Trevize quedó como petrificado. Tratando de respirar con normalidad, se volvió para mirar a Bliss.
Esta rodeaba la cintura de Pelorat con un brazo protector y, a juzgar por su aspecto, estaba completamente tranquila. Sonrió un poco y asintió con la cabeza.
Trevize se volvió a Bander de nuevo. Habiendo interpretado las acciones de Bliss como muestras de confianza, y esperando ansiosamente no equivocarse, dijo:
—¿Cómo has hecho eso, Bander?
Este sonrió, con visible buen humor.
—Decidme, forasteritos, ¿creéis en la brujería? ¿En la magia?
—No, no creemos en ella, solarianito —saltó Trevize.
Bliss le tiró de la manga y murmuró:
—No le irrites. Es peligroso.
—Ya lo veo —dijo Trevize, haciendo un gran esfuerzo para no levantar la voz—. Haz algo.
—Todavía no —respondió Bliss, con voz casi inaudible—. Si se siente seguro, será menos peligroso.
Bander no prestó atención a los breves murmullos entre los dos forasteros. Se apartó descuidadamente de ellos y los dos robots le abrieron paso. Después, miró hacia atrás y dobló un dedo lánguidamente.
—Venid, seguidme. Los tres. Os contaré una historia que tal vez no os interese, pero que me interesa a mi.
Y siguió andando con toda tranquilidad.
Trevize permaneció un momento en el mismo sitio, sin saber qué hacer. Pero Bliss echó a andar y la presión de su brazo obligó a Pelorat a seguirle. En definitiva, Trevize hizo lo propio; la única alternativa habría sido quedarse a solas con los robots.
—Si Bander es tan amable de contarnos la historia que tal vez no nos interese… —comento Bliss ligeramente.
Bander se volvió y la miró con fijeza, como si reparase en ella por primera vez.
—Tú eres la mitad humana femenina, ¿no? —dijo—. La mitad inferior.
—La mitad más pequeña, Bander. Si.
—Entonces, esos dos son mitades masculinas, ¿eh?
—En efecto.
—¿Has tenido ya tu hijo, hembra?
—Me llamo Bliss, Bander. Todavía no he tenido un hijo. Este se llama Trevize. Y este, Pel.
—¿Y cuál de los dos masculinos te ayudará cuando llegue tu hora? ¿Lo harán los dos? ¿O ninguno de ellos?
—Pel me ayudará, Bander.
Bander miró a Pelorat.
—Veo que tienes los cabellos blancos.
—Si —dijo Pelorat.
—¿Los has tenido siempre de este color?
—No, Bander; se volvieron así con la edad.
—¿Y cuál es la tuya?
—Cincuenta y dos años, Bander —respondió Pelorat, y añadió rápidamente—: Quiero decir años según el patrón galáctico.
Bander siguió andando (en dirección a una mansión lejana, pensó Trevize, pero más despacio.
—No sé cuál es la duración del año según el patrón galáctico, pero puede ser muy diferente de la del nuestro. ¿Y cuántos tendrás cuando mueras, Pel?
—No lo sé. Puedo vivir treinta más.
—De ochenta y dos. Una vida corta, y dividida en mitades. Increíble. Sin embargo, mis remotos antepasados eran como vosotros y vivieron en la Tierra. Pero algunos de ellos la abandonaron para fundar nuevos mundos alrededor de otras estrellas, mundos maravillosos, muchos y bien organizados.
—No muchos. Cincuenta —dijo Trevize en voz alta.
Bander lo miró con altivez. Su buen humor parecía haber menguado.
—Trevize. Ese es tu nombre, ¿no?
—Golan Trevize es mi nombre completo. Digo que eran cincuenta mundos Espaciales. Los nuestros se cuentan por millones.
—Entonces, ¿conoces la historia que quiero contaros? —dijo Bander con suavidad.
—Si ibas a decimos que antaño hubo cincuenta mundos Espaciales, ya lo sabemos.
—Pero nosotros no contamos sólo en números, pequeño medio-humano —dijo Bander—. También contamos la calidad. Fueron cincuenta, pero todos vuestros millones no valdrían lo que uno sólo de ellos. Y Solaria fue el quincuagésimo y, por tanto, el mejor. Solaria estuvo muy por encima de los otros mundos Espaciales, como estaban todos estos por encima de la Tierra.
»Sólo los de Solaria aprendimos cómo había que vivir la vida. No lo hicimos en manadas. O rebollos, como en la Tierra y en otros planetas, incluso en los mundos Espaciales. Vivimos cada uno a solas, con robots para ayudarnos, viéndonos electrónicamente siempre que lo deseábamos, pero sólo raras veces de un modo natural. Hace muchos años que no he mirado a seres humanos como os estoy mirando ahora, aunque sois sólo medio humanos y, por consiguiente, vuestra presencia no limita mi libertad más de lo que la limitarían una vaca o un robot.
»Sin embargo, hubo un tiempo en que también nosotros fuimos medio-humanos. No importa cómo perfeccionamos nuestra libertad, ni cómo nos convertimos en amos solitarios de innumerables robots, la libertad nunca fue absoluta. Para producir pequeños, se necesitaba la colaboración de dos individuos. Desde luego, se podían aportar espermatozoides y óvulos, emplear procedimientos de fertilización y provocar artificialmente el crecimiento embriónico de manera automática. Era posible que un niño viviese de forma adecuada bajo el cuidado de los robots. Podía hacerse todo eso, pero los medio-humanos no querían renunciar al placer inherente a la fecundación biológica. Como consecuencia de ello, se establecerían lazos emocionales perversos y se perdería la libertad. ¿Comprendéis ahora que todo esto debía cambiar?
—No, Bander —dijo Trevize—, ya que nosotros no medimos la libertad por vuestro patrón.
—Porque no sabéis lo que es la libertad. Siempre habéis vivido en enjambres y no conocéis otro estilo de vida que el de sentiros obligados constantemente, incluso en las cosas más pequeñas, a doblegar vuestra voluntad a la de otros, lo que es igualmente vil, a pasaros la vida luchando por doblegar la voluntad de los otros a la vuestra. ¿Es eso libertad? ¡La libertad deja de serlo si uno no puede vivir como quiera! ¡Exactamente como quiera!
»Entonces, llegó el tiempo en que los terrícolas empezaron a emigrar una vez más, y sus pegajosas multitudes se lanzaron de nuevo a través del espacio. Los otros Espaciales, que no eran tan gregarios como los terrícolas, sino en un grado menor, trataron de competir.
»Nosotros, los solarianos, no lo hicimos. Previmos el inevitable fracaso de aquel hervidero. Nos metimos bajo tierra y rompimos todo contacto con el resto de la galaxia. Estábamos resueltos a seguir siendo lo que éramos, a toda costa. Inventamos robots eficientes y armas para proteger nuestra superficie, aparentemente vacía, y actuaron de un modo admirable. Vinieron naves, fueron destruidas y dejaron de venir. El planeta fue considerado desierto y todos lo olvidaron, tal como nosotros queríamos.
»Y, mientras tanto, bajo tierra, trabajamos para resolver nuestros problemas. Reformamos cuidadosa y delicadamente nuestros genes. Sufrimos fracasos, pero también conseguimos algunos éxitos, y sacamos provecho de estos. Tardamos muchos siglos, pero al fin nos convertimos en seres humanos totales, aunando en un cuerpo los principios masculino y femenino, obteniendo así un placer completo a voluntad y produciendo, cuando lo deseamos, óvulos fecundados para su desarrollo bajo un cuidado robótico especializado.
—¿Hermafroditas? —preguntó Pelorat.
—¿Es así como se llama en vuestro lenguaje? —preguntó Bander, con indiferencia—. Nunca había oído esa palabra.
—El hermafroditismo detiene la evolución en seco —dijo Trevize—. Cada hijo es la copia genética de su padre hermafrodita.
—Vamos —dijo Bander—, vosotros consideráis la evolución como un juego de azar. Nosotros podemos proyectar nuestros hijos, cuando queramos, y cambiar y ajustar los genes, algo que a veces lo hacemos. Pero casi hemos llegado a mi morada. Entremos. Se está haciendo tarde.
El sol empieza a dar poco calor y dentro estaremos más cómodos. Cruzaron una puerta que no tenía ninguna cerradura, pero que se abrió al acercarse ellos y volvió a cerrarse cuando hubieron pasado. No había ventanas, pero, al penetrar ellos en la cavernosa estancia, las paredes se iluminaron y brillaron. El suelo parecía desnudo, pero era blando y elástico al tacto. Había un robot inmóvil en cada uno de los cuatro rincones de la habitación.
—Esa pared —dijo Bander, señalando la que estaba frente a la puerta (una pared que no parecía en modo alguno diferente de las otras tres)— es mi pantalla visual. El mundo se despliega ante mí a través de esa pantalla, pero en modo alguno coarta mi libertad, puesto que no puedo ser obligado a usarla.
—Ni puedes obligar a que la use, si quieres verle a través de esa pantalla y él no lo desea —dijo Trevize.
—¿Obligar? —preguntó Bander con altivez—. Que lo otro haga lo que quiera, si acepta que yo haga lo que me plazca. Por favor, observa que empleamos el género neutro cuando nos referimos los unos a los otros.
Había un sillón en la estancia, delante de la pantalla, y Bander se sentó en él.
Trevize miró a su alrededor, como si esperase que otros sillones brotasen del suelo.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó.
—Como queráis —respondió Bander.
Bliss se sentó en el suelo, sonriendo, y Pelorat lo hizo a su lado.
Trevize continuó en pie con expresión terca.
—Dime, Bander —preguntó Bliss—, ¿cuántos seres humanos viven en este planeta?
—No lo sé de fijo. No nos contamos. Tal vez mil doscientos.
—¿Sólo mil doscientos en todo el planeta?
—Más o menos. Pero vosotros contáis por números, mientras que nosotros lo hacemos por calidad. Tampoco entendéis la libertad. Si existe otro solariano que pueda disputarme mi absoluto dominio sobre cualquier trozo de mi tierra, sobre cualquier robot o cosa viviente u objeto, mi libertad queda limitada. Y como existen otros solarianos, la limitación de la libertad debe ser eliminada todo lo posible separándoles hasta el punto de que el contacto sea virtualmente inexistente. Solaría puede tener mil doscientos solarianos en condiciones próximas al ideal. Añadió más, y la libertad quedará palpablemente limitada y el resultado será insoportable.
—Eso significa que los nacimientos deben equilibrar las defunciones —dijo Pelorat de pronto.
—Cierto. Debe ser así en cualquier mundo con una población estable…, tal vez incluso en el vuestro.
—Y como es probable que haya pocas defunciones, tiene que haber pocos niños.
—Así es.
Pelorat asintió con la cabeza y, guardó silencio.
—Lo que yo quisiera saber es cómo hiciste volar mis armas por el aire —dijo Trevize—. No lo has explicado.
—Os propuse la brujería o la magia como explicación. ¿Te niegas a aceptarlas?
—Claro que me niego. ¿Por quién me has tomado?
—Entonces, ¿crees en la conservación de la energía y en el necesario aumento de la entropía?
—Sí. Lo que no puedo creer es que, incluso en veinte mil años, hayáis cambiado estas leyes o las hayáis modificado un milímetro.
—Y no lo hemos hecho, media-persona. Pero, ahora, considera esto. Fuera, hay luz del sol —dijo, haciendo un extraño y gracioso ademán, como señalando aquella luz a su alrededor—. Y aquí hay sombra. Hace más calor bajo la luz del sol que a la sombra, y el calor fluye espontáneamente de la zona soleada a la que está en sombras.
—Eso ya lo sabía —dijo Trevize.
—Pero tal vez lo sabes tan bien que no piensas en ello. Por la noche, la superficie de Solaria está más caliente que los objetos situados más allá de su atmósfera, de manera que el calor fluye espontáneamente de la superficie del planeta al espacio exterior.
—Esto también lo sé.
—Y, sea de día o de noche, el exterior del planeta está más caliente que su superficie. Por consiguiente, el calor fluye espontáneamente del interior a la superficie. Supongo que también sabes esto.
—¿Adónde quieres ir a parar, Bander?
—El flujo de calor de lo más caliente a lo más frío, que debe cumplirse por la segunda ley de la termodinámica, puede utilizarse para hacer un trabajo.
—En teoría, sí, pero la luz del sol es diluida, el calor de la superficie del planeta lo es todavía más, y el grado en que el calor escapa del interior hace que este sea el más diluido de todos. La cantidad de calor aprovechable no bastaría, probablemente, ni para levantar un guijarro.
—Depende del aparato que emplees para ese fin —dijo Bander—. El instrumento usado por nosotros fue desarrollado en un período de miles de años, y es nada menos que una parte de nuestro cerebro.
Bander levantó los cabellos de ambos lados de su cabeza, descubriendo la porción de cráneo de detrás de las orejas. Volvió la cabeza a un lado y a otro, y detrás de cada oreja se podía percibir un bulto del tamaño y la forma del extremo más ancho de un huevo de gallina.
—Esta porción de mi cerebro y tu carencia de ella es lo que marca la diferencia entre un solariano y tú.
Trevize miraba de vez en cuando la cara de Bliss, cuya atención parecía concentrada por entero en Bander. Trevize estaba seguro ahora de saber a qué venía todo aquello.
Bander, a pesar de su canto a la libertad, encontraba irresistible esa oportunidad única. No podía conversar con los robots sobre una base de igualdad intelectual, y, por supuesto, tampoco con los animales. Hablar a sus compañeros solarianos le resultaría desagradable, y cualquier comunicación que estableciese con ellos sería forzada y nunca espontánea.
En cuanto a Trevize, Bliss y Pelorat, podían ser medio humanos, para Bander y tan inofensivos para su libertad como un robot o una cabra; pero, intelectualmente, eran sus iguales (o casi iguales), y la oportunidad de hablarles era un lujo único del que nunca había disfrutado hasta ahora.
No era de extrañar, pensó Trevize, que se divirtiese de aquella manera. Y Bliss (Trevize estaba doblemente seguro de ello) le animaba, incitando a la mente de Bander con delicadeza para que hiciese precisamente lo que tanto deseaba.
Tal vez, Bliss partía de la suposición de que, si Bander seguía hablando, podía decirles algo de utilidad concerniente a la Tierra. Era tan lógico para Trevize que, aunque no hubiese sentido tanta curiosidad por el tema en discusión, se habría esforzado en continuar la conversación.
—¿Qué hacen esos lóbulos cerebrales? —preguntó.
—Son transductores —explicó Bander—. Se activan merced al flujo de calor y convierten este en energía mecánica.
—No puedo creerlo. El flujo de calor es insuficiente.
—Tú no piensas, pequeño medio-humano. Si hubiese aquí muchos solarianos juntos, cada uno de ellos tratando de utilizar el flujo de calor, entonces, sí, la cantidad de este resultaría insuficiente. Sin embargo, yo tengo más de cuarenta mil kilómetros cuadrados que son míos, sólo míos. Puedo recoger el flujo del calor de cualquier número de esos kilómetros cuadrados, sin que nadie me lo dispute, y, gracias a ello, la cantidad es suficiente. ¿Comprendes?
—¿Tan sencillo es recoger el flujo de calor de una zona extensa? El mero acto de la concentración requiere muchísima energía.
—Tal vez sí, pero yo no me doy cuenta. Mis lóbulos transductores están concentrando calor constantemente, de modo que este actúa en el momento en que debe hacerlo. Cuando te arrebaté las armas, un volumen particular de la atmósfera iluminada por el sol perdió parte de su exceso de calor en favor de un volumen de la zona en sombra, de manera que utilicé energía solar para aquel fin. Sin embargo, en vez de utilizar ingenios mecánicos o electrónicos para llevarlo a cabo, empleé un aparato neurónico. —Tocó suavemente uno de los lóbulos transductores—. Actúa con rapidez, eficacia, constantemente…, y sin esfuerzo.
—Increíble —murmuró Pelorat.
—En absoluto —dijo Bander—. Considera la complejidad del ojo y del oído, y cómo pueden convertir pequeñas cantidades de fotones y de vibraciones del aire en información. Esto parecería increíble a quien lo experimentase por primera vez. Los lóbulos transductores no son más increíbles y no os lo parecerían si fuesen familiares para vosotros.
—¿Y qué hacéis con esos lóbulos transductores operando constantemente? —preguntó Trevize.
—Regimos nuestro mundo —respondió Bander—. Cada robot de esta vasta finca obtiene su energía de mí, o, mejor dicho, del flujo de calor natural. Cuando un robot establece un contacto, o tala un árbol, la energía es derivada de la transducción mental, de mi transducción mental.
—¿Y si estás dormido?
—El proceso de transducción persiste tanto si estás despierto como durmiendo, pequeño medio-humano —dijo Bander—. ¿Acaso dejas tú de respirar cuando duermes? ¿Deja de latir tu corazón? Por la noche, mis robots siguen trabajando a costa de enfriar un poco el interior de Solaria. El cambio es incalculablemente pequeño a escala global y nosotros sólo somos mil doscientos, de manera que toda la energía que empleamos no abrevia sensiblemente la vida de nuestro sol ni agota el calor interno de nuestro mundo.
—¿Se te ha ocurrido pensar que podrías utilizarlo como arma?
Bander miró a Trevize con fijeza, como si este fuese algo singularmente incomprensible.
—¿Quieres decir con esto que Solaría podría enfrentarse con otros mundos con armas energéticas fundadas en la transducción? ¿Por qué tendríamos que hacerlo? Aunque consiguiésemos triunfar de sus armas energéticas basadas en otros principios, lo cual es casi seguro, ¿qué ganaríamos con ello? ¿El control de otros planetas? ¿Y qué nos importan los demás, si tenemos el nuestro que es ideal? ¿Por qué habríamos de querer establecer nuestro dominio sobre los medio-humanos y emplearlos en trabajos forzados, si poseemos nuestros robots que son mucho mejores que vosotros para este fin? Lo tenemos todo. No queremos nada, salvo que nos dejen en paz. Mira, te contaré otra historia.
—Adelante —dijo Trevize.
—Hace veinte mil años, cuando las medio-criaturas de la Tierra empezaron a invadir el espacio y nosotros nos retiramos bajo tierra, los otros mundos Espaciales resolvieron oponerse a los nuevos colonizadores terrícolas. Para ello, atacaron la Tierra.
—¡La Tierra! —exclamó Trevize, tratando de disimular su satisfacción por el hecho de que por fin se hubiese suscitado el tema.
—Si, el centro. Una maniobra lógica, en cierto modo. Si se desea matar a una persona, no se la hiere en un dedo o en un talón, sino en el corazón. Y nuestros compañeros Espaciales, no muy diferentes de los propios seres humanos en pasiones, consiguieron inflamar de radiactividad la superficie de la Tierra, de modo que gran parte de aquel mundo se volvió inhabitable.
—¡Conque eso fue lo que ocurrió! —dijo Pelorat, cerrando un puño y moviéndolo rápidamente, como para fijar una tesis—. Sabía que no podía tratarse de un fenómeno natural. ¿Cómo lo consiguieron?
—No lo sé —respondió, indiferente, Bander—; además, en todo caso, les sirvió de poco a los Espaciales. Esta es la moraleja de la historia. Los colonizadores continuaron proliferando y los Espaciales… murieron. Habían tratado de competir y desaparecieron. Nosotros, los solarianos, nos retiramos, renunciando a competir, y aquí estamos todavía.
—También están los Colonizadores —dijo Trevize, frunciendo el ceño.
—Si, pero no para siempre. Los invasores tienen que luchar, que competir y, en definitiva, que morir. Esto quizá tarde decenas de millares de años en ocurrir, pero nosotros podemos esperar. Y cuando suceda, los solarianos, enteros, solitarios, liberados, poseeremos la galaxia. Entonces, podremos utilizar, o no, cualquier mundo fue deseemos además del nuestro.
—Pero hablando de la Tierra —insistió Pelorat, chascando los dedos con impaciencia—, ¿es leyenda o historia lo que nos has contado?
—¿Y cómo saber la diferencia que hay, medio-Pelorat? —dijo Bander—. Toda la Historia es leyenda, más o menos.
—Pero ¿qué indican vuestros documentos? ¿Podría ver los que tratan de este tema, Bander? Debes comprender que los mitos, la leyendas y la Historia primitiva son mi especialidad. Soy un erudito que estudia estas materias, y en particular las que se refieren a la Tierra.
—Yo sólo repito lo que he oído contar —replicó Bander—. No hay documentos sobre el tema. Los que tenemos tratan únicamente de los asuntos de Solaría, y sólo mencionan otros mundos cuando esos chocan con nosotros.
—Desde luego, pero la Tierra os amenazó —dijo Pelorat.
—Es posible, pero, en tal caso, ocurrió hace mucho, muchísimo tiempo, y la Tierra es, entre todos los mundos, el que más nos repugna. Si alguna vez tuvimos documentos sobre ella, estoy seguro de que fueron destruidos por pura repulsión.
Trevize apretó los dientes, desolado.
—¿Los destruisteis vosotros mismos? —preguntó.
Bander volvió su atención hacia él.
—No había nadie más que pudiese hacerlo.
Pelorat no estaba dispuesto a abandonar el asunto.
—¿Qué, más oíste decir referente a la Tierra?
Bander pensó un rato y dijo:
—Cuando era joven, un robot me contó la historia de un terrícola que visitó Solaria, en una ocasión, y conoció a una mujer solariana que se fugó con él, convirtiéndose en un personaje importante de la Galaxia. Sin embargo, en mi opinión, es un cuento inventado.
Pelorat se mordió el labio.
—¿Estás seguro?
—¿Cómo se puede estar seguro de algo en estas cuestiones? —dijo Bander—. Sin embargo, parece inverosímil que un terrícola se atreviese a venir a Solaria, o que Solaria le permitiese la entrada. Y todavía es más improbable que una mujer solariana (aunque entonces éramos todavía medio-humanos) abandonase voluntariamente este mundo. Pero venid, os mostraré mi casa.
—¿Tu casa? —preguntó Bliss, mirando a su alrededor—. ¿No estamos en ella?
—No —dijo Bander—. Esto es una antesala. Una especie de Salón de proyección. En él veo a mis compañeros solarianos cuando surge necesidad de ello. Sus imágenes aparecen en aquella pared o, tridimensionalmente, en el espacio de delante de la pared. Por consiguiente, esta habitación es, en cierto modo, lugar de reunión y no parte de mi hogar.
Venid conmigo.
Echó a andar sin volverse para ver si le seguíamos. Los cuatro robots salieron de sus rincones y Trevize comprendió que, si él y sus compañeros no seguían a Bander de manera espontánea, los robots les obligarían amablemente a hacerlo.
Los otros dos se pusieron en pie y Trevize murmuró al oído de Bliss:
—¿Has sido tú quien ha conseguido que no parase de hablar?
Bliss le apretó la mano y asintió con la cabeza.
—De todos modos, quisiera saber cuáles son sus intenciones —dijo ella, con un tono de inquietud en— su voz.
Siguieron a Bander. Los robots se mantuvieron a cortés distancia, pero su presencia era sentida como una constante amenaza mientras andaban por un pasillo.
Trevize murmuró con desaliento:
—En este planeta no hallaremos nada útil sobre la Tierra. Estoy seguro de ello. Sólo otra variación sobre el tema de la radiactividad —murmuró Trevize con desaliento y encogiéndose después de hombros—. Tendremos que pasar a la tercera serie de coordenadas.
Una puerta se abrió ante ellos, revelando una pequeña habitación.
—Venid, medio-humanos —dijo Bander—, quiero mostraros cómo vivirnos.
—Disfruta como un niño con esta exhibición —comento Trevize en voz baja—. Me gustarla hundirlo.
—No quieras competir en infantilismo con él —dijo Bliss.
Bander les hizo pasar a los tres a la habitación. Uno de los robots los siguió también. Bander contuvo a los otros con un ademán y entró a su vez. La puerta se cerró a su espalda.
—Es un ascensor —exclamó Pelorat, satisfecho de su descubrimiento.
—Cierto —dijo Bander—. Desde que nos sumergimos bajo tierra, nunca volvimos a emerger en realidad. Ni tuvimos deseos de hacerlo, aunque a mí me agrada sentir, en ocasiones, la luz del sol. En cambio, aborrezco las nubes o la noche al aire libre. Todo esto da la sensación de encontrarse bajo tierra sin estarlo en realidad, si entendéis lo que quiero decir. Es, en cierto modo, una disonancia cognoscitiva, y la encuentro muy desagradable.
—La Tierra construyó en sus entrañas —dijo Pelorat—. Llamaban Cavernas de Acero a sus ciudades. Y Trantor lo hizo también en el subsuelo e incluso más extensamente en los viejos tiempos imperiales.
Y Comporellon construye en la actualidad bajo tierra. Pensándolo bien, es una tendencia común.
—Los medio-humanos proliferando bajo tierra y nosotros viviendo de igual manera, pero en aislado esplendor, son dos cosas muy diferentes —dijo Bander.
—En Términus, las viviendas están en la superficie —indicó Trevize.
—Expuestas a las inclemencias del tiempo —se horrorizó Bander—. Muy primitivos.
El ascensor, después de la impresión inicial de una menor gravedad advertida por Pelorat, pareció no moverse en absoluto. Trevize se estaba preguntando a qué profundidad irían a bajar cuando hubo una breve sensación de aumento de gravedad y la puerta se abrió.
Ante ojos apareció una habitación grande y amueblada con sumo cuidado. Estaba muy poco iluminada, aunque no se veía de dónde procedía la luz. Daba la sensación de que el aire era ligeramente luminoso.
Bander señaló con un dedo y la luz se hizo un poco más intensa en el Sitio que había indicado. Señaló a otra parte y ocurrió lo mismo. Después, puso la mano izquierda sobre una vara nudosa que había junto a la puerta mientras hacía un amplio ademán circular con la derecha, y toda la estancia se iluminó como si fuese luz solar la que les alumbraba, aunque sin sensación de calor.
—Ese hombre es un charlatán —dijo Trevize a media voz.
—No «Ese hombre», sino «ese solariano» —le corrigió Bander airado—. No estoy seguro de lo que significa la palabra «charlatán», pero, si el tono de la voz no me ha engañado, encierra una ofensa.
—Se le aplica a una persona que no es sincera —explicó Trevize—, que dispone los efectos de lo que hace de manera que parezca más imponente de lo que es en realidad.
—Confieso que me gusta lo espectacular, pero lo que acabo de mostraros no es un efecto. Se trata de algo real.
Dio una palmadita a la vara sobre la que apoyaba la mano izquierda.
—Esta vara conductora de calor se extiende varios kilómetros hacia abajo, Y hay otras similares a ella en muchos lugares estratégicos de mi finca. Sé que también las tienen en otras propiedades, ya que aumentan la intensidad del calor que sube a la superficie de las regiones inferiores de Solaria y facilita su conversión en trabajo. Yo no necesito hacer ademanes con la mano para producir la luz, pero hace que la acción tenga un aire más espectacular, o tal vez, como tú observaste, un ligero toque de artificio; pero yo disfruto con ello.
—¿Dispones de muchas ocasiones para experimentar el placer de estos toques de espectacularidad? —preguntó Bliss.
—No —reconoció Bander, moviendo la cabeza—. Estas cosas no impresionarían a mis robots, ni a mis compañeros solarianos. La oportunidad, desacostumbrada, de conocer a medio-humanos y actuar para ellos es sumamente… divertida.
—La luz de esta habitación era débil cuando entramos —dijo Pelorat—. ¿Está siempre tan baja?
—Sí, un pequeño gasto de energía…, como el de mantener los robots en funcionamiento. Toda mi finca la produce, y aquellas partes en que no se realiza un trabajo activo es desperdiciada.
—¿Y suministras tú la energía constantemente a toda esta vasta hacienda?
—El sol y el núcleo del planeta suministran la energía. Yo sólo hago de conductor. Y no toda la finca es productiva. Conservo la mayor parte de ella en estado salvaje, albergando una gran variedad de animales; en primer lugar, porque protegen mis linderos, y, en segundo, porque encuentro en ellos un valor estético. En realidad, mis campos y mis fábricas son pequeños. Sólo tienen que cubrir mis propias necesidades, aparte de producir algunas especialidades para trocarlas por las de otros. Por ejemplo, yo tengo robots que pueden fabricar e instalar las varas conductoras de calor a quienes las necesiten. Muchos solarianos dependen de mí a este respecto.
—¿Y tu casa? —preguntó Trevize—. ¿Cuáles son sus dimensiones?
Tuvo que ser la pregunta más adecuada, pues Bander resplandeció de orgullo.
—Es muy grande. Creo que una de las más grandes del planeta. Se extiende durante kilómetros en todas direcciones. Tengo tantos robots cuidando de mi casa subterránea como trabajando en los miles de kilómetros cuadrados de la superficie.
—Seguro que lo empleas toda para vivir —dijo Pelorat.
—Es posible que haya cámaras en las que no he entrado nunca, pero ¿qué importa eso? —dijo Bander—. Los robots mantienen todas las habitaciones limpias, bien aireadas y en orden. Pero venid, salgamos por aquí.
Atravesaron una puerta, distinta de aquella por la que habían entrado y se encontraron en otro pasillo. Ante ellos, había un pequeño vehículo descubierto que se desplazaba sobre carriles.
Bander les indicó que subiesen a él, y lo hicieron de uno en uno.
No había bastante espacio para ellos cuatro y el robot, pero Pelorat y Bliss se apretujaron a fin de que Trevize pudiese subir. Bander se sentó delante, con un aire de cómoda naturalidad y el robot lo hizo a su lado.
El vehículo arrancó sin dar más señales de manipulación de controles que unos suaves movimientos de la mano de Bander.
—En realidad, es un robot en forma de vehículo —dijo Bander, con negligente indiferencia.
Avanzaron a marcha regular, cruzando puertas que se abrían al acercarse ellos y se cerraban a su espalda. Los adornos de cada una de ellas eran exclusivos, diferentes de los de las demás, como si se hubiese ordenado a los robots inventar combinaciones al azar.
Tanto delante como detrás de ellos, el pasillo permanecía a oscuras.
Sin embargo, dondequiera que se encontrasen, les iluminaba algo parecido a una fría luz solar, también en las habitaciones se hacía la claridad al abrirse las puerta… Y cada vez, Bander movía las manos, lenta y delicadamente.
Aquel viaje parecía no tener fin. De vez en cuando, describían curvas que ponían de manifiesto que la mansión subterránea se extendía en dos dimensiones. «No, en tres», pensó Trevize, al llegar a un punto en que descendieron por un suave declive.
En todas partes había robots, a docenas, a veintenas, a cientos, realizando un lento trabajo cuya naturaleza Trevize no podía adivinar.
Cruzaron la pueda abierta de una gran estancia donde hileras de robots se encontraban inclinados en silencio sobre sendos pupitres.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Pelorat.
—Teneduría de libros —repuso Bander—. Estadísticas, cuentas financieras y otras mil cosas que, celebro poder decirlo, no me preocupan en absoluto. Esta no es una finca improductiva. Casi una cuarta parte de su zona de cultivo está dedicada a huertos. Una décima parte corresponde a campos de cereales, pero los huertos son mi mayor orgullo. Producimos las mejores frutas del planeta, en el mayor número de variedades. Un «melocotón Bander» es el melocotón de Solaría. Casi nadie se preocupa de plantar melocotoneros. También cultivamos veintisiete variedades de manzanas. Los robots pueden daros plena información de todo esto.
—¿Y qué haces con la fruta? —preguntó Trevize—. No puedes comerla toda tú solo.
—Ni soñarlo. Además, la fruta no me gusta mucho. Hacemos trueques con otras firmas.
—¿A cambio de qué?
—De minerales sobre todo. En mis tierras no tengo minas dignas de mención. Además, cambio la fruta por otras cosas que necesito para mantener un buen equilibrio ecológico. Tengo una gran variedad de plantas y animales en mi hacienda.
—Supongo que los robots cuidan de todo ello —dijo Trevize.
—Lo hacen, y muy bien por cierto.
—Todo para un solariano.
—Todo para la finca y sus niveles ecológicos. Resulta que soy el único solariano que visita las diversas partes de su hacienda…, cuando me viene en gana… Pero esto es parte de mi absoluta libertad.
—Supongo que los otros…, los otros solarianos… —dijo Pelorat—, también mantienen un equilibrio ecológico local y tal vez posean marismas o zonas montañosas o fincas en la orilla del mar.
—Supongo que si —repuso Bander—. Tratamos de estas cosas en las conferencias que los asuntos de nuestro mundo nos exigen a veces.
—¿Con qué frecuencia os reunís? —preguntó Trevize.
Ahora, rodaban por un pasadizo bastante estrecho, muy largo, sin habitaciones en ninguno de los lados. Trevize presumió que podía haber sido construido a través de un sector que no permitía una mayor anchura, y que debía servir de enlace entre dos alas capaces de extenderse mucho más.
—Demasiado a menudo —respondió Bander—. Es raro el mes que no me libro de pasar algún tiempo reunido en conferencia con uno de los comités de que soy miembro. Volviendo a lo que os decía, aunque puede no haber montañas ni marismas en mi finca, mis huertos, mis estanques con peces y mis jardines botánicos son los mejores del mundo.
—Pero, mi querido amigo… —dijo Pelorat—, quiero decir, Bander…, yo suponía que nunca salías de tu finca para visitar las de los demás…
—Claro que no —respondió Bander, con aire ofendido.
—He dicho que lo suponía —le corrigió Pelorat suavemente—. Pero, en este caso, ¿cómo puedes estar seguro de que la tuya es la mejor, si nunca has visitado, ni siquiera visto, las otras?
—Lo sé por la demanda de mis productos en el comercio entre las fincas —aseguró Bander.
—¿Y qué me dices de la manufacturación? —preguntó Trevize.
—Hay propiedades donde fabrican herramientas y maquinaria. Como ya he dicho, en la mía hacemos varas conductoras de calor, pero estas son bastante sencillas.
—¿Y robots?
—Ellos son fabricados en muchos lugares. A lo largo de toda la Historia, Solaria ha ido a la cabeza de toda la Galaxia en el diseño más sutil e inteligente de los robots.
—Supongo que también hoy —dijo Trevize, cuidando muy bien de conseguir el tono de una afirmación y no el de una pregunta en su observación.
—¿Hoy? —preguntó Bander—. ¿Con quién podríamos competir? Solaria es la única que construye robots en la actualidad. Vuestros mundos no los construyen, si interpreto correctamente lo que oigo por la hiperonda.
—¿Y los otros mundos Espaciales?
—Ya te lo he dicho. Dejaron de existir.
—¿Por completo?
—No creo que exista un Espacial viviente, si no es en Solaria.
—Entonces, ¿no hay nadie que sepa la situación de la Tierra?
—¿Por qué habría alguien que quisiera hacerlo?
—Yo quiero saberlo —terció Pelorat—. Es mi campo de estudio.
—Entonces —dijo Bander—, tendrás que estudiar otra cosa. Yo no sé nada sobre la situación de la Tierra, ni he oído de nadie que la conozca, ni me importa una viruta de robot.
El Vehículo se detuvo y, por un instante, Trevize pensó que el solariano se había ofendido. Pero el frenazo fue suave, y Bander, al apearse, pareció tan divertido como de costumbre al indicar a los otros que se apeasen también.
La iluminación de la habitación en la que entraron era muy tenue, a pesar de que Bander la había aumentado con un ademán. Daba a un corredor lateral, en ambos lados del cual había otras habitaciones más pequeñas. En cada una de ellas aparecía una vasija adornada, a veces flanqueada de unos objetos que podían haber sido proyectores de película.
—¿Qué es esto, Bander? —preguntó Trevize.
—Cámaras funerarias de los antepasados, Trevize —dijo Bander.
Pelorat miró a su alrededor con interés.
—Supongo que tienes las cenizas de tus antepasados enterradas aquí, ¿verdad?
—Sí por «enterradas»; quieres decir sepultadas en el suelo, no estás enteramente en lo cierto —dijo Bander—. Podemos estar bajo tierra, Pero esto es mi mansión. Y las cenizas están en ella, como nosotros estamos ahora. En nuestro idioma decimos que las cenizas están «guardadas en casa». —Vaciló un momento y añadió—: «Casa» es una palabra arcaica que quiere decir «mansión».
Trevize lanzó una ligera mirada a su alrededor.
—¿Y son estos todos sus antepasados? ¿Cuántos?
—Casi cien —respondió, sin disimular el tono orgulloso de su voz—. Noventa y cuatro, para ser exacto. Desde luego, los primeros no son verdaderos solarianos…, en el sentido actual de la palabra, Fueron medias-personas, varones y hembras. A estos medio-antepasados, sus descendientes inmediatos los colocaron en urnas contiguas. Yo no entro en esas habitaciones, desde luego. Es bastante «vergoncifero». Al menos, este es el vocablo que se emplea en Solaria; pero no conozco su equivalente galáctico. Tal vez no lo tengáis.
—¿Y las películas? —preguntó Bliss—. Yo diría que esos son proyectores.
—Diarios —dijo Bander—, la historia de sus vidas. Escenas de ellos mismos en sus lugares predilectos de la finca. Quiere decir que no mueren en todos los sentidos. Parte de ellos permanece, y mi libertad me permite acompañarles cuando quiera; puedo ver cualquier trozo de película cuando me plazca.
—Pero no los «vergonciferos».
Bander desvió la mirada.
—No —contestó—, aunque todos tenemos que considerarlos como parte de nuestro linaje. Es una desgracia común.
—¿Común? ¿También tienen los otros solaríamos estas cámaras de la muerte? —preguntó Trevize.
—Oh, sí; todos las tenemos, pero las mías son las mejores, las más adornadas, las mejor conservadas.
—¿Tienes preparada tu cámara mortuoria ya? —dijo Trevize.
—Por supuesto. Está totalmente construida y dispuesta. Fue lo primero que hice al heredar la propiedad. Y cuando sea reducido a cenizas, para emplear un lenguaje poético, mi sucesor construirá la suya como su primer deber.
—¿Tienes un sucesor?
—Lo tendré cuando llegue el momento. Todavía me queda mucho tiempo de vida. Cuando tenga que irme, habrá un sucesor adulto, lo bastante maduro para gozar de la finca y bien preparado para la transducción energética.
—Supongo que será hijo tuyo.
—¡Oh, sí!
—Pero ¿y si ocurre alguna adversidad? —dijo Trevize—. Supongo que, incluso en Solaria, se producen accidentes y desgracias. ¿Qué pasa sí un solariano es reducido prematuramente a cenizas y no tiene un sucesor que ocupe su lugar, o que no esté lo bastante maduro para disfrutar de la propiedad?
—Eso no suele ocurrir. Entre mis antepasados, sólo sucedió una vez, pero si se da el caso, uno tiene que recordar que hay otros sucesores esperando para ser dueños de otras fincas. Algunos de ellos son lo bastante mayores para heredar y tienen padres, jóvenes todavía, que pueden producir un segundo descendiente y vivir hasta que este sea lo bastante maduro para la sucesión. A uno de estos sucesores viejos-jóvenes, como son llamados, lo designarían como heredero de la hacienda.
—¿Quién hace la designación?
—Tenemos una junta de gobierno entre cuyas pocas funciones está la de designar el sucesor en caso de fallecimiento prematuro. Desde luego, todo se hace por holovisión.
—Pero, si los solarianos nunca se ven los unos a los otros —dijo Pelorat—, ¿cómo pueden saber que un solariano ha sido reducido a cenizas inesperadamente…, o aunque se esperase?
—Cuando uno de nosotros es reducido a cenizas —dijo Bander—, toda energía cesa en su finca. Si ningún sucesor se hace cargo de esta enseguida, la situación anormal es advertida de inmediato y se toman las medidas pertinentes. Os aseguro que nuestro sistema social funciona a la perfección.
—¿Podríamos ver alguna de las películas que tienes aquí? —preguntó Trevize.
Bander frunció el ceño.
—Sólo tu ignorancia te disculpa —dijo—. Lo que has preguntado es crudo, obsceno.
—Te pido perdón por ello. No quisiera mostrarme impertinente, pero ya te hemos dicho que estamos muy interesados en obtener información sobre la Tierra. Y he pensado que las películas más antiguas que tienes deben remontarse a un tiempo en que ese planeta no era radiactivo todavía. Por consiguiente, podría ser mencionado. O quizás hubiese detalles sobre él. No queremos violar tu intimidad pero ¿no sería posible que tú mismo examinases esas películas, o las hicieses examinar por un robot, y después nos dieses la información que pudiese interesarnos? Desde luego, si aprecias nuestros motivos y comprendes que haremos a nuestra vez todo lo que esté en nuestra mano para respetar tus sentimientos, quizá permitas que nosotros mismos veamos las películas.
—Supongo que no puedes darte cuenta de que cada vez eres más ofensivo —repuso Bander con frialdad—. Sin embargo, es inútil que insistas en ese tema: ninguna película acompaña a mis antepasados medio-humanos.
—¿Ninguna? —preguntó Trevize, con sincero desaliento.
—Hubo un tiempo en que existieron. Pero incluso vosotros podéis imaginar lo que contenían. Dos medio-humanos mostrando recíproco interés, o incluso… —Bander carraspeó y terminó la frase haciendo un esfuerzo, interactuando. Naturalmente, todas las películas de los medio-humanos fueron destruidas hace muchas generaciones.
—¿Y qué me dices de las películas de otros solarianos?
—Todas fueron destruidas.
—¿Estás seguro?
—Habría sido una locura no hacerlo.
—Podría ocurrir que algunos solarianos estuviesen locos o fuesen sentimentales y olvidadizos. Esperamos que no te opongas a que investiguemos en las haciendas vecinas.
Bander miró a Trevize, sorprendido.
—¿Presumes que otros serán tolerantes con vosotros como lo he sido yo?
—¿Por qué no, Bander?
—Vosotros mismos lo veréis.
—Es un riesgo que no tenemos más remedio que correr.
—No, Trevize. No debéis hacerlo. Escuchadme.
Había robots en segundo término, y Bander tenía el entrecejo fruncido.
—¿De qué se trata? —preguntó Trevize, súbitamente inquieto.
—Me ha gustado mucho hablar con todos vosotros y observaros en toda vuestra…, digamos, rareza. Ha sido una experiencia única que me ha encantado, pero que no puedo registrar en mi Diario ni grabar en una película.
—¿Por qué?
—Hablaros, escucharos, traeros a mi mansión, mostraros las cámaras de la muerte ancestrales, han sido otros tantos actos «vergoncíferos».
—Nosotros no somos solarianos. Te importarnos menos que esos robots, ¿no es cierto?
—Esa es la excusa que trato de darme a mí mismo. Pero puede que los otros no la aceptasen como tal.
—¿Y qué te importa? Tienes absoluta libertad para hacer lo que te plazca, ¿no?
—Incluso siendo como somos, la libertad no es realmente absoluta. Si yo fuese el único solariano en el mundo, podría hacer incluso cosas vergonzosas con absoluta libertad. Pero hay otros solarianos en el planeta y, debido a ello, la libertad ideal no se ha alcanzado del todo, aunque nos hemos acercado bastante. Hay mil doscientos solarianos en el planeta que me despreciarían si supiesen lo que he hecho.
—No tienen por qué saberlo.
—Eso es cierto. He estado pensándolo desde que llegasteis. Me he dado cuenta de algo durante todo el tiempo que me divertía con vosotros: los otros no deben saberlo.
—Si esto significa que temes complicaciones como resultado de nuestras visitas a otras haciendas en busca de información sobre la Tierra —dijo Pelorat—, naturalmente, no diremos que te hemos visitado a ti primero. La cosa está clara.
Bander sacudió la cabeza.
—Ya me he arriesgado bastante. Y, como es lógico, no hablaré de ello. Mis robots tampoco lo harán, e incluso se les ordenará olvidarlo. Vuestra nave será traída bajo tierra y explorada para sacar de ella toda la información posible…
—Espera —dijo Trevize—, ¿cuánto tiempo crees que podemos esperar aquí mientras inspeccionas nuestra nave? Eso no es posible.
—Claro que sí, porque nada podréis hacer para evitarlo. Lo siento. Me gustaría seguir hablando con vosotros y discutir sobre otras muchas cosas, pero ya veis que la situación se hace cada vez más peligrosa.
—No, no es así —dijo Trevize enfáticamente.
—Sí, pequeño medio-humano. Lamento que haya llegado el momento en que tengo que cumplir lo que mis antepasados habrían hecho enseguida. Debo mataros a los tres.