Partieron de estampía. Trevize había recogido sus inservibles armas y abierto la puerta neumática, y todos se habían precipitado en el interior do la nave. Hasta que se hubieron elevado, Trevize no se dio cuenta de que también se habían llevado a Fallom.
Quizá no hubiesen podido escapar a tiempo si los solarianos no hubieran tenido unas aeronaves tan relativamente primitivas. La que se acercaba había empleado un tiempo excesivo en descender y aterrizar.
En cambio, el ordenador de la Far Star no tardó casi nada en hacer despegar verticalmente la nave gravítica.
Y aunque la eliminación de la interacción gravitatoria y, por ende, de la inercia, anuló los que en otro caso habrían sido insoportables efectos de la aceleración inherente a un despegue tan veloz, no anuló los de la resistencia del aire. La temperatura del casco se elevó con mucha más rapidez de lo que las normas de navegación habrían considerado aconsejable (y en realidad las condiciones de la nave).
Al elevarse, pudieron ver que la segunda nave solariana aterrizaba y que otras se estaban acercando. Trevize se preguntó cuántos robots habría sido Bliss capaz de dominar y decidió que nada hubiesen podido hacer de haberse quedado quince minutos más en la superficie.
Una vez en el espacio (o casi en el espacio, pues todavía les rodeaban débiles volutas de atmósfera planetaria), Trevize dirigió su nave al lado oscuro del planeta. No estaba lejos, pues habían abandonado la superficie cuando el crepúsculo se acercaba. En la oscuridad, la Far Star se enfriaría con más rapidez y continuaría elevándose en una lenta espiral.
Pelorat salió de la habitación que compartía con Bliss.
—El niño está ahora durmiendo normalmente. Le hemos enseñado a usar el retrete y lo ha entendido en seguida.
—No es extraño. Debía tener instalaciones parecidas en la mansión.
—Yo no vi ninguna, y la estuve buscando —dijo Pelorat—. Después, deseaba llegar a la nave cuanto antes.
—Como todos nosotros. Pero ¿por qué trajimos al niño a bordo?
Pelorat se encogió de hombros, como disculpándose.
—Bliss no quiso dejarlo allí. Era como salvar una vida a cambio de la que había quitado. No puede soportar…
—Lo sé.
—La constitución de ese niño es muy rara —comentó Pelorat.
—Al ser hermafrodita, es, lógico —dijo Trevize.
—Tiene testículos, ¿sabes?
—Poco podría hacer sin ellos.
—Y algo que sólo puedo describir como una vagina muy pequeña.
Trevize hizo una mueca.
—¡Qué asco!
—No, Golan —protestó Pelorat—. Está adaptado a sus necesidades.
Sólo produce un óvulo fecundado, o un pequeñísimo embrión, desarrollado después en laboratorio y cuidado, diría yo, por robots.
—¿Y qué ocurre si falla el sistema robótico? En tal caso, dejarían de producirse jóvenes viables.
—Cualquier mundo se hallaría en graves dificultades si su estructura social se rompiese.
—Tratándose de los solarianos, no me causaría un gran pesar.
—Bueno —dijo Pelorat—, confieso que no parece un mundo muy atractivo, al menos para nosotros. Pero sólo por su gente y su estructura social, tan diferentes de las nuestras, mi buen amigo. Pero quítale su gente y sus robots, y tendrás un mundo que…
—Que se desintegraría como está empezando a desintegrarse Aurora. ¿Cómo está Bliss?
—Temo que agotada. Ahora duerme. Lo ha pasado muy mal, Golan.
—Tampoco yo me he divertido mucho.
Trevize cerró los ojos y decidió que no le vendría mal dormir también un poco y que lo haría en cuanto estuviese seguro de que los solarianos no tenían capacidad espacial, Hasta ese momento, el ordenador no había informado de objeto artificial alguno en el espacio.
Pensó con amargura en los dos planetas Espaciales que habían visitado, con perros hostiles en uno de ellos, hermafroditas solitarios y hostiles en el otro, y sin que en ninguno de los dos hubieran podido hallar el menor indicio sobre la situación de la Tierra. Fallom era lo único que habían sacado de la doble visita.
Abrió los ojos. Pelorat seguía sentado al otro lado del ordenador y le observaba solamente.
—Hubiésemos tenido que dejar allí a ese niño solariano —dijo Trevize con súbita convicción.
—¡Pobrecillo! —exclamo Pelorat—. Lo habrían matado.
—Aun así —dijo Trevize—, pertenecía a aquel planeta. Forma parte de aquella sociedad. Si lo hubiesen ejecutado porque sobraba, es que había nacido para eso.
—Una opinión muy despiadada, querido amigo.
—Sólo racional. Nosotros no sabemos cómo hay que cuidarlo, y es posible que sufra más y muera de todos modos. ¿Qué come?
—Supongo que lo mismo que nosotros, viejo. En realidad, el problema es qué comeremos nosotros. ¿Cómo andamos de provisiones?
—Muy bien. Incluso teniendo en cuenta nuestro nuevo pasajero.
Pelorat no pareció muy entusiasmado.
—Es una dieta muy monótona —dijo—. Hubiésemos tenido que embarcar algunos artículos en Comporellon…, a pesar de que su cocina distaba mucho de ser excelente.
—No podíamos hacerlo. Recuerda que salimos de allí a toda prisa, lo mismo que de Aurora y, en particular, de Solaría. Pero ¿qué importa un poco de monotonía? Estropea el placer, pero conserva la vida.
—¿Podríamos conseguir provisiones frescas, si fuese necesario?
—Desde luego, Janov. Con una nave gravítica y motores hiperespaciales, la galaxia es un lugar pequeño. En pocos días, vamos a cualquier parte. Pero la mitad de los mundos de la Galaxia han sido alertados para que traten de descubrir nuestra nave; por eso, prefiero mantenerme alejado de ellos durante un tiempo.
—Supongo que tienes razón. Sin embargo, Bander no parecía interesado en la nave.
—Probablemente, no tuvo conciencia de ella siquiera. Supongo que hace mucho tiempo que los solarianos renunciaron a los vuelos espaciales. Su mayor deseo es que les dejen solos, y difícilmente podrían disfrutar de la seguridad del aislamiento si viajasen por el espacio y anunciasen su presencia.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Golan?
—Hemos de visitar un tercer mundo —dijo Trevize.
Pelorat sacudió la cabeza.
—A juzgar por los dos primeros, no espero gran cosa de este.
—Tampoco yo, de momento; pero, en cuanto haya dormido un poco haré que el ordenador fije nuestra ruta hacia el tercer mundo.
Trevize durmió mucho más de lo que se habría propuesto, pero esto importaba poco. A bordo de la nave, jamás era de día ni de noche, en el sentido natural de estas palabras, y el ritmo circadiano nunca funcionaba a la perfección. Medían las horas a la manera convencional, y no era raro que Trevize y Pelorat (y Bliss en particular) estuviesen un poco descentrados en lo tocante a la regularidad natural de la comida y del sueño.
Trevize pensó incluso, mientras rascaba los platos (la necesidad de conservar el agua hacía aconsejable rascar los platos en vez de lavarlos), en dormir un par de horas más; pero cuando se volvió, vio a Fallom, desnudo como él.
No pudo evitar echarse hacia atrás, lo cual, en la zona angosta de Personal, significaba que parte de su cuerpo tendría que chocar con algo duro. Lanzó un gruñido.
Fallom le estaba mirando con curiosidad y señalando el pene de Trevize con el dedo. Dijo algo incomprensible, pero la actitud del niño revelaba un sentimiento de incredulidad. Para su propia tranquilidad, Trevize no tuvo más remedio que taparse el pene con las manos.
—Saludos —dijo Fallom entonces, con su voz aguda.
Trevize se sorprendió ligeramente al oír que el niño hablaba en galáctico, pero las palabras habían sonado como aprendidas de memoria.
Fallom siguió diciendo, trabajosamente y separando las palabras:
—Bliss… dice… tú… lavar… mi.
—¿Sí? —dijo Trevize, y apoyó las manos en los hombros de Fallom—. Tú… quedar… aquí.
Señaló el suelo y Fallom miró de inmediato el lugar al que el dedo apuntaba. No dio muestras de haber comprendido la frase.
—No te muevas —dijo Trevize, agarrando los brazos del niño con fuerza y apretándolos contra el cuerpo para indicar que debía permanecer inmóvil. Se secó de prisa y se puso los calzoncillos y los pantalones.
—¡Bliss! —gritó mientras salía.
Era difícil que cualquiera pudiese estar a más de cuatro metros de otro en la nave, y Bliss apareció de pronto en la puerta de su habitación.
—¿Me llamabas, Trevize —dijo, sonriendo—, o fue el rumor de la suave brisa entre las hierbas oscilantes?
—No te hagas la graciosa, Bliss. ¿Qué es eso? —Y señaló por encima del hombro con el pulgar.
Bliss miró y dijo:
—Bueno, parece el joven solariano que ayer trajimos a bordo.
—Tú lo trajiste a bordo. ¿Por qué quieres que lo lave?
—Pensé que te gustaría hacerlo. Es una criatura muy inteligente.
Está aprendiendo rápidamente el vocabulario galáctico. Cuando le explico algo, no lo olvida. Desde luego, yo le ayudo a conseguirlo.
—Por supuesto.
—Sí. Le mantengo tranquilo. Hice que estuviese como aturdido durante casi todos los sucesos desagradables acaecidos en su planeta. Procuré que durmiese en la nave y estoy tratando de distraerle para que no se acuerde de su robot perdido, Jemby, al que por lo visto quería mucho.
—Y para que se encuentre a gusto aquí, supongo.
—Así lo espero. Se adapta muy bien porque es joven, y yo le ayudo influyendo en su mente con prudencia. Le enseñaré a hablar galáctico.
—Entonces, lo lavarás tu. ¿De acuerdo?
Bliss se encogió de hombros.
—Lo haré, si insistes, pero quisiera que se sintiese a gusto con cada uno de nosotros. Convendría que cada cual realizase funciones paternas.
Supongo que querrás colaborar en esto.
—No hasta ese punto. Y cuando acabes de lavarlo, procura librarte de ello. Tengo que hablar contigo.
—¿Qué quieres decir con eso de librarme de ello? —preguntó Bliss con súbita hostilidad.
—No quiero decir que lo arrojes por la borda, sino que lo metas en tu habitación y hagas que se quede sentado en ella. Tenemos que hablar.
—A tus órdenes —dijo fríamente Bliss.
Trevize la vio alejarse encolerizado de momento. Después, entró en la cabina-piloto y activó la pantalla.
Solaria era un círculo oscuro, con el borde izquierdo iluminado como una media luna. Trevize puso las manos sobre el tablero para establecer contacto con el ordenador y sintió que su enojo se desvanecía en el acto. Había que estar tranquilo para conectar eficazmente el ordenador con la mente y, en definitiva, un reflejo condicionado producía serenidad al establecer contacto con las manos.
No había objetos fabricados alrededor de la nave en ninguna dirección, aparte de los que pudiese haber en el lejano planeta. Los solarianos (o más probablemente sus robots) no podían, o no querían, seguirles.
Era una buena señal. Ahora, le sería fácil salir de la sombra nocturna y si continuaba alejándose, la nave se perdería de vista al hacerse el disco de Solaria más pequeño que el del más distante pero más grande sol alrededor del cual giraba.
Hizo que el ordenador sacase la nave del plano planetario, ya que eso le permitiría acelerar con más seguridad. Entonces, alcanzarían más rápidamente una región en que la curvatura del espacio sería lo bastante baja para garantizar el Salto.
Y, como casi siempre en tales ocasiones, empezó a estudiar las estrellas. Había algo casi hipnótico en su tranquila inmutabilidad. Toda su turbulencia y su inestabilidad eran borradas por la distancia que las reducía a simples puntos de luz. Uno de aquellos puntos podía ser muy bien el sol alrededor del cual giraba la Tierra; el sol original bajo cuya radiación empezó la vida y bajo cuyos beneficiosos efectos evolucionó la Humanidad.
Si los mundos Espaciales circundaban estrellas que eran brillantes y prominentes miembros de la familia estelar y que, sin embargo, no figuraban en el mapa galáctico del ordenador, esto podía ocurrir también con el sol.
¿O era solamente los soles de los mundos Espaciales los que se habían omitido, debido a algún primitivo acuerdo que los hizo independientes? ¿Estaría el sol de la Tierra incluido en el mapa galáctico, pero sin distinguirlo de los millones de estrellas que parecían soles pero no tenían ningún planeta habitable en órbita a su alrededor?
A fin de cuentas, había unos treinta mil millones de soles en la Galaxia, y uno solo de cada mil tenía planetas habitables en órbita. Podía haber un millar de estos planetas habitables dentro de unos pocos cientos de pársecs de la posición actual de la nave. ¿Tenía que examinar una a una aquellas estrellas como soles, buscando los planetas?
¿O no se encontraba siquiera el sol original en esa región de la Galaxia? ¿Cuántas otras regiones estaban convencidas de que el sol era uno de sus vecinos, de que ellas eran los Colonizadores primigenios…?
Necesitaba información sobre la situación de la Tierra y, hasta ahora, no tenía ninguna.
Dudaba mucho de que un examen más atento de las ruinas milenarias de Aurora le diese información sobre ella. Y todavía dudaba más de que pudiese obligar a los solarianos a dársela.
Además, si toda información referente a la Tierra había desaparecido de la gran Biblioteca de Trantor, si ninguna información sobre la Tierra se conservaba en la gran Memoria Colectiva de Gaia, parecía muy improbable que se hubiese pasado por alto cualquier información que hubiese podido existir sobre los mundos perdidos Espaciales.
Y si encontrase el sol de la Tierra y después la misma Tierra, por pura casualidad, ¿habría algo que le obligase a no darse cuenta de ello? ¿Era absoluta la defensa de la Tierra? ¿Sería inquebrantable su resolución de permanecer oculta?
De todos modos, ¿qué estaba él buscando?
¿La Tierra? ¿O un fallo en el «Plan Seldon» que creía (por ninguna razón clara) que podría encontrar en la Tierra?
El «Plan Seldon» llevaba cinco siglos funcionando y, al fin, llevaría a la especie humana (según se decía) a puerto seguro en el seno de un Segundo Imperio Galáctico, más grande que el Primero, más noble y más libre… Y sin embargo él, Trevize, había votado en su contra y a favor de Galaxia.
Galaxia se convertiría en un gran organismo, mientras que el Segundo Imperio Galáctico, por grande que fuese en dimensiones y en variedad, no pasaría de ser una simple unión de organismos individuales, microscópicos en relación con su propio tamaño. El Segundo Imperio Galáctico sería otro ejemplo de la clase de unión de individuos que había montado la Humanidad desde que se había convertido en tal. El Segundo Imperio Galáctico sería el más grande y el mejor de la especie, pero nunca sería más que un miembro de aquella especie.
Para que Galaxia, miembro de una clase de organización completamente distinta, fuese mejor que el Segundo Imperio Galáctico, tenía que haber un fallo en el «Plan», algo que hubiese pasado inadvertido al propio Hari Seldon.
Pero, si algo había pasado inadvertido a Seldon, ¿cómo podía Trevize reparar en ello? Él no era matemático; no sabía nada, absolutamente nada, acerca de los detalles del «Plan», y, además, no comprendería nada aunque se lo explicasen.
Lo único que tenía eran presunciones de que un gran número de seres humanos estaban involucrados y de que desconocían las conclusiones alcanzadas. La primera presunción resultaba, evidentemente, cierta, considerando la enorme población de la galaxia, y la segunda tenía que serlo, ya que sólo los Segundos Fundadores conocían los detalles del Plan y los mantenían en secreto.
De todo eso se desprendía otra presunción no reconocida, una presunción que se daba por sabida hasta el punto de que nunca se mencionaba ni se pensaba en ella…, y que, sin embargo, podía ser falsa. Una presunción que, si fuese falsa, alteraría la gran conclusión del Plan y haría que Galaxia fuese preferible al Imperio.
Pero, si la presunción resultaba tan evidente y se daba hasta tal punto por sabida que nunca era expresada, ¿cómo podía ser falsa? Y si nadie la mencionaba nunca, ni pensaba en ella, ¿cómo podía Trevize saber que estaba allí o tener la menor idea de su naturaleza, aunque adivinase su existencia?
¿Era él, en realidad, el Trevize de intuición infalible que decía Gaia? ¿Sabía que era acertado lo que estaba haciendo, cuando ni siquiera conocía él por qué lo hacía?
Ahora estaba visitando todos los mundos Espaciales de los que tenía noticia. ¿Era lo que debía hacer? ¿Tenían los mundos Espaciales la respuesta? ¿O al menos el principio de una respuesta? ¿Qué había en Aurora, salvo ruinas y perros salvajes? (Y presumiblemente otras criaturas feroces. ¿Toros furiosos? ¿Ratas gigantescas? ¿Felinos de ojos verdes?). Solaria estaba viva, pero ¿qué había en ella, salvo robots y unos seres humanos transductores de energía? ¿Qué tenían que ver aquellos mundos con el «Plan Seldon», a menos que poseyesen el secreto de la situación de la Tierra?
Y si lo poseían, ¿qué tenía que ver la Tierra con el «Plan Seldon»?
¿Era todo una locura? ¿Había escuchado durante demasiado tiempo y con excesiva seriedad la fantasía de su propia infalibilidad?
Un abrumador sentimiento de vergüenza lo invadió, algo que pareció aplastarle hasta el punto de dejarle casi sin respiración. Miró las estrellas, remotas, indiferentes, y pensó: «Debo ser el loco más grande de la galaxia».
La voz de Bliss interrumpió sus pensamientos.
—Bueno, Trevize, ¿qué es lo que quieres? ¿Pasa algo malo? —preguntó ella, con súbita preocupación.
Trevize levantó la cabeza y, por un instante, le resultó difícil dominar su mal humor. Después, la miró fijamente.
—No, no; no pasa nada. Sólo estaba…, estaba sumido en mis pensamientos. A fin de cuentas, también suelo pensar de vez en cuando. Advertía con inquietud que Bliss podía leer sus emociones. Sólo tenía su palabra de que se abstendría voluntariamente de escudriñar su mente.
Sin embargo, ella pareció aceptar su explicación.
—Pelorat está con Fallom, enseñándole frases galácticas. El niño come lo mismo que nosotros, sin poner reparos. Pero ¿de qué querías hablarme?
—Bueno, no aquí —dijo Trevize—. El ordenador no me necesita de momento. Si quieres venir a mi habitación, la cama está hecha y podrás sentarte en ella, y yo lo haré en la silla. O viceversa, si lo prefieres.
—Lo mismo da.
Recorrieron la breve distancia que les separaba de la habitación de Trevize. Ella lo miró fijamente.
—Ya no pareces estar furioso —dijo.
—¿Estás registrando mi mente?
—En absoluto. Sólo observo tu cara.
—Nunca estoy furioso. Puedo tener un poco de mal genio de vez en cuando, pero eso no es lo mismo que estar furioso. Y ahora, si no te importa, debo hacerte algunas preguntas.
Bliss se sentó en la cama de Trevize, manteniéndose erguida y con una expresión solemne en sus redondas mejillas y en sus oscuros ojos castaños. Los negros cabellos, que le llegaban hasta los hombros, habían sido peinados con gran cuidado, y tenía las delicadas manos cruzadas sobre la falda. Un ligero olor a perfume la envolvía. Trevize sonrió.
—Te has acicalado bien —dijo—. Supongo que piensas que no le gritaré tan fuerte a una muchacha joven y bonita.
—Puedes gritar y chillar todo lo que desees, si eso te hace sentir mejor. Pero, por favor, no le grites ni chilles a Fallom.
—No pienso hacerlo. En realidad, tampoco quiero gritarte ni chillarte a ti. ¿No acordamos que seríamos amigos?
—Gaia sólo ha sentido amistad por ti, Trevize.
—No estoy hablando de Gaia. Sé que tú eres parte de Gaia y que eres Gaia. Sin embargo, una parte de ti es individual, al menos en cierto sentido. Ahora estoy hablando al individuo. Estoy hablando a una mujer llamada Bliss, sin que me importe, o importándome lo menos posible, Gaia. ¿No resolvimos ser amigos, Bliss?
—Sí, Trevize.
—Entonces, ¿cómo es que demoraste tu acción contra los robots de Solaria, cuando salimos de la mansión y llegamos a la nave? Fui humillado y maltratado físicamente y, sin embargo, no hiciste nada. Aunque en cualquier momento podían llegar más robots y superarnos por su fuerza numérica, no hiciste nada.
Bliss lo miró con seriedad y habló como si pretendiese explicar sus acciones más que defenderlas.
—No es cierto que no hiciese nada, Trevize. Estaba estudiando las mentes de los robots guardianes y tratando de averiguar cómo tenía que manipularlas.
—Sé lo que estabas haciendo. Al menos lo que tú dijiste entonces que hacías. Pero no veo la razón. ¿Por qué manejar unas mentes cuando eres perfectamente capaz de destruirlas…, como hiciste al fin?
—¿Crees que es fácil destruir un ser inteligente?
Trevize frunció los labios con expresión de disgusto.
—Vamos, Bliss. ¿Un ser inteligente? Sólo se trataba de un robot.
—¿Nada más que un robot? —Su voz sonó un poco apasionada—. El argumento de siempre. Nada más. ¡Nada más! ¿Por qué tenía que vacilar en matarnos el solariano Bander? No éramos más que unos seres humanos sin transductores. ¿Y por qué teníamos nosotros que vacilar en abandonar a Fallom a su destino? No era más que un solariano, e inmaduro por añadidura. Si empiezas a desdeñar a todos o a todo, porque no son más que esto o aquello, puedes destruir cualquier ser que se te antoje. Siempre encontrarás categorías para ellos.
—No lleves una observación perfectamente justa a extremos que la hagan parecer ridícula. El robot no era más que un robot. Debes admitirlo, No era un ser humano; ni siquiera inteligente, en el sentido que damos a esta palabra. Sólo se trataba de una máquina que aparentaba tener inteligencia.
—¡Con qué facilidad hablas de cosas de las que no sabes nada! —dijo Bliss—. Sí, yo soy Bliss, pero también soy Gaia, un mundo que considera precioso y significativo cada uno de sus átomos, y todavía más preciosa y significativa toda organización de ellos. «Yo-nosotros-Gaia» no romperíamos a la ligera una organización, aunque la convertiríamos de buen grado en algo más complejo, siempre que no fuese perjudicial para el conjunto.
»La forma más alta de organización que conocemos produce inteligencia, y sólo una necesidad extrema puede justificar que esa inteligencia sea destruida. Importa poco que tenga origen mecánico o bioquímico. En realidad, el robot guardián representaba una clase de inteligencia que “yo-nosotros-Gaia” no habíamos encontrado nunca. Era maravilloso estudiarla; destruirla, inconcebible…, salvo en un momento de suprema necesidad.
—Había tres inteligencias más grandes en juego —adujo Trevize con sequedad—: la tuya, la de Pelorat, el ser humano a quien amas y, si no te importa que la mencione, la mía.
—¡Cuatro! Sigues olvidándote de Fallom. Pero todavía no corrían peligro. Al menos, así lo pensé. Imagínate que te hallases delante de un cuadro, una excelsa obra maestra cuya existencia supusiera la muerte para ti. Te bastaría con coger brocha, embadurnar la tela al azar, y la pintura quedaría destruida para siempre y tú estarías a salvo. Pero piensa que, en vez de eso, pudieses añadir una pincelada aquí, hacer un retoque allí, rascar una pequeña porción en otra parte…, cambiando el cuadro lo bastante para evitar la muerte y conservando, empero, la obra de arte. Por supuesto que la modificación tendría que hacerse con el máximo cuidado. Requeriría tiempo, pero, si lo tuvieses, tratarías de salvar el cuadro además de tu vida.
—Tal vez sí —dijo Trevize—. Pero al fin destruiste el cuadro de un modo irreparable. Diste el brochazo definitivo y borraste todos los maravillosos toques de color y las sutilezas de la forma. Y lo hiciste en el instante en que estuvo en peligro la vida del pequeño hermafrodita, cuando nuestro peligro y el tuyo propio no te habían conmovido.
—Nosotros, los forasteros, no corríamos un peligro inmediato, mientras que Fallom me pareció que sí. Tenía que elegir entre los robots guardianes y Fallom, y como no había tiempo que perder, elegí a ello.
—¿Fue eso en realidad, Bliss? ¿Un rápido cálculo comparando las mentes? ¿Un juicio precipitado entre la mayor complejidad y el mayor valor?
—Sí.
—Supón que te digo que no era más que un niño lo que tenías delante, un niño amenazado de muerte. El instinto maternal hizo que lo salvases enseguida, mientras que tenías que calcularlo bien cuando eran las vidas de tres adultos las que estaban en juego.
Bliss se sonrojó ligeramente.
—Puede que hubiese algo de eso, pero no justificaba el tono irónico de tus palabras. En el fondo, existía una idea racional.
—No lo sé. Si te hubieses dejado guiar por la razón, habrías considerado que el niño corría a un destino fatal, inevitable en su propia sociedad. ¡Quién sabe cuántos miles de niños habrán sido eliminados para mantener el bajo número de población que los solarianos consideran el más adecuado en su mundo!
—Había algo más, Trevize. El niño hubiese muerto porque era demasiado joven para ser un sucesor, y esto se debía a que su padre había muerto prematuramente, porque yo lo había matado.
—En unos momentos en que tenías que elegir entre matar o que te matasen.
—Eso no importa. Yo maté al padre. No podía dejar que matasen al niño a causa de mi acción. Además, así tendré ocasión de estudiar una clase de cerebro que jamás ha sido estudiado por Gaia.
—Un cerebro infantil.
—No lo será siempre, sino que, más adelante, se desarrollarán los dos lóbulos transductores a ambos lados del cráneo. Esos lóbulos dan facultades al solariano que toda Gaia no puede igualar. Yo me quedé agotada por el esfuerzo de mantener encendidas unas pocas luces y de activar un mecanismo para abrir una puerta. En cambio, Bander era capaz de transmitir toda la energía que necesitaba una hacienda de mayor complejidad y extensión que aquella ciudad que vimos en Comporellon…, y de hacerlo mientras dormía.
—Entonces —dijo Trevize—, ves, en ello, un objeto importante para la investigación del cerebro.
—En cierto modo, sí.
—No es esta mi impresión. Yo creo que hemos traído el peligro a bordo. Un gran peligro.
—¿De qué clase? Ello se adaptará a la perfección…, con mi ayuda. Es sumamente inteligente y da señales de sentir afecto por nosotros. Comerá lo que nosotros comamos, irá donde vayamos, y «yo-nosotros-Gaia» obtendremos inestimables conocimientos en lo tocante a su cerebro.
—¿Qué pasará si tiene hijos? No necesita una pareja. Ello lo es de sí mismo.
—No estará en edad de tener hijos hasta dentro de muchos años.
Los Espaciales vivieron siglos y los solarianos no tenían el menor deseo de aumentar su número. Quizá, la reproducción tardía le haya sido inculcada a la población. Fallom no tendrá descendencia en mucho tiempo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Trevize.
—No lo sé. Es una simple deducción lógica.
—Te digo que Fallom resultará peligroso.
—Esto no lo sabes, y la tuya tampoco se trata de una deducción lógica.
—Es algo que presiento, Bliss, sin tener razones para ello…, de momento. Y eres tú, no yo, quien insiste sobre mi infalible intuición.
Bliss frunció el entrecejo y pareció inquieta.
Pelorat se detuvo en la puerta de la cabina-piloto y miró al interior con aire bastante indeciso. Daba la sensación de que intentaba saber si Trevize estaba o no trabajando de firme.
Trevize tenía las manos sobre el tablero, como siempre que conectaba con el ordenador, y los ojos fijos en la pantalla. Por consiguiente, Pelorat juzgó que estaba ocupado y esperó con paciencia, tratando de no moverse o, en cualquier caso, de no distraer a su compañero. Al cabo de un rato, Trevize miró hacia Pelorat, aunque hubiérase dicho que no tenía plena conciencia e ello. Sus ojos parecían un poco empañados y desenfocados siempre que estaba en comunión con el ordenador, como si mirase, pensase y viese de manera diferente a como cualquier persona solía hacer.
Pero saludó lentamente a Pelorat con la cabeza, dando la impresión de que la visión, penetrando con dificultad, llegaba a impresionar, al fin, los lóbulos ópticos. Al cabo de un rato, levantó las manos del tablero, sonrió y volvió a ser el de siempre.
—Temo haberte interrumpido, Golan —dijo Pelorat, disculpándose.
—No importa, Janov. Sólo comprobaba si estábamos listos para el Salto. Creo que sí, pero prefiero esperar unas pocas horas más, por mor de la suerte.
—¿Tiene la suerte, o los factores aleatorios, algo que ver con esto?
—Ha sido una expresión como otra cualquiera —dijo Trevize, sonriendo—, pero los factores aleatorios sí que tienen que ver algo con ella, en teoría. ¿Qué tienes metido entre ceja y ceja?
—¿Puedo sentarme?
—Claro, pero vayamos a mi habitación. ¿Cómo está Bliss?
—Muy bien —respondió Pelorat con un carraspeo—. Ahora, duerme. Tiene que dormir, ¿comprendes?
—Perfectamente. Es la separación hiperespacial.
—Exacto, viejo amigo.
—¿Y Fallom?
Trevize se reclinó en la cama, dejando la silla para Pelorat.
—¿Recuerdas aquellos libros de mi biblioteca que hiciste que tu ordenador imprimiese para mí? ¿Los cuentos populares? Los está leyendo.
Desde luego, comprende muy poco el galáctico, pero parece disfrutar repitiendo las palabras. Él… Siempre tiendo a emplear el pronombre masculino en vez del neutro. ¿Por qué supones que será?
Trevize se encogió de hombros.
—Tal vez porque tú eres masculino.
—Tal vez sí. Es terriblemente inteligente, ¿sabes?
—Estoy seguro.
Pelorat vaciló y dijo:
—Me parece que no aprecias mucho a Fallom.
—No tengo nada personal contra ello, Janov. Nunca he tenido hijos ni he apreciado a los niños en general. Creo recordar que tú sí que has tenido.
—Un hijo. Recuerdo la satisfacción que me producía mi hijo cuando era pequeño. Tal vez por eso me gusta emplear el pronombre masculino al referirme a Fallom. Es como si volviese un cuarto de siglo atrás.
—No te censuro que tú lo aprecies, Janov.
—También a ti te gustaría, si te lo propusieses.
—Seguro que sí, Janov, y tal vez algún día me lo proponga.
Pelorat vaciló de nuevo.
—También sé que debes estar cansado de discutir con Bliss.
—En realidad, no creo que discutamos mucho, Janov. Ella y yo nos llevamos muy bien ahora. El otro día, incluso tuvimos una discusión razonable, sin gritos ni recriminaciones, sobre su retraso en desactivar los robots guardianes. A fin de cuentas, Bliss sigue salvando nuestras vidas, de modo que lo menos que puedo hacer es ofrecerle mi amistad, ¿no crees?
—Sí, lo creo, pero no me refiero a discutir en el sentido de pelearos. Quiero decir esta constante discusión sobre Galaxia como opuesta a individualidad.
—¡Oh, eso! Supongo que continuará…, aunque con toda cortesía.
—¿Te importaría, Golan, que me pusiese de parte de Bliss en la discusión?
—Tienes perfecto derecho a hacerlo. ¿Aceptas la idea de Galaxia por tu propia cuenta, o es que te sientes más dichoso cuando estás de acuerdo con Bliss?
—Sinceramente, lo hago por mi cuenta. Creo que el futuro está en Galaxia. Tú mismo elegiste ese curso de acción y cada vez estoy más convencido de que es el correcto.
—¿Porque lo elegí yo? Este no es un argumento. Diga Gaia lo que diga, puedo estar equivocado, ¿sabes? Por consiguiente, no te dejes persuadir por Bliss en lo de Galaxia partiendo de aquella base.
—No creo que estés equivocado. Solaria me lo demostró, no Bliss.
—¿Cómo?
—Bueno, en primer lugar, tú y yo somos Aislados.
—Ese término es de ella, Janov. Yo prefiero pensar en nosotros como individuos.
—Todo es cuestión de semántica, viejo amigo. Llámalo como quieras, pero estamos encerrados en nuestras pieles particulares que envuelven nuestras ideas particulares, y pensamos primero y por encima de todo en nosotros mismos. La autodefensa es nuestra primera ley natural, aunque signifique perjudicar a todos los demás seres existentes.
—Ha habido gente que ha dado su vida por los demás.
—Un fenómeno raro. Son muchos más los que han sacrificado las necesidades más importantes de otros por satisfacer algún tonto capricho suyo propio.
—¿Y qué tiene esto que ver con Solaria?
—Bueno, en Solaria vimos en qué pueden convertirse los Aislados… o los individuos, si lo prefieres. Los solarianos, a duras penas, pueden soportar la división de todo un mundo entre ellos. Consideran que la libertad perfecta consiste en vivir en completo aislamiento. Ni siquiera aprecian a sus propios hijos, ya que los matan si son demasiados. Se rodean de esclavos robots a los que suministran energía, de manera que, cuando ellos mueren, todas sus enormes posesiones mueren también de manera simbólica. ¿Te parece esto admirable. Golan? ¿Es posible compararlo con Gaia, en honradez, amabilidad y preocupación de los unos por los otros? Bliss no ha comenta o nada de esto conmigo, en absoluto. Lo digo porque lo siento así.
—Y es un sentimiento muy propio de ti, Janov. Yo lo comparto. Creo que la sociedad solariana es horrible, pero no siempre ha ocurrido eso, son descendientes de los hombres de la Tierra y, más inmediatamente, de unos Espaciales que vivieron una vida mucho más normal. Los solarianos eligieron, por la razón que fuese, un camino que los condujo a un extremo, pero no podemos juzgar un asunto basándonos en los casos extremos. En toda la Galaxia, con sus millones de planetas habitados, ¿conoces alguno que ahora, o en el pasado, haya tenido una sociedad como la de Solaria, o incluso que se parezca remotamente a ella? E incluso salaria, ¿tendría una sociedad semejante si no estuviese plagada de robots? ¿Es concebible que una sociedad compuesta de individuos hubiese podido evolucionar de un modo tan horrible como en Solaria, sin los robots?
A Pelorat se le nubló un poco el semblante.
—Tú encuentras defectos en todo, Golan…, o al menos quiero decir que no parece que te importe defender el tipo de Galaxia contra el que votaste.
—Yo no voy a combatirlo todo. Hay una razón para Galaxia, y cuando la encuentre, la conoceré y me daré por vencido. O, quizás habría podido decir más exactamente, si la encuentro.
—¿Crees que podrías no encontrarla?
Trevize se encogió de hombros.
—¿Cómo puedo saberlo? ¿Sabes por qué estoy esperando unas pocas horas para dar el Salto, y por qué estoy corriendo el peligro de tomarme unos pocos días de espera?
—Dijiste que sería más seguro si lo hacíamos así.
—Sí, eso fue lo que dije, pero ahora estaríamos bastante seguros. Lo que temo, en realidad, es que esos mundos Espaciales, de cuyas coordenadas disponemos, nos defrauden por completo. Sólo tenemos tres y ya hemos examinado dos, librándonos ambas veces de la muerte por los pelos. Con todo esto, todavía no hemos conseguido el menor indicio sobre la situación de la Tierra, ni siquiera, si hemos de ser sinceros, sobre su existencia. Ahora me enfrento con la tercera y última oportunidad, ¿y qué pasará, si también esta fracasa?
Pelorat suspiró.
—Sabes que hay antiguos cuentos populares (por cierto, que uno de ellos se lo he dejado a Fallom para hacer prácticas) en los que se permite a alguien formular tres deseos, pero sólo tres. El tres parece ser un número significativo, tal vez porque es el primer número impar, de modo qué es el número decisivo más pequeño. Ya sabes, dos ganan a uno. La moraleja de estos cuentos es que los deseos resultan inútiles. Nadie desea nunca correctamente, lo cual, según he supuesto siempre, es la antigua manera sabia de decir que la satisfacción de los propios deseos tiene que ganarse a pulso y no… —Calló de pronto, como avergonzado—. Lo siento, viejo, pero te estoy haciendo perder el tiempo. Hablo demasiado cuando comento algo referido a mi hobby.
—Lo que dices me parece interesante siempre, Janov. Comprendo la analogía. Hemos formulado tres deseos, se han cumplido y no han dado resultado. Ahora sólo queda uno. Sin saber por qué, estoy seguro de fracasar de nuevo, y por eso quiero demorarlo. Por eso estoy aplazando el Salto el mayor tiempo posible.
—¿Qué harás si fracasas de nuevo? ¿Volver a Gaia? ¿A Términus?
—¡Oh, no! —dijo Trevize en voz baja y negando con la cabeza—. La búsqueda tiene que continuar…, aunque yo no sepa cómo.