Trevize, prométeme que, cuando ella pueda oírlo, no harás comentarios que le induzcan a pensar que es diferente de nosotros.

—Lo prometo —dijo Trevize—. No quiero impedir ni trastornar su sistema educativo, pero ella es diferente de nosotros, ¿Sabes?

—En ciertas cosas. Como yo soy diferente de ti y también de Pel.

—Rezumas ingenuidad, Bliss. Las diferencias se agrandan en el caso de Fallom.

—Sólo un poco. Las similitudes importan mucho más. Ella y su pueblo serán parte de Galaxia algún día, y una parte muy útil, estoy convencida de ello.

—Está bien, No discutamos —dijo él, volviéndose de mala gana hacia el ordenador—. Mientras tanto, me temo que debo comprobar la presunta situación de la Tierra en el espacio real.

—¿Tienes miedo?

—Bueno —respondió Trevize haciendo un encogimiento de hombros en lo que esperaba que fuese un ademán medio humorístico—, ¿qué pasará si no hay ninguna estrella adecuada cerca del lugar?

—Entonces, no la habrá —dijo Bliss.

—Me estoy preguntando si merece la pena comprobarlo ahora. No estaremos en condiciones de dar el Salto hasta dentro de varios días.

—Y pasarás todo el tiempo angustiándote sobre las posibilidades.

Averígualo ahora. La espera no cambiará las cosas.

Trevize permaneció sentado, y con los labios apretados, durante un momento.

—Tienes razón. Está bien…, vamos allá.

Se volvió hacia el ordenador, puso las manos sobre las marcas del tablero y la pantalla se oscureció.

—Te dejo —dijo Bliss—. Te pondría nervioso si me quedase.

Agitó una mano y se marchó.

—La cuestión es —murmuró él— que si comprobamos el mapa galáctico del ordenador en primer lugar y, aunque el sol de la Tierra esté en la posición calculada, el mapa podría no incluirlo. Pero entonces…

El asombro hizo que su voz se extinguiese al aparecer un telón de fondo estrellado en la pantalla. Los astros eran numerosos y opacos, con alguno ocasionalmente más brillante aquí y allá, bien repartidos sobre la cara de la pantalla. Pero, muy cerca del centro, había una estrella más brillante que todas las demás.

—¡La tenemos! —exclamó, entusiasmado, Pelorat—. La tenemos, viejo amigo. Mira cómo brilla.

—Cualquier estrella en coordenadas centradas parecería brillante —dijo Trevize, tratando claramente de evitar un júbilo inicial que pudiese resultar infundado—. A fin de cuentas, la vista es ofrecida desde la distancia de un pársec de las coordenadas centradas. Sin embargo, la estrella centrada no es una enana roja, ni una gigante roja, ni una azul-blanca en ignición. Esperemos la información; el ordenador está comprobando en sus bancos de datos.

—Clase espectral G-2 —dijo Trevize, después de unos segundos de silencio—; diámetro, 1,4 millones de kilómetros; masa, 1,02 veces la del sol de Términus; temperatura en la superficie, 6000 grados absolutos; rotación lenta, de un poco menos de treinta días; ninguna actividad o irregularidad desacostumbradas.

—¿No es eso típico de la clase de estrellas alrededor de las cuales pueden encontrarse planetas habitables? —preguntó Pelorat.

—Típico —dijo Trevize, asintiendo con la cabeza en la penumbra—. Y, por consiguiente, como esperamos que sea el sol de la Tierra. Si la vida surgió en ella, su sol debió marcar la pauta original.

—Entonces, existe una probabilidad razonable de que haya un planeta habitable girando a su alrededor.

—No tenemos que especular sobre eso —dijo Trevize, que, empero, parecía muy intrigado—. El mapa galáctico la incluye como una estrella poseedora de un planeta con vida humana…, pero con un interrogante.

El entusiasmo de Pelorat se hizo más intenso.

—Esto es exactamente lo que debíamos esperar, Golan. El planeta portador de vida está allí, pero el intento de ocultar ese hecho oscurece los datos concernientes a él y hace que los que realizaron el mapa que el ordenador emplea se muestren inseguros.

—No, y me preocupa —dijo Trevize—. No debíamos esperar eso. Había que esperar mucho más. Considerando la eficacia con que han sido borrados los datos concernientes a la Tierra, los que confeccionaron el mapa hubiesen debido ignorar que existe vida en el sistema, y más vida humana. Ni siquiera hubiesen debido saber que existe el sol de la Tierra. Los mundos Espaciales no se hallan en el mapa. ¿Por qué había de estar el sol de la Tierra precisamente?

—Bueno, la cuestión es que se encuentra allí. ¿Para qué vamos a discutir sobre ello? ¿Y qué otra información nos da sobre la estrella?

—Un nombre.

—¡Oh! ¿Cuál es?

—Alfa.

Hubo una breve pausa y Pelorat dijo ansiosamente:

—Claro, viejo. Es la prueba que nos faltaba. Considera el significado.

—¿Tiene un significado? —preguntó Trevize—. Para mí no es más que un nombre, y extraño por cierto. No parece galáctico.

—No es galáctico. Corresponde a una lengua prehistórica de la Tierra, la misma que nos dio Gaia como nombre del planeta de Bliss.

—¿Y qué significa?

—Alfa es la primera letra del alfabeto de aquella lengua antigua. Y una de las cosas que con mayor certidumbre sabemos de ella. En los tiempos antiguos, «alfa» era a veces empleada para significar lo primero de algo. Llamar «Alfa» a un sol, implica que es el primero. ¿Y no sería el primer sol aquel alrededor del cual girase el primer planeta donde hubiese vida humana…, la Tierra?

—¿Estás seguro?

—Por completo —dijo Pelorat.

—¿Hay algo en las leyendas primitivas (tú debes saberlo, ya que eres mitólogo) que dé al sol de la Tierra algún atributo desacostumbrado?

—No, ¿por qué habría de tenerlo? Por definición, ha de ser normal, y las características que nos ha dado el ordenador son, supongo, absolutamente normales. ¿Verdad?

—Presumo que el sol de la Tierra es una sola estrella, ¿no?

—¡Por supuesto! —exclamó Pelorat—. Que yo sepa, todos los mundos habitados giran alrededor de una sola estrella.

—Lo que yo suponía —dijo Trevize—. Resulta que la estrella que aparece en el centro de la pantalla no es una estrella individual, sino una binaria. La más grande de las dos que componen la binaria aparece normal, y a ella se refieren los datos que el ordenador nos dio. Sin embargo, otra estrella de una masa equivalente a cuatro quintos de la más brillante gira alrededor de esta, en un tiempo aproximado de ochenta años. No podemos ver las dos estrellas separadas a simple vista, pero, si ampliásemos la imagen, estoy seguro de que sería posible contemplarlas.

—¿De verdad estás seguro, Golan? —preguntó, estupefacto, Pelorat.

—Es lo que el ordenador me dice. Y si hemos estado mirando una estrella binaria, no se trata del sol de la Tierra. No puede serlo.

Trevize rompió el contacto con el ordenador y se encendieron las luces.

Por lo visto, fue la señal para que Bliss volviese, seguida de Fallom.

—Bueno, ¿qué resultados hay? —preguntó.

—Bastante desalentadores —respondió Trevize, con voz apagada—. Donde esperaba encontrar el sol de la Tierra, ha aparecido una estrella binaria. El sol de la Tierra es una sola estrella; por consiguiente, no lo hemos encontrado.

—¿Y ahora qué, Golan? —dijo Pelorat.

Trevize se encogió de hombros.

—En realidad, no esperaba ver centrado el sol de la Tierra. Ni siquiera las Espaciales habrían colonizado mundos que formasen una esfera perfecta. Además, Aurora, que es el mundo Espacial más viejo, pudo enviar colonizadores por su cuenta y, de este modo, deformar la esfera. También es posible que el sol de la Tierra no se haya movido exactamente a la velocidad media de los mundo Espaciales.

—Así, ¿quieres significar que la Tierra puede estar en cualquier parte? —dijo Pelorat.

—No. No precisamente en «cualquier parte». Todas aquellas posibles causas de error no tienen por qué significar gran cosa. El sol de la Tierra puede estar cerca de las coordenadas. La estrella que encontramos casi en las coordenadas exactas debe ser una vecina del sol de la Tierra. Es sorprendente que haya una vecina que se parezca tanto al sol de la Tierra, aparte de ser binaria, mas este tiene que ser el caso.

—Pero, entonces, deberíamos ver el sol de la Tierra en el mapa, ¿no? Quiero decir, cerca de Alfa.

—No, pues estoy seguro de que el sol de la Tierra no figura en absoluto en el mapa. Eso fue lo que me hizo desconfiar cuando observamos Alfa. Por mucho que esta se parezca al sol de la Tierra, el mero hecho de que estuviese en el mapa me hizo sospechar que no era la verdadera.

—En ese caso —dijo Bliss—, ¿por qué no te concentras en las mismas coordenadas en el espacio real? Si hubiese una estrella brillante cerca del centro, una estrella inexistente en el mapa del ordenador, de características parecidas a las de Alfa, pero sin ser binaria, ¿no podría tratarse del sol de la Tierra?

Trevize suspiró.

—Si fuese así, apostaría la mitad de mi fortuna a que el planeta Tierra estaría dando vueltas alrededor de la estrella de que hablas. Pero, una vez más, vacilo en hacer la prueba.

—¿Porque puedes fracasar?

Trevize asintió con la cabeza.

—Sin embargo —dijo—, dame un momento para que recobre el aliento, y me esforzaré en hacerlo.

Mientras los tres adultos se miraban, Fallom se acercó al ordenador y, con curiosidad, miró las marcas de manos que había sobre el tablero. Alargó una de las suyas hacia aquellas, pero Trevize atajó su movimiento alargando un brazo rápidamente.

—No debes tocar eso, Fallom —dijo con aspereza.

La joven solariana pareció sobresaltarse y se refugió en los brazos acogedores de Bliss.

—Debemos enfrentarnos con la situación, Golan —dijo Pelorat—. ¿Qué pasará si no encuentras nada en el espacio real?

—Entonces tendré que volver al plan primitivo —respondió Trevize— e ir visitando, sucesivamente, cada uno de los cuarenta y siete mundos Espaciales.

—¿Y si tampoco da resultado, Golan?

Trevize sacudió la cabeza con enojo, como para evitar que aquella idea arraigase demasiado en su mente. Fijando la mirada en sus rodillas, dijo bruscamente:

—Pensaré en otra cosa.

—Pero ¿y si no existe el mundo de los ascendientes?

Trevize levantó la cabeza y elevó el tono de su voz.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó.

Era una pregunta inútil. Pasado el momento de incredulidad, supo muy bien quién era el interpelante.

—He sido yo —dijo Fallom.

Trevize la miró frunciendo el entrecejo ligeramente.

—¿Has comprendido la conversación?

—Estáis buscando el mundo de los ascendientes —respondió Fallom—, pero todavía no lo habéis encontrado. Tal vez tal mundo no existe.

—Ese mundo —dijo Bliss en tono suave.

—No, Fallom —repuso Trevize seriamente—. Se han hecho grandes esfuerzos para ocultarlo. Y esforzarse tanto en ocultar algo quiere decir que ese algo existe. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

—Si —dijo Fallom—. Tú no me dejas tocar las manos del tablero. Y eso quiere decir que sería interesante tocarlas.

—Pero no para ti, Fallom. Bliss, estás creando un monstruo que nos destruirá a todos. No la dejes entrar aquí si yo no estoy. E incluso entonces, piénsalo dos veces, ¿quieres?

Sin embargo, aquella pequeña distracción pareció sacarle de sus vacilaciones.

—Desde luego, será mejor que ponga manos a la obra. Si sigo sentado aquí, sin saber lo que he de hacer, ese pequeño espantajo se apoderará de la nave.

Las luces menguaron y Bliss murmuró en voz baja:

—Lo prometiste, Trevíze. No le llames monstruo o espantajo cuando ella Pueda oírlo.

—Entonces, no la pierdas de vista y enséñale buenos modales. Dile que los niños no deben oír nada, ni ver nada.

Bliss frunció el ceño.

—Tu actitud para con los niños es sencillamente espantosa, Trevize.

—Tal vez, pero ahora no es el momento adecuado para discutir ese tema.

—Ahí está Alfa de nuevo, en el espacio real —dijo en un tono que revelase tanto satisfacción como alivio—. Y a su izquierda, un poco hacia arriba, hay otra estrella casi tan brillante como ella y que no figura en el mapa galáctico del ordenador. Ese es el sol de la Tierra. Me apuesto toda mi fortuna.

—Bueno —dijo Bliss—, no te quitaremos tu fortuna si pierdes. Entonces, ¿por qué no resolvemos el asunto de una vez? Visitemos la estrella en cuanto puedas dar el Salto.

Trevize sacudió la cabeza.

—No. Y ahora no se trata de vacilación o de miedo, sino de ser prudentes. Hemos visitado tres veces otros tantos mundos desconocidos, y en cada una de ellas nos hemos encontrado con algo inesperado y peligroso. Y además, las tres veces tuvimos que huir a toda prisa Ahora, el asunto es crucial, y no jugaré mis cartas a ciegas, o al menos las jugaré lo menos a ciegas posible. Hasta ahora, sólo hemos oídos vagas historias sobre radiactividad, y no es suficiente. Por alguna rara circunstancia que nadie podía prever, hay un planeta con vida humana a casi un pársec de la Tierra.

—¿Sabes realmente que hay vida humana en el planeta Alfa? —preguntó Pelorat—. Habías dicho que el ordenador ponía un interrogante detrás de todo esto.

—Aun así vale la pena probarlo —dijo Trevize—. ¿Por qué no echarle un vistazo? Si hay seres humanos en Alfa, tal vez sepan decirnos algo acerca de la Tierra. A fin de cuentas, la Tierra no es un remoto planeta legendario para ellos; hablamos de un mundo vecino, brillante y destacado en su cielo.

—No es mala idea —reflexionó Bliss—. Pienso que si Alfa está habitado y sus moradores no son Aislados típicos como vosotros, tal vez se muestren amistosos y podamos comer algo sabroso para cambiar.

—Y conocer a algunas personas agradables —añadió Trevíze—, no lo olvides. ¿Te parece bien, Janov?

—Tú decides, viejo amigo —dijo Pelorat—. Donde quiera que vayas, allá iré yo también.

—¿Encontraremos a Jemby? —preguntó Fallom de pronto.

—Lo buscaremos, Fallom —se apresuró a decir Bliss, antes de que Trevize pudiese responder.

—Caso resuelto —dijo Trevize entonces—. Iremos a Alfa.

—Dos estrellas grandes —indicó Fallom, señalando la pantalla.

—Es verdad —dijo Trevize—. Dos de ellas. Y ahora, Bliss, no la pierdas de vista. No quiero que juegue con esto.

—Le fascina la maquinaria —adujo Bliss.

—Sí, ya lo sé —repuso Trevize—, pero a mí no me fascina su fascinación. Si he de decirte la verdad, yo me siento tan fascinado como ella al ver juntas dos estrellas tan brillantes en la pantalla.

Las dos estrellas tenían el suficiente brillo para que pareciesen a punto de mostrarse como un disco…, cada una de ellas. La pantalla había aumentado automáticamente la densidad de filtración con el fin de eliminar la fuerte radiación y amortiguar la luz de las estrellas brillantes para evitar las lesiones de retina. Como resultado de ello, pocas estrellas más tenían el brillo necesario para que pudiesen percibirse, y las dos que lo eran imperaban en un soberbio aislamiento.

—Lo cierto es que nunca había estado tan cerca de un sistema binario —dijo Trevize.

—¿No? ¿Cómo es posible? —preguntó Pelorat, con voz de asombro.

Trevize se echó a reír.

—He rodado bastante, Janov, pero no soy el trotamundos galáctico que te imaginas.

—Yo nunca había estado en el espacio hasta que te conocí, Golan —dijo Pelorat—, pero siempre pensé que todos los que conseguían viajar por el espacio…

—… irían a todas partes. Lo sé Es una idea bastante normal. Lo malo de la gente que permanece atada a un planeta es que, por mucho que su mente les diga P contrario, su imaginación es incapaz de captar la verdadera dimensión de la Galaxia. Podríamos pasarnos toda la vida viajando y dejar sin explorar la mayor parte de la Galaxia. Además, nadie va nunca a estrellas binarias.

—¿Por qué? —preguntó Bliss, frunciendo el entrecejo—. En Gaia sabemos poco de astronomía en comparación con los Aislados viajeros de la Galaxia, pero tengo la impresión de que las binarias no son raras.

—Y no lo son —dijo Trevize—. En realidad, hay bastantes más binarias que estrellas solitarias. Sin embargo, la formación de dos estrellas en íntima relación trastorna el proceso ordinario de la formación planetaria. Las binarias tienen menos material planetario que las estrellas solitarias. Los planetas que se forman a su alrededor tienen muchas veces órbitas relativamente inestables y en muy raras ocasiones son de tipo lógicamente habitable.

»Me imagino que los Primitivos exploradores estudiaron muchas binarias de cerca, pero al cabo de un tiempo, sólo buscaron estrellas solitarias con fines de colonización, y, naturalmente, una vez la galaxia colonizada densamente todos los viajes tienen casi como único objetivo el comercio y las comunicaciones y, se realizan entre mundos habitados que giran alrededor de estrellas solitarias. Supongo que, en períodos de actividad militar, se establecerían, a veces, bases en mundos pequeños y deshabitados correspondientes a un sistema binario estratégicamente situado, pero, al perfeccionarse el viaje hiperespacial, tales bases se hicieron innecesarias.

—Es asombroso lo mucho que sabes —dijo Pelorat con humildad.

Trevize sonrió.

—No te dejes impresionar por mí, Janov. Cuando yo estaba en la Armada, escuchamos un número increíble de conferencias sobre tácticas militares anticuadas que nadie usaba ni pretendía usar, y de las que sólo se hablaba por inercia. Ahora, no he hecho más que recordar un poco de alguna de ellas. Considera todo lo que sabes tú sobre mitología, folklore y lenguas arcaicas que yo ignoro y que sólo tú y unos pocos conocéis.

—Sí, pero estas dos estrellas constituyen un sistema binario y una de ellas tiene un planeta habitado girando a su alrededor —dijo Bliss.

—Eso espero, Bliss —repuso Trevize—. Todo tiene sus excepciones. Y este caso es todavía más intrigante por el signo oficial de interrogación que lo acompaña. No, Fallom, estos botones no son para jugar.

Bliss, si no le pones unas esposas, llévatela de aquí.

—No estropeará nada —protestó Bliss, defendiéndola, pero atrajo a la criatura solariana junto a ella—. Si estás tan interesado en ese planeta habitable, ¿por qué no nos encontramos ya en él?

—Desde luego —dijo Trevize—, soy lo bastante humano para querer ver de cerca un sistema binario. Pero también soy lo bastante humano para tomar precauciones. Como ya te he explicado, no ha ocurrido nada desde que salimos de Gaia que me induzca a no ser precavido.

—¿Cuál de esas dos estrellas es Alfa, Golan? —preguntó Pelorat.

—No nos perderemos, Janov. El ordenador sabe con exactitud cuál es Alfa y, dicho sea de pasada, nosotros lo sabemos también: la más caliente y más amarilla de las dos, porque es la más grande. En cambio, la de la derecha tiene una luz de un claro color anaranjado, bastante parecida a la del sol de Aurora, si lo recuerdas bien. ¿Lo ves?

—Sí, ahora que me lo has hecho observar.

—Muy bien. Esta es la más pequeña. ¿Cuál es la segunda letra de aquel alfabeto antiguo que mencionaste?

Pelorat pensó un momento y dijo:

—Beta.

—Entonces llamaremos Beta a la de color anaranjado y Alfa a la de un blanco amarillento, y Alfa es aquella a la que nos dirigimos ahora mismo.