—¿Por qué lo hice? —preguntó Golan Trevize.
La pregunta no era nueva. Desde que había llegado a Gaia, se la había hecho a menudo. Cuando despertaba de un sueño profundo, en la agradable frescura de la noche, advertía que aquella pregunta resonaba sordamente en su cerebro, como un débil redoble de tambor: ¿Por qué lo hice? ¿Por qué lo hice?
Pero ahora, por primera vez, había decidido formulársela a Dom, el anciano de Gaia.
Este conocía la tensión de Trevize a la perfección, pues podía percibir el tejido de la mente del consejero. Pero no respondió. Gaia jamás debía tocar, en modo alguno, la mente de Trevize, y la mejor manera de inmunizarse contra la tentación era esforzándose en ignorar lo que percibía.
—¿A qué te refieres, Trev? —preguntó a su vez. Le resultaba difícil emplear más de una sílaba al dirigirse a una persona, mas eso carecía de importancia. De algún modo, Trevize se había acostumbrado a ello.
—A la decisión que tomé —respondió Trevize—. Elegir Gaia como el futuro.
—Hiciste bien —asintió Dom, sentado, mirando gravemente con sus viejos y profundos ojos al hombre de la Fundación, que estaba en pie.
—Tú dices que hago bien —repuso Trevize, con impaciencia.
—«Yo-nosotros-Gaia» sabemos que sí. Por eso te apreciamos. Tienes capacidad para tomar la decisión adecuada partiendo de datos incompletos, y la tomaste. ¡Elegiste Gaia! Rechazaste la anarquía de un Imperio Galáctico construido sobre la tecnología de la Primera Fundación, así como la anarquía de un Imperio Galáctico construido sobre la mentalidad de la Segunda Fundación. Decidiste que ninguno de los dos podía ser estable durante mucho tiempo. Por consiguiente, escogiste Gaia.
—¡Sí! —exclamó Trevize—. ¡Exacto! Escogí Gaia, un superorganismo; todo un planeta con una mente y una personalidad comunes, de manera que hay que decir «yo-nosotros-Gaia» como un pronombre inventado para expresar lo inexpresable. —Empezó a pasear con nerviosismo de un lado a otro—. Y, en definitiva, se convertirá en Galaxia, un super-superorganismo que abarcará todo el enjambre de la Vía Láctea.
Se interrumpió y se volvió hacia Dom casi con furia.
—Siento que hago bien —continuó—, como lo sientes tú, pero tú quieres el advenimiento de Galaxia, por eso te satisface mi decisión. Sin embargo, hay algo dentro de mí que no lo desea, y por esa razón no acepto con tanta facilidad que voy por buen camino. Quiero saber por qué tomé la decisión, sopesar y juzgar su acierto y sentirme satisfecho. El mero sentimiento de tener razón no es suficiente. ¿Cómo puedo saber que estoy en lo cierto? ¿Qué es lo que hace que yo tenga razón?
—«Yo-nosotros-Gaia» no sabemos cómo has llegado a la decisión adecuada. ¿Es importante saberlo, siendo así que aquella ha sido tomada Ya?
—Hablas por todo el planeta, ¿verdad? Por la conciencia común de cada gota de rocío, de cada grano de arena, incluso del núcleo liquido central del planeta, ¿no?
—Sí, y lo propio puede hacer cada porción del planeta donde la intensidad de la conciencia común sea lo bastante grande.
—¿Y se contenta toda esa conciencia común con emplearme como una caja negra? Mientras la caja negra funcione, ¿no importa lo que haya dentro de ella? Eso no me convence. No quiero ser una caja negra. Deseo saber qué hay dentro. Necesito saber cómo y por qué escogí Gaia y Galaxia como el futuro, para que pueda descansar y estar tranquilo.
—Pero ¿por qué no te gusta o desconfías de tu decisión? Trevize respiró hondo y dijo lentamente, en voz grave y forzada:
—Porque no quiero formar parte de un superorganismo. No deseo ser una parte prescindible que pueda ser arrojada por la borda cuando el superorganismo considere que eso puede redundar en beneficio del todo.
Dom miró a Trevize reflexivamente.
—Entonces, ¿quieres cambiar tu decisión, Trev? Sabes que puedes hacerlo.
—Me gustaría cambiarla, pero no puedo hacer eso por el mero hecho de que no me guste. Para hacer algo ahora, tengo que saber si la decisión es equivocada o correcta. No basta con sentir que es correcta.
—Si sientes que tienes razón, es que la tienes.
Aquella voz lenta y amable hacía que Trevize se excitara más, por el contraste con su propio torbellino interior.
Entonces, Trevize dijo, en voz baja y rompiendo la insoluble oscilación entre el sentimiento y el conocimiento:
—Debo encontrar la Tierra.
—¿Porque tiene algo que ver con tu apasionada necesidad de saber?
—Porque hay otro problema que me inquieta de un modo insoportable y siento que hay una relación entre los dos. ¿No soy una caja negra? Siento que hay una relación. ¿No basta esto para ser aceptado como un hecho?
—Tal vez —dijo Dom, con ecuanimidad.
—Dando por sentado que ahora hace miles de años, tal vez veinte mil, que la gente de la Galaxia dejó de preocuparse de la Tierra, ¿cómo es posible que todos hayamos olvidado nuestro planeta de origen?
—Veinte mil años supone mucho más tiempo del que te imaginas.
Hay muchos aspectos del Imperio primitivo de los que sabemos muy poco; muchas leyendas que son falsas casi con seguridad, pero que seguimos repitiendo, e incluso creyendo, por falta de algo que las sustituya. Y la Tierra es más vieja que el Imperio.
—Pero seguramente tiene que haber algunos documentos. Mi buen amigo Pelorat recoge mitos y leyendas de la primitiva Tierra; todo lo que puede extraer de cualquier fuente. Es su profesión y, más importante aún, su hobby. Conoce todos los mitos y leyendas. Pero no tiene testimonios escritos, documentos.
—¿Documentos de veinte mil años atrás? Estas cosas se estropean, perecen, son destruidas por la falta de cuidado o por la guerra.
—Pero tendría que haber alguna referencia al respecto; copias, copias de copias, copias de copias de copias; materiales útiles que tengan mucha menos de veinte mil años. Sin embargo, han desaparecido. «La Biblioteca Galáctica» de Trantor tuvo que poseer documentos concernientes a la Tierra. Se hace referencia a ellos en relatos históricos bien conocidos, pero los documentos ya no están allí. Las referencias sobre ellos existen, mas no hay ninguna cita tomada de aquellos.
—Debes recordar que Trantor fue saqueada hace unos cuantos siglos.
—Pero la Biblioteca se conservó intacta. El personal de la Segunda Fundación la protegió. Y fue aquel mismo personal el que descubrió recientemente que el material relativo a la Tierra no existía. Había sido sacado de allí deliberadamente en tiempos recientes. ¿Por qué? —Trevize dejó de pasear y miró fijamente a Dom—. Si encuentro la Tierra, descubriré lo que se esta ocultando…
—¿Ocultando?
—Ocultando o siendo ocultado. En cuanto descubra eso, tengo la impresión de que sabré por qué he preferido Gaia y la Galaxia a nuestra individualidad. Entonces, supongo, sabré, no sentiré, que tengo razón —añadió, encogiéndose de hombros—, no habrá más que hablar.
—Si eso es lo que sientes —dijo Dom—, si sientes que debes buscar la Tierra, desde luego te ayudaremos en todo lo que podamos. Sin embargo, esa ayuda será limitada. Por ejemplo, «yo-nosotros-Gaia» no sabemos dónde puede ser localizada la Tierra entre el inmenso enjambre de mundos que constituyen la Galaxia.
—Aun así —dijo Trevize—, debo buscarla. «Aunque el número infinito de estrellas de la galaxia haga que la empresa parezca desesperada, y deba realizarla yo solo».
Trevize se hallaba rodeado por el tranquilo ambiente de Gaia. La temperatura, como siempre, era suave y el aire soplaba agradablemente, fresco pero no frío. Algunas nubes surcaban el cielo, interrumpiendo los rayos del sol de vez en cuando, y era seguro que, si el grado de humedad descendía por debajo de lo normal en algún lugar, habría lluvia suficiente para restablecer el nivel normal.
Los árboles crecían regularmente espaciados, como en un huerto, y lo propio debían hacer en todas partes. La tierra y el mar estaban poblados de animales y plantas vivos en número adecuado y de las variedades más convenientes para producir un correcto equilibrio ecológico, y todos ellos aumentaban o decrecían numéricamente, en una lenta oscilación alrededor del nivel óptimo. Lo mismo ocurría con el número de seres humanos.
De todos los objetos que Trevize podía abarcar con la mirada, lo único chocante era su nave, la Far Star.
Algunos de los habitantes humanos de Gaia habían limpiado y restaurado la nave con eficacia; abasteciéndola de comida y bebida; renovando o sustituyendo sus accesorios, y comprobando sus aparatos mecánicos debidamente. El propio Trevize había examinado el ordenador de la nave con sumo cuidado.
Esta no necesitaba repostar por ser una de las pocas naves gravíticas de la Fundación funcionando con la energía del campo gravitatorío general de la galaxia, el cual era suficiente para abastecer todas las flotas posibles de la humanidad durante todas las eras de su probable existencia, sin perder sensiblemente intensidad.
Tres meses atrás, Trevize había sido nombrado consejero de Términus. En otras palabras, era miembro de la Legislatura de la Fundación y, de derecho, uno de los hombres importantes de la galaxia. ¿Hacía sólo tres meses? Tenía la sensación de que había pasado en ese puesto la mitad de los treinta y dos años de su vida, y su única preocupación había sido saber si el gran «Plan Seldon» había sido válido o no; si el auge de la Fundación, que de aldea planetaria había pasado a la grandeza galáctica, había sido o no debidamente proyectado de antemano.
Sin embargo, en ciertos sentidos, no había existido ningún cambio. Él continuaba siendo consejero. Su posición y sus privilegios seguían inalterados, aunque no esperaba volver a Términus para reclamarlos. No se adaptaría al enorme caos de la Fundación, más de lo que se adaptaba al orden tranquilo de Gaia. Se hallaba incómodo en todas partes, como un huérfano en cualquier lugar.
Apretó las mandíbulas y pasó los dedos con irritación por sus negros cabellos. Antes de perder el tiempo lamentando su destino, debía encontrar la Tierra. Si sobrevivía a la búsqueda, tendría tiempo más que suficiente para sentarse y llorar. Tal vez encontrase entonces mejores razones para hacerlo.
Con resuelta impasibilidad, recordó…
Hacía tres meses que él y Janov Pelorat, el capacitado e ingenuo erudito, habían abandonado Términus. Pelorat se había sentido impulsado por su entusiasmo por lo antiguo a descubrir la situación de la Tierra perdida, y Trevize le había seguido, empleando la meta de Pelorat como pretexto para lo que él creía que era su verdadero y propio objetivo. No encontraron la Tierra, pero sí Gaia, y entonces Trevize se había visto obligado a tomar su decisión crucial.
Ahora, era él, Trevize, quien había dado media vuelta y estaba buscando la Tierra.
En cuanto a Pelorat, él, también, había encontrado algo que no esperaba: a la joven Bliss, de ojos y cabellos negros, que era Gaia, lo mismo que lo era Dom y que lo eran todos los granos de arena o briznas de hierba. Pelorat, con ese ardor peculiar de la edad madura, se había enamorado de una mujer a la que sobrepasaba el doble de años, y el joven, aunque resultase extraño, parecía corresponderle.
Era extraño…, pero Pelorat se sentía feliz sin duda, y Trevize pensó con resignación que cada persona debía encontrar la felicidad a su manera. Esa era la característica de la individualidad, una individualidad que Trevize, por su propia elección, aboliría (si tenía tiempo) en toda la galaxia.
El dolor retornó. La decisión que había tomado, que había tenido que tomar, seguía lastimándole en todo momento, y estaba…
—¡Golan!
La voz interrumpió los pensamientos de Trevize, el cual miró de cara al sol y pestañeó.
—Ah, Janov —dijo afectuosamente, tanto más cuanto que no quería que Pelorat adivinase la amargura de sus pensamientos. Incluso consiguió mostrarse jovial—. Veo que has conseguido despegarte de Bliss.
Pelorat movió la cabeza. La suave brisa agitó sus sedosos cabellos blancos, y la cara larga y solemne conservó toda su solemnidad.
—En realidad, viejo amigo, fue ella quien sugirió que te buscase, para hablarte sobre…, sobre algo que quiero discutir. Desde luego, la idea no fue mía, pero ella parece pensar con más rapidez que yo.
Trevize sonrió.
—Está bien, Janov. Supongo que has venido o despedirte.
—Bueno, no exactamente. En realidad, más bien es lo contrario. Golan, cuando tú y yo salimos de Términus, yo estaba empeñado en encontrar la Tierra. He pasado casi toda mi vida adulta dedicado a esa tarea.
—Y yo la continuaré, Janov. Ahora, la tarea es mía.
—Si, pero mía también; todavía lo es.
—Entonces… —Trevize levantó un brazo en un vago ademán que parecía abarcar el mundo que los rodeaba.
—Quiero ir contigo —dijo Pelorat, en un súbito tono de apremio. Trevize se quedó estupefacto.
—No puedes hablar en serio, Janov. Ahora tienes a Gaia.
—Volveré a Gaia algún día, pero no puedo dejar que vayas solo.
—Claro que puedes. Sé cuidar de mi mismo.
—No lo tomes como una ofensa, Golan, pero no sabes lo bastante, soy yo quien conoce los mitos y las leyendas. Puedo guiarte.
—¿Y dejarás a Bliss? ¡Vamos, hombre!
Pelorat se sonrojó ligeramente.
—No quiero hacer exactamente eso, viejo amigo; pero ella dijo.
Trevize frunció el ceño.
—Entonces, ¿es ella la que trata de librarse de ti, Janov? Me prometió…
—No, no lo comprendes. Escúchame, Golan, por favor. Siempre tienes la costumbre de sacar conclusiones antes de oír de qué se trata. Es tu especialidad, ya lo sé, y creo que a mí me resulta difícil expresarme con concisión, pero…
—Bueno —dijo Trevize en tono amable—, dime exactamente qué es lo que Bliss tiene entré ceja y ceja, explícamelo de la forma que te parezca mejor, y te prometo que tendré paciencia.
—Gracias, y ya que me has prometido tener paciencia, creo que puedo decírtelo sin andarme con rodeos. Bliss desea venir también.
—¿Que Bliss desea venir? —preguntó Trevize—. Creo que voy a estallar de nuevo. Pero no, no estallaré. ¿Por qué querría Bliss venir con nosotros? Dímelo, Janov. Te lo pregunto con toda calma.
—No me lo ha dicho. Quiere hablar contigo.
—Entonces, ¿por qué no ha venido ella?
—Creo…, digo creo… —tartamudeó Pelorat—, que tiene la impresión de que tú no la aprecias, Golan, y no se atreve a dirigirse a ti directamente. Yo he hecho todo lo posible para convencerla de que no tienes nada en contra suya. Creo que nadie puede pensar mal de ella. Sin embargo, quiso que yo te plantease el tema, por decirlo así. ¿Puedo contestarle que estás dispuesto a verla, Golan?
—Por supuesto. La veré ahora mismo.
—¿Y serás razonable? Mira, viejo, está muy interesada en ello. Me dijo que era una cuestión vital y que ella debía ir contigo.
—¿No te explicó la razón?
—No, pero si cree que debe ir, Gaia debe ir.
—Lo cual significa que no puedo negarme. ¿No es así, Janov?
—Sí, creo que no puedes, Golan.
Por primera vez durante su breve estancia en Gaia, Trevize entró en la casa de Bliss, que ahora daba cobijo a Pelorat también.
Miró a su alrededor brevemente. En Gaia, las casas tendían a ser sencillas. Con la casi total ausencia de tiempo tempestuoso, con la temperatura siempre suave en esa latitud particular, incluso con las placas tectónicas deslizándose suavemente cuando debían hacerlo, no hacía falta construir casas extremadamente sólidas para la protección de sus moradores, ni para mantener un ambiente confortable dentro de otro incómodo. Todo el planeta era una casa, por así decirlo, diseñada para albergar a sus habitantes.
La casa de Bliss, dentro de aquel hogar planetario, era pequeña; las ventanas tenían cortinas en vez de cristales, y los muebles escasos y bellamente utilitarios. Había imágenes ológrafas en las paredes; una de ellas de Pelorat, con un aire bastante asombrado y cohibido. Trevize frunció los labios, pero trató de disimular sus ganas de reír, ajustándose el cinto con meticulosidad.
Bliss lo observaba. No sonreía a su manera acostumbrada. Más bien parecía seria, muy abiertos los bellos ojos negros y caídos los cabellos en suaves ondas negras sobre los hombros. Sólo sus gordezuelos labios, pintados de rojo, daban un poco de color a su semblante.
—Gracias por venir a verme, Trev.
—Janov me lo ha pedido con singular empeño, Bliisenobiarella.
Bliss sonrió brevemente.
—Bien contestado. Si quieres llamarme Bliss, que es un discreto monosílabo, yo trataré de llamarte por tu nombre completo, Trevize —dijo, tropezando, de forma inapreciable, en la segunda sílaba. Trevize levantó la mano derecha.
—Sería un buen arreglo. Conozco la costumbre gaiana de emplear partes monosílabas del nombre en el común intercambio de ideas; por consiguiente, si me llamas Trev, de vez en cuando, no me ofenderé. Sin embargo, sería preferible que tratases de llamarme Trevize siempre que pudieses, y yo te llamaría Bliss.
Trevize la observó, como hacía siempre que se encontraba con ella. Como individuo, era una joven de poco más de veinte años. En cambio, como parte de Gaia, tenía un milenio. Eso no influía en su aspecto, pero si en la manera como hablaba a veces y en la atmósfera que la rodeaba inevitablemente. ¿Deseaba él que fuese así en todos los seres existentes?
¡No! Claro que no, y sin embargo…
—Iré al grano —dijo Bliss—. Tú manifestaste tu deseo de encontrar la Tierra…
—Hablé de ello a Dom —repuso Trevize, resuelto a no confiar a Gaia sus puntos de vista sin una insistencia tenaz.
—Si, pero al hablar a Dom, hablaste a Gaia y a todo lo que forma parte de ella; a mí, por ejemplo.
—¿Oíste lo que decía?
—No, pues no estaba escuchando; pero si prestase atención en lo sucesivo, podría recordar lo que dijeses. Por favor, acepta esto y sigamos adelante. Recalcaste tu deseo de encontrar la Tierra e insististe en su importancia. Yo no la veo, pero tú tienes el aplomo de los que están en lo cierto, y, por esto, «yo-nosotros-Gaia» debemos aceptar lo que dices. Si la misión es crucial para ti en lo concerniente a Gaia, es de crucial importancia para Gaia; por consiguiente, Gaia debe ir contigo, aunque sólo sea para tratar de protegerte.
—Cuando dices que Gaia debe venir conmigo, quieres decir que tú debes venir conmigo. ¿No es así?
—Yo soy Gaia —repuso Bliss simplemente.
—Pero también lo es todo lo demás de este planeta. ¿Por qué tienes que ser tú? ¿Por qué no cualquier otra porción de Gaia?
—Porque Pel desea acompañarte, y si él va contigo, no se sentiría dichoso con cualquier porción de Gaia que no fuese yo misma.
Pelorat, que estaba sentado en una silla discretamente en otro rincón (vuelto de espalda, observó Trevize, a su propia imagen), dijo suavemente:
—Es verdad, Golan. Bliss es mi porción de Gaia.
Bliss sonrió de pronto.
—Parece bastante emocionante que la consideren a una de esta manera. Bastante exótico, desde luego.
—Bueno, veamos —dijo Trevize, cruzando las manos detrás de la cabeza y echándose atrás en su silla. Las dos finas patas crujieron, por lo que decidió que la silla no era lo bastante sólida para aquel juego y dejó que volviese a descansar en su posición normal—. ¿Seguirías siendo parte de Gaia si saliese de aquí?
—No necesariamente. Por ejemplo, podría aislarme si creyese estar en peligro de recibir algún daño grave, para que este no alcanzase a Gaia, o si tuviese alguna otra razón importante para ello. Pero eso es válido sólo para casos de emergencia. En general, seguiré siendo parte de Gaia.
—¿Incluso si saltamos a través del hiperespacio?
—Incluso entonces, aunque eso complicaría un poco las cosas.
—No me parece muy tranquilizador.
—¿Por qué?
Trevize frunció la nariz, como la usual respuesta a un mal olor.
—Significa que todo lo que se dijese e hiciese en mi nave, y que tú oyeses y vieses, sería oído y visto en toda Gaia.
—Yo soy Gaia, de modo que lo que vea, oiga y sienta, será visto, oído y sentido en Gaia.
—Exacto. Incluso esa pared lo oirá y verá y sentirá.
Bliss miró la pared que él señalaba y se encogió de hombros.
—Sí, también esa pared. Sólo tiene una conciencia infinitesimal, de modo que sólo siente y comprende de un modo infinitesimal, pero presumo que se producen algunos cambios subatómicos en respuesta, por ejemplo, a lo que estamos diciendo ahora mismo, que permiten que Gaia lo aproveche deliberadamente para el bien de la totalidad.
—Pero ¿y si yo quiero que no se divulgue? Puedo querer que la pared no se entere de lo que digo o hago.
Bliss pareció desalentada.
—Mira, Golan —terció Pelorat de pronto—, no quisiera entrometerme, pues no es mucho lo que sé acerca de Gaia. Pero he estado con Bliss y, de algún modo, he captado algo de lo que sucede. Si caminas sobre una multitud en Términus, ves y oyes muchas cosas, y puedes recordar algunas de ellas. Incluso puedes ser capaz de recordarlas todas bajo un adecuado estímulo cerebral, pero la mayoría de ellas no te importan. Las dejas correr. Aunque observes alguna escena emocional entre desconocidos y pienses que es interesante, si no te interesa demasiado, la dejas correr, la olvidas. Eso puede pasar también aquí. Aunque toda Gaia conozca lo que te propones a la perfección, ello no significa que le intereses necesariamente. ¿No es así, querida Bliss?
—Nunca me había parado a pensarlo, Pel, pero hay algo de verdad en lo que dices. En todo caso, esa reserva de la que Trev habla, quiero decir Trevize, no tiene el menor valor para nosotros. En realidad, «yo-nosotros-Gaia» lo encontramos incomprensible. Querer no formar parte, que tu voz no se oiga, que tus acciones no tengan testigos, que tus pensamientos no sean sentidos… —Bliss movió la cabeza con energía—. He dicho que podemos bloquearnos en casos de emergencia, pero ¿quién querría vivir de esa manera, siquiera por una hora?
—Yo —dijo Trevize—. Por eso debo encontrar la Tierra, descubrir la razón suprema, si es que existe, que me llevó a elegir este espantoso destino para la humanidad.
—No es un destino espantoso, pero no discutamos esta cuestión. Yo iré contigo, no como espía, sino como amiga y ayudante. Gaia estará contigo, no como espía, sino como amiga y ayudante.
—Gaia me ayudaría más si me guiase hacia la Tierra —dijo Trevize tristemente.
Bliss sacudió la cabeza despacio.
—Gaia no sabe dónde está la Tierra. Dom te lo ha dicho ya.
—No acabo de creerlo. A fin de cuentas, debéis tener documentos.
¿Por qué no he podido verlos nunca durante mi estancia aquí? Aunque Gaia no sepa dónde puede estar situada la Tierra en realidad, los documentos podrían darme alguna información. Conozco la Galaxia detalladamente, sin duda mucho más de lo que Gaia la conoce. Podría descubrir y seguir pistas en vuestros documentos que tal vez Gaia no acabe de captar.
—Pero ¿a qué documentos te refieres, Trevize?
—A cualesquiera. Libros, películas, grabaciones, manuscritos, artefactos, cualquier cosa que tengáis. En todo el tiempo que llevo aquí no he visto nada que pueda considerar como un documento. ¿Lo has visto tú, Janov?
—No —dijo Pelorat, en tono vacilante—, pero, en realidad, no lo he buscado.
—Pues yo si, a mi manera, sin atajar ruido —dijo Trevize—, y no he visto nada. ¡Nada! Sólo puedo presumir que me han sido ocultados. Y me pregunto por qué. ¿Podrías decírmelo?
Bliss frunció la tersa y joven frente, en un gesto de perplejidad.
—¿Por qué no lo preguntaste antes? «Yo-nosotros-Gaia» no ocultamos nada, ni mentimos. El ser aislado, el individuo aislado, puede mentir. Es limitado, y tiene miedo porque es limitado. En cambio, Gaia es un organismo planetario de gran capacidad mental y no tiene miedo. Para Gaia, mentir o inventar descripciones que no estén de acuerdo con la realidad, resulta totalmente innecesario.
—Entonces —gruñó Trevize—, ¿por qué se me ha impedido ver algún documento? Dame una razón que tenga sentido.
—Desde luego —repuso Bliss alzando ambas manos, con las palmas vueltas hacia arriba—. Porque no tenemos ningún documento.
Pelorat fue el primero en recobrarse, pareciendo el menos asombrado de los dos.
—Querida —dijo con amabilidad—, eso es de todo punto imposible. No podéis tener una civilización razonable sin algún tipo de documento de la clase que sea.
Bliss arqueó las cejas.
—Lo comprendo. Sólo quise decir que no tenemos documentos de la clase a que Trev…, Trevize se refiere. «Yo-nosotros-Gaia» no poseemos manuscritos, ni obras impresas, ni películas, ni bancos de datos de computadoras. Ni inscripciones sobre piedras, dicho sea de pasada. Eso es todo. Naturalmente, como no tenemos nada, Trevize no ha podido encontrarlo.
—Entonces —dijo Trevize—, si no existe nada que merezca el nombre de documento, ¿qué hay?
—«Yo-nosotros-Gaia» —respondió Bliss, articulando las palabras con sumo cuidado, como si hablase con un niño— tenemos memoria. Lo recuerdo.
—¿Qué recuerdas? —preguntó Trevize.
—Todo.
—¿Recuerdas todas las fuentes de información?
—Desde luego.
—¿De cuánto tiempo? ¿Desde cuántos años atrás?
—Un período de tiempo indefinido.
—¿Podrías darme datos históricos, biográficos, geográficos, científicos? ¿Referirme incluso chismes locales?
—Sí.
—¿Y todo está en esa cabecita? —preguntó Trevize con ironía, señalando la sien derecha de Bliss.
—No —dijo ella—. Los recuerdos de Gaia no se limitan al contenido de mi cráneo en particular. Mira —y de momento se puso seria e incluso un poco severa, al dejar de ser únicamente Bliss y asumir una amalgama de otras unidades—, tuvo que haber un tiempo, al principio de la Historia, en que los seres humanos eran tan primitivos que, si bien podían recordar los sucesos, no sabían hablar. Después, se inventó el lenguaje y sirvió para expresar recuerdos y transmitirlos de unas personas a otras. Por fin, vino la escritura, inventada en orden de registrar los recuerdos y transferirlos de generación en generación a lo largo del tiempo. Desde entonces, todos los avances tecnológicos han servido para ampliar la transferencia y el almacenamiento de recuerdos y facilitar el conocimiento de los datos deseados. Pero cuando los individuos se unieron para formar Gaia, todo eso quedó obsoleto. Podemos volver a la memoria, al sistema básico de conservación del recuerdo sobre el que ha sido construido todo lo demás. ¿Lo comprendes?
—¿Me estás diciendo que la suma total de todos los cerebros de Gaia pueden recordar muchos más datos que un cerebro solo? —preguntó Trevize.
—Desde luego.
—Pero si Gaia tiene todos los recuerdos grabados en la memoria planetaria, ¿de qué te sirve a ti como porción individual de Gaia?
—De muchísimo. Lo que yo pueda querer saber está en alguna mente individual, tal vez en muchas de ellas. Si es algo fundamental, como el significado de la palabra «silla», se encuentra en todas las mentes. Pero incluso si se trata de algo esotérico que solamente se halle en una pequeña porción de la mente de Gaia, puedo recurrir a esta si lo necesito, aunque eso requiera más tiempo que si el recuerdo estuviese más extendido. Escucha, Trevize, si tú quieres saber algo que no se encuentra en tu mente, miras en el microfilme correspondiente o acudes a un banco de datos. Yo busco en la mente total de Gaia.
—¿Y cómo impides que toda esa información entre en tu mente y te haga estallar el cráneo?
—¿Quieres dártelas de sarcástico, Trevize?
—Vamos, Golan —dijo Pelorat—, no seas antipático.
Trevize les miró a los dos y, con un visible esfuerzo, hizo que la tensión de su semblante se aflojase.
—Perdonad. Me siento abrumado por el peso de una responsabilidad que no quisiera tener y de la que no sé cómo librarme. Eso puede hacer que me muestre desagradable cuando no quisiera serlo. Bliss, dime una cosa, ¿cómo puedes extraer la información de las mentes de otros sin irla almacenando en tu propio cerebro y sobrecargar rápidamente su capacidad?
—Desconozco la respuesta, Trevize —dijo Bliss—, como tampoco tú sabes el funcionamiento detallado de tu cerebro único. Supongo que en tu mente está el recuerdo de la distancia que hay desde tu sol hasta una estrella vecina, pero no siempre tienes conciencia de ello. Lo almacenas en alguna parte y puedes recordar la cifra si te lo preguntan. Caso de que no te lo pregunten, quizá la olvides con el tiempo, pero siempre podrás obtenerla en un banco de datos. Si consideras el cerebro de Gaia como un enorme banco de datos, comprenderás que puedo acudir a él, pero no hace falta que recuerde conscientemente un dato particular que haya utilizado alguna vez. Cuando me he servido de él, o de un recuerdo, dejo que salga de mi memoria. Es más, puedo enviarlo deliberadamente, por así decirlo, al lugar donde lo obtuve.
—¿Cuántas personas hay en Gaia, Bliss? ¿Cuántos seres humanos? —Mil millones aproximadamente. ¿Quieres saber la cifra exacta? Trevize sonrió, como disculpándose.
—Sé que podrías dármela si te la pidiese, pero me conformaré con la aproximación.
—En realidad —dijo Bliss—, la población es estable y oscila alrededor de un número ligeramente superior a los mil millones. Puedo decir en exceso o en defecto esa oscilación, extendiendo mi conciencia y…, bueno, palpando los límites. No sé explicarlo mejor a alguien que nunca ha compartido la experiencia.
—Sin embargo, yo diría que mil millones de mentes humanas, muchas de las cuales deben ser de niños, no son suficientes para guardar en la memoria todos los datos que una sociedad compleja necesita.
—Pero los seres humanos no son los únicos que viven en Gaia, Trev.
—¿Quieres decir que también recuerdan los animales?
—Los seres no humanos son incapaces de almacenar recuerdos con la misma intensidad que los humanos, y una gran parte de cada uno de los cerebros, humanos y no humanos, está dedicada a recuerdos personales que raras veces resultan inútiles, salvo para el elemento particular de la conciencia planetaria que los alberga. Sin embargo, cantidades importantes de datos avanzados pueden estar, y de hecho lo están, almacenadas en cerebros animales, y en el tejido vegetal, y en la estructura mineral del planeta.
—¿En la estructura mineral? ¿Quieres decir en las rocas y en las montañas?
—Y, para cierta clase de datos, en el mar y en la atmósfera. Todo esto es Gaia también.
—Pero ¿qué pueden retener unos sistemas sin vida?
—Una información inmensa. La intensidad es baja, pero el volumen es tan vasto que la mayor parte de la memoria total de Gaia está en sus piedras. Se necesita un poco más de tiempo para captar y restituir los recuerdos de las piedras, y por eso son las preferidas para almacenar datos muertos particulares, por decirlo así, que, normalmente, raras veces serán necesitados.
—¿Y qué ocurre cuando muere alguien cuyo cerebro contiene datos de valor considerable?
—No se pierden. Salen poco a poco al descomponerse el cerebro después de la muerte, pero hay tiempo sobrado para distribuir los recuerdos entre otras partes de Gaia. Y al aparecer nuevos cerebros con los recién nacidos y organizarse más con el crecimiento, no sólo almacenan los recuerdos y las ideas personales, sino que también adquieren conocimientos convenientes de otras fuentes. Lo que vosotros llamáis educación es enteramente automático en «mi-nosotros-Gaia».
—Francamente, Golan —dijo Pelorat—, me parece que pueden decirme muchas cosas a favor de esta noción de un mundo viviente.
Trevize dirigió una breve mirada de soslayo a su compañero de la Fundación.
—No me cabe duda de ello, Janov, pero no estoy impresionado. El planeta, por muy grande y diverso que sea, representa un cerebro. ¡Uno! Cada nuevo cerebro que nace se confunde en el todo. ¿Dónde está la oportunidad para la oposición, para la discrepancia? Si consideras la Historia humana, verás que hay seres humanos ocasionales cuyas opiniones pueden ser condenadas por la sociedad, pero que triunfan al final y cambian el mundo. ¿Qué posibilidad tienen en Gaia los grandes rebeldes de la Historia?
—Existe un conflicto interno —dijo Bliss—. No todos los aspectos de Gaia aceptan la opinión común necesariamente.
—Tiene que ser limitado —rebatió Trevize—. No puede haber demasiada agitación dentro de un organismo único, o este no funcionaría como es debido. Si el progreso y el desarrollo no son interrumpidos del todo, deben ser frenados. ¿Podemos arriesgarnos a infligir esto a toda la Galaxia? ¿A toda la humanidad?
—¿Vas a discutir ahora tu propia decisión? —dijo Bliss sin emoción manifiesta—. ¿Vas a cambiar de idea y decir ahora que Gaia es un futuro indeseable para la humanidad?
Trev apretó los labios y vaciló.
—Me gustaría hacerlo, pero…, todavía no. Tomé mi decisión basándome en algo inconsciente, y hasta que descubra cuál era esa base, no puedo decidir realmente si voy a mantener mi decisión o a cambiarla.
Por consiguiente, volvemos al asunto de la Tierra.
—Donde tienes la impresión de que averiguarás la naturaleza de la base en que apoyaste tu decisión. ¿No es así, Trevize?
—Esa es la impresión que tengo. Pero Dom dice que Gaia ignora el lugar donde la Tierra se encuentra. Y supongo que tú estás de acuerdo con él.
—Desde luego. Yo no soy menos Gaia que él.
—¿Y me ocultáis lo que sabéis? Quiero decir conscientemente.
—Claro que no. Aunque fuese posible que Gaia mintiese, no te mentiría a ti. Por encima de todo, dependemos de tus conclusiones, necesitamos que sean exactas, y eso requiere que estén basadas en la realidad.
—En ese caso —dijo Trevize—, hagamos uso de vuestra memoria mundial. Sondea el pasado y dime cuál es el tiempo más remoto que puedes recordar.
Hubo una pequeña vacilación. Bliss dirigió una inexpresiva mirada a Trevize, como si hubiese entrado en trance.
—Quince mil años —dijo.
—¿Por qué has vacilado?
—Necesitaba tiempo. Los antiguos recuerdos, los realmente antiguos, se hallan casi todos en el corazón de la montaña, y se requiere tiempo para extraerlos de allí.
—Has dicho quince mil años. ¿Fue entonces cuando Gaia fue colonizado?
—No, nosotros presumimos que eso ocurrió unos tres mil años antes.
—¿Por qué no estás segura? ¿Es que tú, o Gaia, no lo recordáis?
—Ocurrió antes de que Gaia evolucionase hasta el punto en que la memoria se convirtió en un fenómeno global.
—Sin embargo, antes de que pudieseis confiar en vuestra memoria colectiva, Gaia tuvo que conservar documentos, Bliss. Documentos en el sentido corriente de la palabra: grabados, escritos, películas, o algo similar.
—Supongo que sí, pero difícilmente hubiesen podido conservarse durante tanto tiempo.
—Quizá se copiaron o, mejor aún, se transmitieron a la memoria global, una vez desarrollada esta.
Bliss frunció el entrecejo. Hubo otra vacilación, ahora más prolongada.
—No encuentro señales de esos antiguos documentos de que hablas.
—¿Cómo puede ser?
—No lo sé, Trevize. Presumo que no tendrían gran importancia. Me imagino que, cuando se comprendió que los primitivos documentos no memorizados se estaban estropeando, se decidió que habían pasado de actualidad y no eran necesarios.
—Pero no lo sabes; presumes y te imaginas, pero no lo sabes. Gaia no lo sabe.
Bliss bajó los ojos.
—Debe ser así.
—¿Debe ser? Yo no soy parte de Gaia y, por consiguiente, no necesito presumir lo que presume Gaia, lo cual te da un ejemplo de la importancia del aislamiento. Yo, como un Aislado, presumo algo más.
—¿Qué?
—En primer lugar, hay algo de lo que estoy seguro. Una civilización viva no es probable que destruya sus documentos antiguos. Lejos de juzgarlos arcaicos e innecesarios, es lógico que los trate con exagerada reverencia y se esfuerce en conservarlos. Si los documentos preglobales de Gaia fueron destruidos, Bliss, esta destrucción es muy improbable que fuese voluntaria.
—Entonces, ¿cómo lo explicarías tú?
—Todas las referencias a la Tierra que existían en la Biblioteca de Trantor fueron sacadas de allí por alguien o por alguna fuerza distintos de los Propios Segundos Fundadores Trantorianos; ¿No es posible que, también en Gaia, fuesen hechas desaparecer todas las referencias a la Tierra por algo distinto de la propia Gaia?
—¿Cómo sabes que los documentos antiguos se referían a la Tierra?
—Según acabas de decir, Gaia fue fundada hace al menos dieciocho mil años. Eso nos lleva a un período anterior al establecimiento del Imperio Galáctico, al período en que la Galaxia fue colonizada, y la primera fuente de colonos provino de la Tierra. Pelorat te lo confirmará.
Pelorat, pillado un poco por sorpresa, carraspeó antes de responder.
—Así lo cuentan las leyendas, querida. Yo me las tomo muy en serio y creo, lo mismo que Golan Trevize, que la especie humana estuvo, al principio, confinada en un solo planeta y que dicho planeta era la Tierra. Los primeros colonizadores vinieron de allí.
—Entonces —dijo Trevize—, si Gaia fue fundada en los primeros tiempos de los viajes hiperespaciales, es muy probable que la colonización la llevasen a cabo hombres de la Tierra o, quizá, nativos de un mundo no muy viejo y que había sido colonizado recientemente por hombres de la Tierra. Por esa razón, los documentos sobre la fundación de Gaia y los primeros milenios siguientes debieron referirse a la Tierra y a su gente, y han desaparecido. Parece que algo procura que la Tierra no aparezca mencionada en los archivos de la Galaxia. Y si es así, tiene que haber alguna razón para ello.
—Esto es pura conjetura, Trevize —repuso Bliss con indignación—. No tienes pruebas de ello.
—Pero es Gaia quien insiste en que tengo un don especial para sacar conclusiones correctas basándome en pruebas insuficientes. Por tanto, si llego a una conclusión firme, no me digas que carezco de pruebas.
Bliss guardó silencio.
—Tanta mayor razón para encontrar la Tierra —prosiguió Trevize—. Pienso partir en cuanto la Far Star esté preparada. ¿Todavía queréis venir los dos?
—Sí —respondió Bliss al instante.
—Sí —dijo Pelorat.