V. Lucha por la nave

La primera impresión de Trevize fue que se hallaba en el escenario de un hiperdrama, concretamente, el de un romance histórico de los tiempos imperiales. Era un escenario muy particular, con pocas variaciones (tal vez sólo existiese uno y era usado por todos los productores de hiperdramas), que representaban la gran ciudad-planeta de Trantor en su apogeo.

Vio los grandes espacios, las carreras de los atareados peatones, los pequeños vehículos rodando a gran velocidad por los carriles que les estaban reservados.

Trevize miró hacia arriba, casi esperando ver aerotaxis elevándose e introduciéndose en oscuros refugios abovedados, pero estos, al menos, brillaban por su ausencia. En realidad, al cesar su asombro inicial, observó con claridad que se trataba de un edificio mucho más pequeño de lo que hubiese cabido esperar en Trantor. Sólo era un edificio y no parte de un complejo que se extendiese sin interrupción miles de kilómetros en todas direcciones.

También los colores eran diferentes. En los hiperdramas, a Trantor la presentaban siempre con colores de un chillón espantoso, y con un vestuario literalmente incómodo y nada práctico. Sin embargo, todos aquellos colorines y ringorrangos tenían un fin simbólico: indicaban la decadencia del Imperio (concepto obligatorio en aquellos días) y de Trantor en particular.

Pero, si esto era así, Comporellon parecía todo lo contrario de decadente, pues la combinación de colores que había observado Pelorat en el puerto espacial prevalecía también allí.

Las paredes estaban pintadas en tonos grises; los techos eran blancos, y las vestiduras de la población, negras, grises y blancas. De vez en cuando, se veía un traje negro por completo o, todavía más ocasionalmente, completamente gris, pero nunca todo blanco, como Trevize pudo comprobar. En cambio, los modelos eran diferentes siempre, como si las personas, al no poder usar los colores, buscasen y lograsen encontrar maneras de afirmar su individualidad.

Las caras tendían a ser inexpresivas o, si no eso, hoscas. Las mujeres llevaban los cabellos cortos; los hombres, más largos, recogidos hacia atrás en cortas coletas. Nadie miraba a los demás al cruzarse con ellos. Todos parecían llevar algo entre ceja y ceja, como si una sola idea ocupase la mente de cada cual y no dejase sitio para nada más. Hombres y mujeres vestían de manera parecida, y sólo la longitud de los cabellos, el ligero abultamiento de los senos y la anchura de las caderas marcaban la diferencia.

Los tres fueron conducidos hasta un ascensor que descendió cinco plantas. Cuando salieron de él, les acompañaron a una puerta en la que, en pequeñas y sencillas letras blancas sobre fondo gris, se leía: «Mitza Lizalor, MinTrans».

El comporelliano que iba en cabeza tocó el rótulo, el cual se iluminó al cabo de un momento. La puerta se abrió y todos entraron.

Se encontraron en una grande y bastante vacía habitación y su desnudez servía, quizá, para indicar, con aquel derroche de espacio, el poder de su ocupante.

Dos guardias se hallaban de pie junto a la pared del fondo, inexpresivos los rostros y las miradas fijas en los que entraban. Una gran mesa ocupaba el centro de la estancia o, quizás, un poco más atrás del centro. Detrás de la mesa, hallábase la persona que debía ser Mitza Lizalor, robusta, de cara suave y ojos negros. Dos manos vigorosas y eficientes, de largos dedos de punta roma, se apoyaban sobre la mesa.

La «MinTrans» (Trevize presumió que significaba ministro de Transportes) vestía un traje gris oscuro con solapas de un blanco deslumbrante. Un doble galón blanco bajaba en diagonal desde debajo de las Solapas, cruzándose sobre el centro del pecho. Trevize pudo ver que, si bien el traje estaba cortado de manera que simulaba el abultamiento de los senos femeninos, la X blanca del galón hacía que estos atrajesen la atención.

El ministro era indudablemente una mujer. Aunque se prescindiese de los senos, los cabellos cortos lo demostraban, y, a pesar de no ir maquillada, sus facciones lo indicaban así. Su voz también era inconfundiblemente femenina; uva voz de contralto.

—Buenas tardes —dijo—. No es frecuente que hombres de Términus nos honren con su visita. Y tampoco una mujer desconocida. —Sus ojos pasaron de uno a otro y se fijaron después en Trevize, que permanecía rígidamente en pie y con el ceño fruncido—. Además, uno de los hombres es miembro del Consejo.

—Consejero de la Fundación —dijo Trevize dando a su voz un tono vibrante—. Consejero Golan Trevize, en una misión de la Fundación.

—¿Una misión? —preguntó la ministra, arqueando las cejas.

—Una misión —repitió Trevize—. Entonces, ¿por qué se nos trata como a delincuentes? ¿Por qué hemos sido custodiados por guardias armados y traídos aquí como prisioneros? Espero que comprenda que el Consejo de la Fundación no se mostrará muy satisfecho cuando se entere de esto.

—Y en todo caso —dijo Bliss, con una voz que parecía un poco estridente en comparación con la de la otra mujer—, ¿vamos a permanecer en pie indefinidamente?

La ministra miró a Bliss con frialdad durante un largo momento; después, levantó un brazo.

—¡Tres sillas! ¡Ahora! —ordenó.

Una puerta se abrió y tres hombres, vistiendo los oscuros trajes comporellianos de rigor, llegaron, casi corriendo, con tres sillas. Las tres personas que se encontraban de pie delante de la mesa se sentaron.

—Bueno —dijo la ministra, con una sonrisa glacial—, ¿están cómodos?

Trevize pensó que no era así. Las sillas no tenían cojines, resultaban frías al tacto, de asiento y respaldo planos, completamente inadaptadas a la forma del cuerpo.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó.

La ministra consultó unos papeles que tenía sobre la mesa —se lo explicaré en cuanto esté segura de los hechos. Su nave es la Far Star, de Términus. ¿Es cierto, consejero?

—Sí.

La ministra lo miró.

—Yo le he dado su tratamiento, consejero. ¿Quiere usted, por cortesía, darme el mío?

—¿Será suficiente con señora ministra? ¿O tiene usted algún título honorífico?

—Ningún título honorífico, señor, y no necesita emplear dos palabras. «Ministra» es suficiente, o «señora», si la repetición le cansa.

—Entonces, mi respuesta a su pregunta es: Sí, ministra.

—El capitán de la nave es Golan Trevize, ciudadano de la Fundación y miembro del Consejo de Términus, consejero de reciente nombramiento, dicho sea de pasada. Y usted es Trevize. ¿Estoy en lo cierto, consejero?

—Así es, ministra. Y ya que soy ciudadano de la Fundación…

—Todavía no he terminado, consejero. Guarde sus objeciones para más tarde. Su acompañante es Janov Pelorat, erudito, historiador y ciudadano de la Fundación. Usted es el doctor Pelorat, ¿verdad?

Pelorat no pudo reprimir un ligero sobresalto al volver la Ministra su aguda mirada hacia él.

—Sí, mi… —Se interrumpió y empezó de nuevo—: Sí, ministra.

Esta cruzó las manos con fuerza.

—En el informe que me ha sido enviado, no se menciona a ninguna mujer. ¿Es esta miembro de la dotación de la nave?

—Sí, ministra —respondió Trevize.

—Entonces, me dirigiré a la mujer. ¿Su nombre?

—Me llaman Bliss —dijo esta, irguiéndose en su asiento y hablando con tranquila claridad—, aunque mi nombre es más largo, señora. ¿Desea que se lo diga entero?

—De momento, me contentaré con Bliss. ¿Es usted ciudadana de la Fundación, Bliss?

—No, señora.

—¿De qué mundo es usted ciudadana, Bliss?

—No tengo documentos que acrediten mi ciudadanía de cualquier mundo, señora.

—¿No tiene documentos, Bliss? —preguntó mientras hacía una pequeña señal en los papeles que tenía delante—. Tom o nota de ello. ¿Qué trabajo desarrollaba usted a bordo de la nave?

—Soy una pasajera, señora.

—¿Le pidieron sus documentos el consejero Trevize o el doctor Pelorat antes de que subiese usted a bordo, Bliss?

—No, señora.

—¿Les informó usted de que no tenía documentos, Bliss?

—No, señora.

—¿Cuál es su función a bordo de la nave, Bliss? ¿Responde su nombre a su función?

Bliss dijo con orgullo:

—Repito que soy pasajera de la nave y no tengo otra función —respondió Bliss con orgullo.

—¿Por qué acosa usted a esta mujer, ministra? —terció Trevize—. ¿Qué ley ha quebrantado?

La ministra Lizalor fijó su mirada en Trevize.

—Usted no es de nuestro mundo, consejero —dijo—, y no conoce nuestras leyes. Sin embargo, se halla sujeto a ellas si desea Visitarnos.

No trae sus previas leyes consigo; esta es una norma general del Derecho galáctico, según tengo entendido.

—Estoy de acuerdo, ministra, pero con ello no me dice qué leyes de ustedes ha quebrantado Bliss.

—Es norma general en la Galaxia, consejero, que un visitante de un mundo que se halle fuera de los dominios del que usted está visitando traiga consigo sus documentos de identidad. Muchos mundos transigen a este respecto, por mor del turismo o por indiferencia. Pero Comporellon no hace lo mismo. Nuestro mundo es amante de la ley y la aplica con severidad. Ella, por el hecho de ser indocumentada, vulnera nuestra ley.

—No podía hacer otra cosa —dijo Trevize—. Yo pilotaba la nave y descendí en Comporellon. Ella tenía que acompañarnos, ministra, ¿o cree usted que podía pedirnos que la arrojásemos al espacio?

—Eso significa que también usted ha quebrantado nuestra ley, consejero.

—No, usted está equivocada, ministra. Yo no soy un forastero. Soy ciudadano de la Fundación; y Comporellon, junto con los mundos que le están sometidos, es una Potencia Asociada de la Fundación. Como ciudadano de la Fundación, puedo viajar a este mundo con plena libertad.

—Cierto, consejero, si posee documentos que demuestren que es ciudadano de la Fundación.

—Los tengo, ministra.

—Sin embargo, el que usted sea ciudadano de la Fundación no le da derecho a quebrantar nuestra ley haciéndose acompañar de una persona indocumentada.

Trevize vaciló. Estaba claro que el guardia fronterizo, Kendray, no había cumplido su palabra: por consiguiente, él no estaba obligado a protegerle.

—No nos detuvieron en la estación de inmigración, ministra, y consideré que eso llevaba implícito el permiso de traer a esta mujer conmigo.

—Es cierto que no les detuvieron, consejero, y que la mujer no fue denunciada por las autoridades de inmigración, las cuales le dejaron pasar. Presumo, sin embargo, que los funcionarios de la estación de entrada decidieron, con razón, que era más importante el hecho de que su nave aterrizase en la superficie del planeta que impedir el paso a una persona indocumentada. Con ello, estrictamente hablando, infringieron las normas, y el asunto deberá ser juzgado, pero puedo asegurar que el fallo declarará que la infracción estuvo justificada. Somos un mundo rígido en la aplicación de la ley, consejero, pero no tanto como para desatender los dictados de la razón.

—Entonces —dijo Trevize rápidamente—, apelo a la razón para mitigar su rigor ahora, ministra. Si la estación de inmigración no la había informado de que una persona indocumentada estaba a bordo de la nave cuando aterrizamos, usted no sabía que habíamos vulnerado alguna ley.

Sin embargo, salta a la vista que estaba resuelta a detenemos en el momento en que aterrizásemos, y eso fue lo que hizo. ¿Por qué, si no tenía motivos para pensar que se violaba la ley?

La ministra sonrió.

—Comprendo su extrañeza, consejero —repuso la ministra sonriendo—. Por favor, permítame asegurarle que el hecho de que supiésemos o ignorásemos la condición de su pasajera no tuvo nada que ver con su detención. Estamos actuando en nombre de la Fundación, de la cual, como usted mismo ha observado, somos una Potencia Asociada.

Trevize la miró fijamente.

—Pero eso es imposible, ministra. Peor aún: resulta ridículo.

Ella emitió una risita que quería ser melosa.

—Resulta curiosa su consideración de que lo ridículo le parezca peor que lo imposible, consejero. Y en eso estoy de acuerdo. Sin embargo, por desgracia para usted, no se trata de ninguna de ambas cosas. ¿Por qué habría de serlo?

—Porque yo soy un alto funcionario del Gobierno de la Fundación y desempeño una misión por encargo de este, y es absolutamente inconcebible que quiera detenerme, o incluso que tenga poder para hacerlo, ya que gozo de inmunidad legislativa.

—Veo que ha omitido mi tratamiento, pero está profundamente conmovido y se le puede perdonar. Sin embargo, no me han pedido directamente que lo detenga. Sólo lo he hecho para poder realizar lo que me han pedido que haga, consejero.

—¿Y es, ministra? —preguntó Trevize, tratando de dominar su emoción delante de aquella mujer formidable.

—Que, como piloto de la nave, consejero, la devuelva a la Fundación.

—¿Qué?

—De nuevo ha omitido el tratamiento, consejero, lo cual es un grave descuido por su parte, y no le ayuda en nada. Supongo que la nave no es suya. ¿Fue diseñada por usted, o construida por usted, o pagada por usted?

—Claro que no, ministra. Me fue confiada por el Gobierno de la Fundación.

—Entonces, presumiblemente, el Gobierno de la Fundación, tiene derecho a revocar su propia decisión, consejero. Me imagino que es una nave muy valiosa.

Trevize no respondió.

—Se trata de una nave gravítica, consejero —prosiguió la ministra—. No puede haber muchas como esa, e incluso la Fundación debe disponer de muy pocas. Y ahora parecen lamentar el haberle confiado una de ellas. Tal vez usted pueda persuadirles de que le confíen otra que sea menos valiosa, pero que le baste para llevar á cabo su misión. En todo caso, nosotros debemos hacemos cargo de la nave en que llegó.

—No, ministra, no puedo entregarle la nave. Ni puedo creer que la Fundación le pida eso.

—No sólo a mí, consejero —sonrió ella—. Ni a Comporellon concretamente. Tenemos buenas razones para creer que la orden fue enviada a todos y cada uno de los mundos y regiones que se hallan bajo la jurisdicción de la Fundación o asociados con ella. De todo ello deduzco que la Fundación desconoce su itinerario y le está buscando con irritado empeño. Y de ello deduzco, además, que usted no tiene ninguna misión que realizar en Comporellon en nombre de la Fundación, ya que, en ese caso, ellos sabrían dónde se encuentra usted y sólo se habrían dirigido a nosotros. Dicho en pocas palabras, consejero, usted me ha mentido.

—Me gustaría ver una copia de la orden del Gobierno de la Fundación que han recibido ustedes, ministra —pidió Trevize con cierta dificultad—. Creo que tengo derecho a ello.

—Por supuesto, si todo esto termina en una acción legal. Aquí, nos tomamos muy en serio los formulismos legales, consejero, y sus derechos estarán totalmente protegidos, puedo asegurárselo. Sin embargo, todo resultada más fácil si llegásemos a un acuerdo sin la publicidad y las demoras que los procesos legales suponen. Preferiríamos algo así y, estoy segura, la Fundación lo preferida también, ya que no deseará que toda la Galaxia se entere de la fuga de un legislador. Eso cubriría de ridículo a la Fundación y, según su propio criterio y el mío, sería peor que lo imposible.

Trevize guardó silencio de nuevo. La ministra esperó un momento y después prosiguió, imperturbable como siempre.

—Bueno, consejero, en ambos casos, por acuerdo privado o por acción legal, estamos resueltos a tener la nave. La pena por traer un pasajero indocumentado dependerá del camino que sigamos. Exija el procedimiento judicial y ella representará un punto más en contra de usted; además, todos ustedes habrán de cumplir la pena por ese delito, pena que puedo asegurarle no será leve. Lleguemos a un acuerdo, y su pasajera será enviada en un vuelo comercial al destino que ella elija y, ya que hablamos de esto, ustedes dos podrán acompañarla si lo desean.

O bien, si la Fundación está dispuesta a ello, podemos ofrecerle a usted una de nuestras naves, perfectamente equipada; siempre, como es natural, que la Fundación la sustituya con una nave equivalente de las suyas. Y, si por alguna razón usted no desea volver a territorio controlado por la Fundación, estaríamos dispuestos a ofrecerle refugio aquí y, tal vez, la ciudadanía comporelliana. Como puede ver, tiene mucho que ganar en caso de que lleguemos a un acuerdo amistoso, y nada en absoluto si insiste en sus derechos legales.

—Ministra, se precipita usted —dijo Trevize—. Promete lo que no puede cumplir. No puede ofrecerme refugio en el momento que la Fundación le ha ordenado que me entregue a ella.

—Consejero —respondió la ministra—, yo nunca prometo lo que no puedo cumplir. La orden de la Fundación se refiere sólo a la nave. No me han ordeñado nada con referencia a usted como individuo, ni con respecto a sus acompañantes. Repito que la orden se refiere únicamente a la nave.

Trevize miró a Bliss rápidamente.

—¿Me da usted su permiso, ministra —preguntó él—, para consultar un momento con el doctor Pelorat y Miss Bliss?

—Desde luego, consejero. Le concedo quince minutos.

—En Privado, ministra.

—Les conducirán a una habitación y, quince minutos después, serán traídos aquí de nuevo, consejero. No les molestarán mientras se encuentren allí, ni trataremos de escuchar su conversación. Le doy mi palabra de ello. Y siempre cumplo lo que prometo. Sin embargo, les custodiarán adecuadamente para que no cometan la locura de intentar escapar.

—Lo comprendemos, ministra.

—Y cuando regresen, confío en que usted se avendrá a entregar la nave. De no ser así, la justicia continuará su curso, y será mucho peor para todos ustedes, consejero. ¿Comprendido?

—Comprendido, ministra —respondió Trevize, ahogando su furor a duras penas porque la manifestación de este no iba a hacerle ningún bien.

Entraron en una habitación pequeña, pero bien iluminada. En ella había un sofá y dos sillones, y se oía el suave zumbido de un ventilador. En conjunto era mucho más cómoda que el grande y aséptico despacho de la ministra.

Un guardia grave y alto les había conducido hasta allí, sin apartar la mano de la culata de su arma. Al entrar ellos se quedó fuera.

—Tiene quince minutos —avisó con voz dura.

No bien hubo dicho esas palabras, la puerta se cerró suavemente, con un chasquido.

—Espero que no puedan escucharnos —dijo Trevize.

—Nos ha dado su palabra, Golan —le recordó Pelorat.

—Juzgas a los demás por ti mismo, Janov. Lo que ella llama su palabra no me basta. La romperá sin vacilar un momento si así conviene.

—No podría —dijo Bliss—. Puedo escudar este lugar.

—¿Tienes un aparato protector? —preguntó Pelorat.

Bliss sonrió, mostrando súbitamente sus blancos dientes.

—La mente de Gaia es un escudo protector, Pel. Es una mente enorme.

—Estamos aquí —dijo Trevize con ira— gracias a las limitaciones de esa enorme mente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bliss.

—Cuando la triple confrontación se rompió, tú me apartaste de las mentes de la alcaldesa y del segundo fundador, Gendibal. Ninguno de los dos volvió a pensar en mí, salvo con distanciamiento e indiferencia. Tenía que quedarme solo.

—Tuvimos que hacerlo —dijo Bliss—. Tú eres nuestro recurso más importante.

—Sí. Golan Trevize, el que nunca se equivoca. Pero no retiraste mi nave de sus mentes, ¿verdad? La alcaldesa Branno no me pidió a mí; yo no le interesaba, pero pidió la nave. No había olvidado la nave.

Bliss frunció el entrecejo.

—Piénsalo —continuó Trevize—. Gaia pensó que yo incluía mi nave en mí, que formábamos una unidad. Sí Branno no pensaba en mí, no pensaría en la nave. Lo malo es que Gaia no comprende la individualidad. Creyó que la nave y yo éramos un solo organismo, y en esto se equivocó.

—Es posible —repuso Bliss con suavidad.

—Entonces —dijo Trevize llanamente—, tú tienes que rectificar ese error. Debo tener mi nave gravítica y mí ordenador. Todo lo demás carece de importancia. Por consiguiente, Bliss, haz que conserve la nave. Tú puedes controlar las mentes.

—Sí, Trevize, pero yo no ejerzo ese control a la ligera. Lo hicimos en relación con la triple confrontación, pero ¿sabes cuánto tiempo se tardó en preparar, en calcular, en sopesar aquella confrontación? Se necesitaron, literalmente, muchos años. Yo no puedo acercarme a una mujer por las buenas y ajustar su mente de la manera que más convenga a alguien.

—Pero esta vez…

—Si iniciase ese curso de acción —prosiguió Bliss con gran energía—, ¿adónde iríamos a parar? Habría podido influir en la mente del agente de la estación de entrada y no hubiésemos tenido problemas para pasar inmediatamente. Habría podido influir en la mente del conductor del vehículo, y nos habría soltado.

—Bueno, ya que tú lo dices, ¿por qué no lo hiciste?

—Porque no sabemos adónde nos habría conducido esto. No conocemos los efectos secundarios, que podrían empeorar la situación. Si ahora arreglase la mente de la ministra a mi manera, esto afectaría a sus tratos con las personas con quienes se pusiese en contacto y, como ella desempeña un alto cargo en su Gobierno, podría afectar a las relaciones interestelares. Hasta que el asunto esté completamente aclarado, no me atrevo a tocar su mente.

—Entonces, ¿por qué estás con nosotros?

—Porque puede llegar un momento en que tu vida corra peligro, y yo debo protegerla a toda costa, incluso a costa de la de Pel o de la mía. Tu vida no estuvo en peligro en la estación de entrada. Tampoco ahora. Tú debes resolver esta situación, al menos hasta que Gaia calcule las consecuencias de alguna clase de acción y decida tomarla.

—Si es así —dijo Trevize después de un momento de reflexión—, tendré que intentar algo. Y puede que no funcione.

La puerta se abrió tan silenciosamente como se había cerrado.

—Salgan —dijo el guardia.

—¿Qué vas a hacer, Golan? —murmuró Pelorat mientras salían.

Trevize sacudió la cabeza.

—No lo sé. Tendré que improvisar.

La ministra Lizalor seguía ante su mesa cuando ellos volvieron al despacho. Al verles entrar, una fría sonrisa se pintó en su semblante.

—Espero, consejero Trevize, que haya vuelto para comunicarme que entregará esa nave de la Fundación.

—He vuelto, ministra —respondió Trevize serenamente— para discutir las condiciones.

—No hay condiciones a discutir, consejero. Si usted insiste en un juicio, este puede prepararse rápidamente y celebrarse con más rapidez aún. Aunque se trate de un juicio justo, puedo asegurarle que serán condenados, ya que el delito de introducir aquí una persona indocumentada es evidente e indiscutible. Después, tendremos perfecto derecho a secuestrar la nave y ustedes tres deberán cumplir graves penas. No nos obligue a infligírselas, sólo por demorar nuestra acción un día.

—Sin embargo, hay términos que discutir, porque, por muy rápido que se nos juzgue y condene, ministra, ustedes no podrán apoderarse de la nave sin mi consentimiento. Cualquier intento que hagan para entrar en ella por la fuerza, significará su destrucción, así como la del puerto espacial y la de todas las personas que se encuentren en él. Lo cual enfurecería a la Fundación, por lo que usted no se atreverá a hacerlo. Amenazarnos o maltratarnos para obligarme a abrir la nave es, sin duda alguna, contrario a su ley, y si quebrantan esta y nos someten a torturas, o incluso a un período de cruel y desacostumbrado encarcelamiento, la Fundación se enterará de ello y se enfurecerá todavía más, Por mucho que ellos quieran tener la nave, no tolerarán que se siente un precedente que permitiría maltratar a cualquier ciudadano de la Fundación. ¿Hablamos de condiciones?

—Todo eso son tonterías —repuso, burlona, la ministra—. Si es necesario, llamaremos a la Fundación. Ellos sabrán cómo se abre su propia nave o le obligarán a usted a abrirla.

—No me ha dado mi tratamiento, ministra —dijo Trevize—, pero sufre un trastorno emocional y puedo perdonárselo. Sabe que lo último que usted haría sería llamar a la Fundación, ya que no tiene intención de entregarles la nave.

La sonrisa se desvaneció del semblante de la ministra.

—¿Qué insensatez está diciendo, consejero?

—Una insensatez, ministra, que tal vez sería mejor que otros no oyesen. Deje que mi amigo y la joven vayan a una cómoda habitación de hotel y tengan el descanso que tanto necesitan, y diga también a sus guardias que salgan. Pueden esperar detrás de la puerta y dejarle una de sus armas. Usted es toda una mujer y, con un arma en la mano, nada tiene que temer de mí. Yo no llevo ninguna.

La ministra se inclinó sobre la mesa.

—Nada tengo que temer de usted, en ningún caso.

Sin mirar atrás, hizo una seña a uno de los guardias, el cual se acercó al momento y se detuvo a su lado, haciendo entrechocar los tacones.

—Guardia, lleve a ese y a esa a la Suite 5. Tienen que permanecer allí, cómodamente y bien vigilados. Le hago responsable de cualquier mal trato que reciban, así como de cualquier fallo en las medidas de seguridad.

Se puso en pie y, a pesar de su determinación de no dejarse intimidar, Trevize vaciló un poco. Era alta, al menos tan alta como él mismo, con un metro ochenta y cinco, y quizás uno o dos centímetros más. Tenía estrecha la cintura, y los galones blancos que cruzaban su pecho continuaban alrededor del talle, haciendo que este pareciese más estrecho aún. Había una gracia imponente en toda ella, y Trevize pensó con tristeza que su declaración de que nada tenía que temer de él era muy correcta. En un combate de lucha libre, pensó, le costaría poco ponerle de espaldas sobre la lona.

—Venga conmigo, consejero —pidió ella—. Si va a decir tonterías, cuantos menos las oigan, será mejor para su seguridad.

Echó a andar a paso vivo y Trevize la siguió, sintiéndose como sumido en su gran sombra, sensación que nunca había experimentado con ninguna otra mujer.

Entraron en un ascensor y mientras la puerta se cerraba tras ellos, la ministra dijo:

—Ahora estamos solos, consejero, y si se ha hecho la ilusión de que puede obligarme por la fuerza a realizar algo que lleva entre ceja y ceja, por favor, olvídelo. —El sonsonete de su voz se hizo más pronunciado al añadir, en tono claramente divertido—: Parece usted un ejemplar bastante vigoroso, pero le aseguro que nada me costaría romperle un brazo…, o la espalda, si fuese preciso. Llevo un arma, pero no tendría necesidad de utilizarla.

Trevize se rascó una mejilla y resiguió con la mirada el cuerpo de la mujer, de abajo a arriba.

—Ministra, puedo luchar con cualquier hombre de mi peso, pero ya he decidido eludir todo combate contra usted. Cuando alguien me supera, sé reconocerlo.

—Bien —dijo ella, y pareció complacida.

—¿Adónde vamos, ministra? —preguntó Trevize.

—¡Abajo! Muy abajo. Pero no se alarme. Supongo que en los hiperdramas esto sería un acto preliminar de su encierro en una mazmorra; pero en Comporellon no tenemos mazmorras, sólo prisiones normales. Vamos a mi apartamento particular; no es tan romántico como una mazmorra de los malos y viejos tiempos del Imperio, pero sí mucho más cómodo.

Cuando el ascensor se detuvo y salieron de él, Trevize calculó que debían encontrarse a cincuenta metros al menos por debajo de la superficie del planeta.

Trevize contempló el apartamento con visible sorpresa.

—¿Le desagrada mi vivienda, consejero? —preguntó la ministra fríamente.

—No, no hay motivo para ello, ministra. Sólo estoy sorprendido. Resulta algo inesperado para mí. La impresión que tenía de su mundo, por lo poco que había visto desde mi llegada, era de severidad, evitando todo lujo superfluo.

—Y está en lo cierto, consejero. Nuestros recursos son limitados y nuestra vida tiene que ser tan dura como nuestro clima.

—Pero esto, ministra —y Trevize extendió ambas manos como para abarcar la habitación donde, por primera vez en aquel mundo, veía color; los divanes tenían almohadones; la luz de las paredes iluminadas era suave, y el suelo aparecía alfombrado de manera que no se oían las pisadas—, esto es, sin duda alguna, lujoso.

—Como usted ha dicho, consejero, nosotros rechazamos el lujo inútil, ostentoso, excesivamente costoso. Este, sin embargo, es un lujo peculiar, que resulta útil. Yo trabajo de firme y tengo muchas responsabilidades. Necesito un lugar donde pueda olvidar, de manera temporal, las dificultades de mi cargo.

—¿Y todos los comporellianos viven así cuando los otros no los ven, ministra?

—Depende del grado de trabajo y de responsabilidad. Son pocos los que pueden permitírselo, o se lo merecen, o lo desean, al aplicarse nuestro código moral.

—Usted, ministra, puede permitírselo…, se lo merece…, y…, ¿lo desea?

—El rango comporta privilegios, además de deberes —dijo la ministra—. Y ahora, siéntese, consejero, y hábleme de sus locuras.

Se arrellanó en el diván, que cedió bajo su peso, e indicó a Trevize un sillón, igualmente blando, delante de ella y a poca distancia.

Trevize se sentó.

—¿Locuras, ministra?

Ella se relajó visiblemente, apoyando el codo derecho sobre un cojín.

—En una conversación privada no hace falta observar las normas estrictas de la cortesía. Puede usted llamarme Lizalor. Yo le llamaré Trevize. Dígame lo que piensa, Trevize, y lo estudiaremos.

Él cruzó las piernas y se retrepó en su sillón.

—Usted, Lizalor, me dio a elegir entre entregarle voluntariamente la nave o someterme a un juicio formal. En ambos casos, usted terminaría haciéndose con la nave. Sin embargo, se ha desviado de su camino para persuadirme de que elija la primera alternativa. Está dispuesta a proporcionarme otra nave en sustitución de la mía, para que mis amigos y yo podamos ir adonde queramos. Incluso podríamos quedarnos en Comporellon y solicitar la ciudadanía, si lo prefiriésemos. Además, y aunque esto es de menor importancia, me concedió quince minutos para consultar con mis amigos, y me ha traído a su apartamento privado, mientras ellos disfrutan, según presumo, de cómodas habitaciones. En una palabra, usted está intentando sobornarme, Lizalor, para que le entregue la nave sin necesidad de celebrar un juicio.

—Vamos, Trevize, ¿me cree incapaz de tener impulsos humanos?

—Si.

—¿O de pensar que una entrega voluntaria sería más rápida y conveniente que un juicio?

—¡Si! Supongo que se trata de otra cosa.

—¿Y es?

—El juicio tiene un grave inconveniente: es público. Usted se ha referido varias veces al riguroso sistema legal de este planeta, y sospecho que seria difícil celebrar un inicio sin la debida constancia. Si es así, la Fundación se enteraría de ello y usted tendría que entregar la nave en cuanto terminasen de juzgarnos.

—Desde luego —admitió Lizalor, con semblante inexpresivo—, la Fundación es dueña de la nave.

—En cambio —dijo Trevize—, un acuerdo privado conmigo no necesitaría constar de manera oficial. Usted tendría la nave y, dado que la Fundación no se enteraría, pues ni siquiera sabe que nosotros nos encontramos aquí, Comporellon podría quedársela. Estoy seguro de que eso es lo que usted pretende.

—¿Por qué habríamos de hacerlo? —preguntó mientras su rostro permanecía inexpresivo—. ¿Acaso no formamos parte de la Confederación de la Fundación?

—No del todo. Su condición es la de Potencia Asociada. En todos los mapas galácticos en que los mundos que son miembros de la Federación aparecen en rojo, Comporellon y sus mundos dependientes están representados en rosa pálido.

—Aun así, como Potencia Asociada, es indudable que cooperaríamos con la Fundación.

—¿Lo harían? ¿No estará soñando Comporellon en la independencia total o incluso en el liderazgo? Ustedes son un mundo viejo. Casi todos los mundos pretenden tener más años de los verdaderos, pero Comporellon los tiene realmente.

La ministra Lizalor se permitió ahora esbozar una fría sonrisa.

—Es el más viejo de todos, si hemos de creer a algunos de nuestros entusiastas.

—¿No pudo haber un tiempo en que Comporellon fue ciertamente el líder de un pequeño grupo de mundos? ¿Y no podría ocurrir que soñase con recuperar la perdida posición de poder?

—¿Cree usted que nuestros sueños los llena un objetivo tan imposible? Antes de conocer sus pensamientos, dije que eran una locura, y, ahora que los conozco, veo que no me equivocaba.

—Puede haber sueños imposibles y, sin embargo, seguir soñando con ellos. Términus, que está situado en el borde de la Galaxia y cuya Historia de cinco siglos es más corta que la de cualquier otro mundo, gobierna virtualmente toda la Galaxia. ¿Por qué no habría de hacerlo Comporellon? —dijo Trevize, sonriendo.

Lizalor permaneció grave.

—Según tenemos entendido, Términus alcanzó aquella posición gracias al «Plan» de Hari Seldon.

—Esa es la palanca psicológica de su superioridad, y tal vez se mantenga sólo mientras la gente lo crea. Es posible que el Gobierno comporelliano no sea lo mismo. Aun así, Términus goza también de una fuerza tecnológica. La hegemonía de Términus sobre la Galaxia se apoya en su avanzada tecnología, de la cual es ejemplo la nave gravítica que ustedes están tan ansiosos de poseer. Ningún mundo, salvo Términus, dispone de naves gravíticas. Si Comporellon pudiese tener una y aprender su funcionamiento con detalle, daría un gigantesco paso tecnológico hacia delante. Yo no creo que eso bastase para quitarle el liderazgo a Términus; pero es posible que su gobierno si lo crea.

—¿No puede usted hablar en serio? —preguntó Lizalor—. Cualquier gobierno que retuviese la nave contra la voluntad de la Fundación se expondría sin duda, a las iras de esta, y la Historia demuestra que la cólera de la Fundación puede ser terrible.

—Pero la Fundación —dijo Trevize— sólo se encolerizaría si hubiese algo capaz de despertar su ira.

—En ese caso, Trevize, suponiendo que su análisis de la situación no fuese una locura, ¿no le convendría entregarnos la nave y hacer un buen negocio? Le pagaríamos bien si pudiésemos conseguirla reservadamente, siempre que su argumentación se ajustase a la verdad.

—¿Confiarían ustedes en que no informaría a la Fundación?

—Desde luego. Ya que debería informar de su participación en el negocio también.

—Podría alegar que había actuado bajo coacción.

—Sí. A menos que su sentido común le dijese que su alcaldesa nunca lo creería. Vamos, hagamos un trato.

Trevize sacudió la cabeza.

—No lo haré, Mrs. Lizalor. La nave es mía y debe seguir siéndolo. Como ya le he dicho, estallará con extraordinaria potencia si intentan forzar la entrada. Le aseguro que le digo la verdad. No piense que se trata de un farol.

—Usted podría abrirla y dar nuevas instrucciones al ordenador.

—Sin duda alguna, pero no lo haré.

Lizalor lanzó un profundo suspiro.

—Sabe que podríamos obligarle a cambiar de idea, no por lo que le hiciésemos a usted, sino a su amigo, el doctor Pelorat o a aquella joven.

—¿Torturas, ministra? ¿Es esta su ley?

—No, consejero. No tendríamos que recurrir a semejante brutalidad. Siempre existe la Sonda Psíquica.

Por primera vez desde que había entrado en el apartamento de la ministra, Trevize sintió un escalofrío.

—Tampoco pueden hacer eso. El empleo de la Sonda Psíquica está prohibido, salvo para fines médicos, en toda la Galaxia.

—Pero es un caso desesperado…

—Estoy dispuesto a arriesgarme a ello —respondió serenamente Trevize—, porque no les serviría de nada. Mi resolución de retener mi nave es tan profunda que la Sonda Psíquica destruiría mi mente antes de que yo se la entregase.

«Esto sí que es un farol», pensó, y el escalofrío se hizo más fuerte.

—Y aunque fuesen capaces de persuadirme sin destruir mi mente y yo abriese la nave, la desarmase y se la entregara, tampoco les serviría de nada. El ordenador que lleva es más avanzado aún que la propia nave y no sé cómo está concebido que sólo funciona bien conmigo. Es lo que podríamos llamar un ordenador para una sola persona.

—Entonces, supongamos que usted conservase su nave y siguiese pilotándola. ¿Querría hacerlo para nosotros, como digno ciudadano comporealliano? El salario sería muy elevado. Podría vivir lujosamente. Y también sus amigos.

—No.

—¿Y qué sugiere? ¿Que dejemos, por las buenas, que usted y sus amigos embarquen en su nave y se adentren con ella en la Galaxia?

Le advierto que antes de permitirle hacer eso, informaríamos a la Fundación de que usted se encuentra aquí con su nave, y dejaríamos el asunto en sus manos.

—¿Y perderían la nave?

—Si ha de ocurrir así, quizá prefiriésemos entregarla a la Fundación antes que a un descarado forastero.

—Entonces, permita que le proponga un acuerdo.

—¿Un acuerdo? Bueno, le escucho. Prosiga.

—Estoy desempeñando una misión importante —dijo Trevize, midiendo sus palabras—. Esta empezó con el apoyo de la Fundación. Al parecer, ese apoyo ha sido suspendido, pero la misión sigue teniendo gran importancia. Que sea Comporellon quien me apoye ahora y, si termino la misión con éxito, Comporellon saldrá beneficiada.

Lizalor lo miró, con expresión de duda.

—¿Y no devolverá la nave a la Fundación?

—Nunca planeé hacerlo. La Fundación no buscaría la nave tan desesperadamente si creyese que yo tenía intención de devolvérsela.

—Eso no significa que nos la entregará a nosotros.

—En cuanto yo haya terminado la misión, la nave puede dejar de serme útil. En ese caso, no tendría inconveniente en que pasase a poder de Comporellon.

Los dos se miraron en silencio durante unos momentos.

—Emplea usted el condicional —dijo Lizalor—. La nave «puede dejar…». Eso carece de valor para nosotros.

—Podría hacer promesas formidables, pero ¿qué valor tendrían para ustedes? El hecho de que mis promesas sean prudentes y limitadas debería demostrarle que al menos son sinceras.

—Inteligente —dijo Lizalor, asintiendo con la cabeza—. Me gusta. Bueno, ¿cuál es su misión y cómo puede beneficiar a Comporellon?

—No, no —dijo Trevize—, ahora le toca a usted responder. ¿Me apoyará si le demuestro que la misión es importante para Comporellon?

La ministra Lizalor se levantó del sofá, alta e imponente.

—Tengo hambre, consejero Trevize, y no hablaré más con el estómago vacío. Le ofreceré algo de comer y de beber…, con moderación. Después, terminaremos la conversación.

Y a Trevize le dio la sensación de que la expresión de la mujer en aquel momento era bastante parecida a la de un animal carnívoro, lo cual le hizo apretar los labios con cierta inquietud.

Quizá la comida fuese nutritiva, pero no resultaba muy agradable al paladar. El plato fuerte consistía en carne de buey servida en una salsa de mostaza, con una guarnición de una verdura que Trevize no reconoció, ni le gustó, pues tenía un desagradable sabor amargo y salado. Más tarde se enteró de que era una clase de alga.

Después, comieron un pedazo de fruta que sabía a manzana aunque también un poco a melocotón (en realidad, no era mala) y tomaron un brebaje caliente y oscuro, lo bastante amargo para que Trevize dejase la mitad y se preguntara si podía beber un poco de agua fresca. Las raciones eran muy pequeñas, pero, dadas las circunstancias, a Trevize no le importó.

La comida se desarrolló en privado, sin ningún criado a la vista. La ministra, personalmente, calentó y sirvió los alimentos y, después, se llevó los platos y los cubiertos.

—Espero que le haya gustado la comida —dijo ella, mientras salían del comedor.

—Mucho —respondió Trevize, sin entusiasmo.

—Volvamos —dijo Lizalor, sentándose de nuevo en el sofá— a lo que estábamos discutiendo. Dijo usted que Comporellon podía estar resentido por el liderazgo tecnológico de la Fundación y su dominio sobre la Galaxia. En cierto modo, no está equivocado, pero ese aspecto de la situación sólo interesaría a los que se encuentran metidos en política interestelar, que son relativamente pocos. Mucho más importante resulta el hecho de que el comporelliano medio está horrorizado ante la inmoralidad que impera en la Fundación. Esta inmoralidad reina en la mayoría de los mundos, pero parece más exagerada en Términus. Yo diría que el sentimiento que existe en este mundo contra Términus se debe más a ese asunto que a cuestiones abstractas.

—¿Inmoralidad? —preguntó Trevize, confuso—. Sean cuales fueren los defectos de la Fundación, tiene usted que reconocer que gobierna esta parte de la galaxia con eficacia y honradez fiscal. Los derechos civiles son respetados y…

—Consejero Trevize, me refiero a la moralidad sexual.

—En tal caso, de verdad que no la comprendo. Somos una sociedad moral por completo, sexualmente hablando. Las mujeres se hallan bien representadas en cada faceta de la vida social. Nuestro alcalde es una mujer y casi la mitad del Consejo está compuesta por…

La ministra se permitió una expresión de impaciencia.

—¿Se burla usted de mí, consejero? Sin duda conoce el significado de moralidad sexual. ¿Es o no es el matrimonio un sacramento en Términus?

—¿Qué quiere decir con lo de sacramento?

—¿Hay alguna ceremonia formal para unir a una pareja en matrimonio?

—Sí, para los que lo desean. Esa ceremonia simplifica los problemas fiscales y de herencia.

—Pero se pueden celebrar divorcios.

—Desde luego. Sería sexualmente inmoral mantener unidas a dos personas así…

—¿No existen las restricciones religiosas?

—¿Religiosas? Hay personas que hacen filosofía partiendo de antiguos cultos; pero ¿qué tiene esto que ver con el matrimonio?

—En Comporellon, consejero, cada aspecto del sexo está muy controlado. El acto sexual no se realiza fuera del matrimonio. E incluso dentro de este, hay limitaciones. Nos producen una triste impresión esos mundos, y Términus en particular, donde el sexo parece considerarse un mero placer social, sin que importe gran cosa el cómo, cuándo y con quién ni los valores de la religión.

Trevize se encogió de hombros.

—Lo siento, pero yo no puedo encargarme de reformar la Galaxia ni siquiera Términus…, ¿y qué tiene eso que ver con el asunto de mi nave?

—Estoy hablando de la opinión pública en el asunto de su nave y de cómo limita aquella mi capacidad de llegar a un compromiso. El pueblo de Comporellon se horrorizaría si descubriese que ha llevado una mujer joven y atractiva a bordo, para satisfacer su lúdico afán y el de su compañero. Si le aconsejé que aceptase una rendición pacífica en vez de un juicio público, fue en consideración a la seguridad de ustedes tres.

—Veo —dijo Trevize— que ha aprovechado usted la comida para pensar un nuevo tipo de persuasión por la amenaza. ¿Debo temer ahora un linchamiento?

—Sólo le advierto del peligro. ¿Puede usted negar que la mujer que iba con ustedes a bordo de la nave es algo más que una conveniencia sexual?

—Claro que puedo negarlo. Bliss es la compañera de mi amigo el doctor Pelorat, la única que tiene. Tal vez usted no defina su relación como matrimonial, pero creo que en la mente de Pelorat, y también en la de la mujer, existe un matrimonio entre ellos.

—¿Me está diciendo que usted no se encuentra involucrado a nivel personal?

—Claro que no —respondió Trevize—. ¿Por quién me ha tomado?

—No puedo decirlo. Desconozco su concepto de la moralidad.

—Entonces, permítame que le explique que ese concepto me impide jugar con los bienes…, o las compañías, de mi amigo.

—¿No se siente siquiera tentado?

—No puedo controlar el hecho de la tentación, pero nunca caeré en ella.

—¿Nunca? Tal vez las mujeres no le interesan.

—No piense tal cosa. Me interesan.

—¿Cuánto tiempo hace que no ha tenido relación sexual con una mujer?

—Meses. Ninguna en absoluto desde que salí de Términus.

—No debe resultarle agradable.

—Cierto que no —dijo Trevize, con sinceridad—, pero la situación es tal que no tengo elección.

—Supongo que su amigo, Pelorat, al advertir su sufrimiento, estaría dispuesto a compartir su mujer con usted.

—Yo no doy señales de sufrir, pero aun en el caso de que la diese, él no estaría dispuesto a compartir Bliss. Y creo que tampoco ella lo consentiría. No se siente atraída por mí.

—¿Lo dice porque ya ha tanteado el terreno?

—Nada de eso. He sacado esta conclusión, sin pensar que fuese necesario comprobarla. En todo caso, no le tengo mucha simpatía.

—¡Asombroso! Cualquier hombre la consideraría atractiva.

—Físicamente, es atractiva. Sin embargo, a mí no me interesa. Entre otras cosas, porque es demasiado joven, demasiado infantil en algunos aspectos.

—Entonces, ¿prefiere usted las mujeres maduras?

Trevize no contestó enseguida. ¿Sería una trampa?

—Soy lo bastante viejo para que me gusten algunas mujeres maduras —dijo después, precavidamente—. Pero ¿qué tiene que ver esto con mi nave?

—De momento, olvídese de ella —contestó Lizalor—. Yo tengo cuarenta y seis años y soy soltera. He estado demasiado ocupada con mi trabajo para casarme.

—En tal caso, según las normas de su sociedad, usted tiene que haber observado continencia durante toda su vida. ¿Ha sido por eso que me ha preguntado cuánto tiempo hace que no he tenido relaciones sexuales? ¿Acaso pide mi consejo sobre esta cuestión? Le diré que esto no es como la comida y la bebida. La continencia resulta incómoda, pero no imposible.

La ministra sonrió y aquella expresión carnívora apareció de nuevo en sus ojos.

—No me interprete mal, Trevize. El rango tiene sus privilegios y permite la discreción. Mi continencia no es total. Sin embargo, encuentro a los hombres de Comporellon poco satisfactorios. Yo reconozco que la moralidad es un bien absoluto, pero tiende a infundir un sentimiento de culpabilidad a los varones de este mundo, de manera que se vuelven recatados, tímidos, lentos en empezar, rápidos en terminar y, en general, torpes.

—Tampoco puedo hacer nada a este respecto —adujo Trevize con prudencia.

—¿Quiere usted decir que la culpa puede ser mía? ¿Que no soy incitante?

Trevize levantó una mano.

—No he dicho eso, en absoluto.

—En tal caso, ¿cómo reaccionaría usted, si se presentase la ocasión? Usted, un hombre de un mundo inmoral, que debe de haber tenido muchas y variadas experiencias sexuales, que se halla bajo la presión de varios meses de abstinencia forzosa y con la presencia constante de una mujer joven y atractiva. ¿Cómo reaccionaría usted en presencia de alguien como yo, del tipo maduro que declara que le gusta?

—Me comportaría con el respeto y la corrección debidos a su rango y a su importancia.

—¡No sea tonto! —dijo la ministra.

Se llevó la mano al lado derecho de su cintura. La tira blanca que la ceñía se aflojó, soltándose del pecho y del cuello. El cuerpo del vestido negro quedó más holgado a simple vista.

Trevize permaneció como petrificado. ¿Era eso lo que había pretendido ella desde…, desde cuándo? ¿O se trataba de un soborno para conseguir lo que no había logrado con sus amenazas?

El cuerpo del vestido se deslizó hacia abajo y, con él, lo que sujetaba firmemente los senos. Ella siguió sentada allí, con una expresión de orgulloso desdén en su semblante, desnuda de cintura para arriba. Sus pechos eran una versión reducida de su femineidad: macizos, firmes, imponentes.

—¿Y bien? —dijo.

—¡Magnífico! —exclamó Trevize con sinceridad.

—¿Y qué piensa usted hacer?

—¿Qué ordena la moral en Comporellon, señora Lizalor?

—¿Qué le importa eso a un hombre de Términus? ¿Qué ordena su moral? Vamos, empiece. Mi pecho está frío y necesita calor.

Trevize se levantó y empezó a desnudarse.