II. Hacia Comporellon

Llovía ligeramente. Trevize contempló el cielo, liso y de un color blanco grisáceo.

Llevaba un sombrero impermeable que repelía las gotas de lluvia y las enviaba lejos de su cuerpo en todas direcciones. Pelorat, plantado fuera del alcance de las gotas rebotadas, no tenía aquella protección.

—No comprendo por qué te empeñas en mojarte, Janov.

—La humedad no me preocupa, amigo —dijo Pelorat, con su aire solemne de siempre—. La lluvia es ligera y tibia. Prácticamente, no hay viento. Y además, por citar un viejo dicho, «En Anacreon, haz como los anacreonitas». —Señaló a unos pocos gaianos que se encontraban cerca de la Far Star, observando en silencio. Estaban desparramados, como los árboles de un bosquecillo gaiano, y ninguno de ellos llevaba sombrero contra la lluvia.

—Supongo —dijo Trevize— que no les importa empaparse, porque todo el resto de Gaia se está mojando. Los árboles, la hierba, el suelo, todo está mojado, y todo forma parte de Gaia, lo mismo que los gaianos.

—Creo que es lógico —dijo Pelorat—. El sol no tardará en salir y todo se secará rápidamente. La ropa no se arrugará ni encogerá, la sensación de frío no existe y, al no haber microrganismos patógenos nocivos, nadie pillará un catarro, o una gripe, o una pulmonía. Entonces, ¿por qué preocuparse por un poco de humedad?

Trevize comprendió la lógica del razonamiento con facilidad, pero continuó sintiéndose agraviado.

—En todo caso —dijo—, no hace falta que llueva cuando vamos a marcharnos. A fin de cuentas, la lluvia es voluntaria. Si Gaia no lo quisiera, no llovería. Casi se diría que desea mostrarnos su desprecio.

—Tal vez —repuso Pelorat, frunciendo los labios un poco—. Gaia está llorando nuestra partida.

—Es posible —dijo Trevize—, pero a mi no me ocurre lo mismo.

—En realidad —prosiguió Pelorat—, presumo que el suelo de esta región necesita humedad, y que esta necesidad es más importante que tu deseo de ver brillar el sol.

Trevize sonrió.

—Sospecho que este mundo te gusta realmente, ¿verdad? Quiero decir, aun prescindiendo de Bliss.

—Sí, me gusta —dijo Pelorat en tono defensivo—. Siempre he llevado una vida tranquila y ordenada, y creo que me sentiría bien aquí, con todo un mundo trabajando para mantenerse tranquilo y ordenado. Después de todo, Golan, cuando construimos una casa, o esa nave, tratamos de crear un refugio perfecto. Lo equipamos con todo lo que necesitamos; disponemos las cosas de manera que la temperatura, la calidad del aire, la iluminación y todo lo importante, sea controlado y manipulado por nosotros a fin de que el conjunto resulte lo más cómodo posible. Gaia no es más que la realización del deseo de comodidad y seguridad extendido a todo un planeta. ¿Qué hay de malo en ello?

—Lo que hay de malo —respondió Trevize— es que mi casa, o mi nave, ha sido concebida para satisfacerme a mí. Yo no he sido concebido para satisfacerla a ella. Si yo formase parte de Gaia, por muy bien que el planeta hubiese sido ideado para adaptarse a mí, me sentiría sumamente molesto por el hecho de que yo hubiese sido ideado también para adaptarme a él.

Pelorat frunció los labios otra vez.

—Se podría argüir que toda sociedad moldea su población para que se adapte a ella. Se desarrollan costumbres que convienen a la sociedad, y eso encadena firmemente a los individuos a las necesidades de aquella.

—En las sociedades que conozco, uno puede rebelarse. Hay excéntricos, incluso delincuentes.

—¿Quieres excéntricos y delincuentes?

—¿Por qué no? Tú y yo somos excéntricos. En verdad, no somos ejemplares típicos de los habitantes de Términus. En cuanto a los delincuentes, se trata de una cuestión de terminología. Y si los delincuentes son el precio que debemos pagar por los rebeldes, los herejes y los genios, estoy dispuesto a pagarlo. Exijo que se pague.

—¿Son los delincuentes el único precio posible? ¿No se pueden tener genios sin delincuentes?

—No se pueden tener genios y santos sin que haya personas que se alejen mucho de la línea establecida, y no creo que ese alejamiento se pueda producir sólo en un sentido de dicha línea. Debe existir cierta simetría. En todo caso, para mi decisión de hacer de Gaia el modelo para el futuro de la humanidad, deseo contar con una razón mejor que esta de que se trate de una versión planetaria de una casa confortable.

—¡Oh, mi querido amigo! Yo no trataba de empezar una discusión contigo sobre tu decisión. Sólo estaba haciendo una observa…

Se interrumpió. Bliss caminaba en dirección a ellos, mojados los negros cabellos y pegada su ropa al cuerpo, de manera que hacía resaltar sus anchas caderas. Ella movió la cabeza arriba y abajo al acercarse.

—Siento haberme retrasado —se disculpó, jadeando un poco—. Mi entrevista con Dom ha sido más larga de lo que yo había previsto.

—Supongo —dijo Trevize— que ya te has enterado de todo lo que él sabe.

—A veces se producen diferencias de interpretación. A fin de cuentas, no somos idénticos y por eso discutimos. Mira —dijo con un cierto tono de aspereza—, tú tienes dos manos. Ambas son parte de ti y parecen idénticas, salvo que cada una es como la imagen reflejada en un espejo de la otra. Sin embargo, no las empleas de la misma manera, ¿verdad? Hay algunas cosas que haces con la derecha la mayor parte de las veces, y otras que las realizas con la izquierda. Diferencias de interpretación, por decirlo así.

—Te ha pillado —exclamó Pelorat, con visible satisfacción.

Trevize asintió con la cabeza.

—Es una analogía seductora si fuese pertinente, y no estoy muy seguro de que lo sea. En todo caso, ¿significa que podemos embarcar ahora? Está lloviendo.

—Sí, sí. Nuestra gente ha salido de la nave, y esta se encuentra dispuesta. —Después, miró a Trevize con curiosidad—. Estás seco. Las gotas de lluvia no te alcanzan.

—Es cierto —dijo Trevize—. Quiero evitar la humedad.

—¿No te gusta mojarte de vez en cuando?

—En efecto; pero cuando yo lo deseo, no cuando la lluvia quiere.

Bliss se encogió de hombros.

—Bueno, haz lo que te parezca. Todo nuestro equipaje ha sido cargado ya; podemos subir a bordo.

Los tres se dirigieron a la Far Star. La lluvia se había vuelto más fina todavía, pero la hierba seguía completamente mojada, Trevize caminaba de puntillas, a diferencia de Bliss que se había quitado las zapatillas, llevándolas en la mano, y andaba descalza sobre la hierba.

—Es una sensación deliciosa —dijo, en respuesta a la mirada de Trevize a sus pies.

—Bueno —repuso él con aire distraído. Y después, algo irritado, añadió—: Pero ¿por qué están esos otros gaianos plantados ahí?

—Están registrando este acontecimiento —respondió Bliss—, que Gaia considera trascendental. Tú eres importante para nosotros, Trevize. Piensa que si cambiases de idea como resultado de este viaje y decidieses contra nosotros, nunca nos integraríamos en la Galaxia, ni siquiera perduraríamos como Gaia.

—Entonces, yo represento la vida o la muerte para Gaia; para todo el mundo.

—Nosotros lo creemos así.

Trevize se detuvo de pronto y se quitó el sombrero que le protegía de la lluvia. Estaban apareciendo manchas azules en el cielo.

—Pero ahora tenéis mi voto a favor vuestro —dijo—. Si me mataseis, nunca podría cambiarlo.

—Golan —murmuró, impresionado, Pelorat—, es terrible que digas eso.

—Es típico de un Aislado —repuso Bliss tranquilamente—. Debes comprender, Trevize, que no nos interesas como persona, ni siquiera tu voto nos interesa, sólo la verdad cuenta, los hechos reales. Tú nos importas porque eres la persona que nos guía hacia la verdad, y tu voto es una indicación de esa verdad. Esto es lo que queremos de ti, y si te matásemos para impedir que cambiases tu voto, lo único que haríamos sería ocultamos la verdad a nosotros mismos.

—Si os dijese que la verdad es no-Gaia, ¿aceptaríais todos la muerte alegremente?

—Tal vez no con alegría, pero ese sería, en definitiva, el resultado.

Trevize sacudió la cabeza.

—Si algo pudiese convencerme de que Gaia es un horror y debería morir, sería la declaración que acabas de hacer —dijo. Después, volvió la mirada hacia los gaianos que observaban (y presumiblemente escuchaban) pacientemente—. ¿Por qué se han desplegado de ese modo? ¿Y para qué necesitabais tantos? Si uno de ellos observa este acontecimiento y lo almacena en su memoria, ¿no estará al alcance de todo el resto del planeta? ¿No podrá ser almacenado en un millón de sitios diferentes, si así lo deseáis?

—Cada cual lo está observando desde diferente ángulo —explicó Bliss— y lo almacena en un cerebro ligeramente distinto. Cuando todas las observaciones sean estudiadas, se comprobará que lo sucedido ahora será comprendido mucho mejor si se parte de todas las observaciones juntas que de cualquiera de ellas en particular.

—En otras palabras, el total es mayor que la suma de las partes.

—Exactamente. Has captado la justificación fundamental de la existencia de Gaia. Tú, como ser humano individual, estás compuesto de quizá cincuenta billones de células, pero, como individuo multicelular, eres mucho más importante que esos cincuenta billones como la suma de su importancia individual. Supongo que estarás de acuerdo con esto.

—Sí —admitió Trevize—. Lo estoy.

Subió a la nave y se volvió un momento para echar otro vistazo a Gaia. La breve lluvia había dado una nueva frescura a la atmósfera. Vio un mundo verde, exuberante, tranquilo, pacífico; un jardín de serenidad plantado en medio de la turbulencia de la cansada galaxia.

Y Trevize esperó ardientemente no volver a verlo jamás.

Cuando la puerta neumática se cerró tras ellos, Trevize tuvo la impresión de haber salido, no exactamente de una pesadilla, sino de algo anormal tan grave que le había estado impidiendo respirar con libertad. Era consciente de que un elemento de aquella anormalidad permanecía todavía con él en la persona de Bliss. Mientras ella estuviese ahí, Gaia seguiría ahí, y, sin embargo, también estaba convencido de que la presencia de la joven era esencial. La caja negra trabajaba de nuevo, y anheló no tener que empezar a creer demasiado en ella.

Miró a su alrededor y la nave le pareció hermosa. Había sido suya desde que la alcaldesa Harla Branno de la Fundación le había obligado a entrar en ella, o enviándolo entre las estrellas, como un pararrayos viviente destinado a atraer el fuego de los que ella consideraba enemigos de la Fundación. La misión había sido cumplida, pero la nave seguía perteneciéndole, y no pensaba devolverla.

Había sido suya sólo unos pocos meses, pero le parecía como su casa y sólo conservaba una vaga idea del que había sido su hogar en Términus.

¡Términus! El eje descentrado de la Fundación, destinado por el «Plan de Seldon» a formar un segundo y más grande Imperio en el decurso de los siguientes cinco siglos. Aunque ahora él, Trevize, le había dado un nuevo rumbo. Por decisión propia, estaba convirtiendo la Fundación en nada, y haciendo posible, en su lugar, una nueva sociedad, un nuevo esquema de vida, una revolución espantosa que sería la más grande desde la aparición de la vida multicelular.

Emprendía un viaje encaminado a demostrarse (o a rechazar) que lo que había hecho era lo justo.

Se encontró perdido en sus pensamientos e inmóvil, y se sacudió con irritación. Se dirigió apresuradamente a la cabina-piloto y vio que su ordenador permanecía todavía allí.

Resplandecía; todo resplandecía. La limpieza no había podido ser más minuciosa. Los contactos, cerrados por él casi al azar, funcionaban a la perfección y, al parecer, con más facilidad que nunca. El sistema de ventilación era tan silencioso que tuvo que poner la mano sobre las rejillas para asegurarse de que el aire circulaba.

El círculo de luz sobre el ordenador brillaba agradablemente. Trevize lo tocó y la luz se derramó por toda la mesa, en la que apareció el perfil de una mano derecha y una mano izquierda. Inhaló a fondo y se dio cuenta que había estado sin respirar durante un rato. Los gaianos desconocían la tecnología de la Fundación y hubiesen podido averiar el ordenador con facilidad sin la menor malicia. Hasta ahora, no había sido así: las manos permanecían en su sitio.

La prueba definitiva la tendría al poner sus propias manos sobre aquellas, y, por un momento, vaciló. Casi de inmediato sabría si algo andaba mal, y, de ser así, ¿qué podría hacer? Para repararlo, tendría que regresar a Términus, y, si volvía, estaba seguro de que la alcaldesa Branno no dejaría que se marchase de nuevo. Y en tal caso…

Sintió que su corazón palpitaba con fuerza; era inútil prolongar aquella incertidumbre deliberadamente.

Extendió ambas manos, la derecha, la izquierda, y las apoyó sobre las siluetas; en ese instante, tuvo la sensación de que otro par de manos asían las suyas. Sus sentidos se expandieron, y pudo ver Gaia en todas las direcciones, verde y húmeda, y los gaianos que seguían allí. Cuando quiso mirar hacia arriba, vio un cielo nublado en su mayor parte. Después, también por su voluntad, las nubes se desvanecieron y contempló un cielo azul inmaculado que filtraba la luz del sol de Gaia.

De nuevo puso su voluntad a prueba, y el azul desapareció ocupando su lugar las estrellas.

Las borró y quiso contemplar la galaxia, y lo consiguió, viéndola como una rueda de fuegos artificiales a tamaño reducido. Examinó la imagen del ordenador, ajustando su orientación, alterando la marcha aparente del tiempo, haciéndola girar primero en una dirección y después en otra. Localizó el sol de Savshell, la estrella importante más próxima a Gaia; después, el sol de Términus; luego, el de Trantor; uno tras otro. Viajó de una estrella a otra en el mapa galáctico contenido en las entrañas del ordenador.

Entonces, retiró las manos y dejó que de nuevo el mundo real lo rodease, y se dio cuenta de que había permanecido todo el tiempo en pie, inclinado a medias sobre el ordenador para establecer el contacto manual. Sintió que estaba entumecido y tuvo que estirar los músculos de su espalda antes de sentarse.

Miró el ordenador con fijeza, agradecido y aliviado. Su funcionamiento había resultado perfecto. Le había respondido mejor que nunca, y sintió por él lo que sólo podía describirse como amor. A fin de cuentas, mientras apoyaba sus manos en él (se negaba resueltamente a confesarse que pensaba que eran las manos de ella), formaban parte el uno del otro, y su voluntad dirigía, controlaba, experimentaba y pertenecía a un yo superior. Él y aquello debían sentir, de una manera reducida, pensó de pronto, con inquietud, lo mismo que Gaia sentía en un campo muchísimo más amplio.

Sacudió la cabeza. ¡No, en el caso de él y el ordenador! Era él, Trevize, quien poseía el control absoluto. El ordenador se hallaba totalmente sometido a su mandato.

Se levantó y pasó a la bien abastecida cocina y al comedor. Había abundancia de comida de todas clases y aparatos adecuados de refrigeración y de calor. Ya había observado que las películas que guardaba en su habitación estaban en regla, y tenía el convencimiento…, no, la absoluta seguridad, de que Pelorat había comprobado que su filmoteca personal lo estaba también. De no haber sido así, seguro que ya se lo habría comunicado.

¡Pelorat! Eso le recordó una cosa. Entró en la habitación de Pelorat.

—¿Hay sitio aquí para Bliss, Janov?

—¡Oh, sí! De sobra.

—Podría convertir la sala común en su dormitorio.

Bliss lo miró, abriendo mucho los ojos.

—No deseo tener una habitación individual. Me encuentro muy bien aquí con Pel. Aunque supongo que podré usar las otras habitaciones cuando las necesite. Por ejemplo, el gimnasio.

—Por supuesto. Todas, excepto la mía.

—Muy bien. Eso es lo que yo habría sugerido, si hubiese tenido ocasión de hacerlo. Por lógica, tú tampoco entrarás en la nuestra.

—Desde luego —dijo Trevize, que miró hacia abajo y se dio cuenta de que sus zapatos pisaban el umbral. Dio un paso atrás—. Pero esto no es una suite nupcial, Bliss.

—Así parece, en vista de su estrechez, y tampoco lo sería si Gaia la ampliase la mitad de lo que es.

Trevize reprimió una sonrisa.

—Tendréis que comportaros como buenos amigos.

—Lo somos —dijo Pelorat, claramente molesto por el rumbo que había tomado la conversación—, pero creo, viejo amigo, que debes dejar que nos arreglemos nosotros solos.

—En realidad, no puedo —repuso Trevize pausadamente—. Quiero que quede bien claro que este no es lugar adecuado para una luna de miel, No me opondré a nada de lo que hagáis por mutuo consentimiento, pero debéis daros cuenta de que aquí no gozaréis de intimidad.

Espero que lo comprendas, Bliss.

—Hay una puerta —dijo Bliss—, y me imagino que no nos molestarás cuando esté cerrada…, es decir, salvo en caso de verdadera emergencia.

—Claro que no. Sin embargo, las paredes no están insonorizadas.

—¿Estás tratando de decir, Trevize —dijo Bliss—, que oirás con claridad cualquier conversación que sostengamos y el ruido que podamos hacer cuando mantengamos relaciones sexuales?

—Sí, eso es lo que quería decir. Y teniéndolo en cuenta, espero que comprendáis que deberéis limitar vuestras actividades aquí. Eso puede incomodaros, y lo siento, pero la situación está así.

—La verdad es, Golan —dijo Pelorat amablemente después de un carraspeo—, que ya he tenido que enfrentarme con el mismo problema.

Como sabes muy bien, cualquier sensación que Bliss experimenta mientras está conmigo es experimentada por toda Gaia.

—Ya he pensado en esto, Janov —dijo Trevize, y pareció que reprimía una mueca—. No quería mencionarlo; sólo lo he hecho por si no habías pensado en ello.

—Por desgracia, lo pensé —dijo Pelorat.

—No des demasiada importancia a esto, Trevize —intervino Bliss—. En un momento dado, puede haber miles de seres humanos en Gaia que estén haciendo el amor; millones que estén comiendo, bebiendo, o entregados a otras actividades placenteras. Esto origina un ambiente general de felicidad que Gaia siente, y cada una de sus partes. Los animales inferiores, las plantas y los minerales gozan de placeres progresivamente reducidos, pero que también contribuyen a una alegría generalizada y consciente que Gaia experimenta en todas sus partes siempre, y que no se siente en ninguno de los otros mundos.

—Nosotros tenemos nuestros propios goces particulares —dijo Trevize— que podemos compartir con otros, si lo deseamos, o disfrutarlos en privado, si queremos.

—Si pudieses sentir los nuestros, sabrías lo atrasados que vosotros, los aislados, estáis a este respecto.

—¿Cómo puedes saber lo que nosotros sentimos?

—Aunque no lo sepamos, es lógico suponer que un mundo de placeres comunes tiene que ser más intenso que un solo individuo aislado.

—Es posible, pero aunque mis placeres sean mínimos, guardaré para mi mis alegrías y mis penas y me contentaré con ellas, por pequeñas que parezcan, y seré yo y no un hermano carnal de la roca más cercana.

—No te burles —pidió Bliss—. Tú valoras todos los cristales minerales de tus huesos y tus dientes, y quisieras que no se estropease ninguno, aunque no tengan más conciencia que un cristal corriente de roca, del mismo tamaño.

—Eso es bastante cierto —aceptó Trevize, de mala gana—, pero nos hemos apartado del tema. A mí no me importa que toda Gaia comparta tu alegría, Bliss, pero yo no quiero compartirla. Aquí vivimos muy estrechos y no deseo verme obligado a participar en vuestras actividades, aunque sea indirectamente.

—Esta discusión no tiene objeto, mi querido amigo —dijo Pelorat.

Mientras la nave se hallaba dentro de la atmósfera, no se necesitaba, por supuesto, acelerar, de modo que el zumbido y la vibración del aire al pasar rápidamente no se percibían. Y cuando la atmósfera quedaba atrás y la aceleración se producía, a grandes velocidades, no afectaba a los pasajeros.

Era lo más moderno en comodidad, y Trevize no creía que pudiese mejorarse hasta que llegase el día en que los seres humanos descubriesen la manera de volar a través del hiperespacio sin necesidad de naves y sin preocuparse de que los campos de gravitación cercanos pudiesen ser demasiado intensos. Precisamente ahora, la Far Star tendría que alejarse a toda velocidad del sol de Gaia durante varios días hasta que la intensidad de la gravedad fuese lo bastante débil para intentar el Salto.

—Golan, querido amigo, ¿puedo hablar un momento contigo? ¿No estás demasiado ocupado?

—En absoluto. El ordenador se encarga de todo en cuanto le he dado las instrucciones pertinentes. Y a veces parece que adivina cuáles serán estas y las cumple casi antes de que yo haya acabado de formularlas —dijo Trevize, acariciando el tablero.

—Tú y yo nos hemos hecho muy amigos, Golan —comenzó Pelorat—, en el poco tiempo que llevamos conociéndonos, a pesar de que debo admitir que me parece mucho más largo. ¡Han ocurrido tantas cosas…! Cuando me detengo a pensar en mi relativamente larga vida, me parece curioso que la mitad de los sucesos que he experimentado se hayan concentrado en estos pocos últimos meses. O así parece. Casi podría suponer…

Trevize levantó una mano.

—Janov, te estás saliendo de la cuestión, estoy seguro. Has empezado diciendo que nos hemos hecho muy amigos en poco tiempo. Si, es cierto, y seguimos siéndolo. A propósito, todavía hace menos tiempo que conoces a Bliss y te has hecho aún más amigo de ella.

—Desde luego, eso es diferente —repuso Pelorat carraspeando, un poco confuso.

—Claro —dijo Trevize—, pero ¿por qué me hablas de nuestra breve pero duradera amistad?

—Mi querido compañero, si seguimos siendo amigos, como acabas de admitir, quiero que también lo seas de Bliss que, como también acabas de decir, me es particularmente querida.

—Lo comprendo. ¿Y bien?

—Sé, Golan, que Bliss no te gusta, pero quisiera que por mi…

Trevize levantó una mano.

—Un momento, Janov. No es que Bliss me entusiasme, pero tampoco le tengo antipatía. En realidad, no siento ninguna animosidad contra ella. Es una joven atractiva y, aunque no lo fuese, estaría dispuesto por ti, a considerarla como tal. Es Gaia lo que no me gusta.

—Pero Bliss es Gaia.

—Lo sé, Janov. Y eso complica las cosas. Mientras pienso en Bliss como persona, no hay problema. Pero si pienso en ella como Gaia, la cosa cambia.

—Pero no le has dado ninguna oportunidad, Golan. Mira, viejo amigo, déjame confesarte algo. Cuando Bliss y yo estamos en la intimidad, hay veces en que me deja compartir su mente durante un minuto, más o menos. No más tiempo, porque dice que soy demasiado viejo para adaptarme a ello… ¡Oh, no sonrías, Golan! También tú serías demasiado viejo para hacerlo. Si un ser aislado, como tú o como yo, fuese parte de Gaia durante más de un minuto o dos, podría sufrir alguna lesión cerebral, y si el tiempo fuese de cinco o diez minutos, esa lesión sería irreversible. Si pudieses experimentarlo, Golan…

—¿Qué? ¿Una lesión cerebral irreversible? No, gracias.

—Me malinterpretas deliberadamente, Golan. Me refiero sólo al momento de la unión. No sabes lo que te pierdes. Me resulta imposible describirlo. Bliss dice que se trata de una sensación de alegría. Es como decir que se siente alegría cuando se bebe un poco de agua después de haber estado a punto de morir de sed. Soy incapaz de poder darte una ligera idea de lo que es. Compartes todo el placer que mil millones de personas experimentan por separado. No es un goce continuo; si lo fuese, pronto dejarías de sentirlo. Vibra…, centellea…, tiene un extraño ritmo pulsátil que se apodera de ti. Es más alegre…, no, no es más alegre, sino una alegría mejor que la que nunca podrías experimentar separadamente. Cuando ella me cierra la puerta, me echaría a llorar.

Trevize sacudió la cabeza.

—Tu elocuencia es sorprendente, buen amigo, pero parece que estás describiendo la adicción a la seudendorfina o a alguna otra droga de esas que te hacen gozar a corto plazo, al precio de dejarte sumido para siempre en el horror. ¡No me interesa! Me niego a vender mi individualidad por un breve sentimiento de euforia.

—Yo no he perdido mi individualidad, Golan.

—Pero ¿cuánto tiempo la conservarás si sigues con eso, Janov? Suplicarás más y más de tu droga hasta que, en definitiva, tu cerebro quede lesionado. Janov, no debes permitir que Bliss haga eso contigo. Quizá fuese mejor que yo hablase con ella.

—¡No! ¡No lo hagas! Tú no te distingues por tu tacto, ¿sabes?, y no quiero ofenderla. Te aseguro que ella cuida mejor de mí, a este respecto que todo lo que puedas imaginarte. La posibilidad de una lesión cerebral le preocupa más que a mi. Puedes estar seguro de ello.

—Entonces, hablaré contigo, Janov, no vuelvas a hacerlo nunca más. Has vivido cincuenta y dos años disfrutando de tus propios placeres y alegrías, y tu cerebro está adaptado a esto. No te dejes llevar por un nuevo y desacostumbrado vicio. Eso acaba pagándose; si no inmediatamente, sí en definitiva.

—Sí, Golan —admitió Pelorat en voz baja, mirando las puntas de sus zapatos—. Pero míralo de esta manera. ¿Qué pasaría si tú fueses una criatura unicelular…?

—Sé lo que vas a decir, Janov. Olvídalo. Bliss y yo hemos comentado ya esa analogía.

—Si, pero piensa un momento. Imaginemos unos organismos unicelulares con un nivel de conciencia humano y con la facultad de pensar, y consideremos que se encuentran ante la posibilidad de convertirse en un organismo multicelular. ¿No llorarían los organismos unicelulares la pérdida de su individualidad y no lamentaran amargamente su forzada integración en la personalidad de un organismo total? ¿Y no estarían equivocados? ¿Podría una célula individual imaginar siquiera el poder del cerebro humano?

Trevize sacudió la cabeza con un gesto enérgico.

—No, Janov; esa es una analogía falsa. Los organismos unicelulares no tienen conciencia ni facultad de pensar, o, si la tienen, es tan infinitesimal que podemos considerarla cero. Para esos objetos, combinarse y perder su individualidad equivale a perder algo que nunca tuvieron en realidad. Sin embargo, el ser humano es consciente y tiene la facultad de pensar. Posee una conciencia y una inteligencia independiente reales que puede perder; por esto, la analogía falla aquí.

Entre los dos se produjo un momentáneo silencio, casi opresivo, y por último, Pelorat, tratando de dar un nuevo rumbo a la conversación, dijo:

—¿Por qué contemplas la pantalla con tanta atención?

—Por costumbre —respondió Trevize, sonriendo irónicamente—. El ordenador me dice que no hay ninguna nave gaiana que me siga y que ninguna flota saysheliana viene a mi encuentro. Pero sigo mirando con atención, tranquilizado al no ver aquellas naves, cuando los sensores del ordenador son cientos de veces más agudos que mis ojos. Más aún, el ordenador es capaz de percibir, con gran detalle, algunas propiedades del espacio que mis sentidos no pueden captar bajo ninguna condición. Y sabiendo esto, todavía sigo mirando.

—Golan —dijo Pelorat—, si somos realmente amigos…

—Te prometo que no haré nada que pueda ofender a Bliss; al menos, nada que yo pueda evitar.

—Pero hay otra cuestión. Sigues ocultándome nuestro destino, como si no confiases en mí. ¿Adónde vamos? ¿Crees saber dónde está la Tierra?

Trevize levantó la mirada.

—Perdona. He estado guardando celosamente mi secreto, ¿verdad?

—Sí, pero ¿por qué?

—¿Por qué? —repitió Trevize—. Me pregunto, amigo mío, si no tiene —algo que ver con Bliss.

—¿Con Bliss? ¿Es que no quieres que ella lo sepa? Te aseguro, viejo, que es digna de toda confianza.

—No es eso. ¿De qué me serviría no confiar en ella? Sospecho que puede arrancar cualquier secreto de mi mente, si desea hacerlo. Creo que tengo una razón más infantil. Me da la sensación de que sólo le prestas atención a ella y que yo he dejado de existir realmente para ti.

Pelorat pareció horrorizado.

—Te equivocas, Golan.

—Lo sé, pero estoy tratando de analizar mis propios sentimientos.

Tú acabas de darme a entender que temes por nuestra amistad, y, pensándolo bien, creo que yo he sufrido idénticos temores. No me lo he confesado abiertamente, pero pienso que hemos sido separados por Bliss. Tal vez estoy tratando de «desquitarme» ocultándote cosas. Una niñería, supongo.

—¡Golan!

—He dicho que era algo infantil, ¿no? Pero ¿hay alguien que no lo sea de vez en cuando? Sin embargo, nuestra amistad perdura. Sentado este punto, no volveré a jugar contigo. Vamos a Comporellon.

—¿Comporellon? —preguntó Pelorat, sin recordar de momento.

—Seguramente recordarás a mi amigo, el traidor Munn Li Compor.

Los tres nos encontramos en Sayshell.

El rostro de Pelorat reflejó una visible expresión de comprensión.

—Claro que lo recuerdo. Comporellon era el mundo de sus antepasados.

—Si lo era: No me creo todo lo que Compor dijo. Pero Comporellon es un mundo conocido, y Compor me contó que sus habitantes sabían algo de la Tierra. Por consiguiente, iremos allí y lo averiguaremos. Puede que no conduzca a nada, pero es el único punto de partida de que disponemos.

Pelorat carraspeó y pareció dudar.

—Oh, mi querido amigo, ¿estás seguro?

—No hay nada que podamos afirmar. Pero ese punto de partida existe, y, por muy débil que pueda ser, no tenemos más remedio que seguirlo.

—Si, pero si lo hacemos en base a lo que Compor nos dijo, tal vez deberíamos considerar todo lo que nos comentó. Creo recordar que declaro, con gran énfasis, que la Tierra no existe como planeta vivo, pues su superficie es radiactiva y que no hay ni rastro de vida en ella. Si eso resulta ser cierto, de nada servirá que vayamos a Comporellon.

Los tres estaban almorzando en el comedor, llenándolo virtualmente al hacerlo.

—Está muy bueno —dijo Pelorat, con visible satisfacción—. ¿Es parte de las provisiones que embarcamos en Términus?

—No, en absoluto —respondió Trevize—. Aquellas se acabaron hace tiempo. Esto corresponde a las que compramos en Sayshell antes de dirigirnos a Gaia. Muy desacostumbradas, ¿no? Una especie de mariscos, pero bastante crujientes. En cuanto a lo que comemos ahora, me dio la impresión de que eran coles cuando lo compré, pero tiene un sabor muy diferente.

Bliss escuchaba mas no decía nada. Picaba la comida de su plato con delicadeza.

—Tienes que comer, querida —aconsejó Pelorat amable.

—Lo sé, Pel, y así lo hago.

—Tenemos comida gaiana, Bliss —dijo Trevize, con un deje de impaciencia que no pudo reprimir.

—Sí —repuso Bliss—, pero creo que debemos conservarla. No sabemos cuánto tiempo permaneceremos en el espacio y, en todo caso, debo aprender a comer los alimentos de los aislados.

—¿Tan malos son? ¿O debe Gaia comer sólo Gaia?

Bliss suspiró.

—Nosotros tenemos una máxima que dice: «Cuando Gaia come Gaia, nada se pierde ni se gana». No es más que una transferencia de conciencia arriba y abajo de la escala. Todo lo que yo como de Gaia es Gaia, y cuando se metaboliza y se integra en mi, sigue siendo Gaia. En realidad, por el hecho de comer yo, algo de lo que tomo tiene una posibilidad de participar en un nivel de intensidad más alto de conciencia, mientras que, por supuesto, otras porciones de ello se convierten en desperdicios de alguna clase y descienden por ello en la escala de conciencia.

Tomó un buen bocado de su comida, masticó durante un momento con energía y lo tragó.

—Representa una vasta circulación —continuó—. Las plantas crecen y son comidas por los animales. Estos comen y son comidos. Todo organismo que muere es incorporado a las células de hongos, de bacterias de putrefacción…, y sigue siendo Gaia. Incluso la materia inorgánica participa en esa vasta circulación de conciencia, y todo lo que circula tiene posibilidad de participar periódicamente en una intensidad más elevada de conciencia.

—Todo esto —dijo Trevize— puede aplicarse a cualquier mundo.

Cada átomo que hay en mí tiene una larga historia durante la cual puede haber formado parte de muchos seres vivos, incluidos los humanos, y también puede haber pasado largos períodos formando parte del mar o de un pedazo de carbón o de una roca o del viento que sopla sobre nosotros.

—Pero en Gaia —dijo Bliss—, todos los átomos forman parte siempre de una conciencia planetaria superior de la que vosotros nada sabéis.

—Entonces —dijo Trevize—, ¿qué les ocurre a las verduras de Sayshell que comes en este momento? ¿Se convierten en parte de Gaia?

—Sí, aunque con bastante lentitud. La misma lentitud con que mis excrementos dejan de ser parte de Gaia. A fin de cuentas, lo que sale de mi pierde todo contacto con Gaia. Incluso carece del contacto hiperespacial indirecto que yo puedo mantener gracias a mi alto nivel de intensidad de conciencia. Este contacto hiperespacial es el que hace que la comida no gaiana se convierta, poco a poco, en parte de Gaia cuando yo la consumo.

—¿Y qué me dices de la comida gaiana que tenemos almacenada? ¿También se convertirá lentamente en no galana? Si eso ocurre, será mejor que la comas mientras puedas.

—No debemos preocuparnos —dijo Bliss—. Nuestras provisiones gaianas han sido tratadas de manera que seguirán siendo parte de Gaia durante un largo período.

—Pero ¿qué sucederá cuando nosotros comamos los alimentos galanos? —preguntó Pelorat de pronto—. Y a propósito de este tema, ¿qué nos pasó a nosotros cuando comimos alimentos gaianos en la propia Gaia? ¿Nos estamos convirtiendo en Gaia poco a poco?

Bliss sacudió la cabeza y una expresión de peculiar turbación se reflejo en su semblante.

—No, lo que vosotros comisteis se perdió para nosotros. O al menos las porciones que fueron metabolizadas en vuestros tejidos. Lo que excretasteis siguió siendo Gaia o se convirtió lentamente en Gaia, de manera que, en definitiva, el equilibrio se mantuvo; pero numerosos átomos de Gaia se convirtieron en no-Gaia como resultado de vuestra visita.

—¿Por qué? —preguntó Trevize con curiosidad.

—Porque vosotros no habríais podido soportar la conversión, aunque esta hubiese sido parcial. Erais nuestros invitados, traídos a nuestro mundo por la fuerza, por decirlo de alguna manera, y teníamos que protegeros del peligro, aun a costa de perder algunos diminutos fragmentos de Gaia. Fue un precio que hubimos de pagar, aunque no de buen grado.

—Lo lamentamos —dijo Trevize—, pero ¿estás segura de que la comida no gaiana, o alguna clase de ella, no puede, a su vez perjudicarte a ti?

—No —respondió Bliss—. Lo que es comestible para vosotros también lo es para mí. Sólo tengo el problema adicional de metabolizar esa comida en Gaia además de en mis propios tejidos. Representa una barrera psicológica que hace que pueda disfrutar menos de los alimentos y que tenga que masticarlos despacio; pero lo superaré con el tiempo.

—¿Y las infecciones? —preguntó Pelorat, muy alarmado—: No comprendo cómo no pensé antes en ello. Bliss, lo más probable es que cualquier mundo en el que aterricemos tenga microorganismos contra los que careces de defensas, y la más leve dolencia infecciosa resultaría mortal para ti. Trevize, debemos volver atrás.

—No te espantes, querido Pel —dijo Bliss sonriendo—. También los microrganismos son asimilados en Gaia cuando están en mi comida o cuando entran en mi cuerpo por cualquier otro medio. Si parecen capaces de causar daño, serán asimilados con mayor rapidez, y en cuanto sean Gaia, no podrán hacerme ningún mal.

El almuerzo tocaba a su fin y Pelorat sorbió su sazonada mezcla de zumos de fruta caliente.

—¡Caramba! —dijo, lamiéndose los labios—. Creo que es hora de que volvamos a cambiar de tema. Se diría que mi única ocupación a bordo de esta nave es cambiar de temas. ¿Por qué será?

—Porque Bliss y yo nos aferramos hasta el máximo a todos los temas que discutimos —repuso Trevize con aire solemne—. Dependemos de ti, Janov, para conservar nuestra cordura. ¿De qué quieres hablar ahora, viejo amigo?

—He repasado mi material de información sobre Comporellon, y todo el sector del que forma parte es rico en antiguas leyendas. Su colonización se remonta muy atrás en el tiempo, al primer milenio de los viajes hiperespaciales. Incluso se habla de un fundador legendario llamado Benbally, aunque no explican de dónde llegó. Dicen que el nombre primitivo de su planeta fue Mundo de Benbally.

—Y en tu opinión, Janov, ¿qué hay de verdad en ello?

—Algo, tal vez, pero ¿quién puede adivinar lo que es ese algo?

—Yo nunca he oído mencionar a Benbally en la historia real. ¿Y tú?

—Tampoco, mas ya sabes que en la última era Imperial hubo una deliberada supresión de la Historia preimperial. Los emperadores, en los postreros y turbulentos siglos del Imperio, se mostraron ansiosos por reducir el patriotismo local, puesto que consideraron, no sin motivo, que era una influencia desintegradora. Por consiguiente, en casi todos los sectores de la galaxia, la verdadera Historia, con relatos completos y esmerada cronología, comienza en los días en que la influencia de Trantor se dejó sentir y el sector en cuestión se hubo aliado al Imperio o fue anexionado por él.

—Yo nunca había pensado que la Historia pudiese ser borrada con tanta facilidad —exclamó Trevize.

—Y en cierto modo, no se puede —dijo Pelorat—; aunque un gobierno resuelto y poderoso es capaz de conseguir debilitarla en gran manera. Si se debilita lo bastante, la Historia primitiva llega a depender de material esparcido y tiende a degenerar en cuentos populares. Estos caen, de manera invariable, en exageraciones que quieren mostrar al sector como más antiguo y más poderoso de lo que probablemente fue en realidad. Y por muy tonta que sea una leyenda particular, o por muy imposible que pueda resultar, se convierte en un tema patriótico que ha de ser creído por la gente del sector. Puedo citarte cuentos de todos los rincones de la galaxia, según los cuales los primitivos colonizadores vinieron de la Tierra, aunque no siempre llaman así al planeta padre.

—¿Qué otro nombre le dan?

—Muchísimos. A veces, el único, otras, el Más Viejo, o le llaman el Mundo de la Luna, que, según algunas autoridades, es una referencia a su gigantesco satélite. Otros sostienen que significa «Mundo Perdido» y que «Mooned» (de la Luna) es una versión de «Marooned», palabra pregaláctica que significa «perdido» o «abandonado».

—¡Basta, Janov! —dijo Trevize con acento amable—. No acabarías nunca con tus citas y contracitas. Pero dices que esas leyendas están en todas partes, ¿no?

—Oh, sí, mi querido amigo. En todas partes. Sólo tienes que repasarlas para hacerte cargo de la costumbre humana de empezar con una semilla de verdad y recubrirla con capas sucesivas de bellas falsedades, de la misma manera que las ostras de Rhampora fabrican perlas partiendo de un grano de arena. Se me ocurrió esta metáfora una vez, cuando…

—¡Janov! ¡Basta otra vez! Dime, ¿hay algo en las leyendas de Comporellon que las diferencie de las otras?

—¡Oh! —Pelorat miró un momento a Trevize, fijamente—. ¿Alguna diferencia? Bueno, dicen que la Tierra está relativamente cerca, y esto resulta poco corriente. En la mayoría de los mundos que hablan de la Tierra, sea cual fuere el nombre que le den, existe la tendencia de referirse vagamente a su localización, situándola en una lejanía indefinida o en algún lugar al que nunca se puede llegar.

—Sí —dijo Trevize—, de la misma manera que nos dijeron en Sayshell que Gaia estaba situada en el hiperespacio.

Bliss se echó a reír.

Trevize le dirigió una rápida mirada.

—Es verdad. Eso fue lo que nos dijeron.

—No lo niego. Pero resulta divertido. Desde luego, es lo que nosotros deseamos que crean. Lo único que pedimos es que nos dejen en paz, ¿y dónde podemos hallarnos más tranquilos y más seguros que en el hiperespacio? Si no nos encontramos allí, es como si lo estuviésemos, mientras la gente lo crea.

—Sí —repuso secamente Trevize—, y de la misma manera, existe algo que obliga a la gente a creer que la Tierra no existe, o que está muy lejos, o que tiene una corteza radiactiva.

—Salvo que los comporellianos creen que se encuentra relativamente cerca de ellos —añadió Pelorat.

—Pero, en todo caso, le dan una corteza radiactiva. Por una u otra razón, todos los pueblos que tienen una leyenda sobre la Tierra consideran que no se puede llegar a ella.

—Así es, más o menos —dijo Pelorat.

—En Sayshell —prosiguió Trevize—, muchos creían que Gaia estaba cerca; incluso algunos identificaban su estrella correctamente, y, sin embargo, la consideraban inaccesible. Quizás haya comporellianos que insistan en que la Tierra es radiactiva y está muerta, pero que puedan identificar su estrella. En tal caso, nosotros nos dirigiremos hacia ella, por muy inaccesible que la consideren. Esto fue exactamente lo que hicimos en el caso de Gaia.

—Gaia estaba dispuesta a recibiros, Trevize —dijo Bliss—. Estabais impotentes en nuestras manos, mas nosotros no quisimos haceros daño. Y si también la Tierra es poderosa, pero no benévola como nosotros, ¿qué pasará entonces?

—En todo caso, debo intentar llegar a ella y aceptar las consecuencias. Pero esta es mi tarea. En cuanto localice la Tierra y me dirija hacia ella, será el momento en que vosotros podréis marcharos. Os dejaré en el mundo más próximo de la Fundación u os llevaré a Gaia de nuevo, si insistís en ello, y continuaré mi viaje solo.

—Mi querido amigo —dijo Pelorat, con evidente disgusto—. ¿Cómo puedes decir eso? Yo no soñaría siquiera en abandonarte.

—Ni yo en abandonar a Pel —añadió Bliss, alargando una mano para rozar la mejilla de Pelorat.

—Está bien, entonces. No tardaremos mucho en estar en condiciones de dar el Salto a Comporellon y después esperemos que el siguiente sea… a la Tierra.