13. Universidad

50

Pelorat arrugó la nariz cuando él y Trevize volvieron a entrar en el Estrella Lejana.

Trevize se encogió de hombros.

—El cuerpo humano despide muchos olores. La recirculación nunca se produce instantáneamente y los aromas artificiales sólo se superponen, no se remplazan.

—Y supongo que no hay dos naves que huelan igual, una vez hayan sido ocupadas durante un tiempo por distintas personas.

—Así es, pero ¿ha olido el planeta Sayshell después de la primera hora?

—No —admitió Pelorat.

—Entonces, tampoco olerá esto dentro de un rato. De hecho, si vive en la nave el tiempo suficiente, acogerá el olor que le reciba a su regreso como el distintivo de su hogar. Y por cierto, si después de esto se convierte en un vagabundo de la Galaxia, Janov, tendrá que aprender que es descortés comentar el olor de cualquier nave o, lo que es lo mismo, cualquier mundo con aquellos que vivan en esa nave o mundo. Entre nosotros, naturalmente, no importa.

—En realidad, Golan, lo gracioso del caso es que considero el Estrella Lejana como mi hogar. Por lo menos, es un producto de la Primera Fundación. —Pelorat sonrió—. Verá, nunca me he considerado patriota. Me gusta pensar que sólo reconozco a la humanidad como mi nación, pero debo decir que estar lejos de la Fundación incrementa mi amor por ella.

Trevize estaba haciendo su cama.

—No está tan lejos de la Fundación, ¿sabe? La Unión de Sayshell se halla casi rodeada por territorio de la Confederación. Aquí tenemos un embajador y una numerosa representación, de cónsules hacia abajo. A los sayshellianos les gusta hacernos frente con palabras, pero procuran no causarnos ninguna otra molestia… Váyase a dormir, Janov. Hoy no hemos averiguado nada y mañana tendremos que esforzarnos más.

Sin embargo, no había dificultad en oírse de una habitación a otra, y cuando la nave estuvo a oscuras, Pelorat, que no dejaba de dar vueltas en la cama, dijo en voz no muy alta:

—¿Golan?

—Sí.

—¿No está durmiendo?

—No mientras usted siga hablando.

—Sí que hemos averiguado algo. Su amigo, Compor…

—Ex amigo —gruñó Trevize.

—Sea lo que sea, ha hablado de la Tierra y nos ha dicho algo que yo no sabía a pesar de todas mis investigaciones. ¡Radiactividad!

Trevize se incorporó sobre un codo.

—Escuche, Janov, aunque la Tierra esté realmente muerta, no tenemos por qué regresar a casa. Todavía quiero encontrar Gaia.

Pelorat resopló como si estuviera ahuyentando plumas.

—Por supuesto, mi querido amigo. Yo también. Y no creo que la Tierra esté muerta. Quizá Compor nos haya dicho lo que él considera la verdad, pero apenas hay un sector de la Galaxia donde no exista alguna leyenda que sitúe el origen de la humanidad en algún mundo local. Y casi invariablemente lo llaman Tierra o algo por el estilo.

»En antropología lo denominamos «globocentrismo». La gente tiende a dar por sentado que ellos son mejores que sus vecinos; que su cultura es más antigua y superior a la de otros mundos; que lo que otros mundos tienen de bueno procede de ellos, mientras que lo malo procede de otros lugares. Y tienden a igualar la superioridad en calidad con la superioridad en duración. Si no pueden mantener razonablemente que su propio planeta es la Tierra o su equivalente, y el origen de la especie humana, casi siempre hacen todo lo posible para situar la Tierra en su propio sector, aunque no puedan localizarla exactamente.

Trevize contestó:

—¿Está insinuando que Compor se limitaba a seguir la costumbre habitual cuando ha dicho que la Tierra estaba en el Sector de Sirio? Sin embargo, el Sector de Sirio tiene una larga historia, de modo que todos los mundos incluidos en él deberían ser muy conocidos y la cuestión podría dilucidarse con facilidad, incluso sin ir allí.

Pelorat se rio entre dientes.

—Aunque usted demostrara que ningún mundo del Sector de Sirio podría ser la Tierra, no le serviría de nada. Usted subestima las profundidades hasta las que el misticismo puede enterrar la racionalidad, Golan. En la Galaxia hay un mínimo de media docena de sectores donde eruditos muy respetables repiten, con toda solemnidad y sin la sombra de una sonrisa, que la Tierra, o como ellos la llamen, está situada en el hiperespacio y no se puede llegar a ella, excepto por accidente.

—¿Dicen si alguien ha llegado alguna vez por accidente?

—Siempre hay historias y siempre hay una negativa patriótica a la incredulidad, a pesar de que las historias nunca son verosímiles y no las cree nadie más que los habitantes del mundo donde han surgido.

—Entonces, Janov, no las creamos tampoco nosotros. Entremos en nuestro hiperespacio particular de sueño.

—Pero, Golan, lo que a mí me interesa es esta cuestión de la radiactividad de la Tierra. A mi modo de ver, tiene la marca de la verdad… o una especie de verdad.

—¿Qué quiere decir, una especie de verdad?

—Bueno, un mundo radiactivo sería un mundo en el que la radiación estaría presente en una concentración más elevada de lo habitual. En un mundo así el porcentaje de mutación sería más alto y la evolución tendría lugar más rápidamente, y de forma más variada. Quizá recuerde haberme oído decir que entre los puntos comunes de casi todas las leyendas, el más firme es que la vida en la Tierra era increíblemente diversa: millones de especies de todas clases de vida. Es esta diversidad de vida, este desarrollo explosivo, lo que quizá trajera la inteligencia a la Tierra, y después la expansión por toda la Galaxia. Si, por alguna razón, la Tierra fuese radiactiva, es decir, más radiactiva que otros planetas, esto podría explicar todo lo demás que la Tierra tiene, o tenía, de único.

Trevize guardó silencio durante unos momentos y luego dijo:

—En primer lugar, no tenemos motivos para creer que Compor estaba diciendo la verdad. Podía muy bien estar mintiendo descaradamente para inducirnos a marcharnos de aquí y salir a toda velocidad hacia Sirio. Creo que eso es precisamente lo que hacía. Y aunque nos haya dicho la verdad, lo que ha dicho es que había tanta radiactividad que la vida se hizo imposible.

Pelorat volvió a resoplar.

—No había demasiada radiactividad para permitir que se desarrollara la vida en la Tierra y es más fácil mantener la vida, una vez establecida, que desarrollarla. Así pues, queda demostrado que la vida fue establecida y mantenida en la Tierra. Por lo tanto, el nivel de radiactividad no habría podido ser incompatible con la vida en un principio y sólo habría podido disminuir con el tiempo. No hay nada que pueda aumentar el nivel de radiactividad.

—¿Y las explosiones nucleares? —sugirió Trevize.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Quiero decir, ¿y si hubiera habido explosiones nucleares en la Tierra?

—¿En la superficie de la Tierra? Imposible. En toda la historia de la Galaxia no se habla de ninguna sociedad tan insensata para utilizar las explosiones nucleares como arma bélica. No habríamos sobrevivido. Durante las insurrecciones trigellianas, cuando ambos bandos quedaron reducidos a la inanición y la desesperación, y cuando Jendippurus Khoratt sugirió la iniciación de una reacción de fusión en…

—Fue ahorcado por los tripulantes de su propia flota. Conozco la historia galáctica. Estaba pensando en un accidente.

—No hay datos sobre accidentes de este tipo que sean capaces de aumentar significativamente la intensidad de la radiactividad de un planeta. —Suspiró—. Supongo que cuando dispongamos de tiempo para ello, tendremos que ir al Sector de Sirio y hacer unas cuantas averiguaciones allí.

—Algún día, tal vez, lo haremos. Pero por ahora…

—Sí, sí, me callaré.

Así lo hizo, y Trevize continuó despierto durante casi una hora considerando si ya habría llamado demasiado la atención y no sería preferible ir al Sector de Sirio y después regresar a Gaia cuando el interés, el interés general, por ellos se hubiera desvanecido.

No había llegado a ninguna conclusión cuando se quedó dormido. Sus sueños fueron agitados.

51

No llegaron a la ciudad hasta media mañana. Esta vez el centro turístico estaba muy concurrido, pero lograron obtener la dirección de una biblioteca de consulta, donde recibieron instrucciones para utilizar los modelos locales de computadoras.

Examinaron cuidadosamente los museos y universidades, empezando por los que se hallaban más cerca, y verificaron toda la información existente sobre antropólogos, arqueólogos e historiadores.

Pelorat exclamó:

—¡Ah!

—¿Ah? —dijo Trevize con cierta aspereza—. Ah, ¿qué?

—Este nombre, Quintesetz. Me suena.

—¿Lo conoce?

—No, claro que no, pero quizá haya leído obras suyas. Cuando volvamos a la nave, donde tengo mi colección de consulta…

—No volveremos, Janov. Si el nombre le suena, es un punto de partida. Si él no puede ayudarnos, seguramente podrá indicamos a alguien que lo haga. —Se puso en pie—. Encontremos el modo de llegar a la Universidad de Sayshell. Y como allí no habrá nadie a la hora del almuerzo, primero comeremos.

Ya era media tarde cuando llegaron a la universidad, se abrieron camino por sus laberínticas instalaciones, y se encontraron en una antesala, esperando a una mujer joven que había ido en busca de información y tal vez podría conducirles hasta Quintesetz.

—Me pregunto —dijo Pelorat con inquietud— cuánto rato más tendremos que esperar. Las clases deben de estar a punto de terminar.

Y, como si esto fuera la señal que aguardaba, la señorita que les había dejado media hora antes se dirigió rápidamente hacia ellos, con zapatos que lanzaban destellos rojos y violetas y pisaban el suelo con un agudo tono metálico. La estridencia variaba con la velocidad y fuerza de sus pasos.

Pelorat se sobresaltó. Supuso que cada mundo tenía sus propios modos de activar los sentidos, tal como cada uno tenía su propio olor. Se preguntó si, ahora que ya no percibía el olor, también debería aprender a no fijarse en lo llamativas me resultaban las mujeres elegantes cuando andaban.

Llegó junto a Pelorat y se detuvo.

—¿Quiere darme su nombre complete, profesor?

—Janov Pelorat, señorita.

—¿Su planeta natal?

Trevize empezó a levantar una mano como para imponer silencio, pero Pelorat; bien porque no lo vio, bien porque no le hizo caso, dijo:

—Términus.

La joven sonrió ampliamente y pareció satisfecha.

—Cuando le he dicho al profesor Quintesetz que un tal profesor Pelorat preguntaba por él, ha contestado que le recibiría si era Janov Pelorat de Términus, pero no en otro caso.

Pelorat parpadeó con rapidez.

—¿Quiere… quiere decir que ha oído hablar de mi?

—Eso parece.

Y, casi a punto de estallar, Pelorat esbozó una sonrisa mientras se volvía hacia Trevize.

—Ha oído hablar de mí. La verdad es que no pensaba… Quiero decir, he escrito muy pocas obras y no pensaba que nadie… —Meneó la cabeza—. No eran demasiado importantes.

—Pues bien —repuso Trevize, sonriendo a su vez—, deje de recrearse en este éxtasis de subestimación propia y vamos allá. —Se volvió hacia la mujer—. ¿Supongo, señorita, que hay algún tipo de transporte para llevamos a él?

—Está a poca distancia. Ni siquiera tendremos que dejar el edificio y les acompañaré con sumo placer… ¿Son los dos de Términus? —y echó a andar.

Los dos hombres la siguieron y Trevize contestó, con una sombra de fastidio:

—Sí, los dos. ¿Tiene eso mucha importancia?

—Oh, no, claro que no. Como sabrán, hay algunas personas en Sayshell a las que no les gustan los miembros de la Fundación, pero en la universidad somos más cosmopolitas. Vive y deja vivir, es lo que siempre decimos. En otras palabras, los miembros de la Fundación también son personas. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Sí, entiendo lo que quiere decir. Muchos de nosotros decimos que los sayshellianos son personas.

—Así es como debe ser. Yo nunca he estado en Términus. Creo que es una gran ciudad.

—No tanto —contestó Trevize con naturalidad—. Sospecho que es más pequeña que la Ciudad de Sayshell.

—Veo que quiere halagarme —replicó ella—. Es la capital de la Confederación de la Fundación, ¿no? Quiero decir, no hay otro Términus, ¿verdad?

—No, que yo sepa, sólo hay un Términus, y de allí somos… de la capital de la Confederación de la Fundación.

—Entonces, tiene que ser una ciudad enorme… Y ustedes vienen desde tan lejos para ver al profesor. Nos sentimos muy orgullosos de él, ¿saben? Está considerado como la mayor autoridad de toda la Galaxia.

—¿En serio? —dijo Trevize—. ¿En qué?

La muchacha volvió a abrir desmesuradamente los ojos.

—Es usted un bromista. Sabe más sobre historia antigua que… que yo sobre mi propia familia.

—Y continuó andando sobre sus pies musicales.

Uno no puede ser tachado de bromista y halagador en tan corto espacio de tiempo sin desarrollar un cierto impulso en esa dirección. Trevize sonrió y dijo:

—¿Supongo que el profesor lo sabe todo sobre la Tierra?

—¿La Tierra? —La joven se detuvo ante la puerta de un despacho y los miró con asombro.

—Ya sabe. El mundo donde se originó la humanidad.

—Oh, se refiere al planeta que existió primero. Supongo que sí. Supongo que debería saberlo todo. Al fin y al cabo, se encuentra en el Sector de Sayshell. ¡Eso lo sabe todo el mundo! Este es su despacho. Voy a avisarle.

—No, no lo haga —dijo Trevize—. Espere un minuto. Hábleme de la Tierra.

—La verdad es que nunca he oído que nadie lo llamara la Tierra. Supongo que es una palabra de la Fundación. Aquí lo llamamos Gaia.

Trevize lanzó una rápida mirada en dirección a Pelorat.

—¿Ah, sí? Y ¿dónde está situado?

—En ningún sitio. Se encuentra en el hiperespacio y es imposible llegar a él. Cuando yo era niña, mi abuela decía que Gaia había estado una vez en el espacio real, pero sintió tanta repugnancia ante los…

—Delitos y estupideces de los seres humanos —murmuró Pelorat— que, por vergüenza, abandonó el espacio y se negó a tener nada más que ver con los seres humanos que había enviado a la Galaxia.

—Así pues, conoce la historia. ¿Lo ve? Una amiga mía dice que es una superstición. Pienso contárselo. Si es suficientemente buena para profesores de la Fundación…

Una brillante agrupación de letras rezaba sobre el cristal ahumado de la puerta: SOTAYN QUINTESETZ ABT en la complicada caligrafía sayshelliana, y debajo de ella se leía: DEPARTAMENTO DE HISTORIA ANTIGUA.

La mujer colocó un dedo sobre un liso círculo metálico. No hubo ningún sonido, pero la fumosidad del cristal se tornó de un blanco lechoso durante un momento y una voz apacible dijo, de un modo abstraído:

—Identifíquese, por favor.

—Janov Pelorat de Términus —dijo Pelorat—, con Golan Trevize, del mismo mundo.

La puerta se abrió inmediatamente.

52

El hombre que se levantó, dio la vuelta a la mesa Y salió a su encuentro era alto y de mediana edad. Su piel tenía un leve color tostado y su cabello, peinado con muchos rizos en la coronilla, era gris oscuro. Alargó la mano hacia ellos y su voz fue apacible y suave.

—Soy S.Q. Estoy encantado de conocerlos, profesores.

Trevize dijo:

—Yo no poseo ningún título académico. Sólo acompaño al profesor Pelorat. Puede llamarme simplemente Trevize. Es un placer conocerlo, profesor Abt.

Quintesetz levantó una mano con evidente turbación.

—No, no. Abt sólo es una especie de título absurdo que no tiene ninguna importancia fuera de Sayshell. Hagan caso omiso de él, por favor, y llámenme S.Q. En Sayshell tendemos a usar las iniciales en nuestras relaciones sociales normales. Me alegro mucho de conocer a dos de ustedes cuando no esperaba más que a uno.

Pareció titubear unos momentos, y después alargó la mano derecha tras limpiársela disimuladamente en los pantalones.

Trevize la tomó, preguntándose cuál seria el saludo característico de Sayshell.

Quintesetz dijo:

—Hagan el favor de sentarse. Me temo que encontrarán las butacas un poco incómodas, pero yo, por mi parte, no quiero que mis butacas me abracen. Es algo que actualmente está de moda, pero yo prefiero que un abrazo signifique algo, ¿verdad?

Trevize sonrió y repuso:

—¿Y quién no? Su nombre, S.Q., parece ser de los Mundos Periféricos y no sayshelliano. Le ruego me disculpe si el comentario es impertinente.

—No me molesta. Mi familia procede, en parte, de Askone. Hace cinco generaciones, mis tatarabuelos abandonaron Askone cuando la dominación de la Fundación se hizo demasiado opresiva.

Pelorat exclamó:

—Y nosotros somos miembros de la Fundación. Nuestras disculpas.

Quintesetz agitó la mano con afabilidad.

—No guardo ningún rencor después de cinco generaciones. Si alguien lo hace, peor para él. ¿Les apetece comer algo? ¿O beber? ¿Les gustaría un poco de música de fondo?

—Si no le importa —dijo Pelorat—, me gustaría ir al grano, siempre que las costumbres sayshellianas lo permitan.

—Las costumbres sayshellianas no constituirán una barrera, se lo aseguro. No tiene ni idea de lo casual que es todo esto, doctor Pelorat. Sólo hace dos semanas que leí su articulo sobre las fábulas de los orígenes en la Revista Arqueológica y me llamó la atención como síntesis notable… aunque, demasiado breve.

Pelorat enrojeció de placer.

—¡Cuánto me satisface que lo haya leído! Naturalmente, tuve que condensarlo, pues la revista no habría publicado un estudio completo. He pensado hacer un tratado sobre el tema.

—Espero que lo haga. En todo caso, tan pronto como lo hube leído, sentí el deseo de verle. Incluso se me ocurrió ir a Términus para hacerle una visita, aunque eso habría sido difícil de arreglar…

—¿Por qué? —preguntó Trevize.

Quintesetz se mostró confuso.

—Lamento decir que Sayshell no está ansioso por unirse a la Confederación de la Fundación y más bien desaprueba las comunicaciones sociales con ella. Somos neutrales por tradición, ¿saben? Ni siquiera el Mulo nos molestó, excepto para arrancarnos una declaración formal de neutralidad. Por este motivo, cualquier solicitud de permiso para visitar territorio de la Fundación en general, y Términus en particular, es recibida con desconfianza, aunque un erudito como yo, dedicado a los asuntos académicos, seguramente acabaría consiguiendo pasaporte. Pero nada de esto ha sido necesario. Ustedes han venido a mí. Apenas puedo creerlo. Me pregunto a mí mismo: ¿Por qué? ¿Ha oído hablar de mí, como yo he oído hablar de usted?

Pelorat respondió:

—Conozco su trabajo, S.Q., y en mis archivos tengo extractos de sus, artículos. Por eso he venido a verlo. Estoy investigando al mismo tiempo la cuestión de la Tierra, que es el supuesto planeta de origen de la especie humana, y el primer período de exploración y colonización de la Galaxia. En particular, he venido aquí para preguntar por la fundación de Sayshell.

—Por su artículo —dijo Quiniesetz—, supongo que está interesado en mitos y leyendas.

—Incluso más en la historia, los hechos reales, si es que existe, de lo contrario, en los mitos y leyendas.

Quintesetz se levantó y empezó a pasear rápidamente de un lado a otro de su despacho, se detuvo a mirar a Pelorat, y reanudó los paseos.

Trevize dijo con impaciencia:

—¿Y bien, señor?

Quintesetz exclamó:

—¡Curioso!, ¡muy curioso! Precisamente ayer fue…

Pelorat le apremió:

—¿Qué fue precisamente ayer?

Quintesetz repuso:

—Le he dicho, doctor Pelorat… Por cierto, ¿puedo llamarle J.P.? El empleo del nombre completo no me parece natural.

—Hágalo, por favor.

—Le he dicho, J.P., que había admirado su artículo y que había querido verlo. La razón por la que quería verlo era que usted parecía tener una vasta colección de leyendas relativas al principio de los mundos y, sin embargo, no tenía las nuestras.

En otras palabras, quería verlo para contarle exactamente lo que usted ha venido a averiguar.

—¿Qué tiene esto que ver con ayer, S.Q.? —preguntó Trevize.

—Tenemos leyendas, una leyenda, muy importante para nuestra sociedad, pues se ha convertido en nuestro misterio…

—¿Un misterio? —interrumpió Trevize.

—No me refiero a un enigma o algo así. Creo que este sería el sentido de la palabra en el idioma galáctico. Aquí tiene un significado distinto. Significa «algo secreto»; algo cuyo pleno significado sólo conocen algunos iniciados; algo sobre lo que no se debe hablar con extranjeros,… Y ayer fue el día.

—¿El día de qué, S.Q.? —preguntó Trevize, exagerando su aire de paciencia.

—Ayer fue el Día de Vuelo.

—Ah —dijo Trevize—, un día de meditación y sosiego, durante el qué todo el mundo debe quedarse en casa.

—Algo así, en teoría, aunque en las grandes ciudades, las regiones más sofisticadas, hay poca observancia de las costumbres antiguas… Pero veo que ya están enterados.

Pelorat, a quien el tono de Trevize había inquietado, se apresuró a concretar:

—Algo hemos oído, ya que llegamos ayer.

—Precisamente ayer —dijo Trevize con sarcasmo—. Escuche, S.Q., como sabe, no soy académico, pero me gustaría hacerle una pregunta. Usted ha dicho que se estaba refiriendo a un misterio, del que no se podía hablar con extranjeros. Entonces, ¿por qué nos habla de él? Nosotros somos extranjeros.

—Así es. Pero yo no celebro la festividad y el grado de mi superstición en esta materia es muy escaso. Sin embargo, el artículo de J.P, reforzó el presentimiento que tengo desde hace tiempo. Los mitos y leyendas no surgen de la nada. Ni eso, ni ninguna otra cosa. Siempre hay algo de verdad detrás de todo, aun cuando esté deformada, y a mí me gustaría saber la verdad que se esconde tras nuestra leyenda del Día de Vuelo.

Trevize preguntó:

—¿Es seguro hablar de ello?

Quintesetz se encogió de hombros.

—No demasiado, supongo. Los elementos conservadores de nuestra población se horrorizarían. Sin embargo, no controlan el gobierno y no lo han hecho desde hace un siglo. Los secularistas son fuertes y lo serían aún más si los conservadores no se aprovecharan de nuestro, si me disculpan, prejuicio contra la Fundación. Por otra parte, ya que estoy comentando el asunto por motivos estrictamente académicos, la Liga de Académicos me respaldaría, en caso de necesidad.

—Entonces —dijo Pelorat—, ¿nos hablará de su misterio, S.Q.?

—Sí, pero permítanme asegurarme de que no nos interrumpirán o, lo que es lo mismo, no nos escucharán. Como dice el refrán, aunque haya que enfrentarse al toro, no es necesario tocarle el hocico.

Pulsó varias teclas de un instrumento que había sobre la mesa y declaró:

—Ahora estamos incomunicados.

—¿Está seguro de que no le espían? —preguntó Trevize.

—¿Cómo?

—Por medio de una grabadora o cualquier aparato que le tenga bajo observación, visual o auditivo, o ambas cosas.

Quintesetz se mostró escandalizado.

—¿Aquí, en Sayshell? ¡De ningún modo!

Trevize se encogió de hombros.

—Si usted lo dice…

—Continúe, por favor, S.Q. —rogó Pelorat.

Quintesetz frunció los labios, se recostó en su butaca (que cedió ligeramente bajo la presión) y unió las yemas de los dedos. Parecía estar meditando sobre la manera de empezar.

—¿Saben lo que es un robot? —dijo.

—¿Un robot? —inquirió Pelorat—. No.

Quintesetz miró en dirección a Trevize, que meneó ligeramente la cabeza.

—Sin embargo, ¿saben lo que es una computadora?

—Por supuesto —contestó Trevize con impaciencia.

—Pues bien, una herramienta computadorizada móvil…

—Es una herramienta computadorizada móvil. —Trevize seguía estando impaciente—. Hay innumerables variedades y no conozco ningún término generalizado para designarlas más que herramienta computadorizada móvil.

—… que tiene el mismo aspecto de un ser humano es un robot. —S.Q, terminó su definición con ecuanimidad—. Lo que distingue a un robot es que es humaniforme.

—¿Por qué humaniforme? —preguntó Pelorat con asombro.

—No estoy seguro. Es una forma sumamente ineficaz para una herramienta, se lo garantizo, pero me limito a repetir la leyenda. «Robot» es una palabra antigua de un idioma desconocido, aunque nuestros eruditos dicen que lleva la connotación de «trabajo».

—No se me ocurre ninguna palabra —comento Trevize con escepticismo— que tenga un sonido semejante a «robot» y pueda relacionarse con «trabajo».

—En galáctico no existe, indudablemente —dijo Quintesetz—, pero esto es lo que afirman.

Pelorat argumentó:

—Puede haber sido una etimología inversa. Estos objetos se utilizan para trabajar, por lo que la palabra debía significar «trabajo». En todo caso, ¿por qué nos cuenta todo esto?

—Porque en Sayshell existe la teoría firmemente arraigada de que, cuando la Tierra era un mundo único y la Galaxia estaba deshabitada, se inventaron y generalizaron los robots. Entonces hubo dos clases de seres humanos: naturales e inventados, de carne y de metal, biológicos y mecánicos, complejos y simples…

Quintesetz hizo una pausa y añadió con una triste carcajada:

—Lo siento. Es imposible hablar de robots sin citar el Libro de Vuelo. Los habitantes de la Tierra inventaron los robots… y no necesito decir más. Está muy claro.

—Y ¿por qué inventaron los robots? —preguntó Trevize.

Quintesetz se encogió de hombros.

—¿Quién puede saberlo después de tanto tiempo? Quizá fueran pocos y necesitaran ayuda, sobre todo en la gran labor de explorar y poblar la Galaxia.

Trevize dijo:

—Es una sugerencia razonable. Una vez la Galaxia estuvo colonizada, los robots dejaron de ser necesarios. Hoy día no hay herramientas humanoides computadorizadas móviles en toda la Galaxia.

—Sea como fuere —dijo Quintesetz—, la historia es la siguiente, si me permiten simplificarla y prescindir de muchos adornos poéticos que, francamente, yo no acepto, aunque la población en general lo haga o simule hacerlo. Alrededor de la Tierra se crearon mundos coloniales que giraban en torno a estrellas cercanas, y esos mundos coloniales eran mucho más ricos en robots que la misma Tierra. Había más necesidad de robots en los mundos nuevos y vírgenes.

De hecho, la Tierra se replegó, dejó de fabricar robots, y se sublevó contra ellos.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Pelorat.

—Los mundos exteriores eran más fuertes. Con la ayuda de sus robots, los niños derrotaron y controlaron la Tierra, la Madre. Perdónenme, pero no puedo abstenerme de hacer citas. Pero hubo algunos habitantes de la Tierra que huyeron de su mundo; con mejores naves y mejores métodos de viaje hiperespacial. Huyeron a estrellas y mundos muy lejanos, más allá de los cercanos mundos que habían colonizado. Se fundaron nuevas colonias, sin robots, en las que los seres humanos podían vivir libremente. Estos fueron los llamados Tiempos de Vuelo, y el día en que los primeros terrícolas llegaron al Sector de Sayshell, a este mismo planeta en realidad, es el Día de Vuelo, celebrado anualmente desde hace muchos miles de años.

Pelorat manifestó:

—Mi querido amigo, lo que usted está diciendo, entonces, es que Sayshell fue fundado directamente por la Tierra.

Quintesetz reflexionó y titubeó durante unos momentos. Luego, respondió:

—Esta es la creencia oficial.

—Evidentemente —dijo Trevize—, usted no la acepta.

—A mí me parece que… —empezó Quintesetz y después explotó—: ¡Oh, Grandes Estrellas y Pequeños Planetas, no lo sé! Es demasiado inverosímil, pero constituye un dogma oficial y por mucho que se haya secularizado nuestro gobierno, hay que aparentar estar de acuerdo. En fin, vayamos al grano. En su artículo, J.P., no hay indicaciones de que usted conozca esta historia… de robots y dos oleadas de colonización, una menor con robots y otra más importante sin robots.

—Desde luego no la conocía —dijo Pelorat—. Ahora la oigo por primera vez y, mi querido S.Q., le estaré eternamente agradecido por contármela. Me sorprende que nada de esto haya aparecido en ninguno de los documentos…

—Demuestra —dijo Quintesetz— la efectividad de nuestro sistema social. Es nuestro secreto sayshelliano, nuestro gran misterio.

—Tal vez —observó Trevize con sequedad—. Sin embargo, la segunda oleada de colonización, la oleada exenta de robots, debió desplegarse en todas direcciones. ¿Por qué existe este gran secreto sólo en Sayshell?

Quintesetz contestó:

—Es posible que exista en otros lugares y también sea un secreto muy bien guardado. Nuestros propios conservadores creen que sólo Sayshell fue colonizado desde la Tierra y que todo el resto de la Galaxia fue colonizada desde Sayshell. Por supuesto, probablemente eso es un disparate.

Pelorat dijo:

—Estos enigmas subsidiarios pueden resolverse más adelante. Ahora que tengo un punto de partida, puedo buscar informaciones similares en otros mundos. Lo que cuenta es que he descubierto la pregunta que debo hacer y, naturalmente, una buena pregunta es el medio para obtener infinitas respuestas. ¡Qué suerte que…!

Trevize le interrumpió:

—Sí, Janov, pero seguramente el buen S.Q, no nos ha contado toda la historia. ¿Qué fue de las primeras colonias y sus robots? ¿Lo explican sus tradiciones?

—No con detalle, pero si en esencia. Al parecer, los humanos y humanoides no pueden vivir juntos. Los mundos con robots murieron. No eran viables.

—¿Y la Tierra?

—Los humanos la abandonaron y se establecieron aquí, y seguramente (aunque los conservadores disentirían) también en otros planetas.

—No es posible que todos los seres humanos abandonaran la Tierra. El planeta no pudo quedar desierto.

—Posiblemente no. No lo sé.

Trevize inquirió con brusquedad:

—¿Era radiactivo cuando lo dejaron?

Quintesetz se mostró atónito.

—¿Radiactivo?

—Eso es lo que pregunto.

—Que yo sepa, no. Nunca he oído tal cosa.

Trevize se llevó un nudillo a los dientes y reflexionó. Finalmente dijo:

—S.Q., se está haciendo tarde y creo que ya hemos abusado demasiado de su amabilidad. —Pelorat hizo un gesto como si se dispusiera a protestar, pero Trevize puso una mano encima de su rodilla y Pelorat, aunque de mala gana, calló.

Quintesetz contestó:

—He tenido sumo gusto en ayudarles.

—Lo ha hecho, y si hay algo que nosotros podamos hacer a cambio, no tiene más que decirlo.

Quintesetz se rio quedamente.

—Si el buen J.P. quiere ser tan amable de no mencionar mi nombre en relación con lo que pueda escribir sobre nuestro misterio, se lo agradeceré.

Pelorat contestó con vehemencia:

—Podría recibir los honores que merece, y quizá ser más apreciado, si le permitieran visitar Términus e incluso, tal vez, quedarse allí en calidad de profesor visitante de nuestra universidad durante un tiempo. Quizá logremos arreglarlo. Es posible que a Sayshell no le guste la Fundación, pero también es posible que no quieran rechazar una solicitud formal para que venga a Términus con objeto de asistir, digamos, a un coloquio sobre algún aspecto de la historia antigua.

El sayshelliano casi se levantó.

—¿Está insinuando que puede hacer uso de su influencia para arreglarlo?

—Bueno, no había pensado en ello, pero J.P. tiene toda la razón. Sería factible… si lo intentáramos. Y, por supuesto, cuanto más tengamos que agradecerle, más lo intentaremos —dijo Trevize.

Quintesetz hizo una pausa, y luego frunció el ceño.

—¿A qué se refiere, señor?

—Lo único que tiene que hacer es hablarnos de Gaia, S.Q. —dijo Trevize.

Y todo el entusiasmo del rostro de Quintesetz se desvaneció.

53

Quintesetz bajó la mirada, Se pasó distraídamente la mano por el corto y rizado cabello, después miró a Trevize y frunció los labios. Fue como si hubiera decidido no hablar.

Trevize enarcó las cejas y esperó; finalmente Quintesetz dijo con voz ahogada:

—En verdad se está haciendo tarde… la luz ya es crepusculante.

Hasta entonces había hablado en correcto galáctico, pero ahora sus palabras adquirieron una configuración extraña, como si el modo de hablar sayshelliano desplazara su educación clásica.

—¿Crespusculante, S.Q.?

—Casi es noche cerrada.

Trevize asintió.

—Soy muy desconsiderado. Yo también tengo apetito. ¿Aceptaría que le invitáramos a cenar, S.Q.? Quizás entonces podríamos continuar hablando… de Gaia.

Quintesetz se levantó pesadamente. Era más alto que cualquiera de los dos hombres de Términus, pero también más viejo y gordo, y su peso no le confería una apariencia vigorosa. Parecía más cansado que cuando ellos habían llegado.

Les miró con los ojos entornados y dijo:

—Olvido mi hospitalidad. Ustedes son extranjeros y no estaría bien que me invitaran. Vengan a mi casa. Está en el recinto de la universidad y no muy lejos de aquí. Si desean proseguir la conversación, allí podré hacerlo de un modo más relajado que aquí. Mi único pesar —pareció algo inquieto— es que sólo puedo ofrecerles una comida limitada. Mi esposa y yo somos vegetarianos, y si ustedes prefieren la carne sólo puedo pedirles disculpas.

Trevize contestó:

—J.P, y yo estaremos encantados de renunciar a nuestros hábitos carnívoros por una comida. Su conversación será suficiente compensación…, espero.

—Puedo prometerles una comida interesante, cualquiera que sea la conversación —dijo Quintesetz—, si les gustan nuestras especies sayshellianas. Mi esposa y yo hemos realizado un curioso estudio sobre ellas.

—Aceptaré con interés cualquier exotismo que tenga a bien ofrecernos, S.Q. —respondió Trevize con frialdad, aunque Pelorat parecía un poco nervioso por la perspectiva.

Quintesetz abrió la marcha. Los tres salieron de la habitación y enfilaron un pasillo aparentemente interminable, a lo largo del cual el sayshelliano fue saludando a estudiantes y colegas, pero sin dar muestras de querer presentar a sus compañeros. Trevize advirtió con inquietud que todos miraban curiosamente su cinturón, que hoy era gris. Por lo visto, los tonos apagados no constituían algo de rigueur en el modo de vestir universitario.

Al fin traspusieron una puerta y salieron al exterior. Realmente ya era oscuro y hacía fresco. A lo lejos se veían algunos árboles y una gran extensión de césped bastante lozano bordeaba el camino.

Pelorat hizo un alto, de espaldas a las luces procedentes del edificio que acababan de abandonar y el resplandor que delineaba los senderos del jardín.

Miró hacia el cielo.

—¡Qué hermoso! —exclamó—. Hay una famosa frase en un verso de uno de nuestros mejores poetas que habla del «brillo moteado del bello cielo de Sayshell».

Trevize alzó la mirada y dijo en voz baja:

—Nosotros somos de Términus, S.Q., y mi amigo, por lo menos, no ha visto ningún otro cielo. En Términus sólo vemos la mortecina neblina de la Galaxia y unas pocas estrellas apenas visibles. Usted apreciaría aún más su propio cielo, si hubiera vivido con el nuestro.

Quintesetz contestó con seriedad:

—Lo apreciamos en lo que vale, se lo aseguro. No se debe tanto a que estamos en una zona poco poblada de la Galaxia, como a que la distribución de las estrellas es notablemente uniforme. No creo que encuentren, en ningún lugar de la Galaxia, estrellas de primera magnitud distribuidas de un modo tan perfecto. Y sin embargo, tampoco hay demasiadas.

He visto los cielos de mundos que están dentro del alcance exterior de un racimo globular y allí hay demasiadas estrellas brillantes. Eso echa a perder la oscuridad del cielo nocturno y reduce considerablemente el esplendor.

—Estoy de acuerdo con usted —declaró Trevize.

—Ahora me pregunto —dijo Quintesetz— si habrán visto ese pentágono casi regular de estrellas casi igualmente brillantes. Las Cinco Hermanas, las llamamos. Está por allí, justo encima de la hilera de árboles. ¿Lo ven?

—Lo veo —exclamó Trevize—. Es muy bonito.

—Sí —dijo Quintesetz—, se cree que simboliza el éxito en el amor, y no hay carta de amor que no termine con un pentágono de puntos para indicar el deseo de hacer el amor. Cada una de las cinco estrellas representa una etapa distinta del proceso y hay famosos poemas que han rivalizado entre sí en describir cada etapa con el mayor erotismo posible. En mi juventud, yo mismo intenté hacer versos sobre el tema, y no me imaginaba que llegaría un tiempo en que sentiría tanta indiferencia por las Cinco Hermanas, aunque supongo que es lo normal… ¿Ven la estrella mortecina que hay en el centro de las Cinco Hermanas?

—Sí.

—Esa —dijo Quintesetz— representa el amor no correspondido. Según la leyenda, esa estrella era tan brillante como las demás, pero palideció de pena. —Y siguió andando rápidamente.

54

La cena, como Trevize no tuvo más remedio que admitir, resultó deliciosa. Hubo una gran variedad de platos y tanto el sazonado como los aderezos fueron sutiles pero efectivos.

Trevize dijo:

—Todas estas verduras, que ha sido un placer comer, por cierto, forman parte de la dieta galáctica, ¿no es así, S.Q.?

—Sí, naturalmente.

—Sin embargo, presumo que también hay formas de vida indígenas.

—Naturalmente. El planeta Sayshell era un mundo oxigenado cuando llegaron los primeros colonizadores, de modo que tenía que ser fructífero. Y nosotros hemos conservado parte de la vida indígena, pueden estar seguros. Tenemos parques naturales muy extensos en los que sobreviven la fauna y la flora del antiguo Sayshell.

Pelorat comentó tristemente:

—En este aspecto van por delante de nosotros, S.Q. En Términus había poca vida terrestre cuando llegaron los seres humanos, y me temo que durante largo tiempo no se hizo ningún esfuerzo para conservar la vida marina, la cual había producido el oxígeno que hizo Términus habitable. Ahora Términus tiene una ecología puramente galáctica.

—Sayshell —dijo Quintesetz con una sonrisa de modesto orgullo— tiene un largo e ininterrumpido historial en lo referente a valorar la vida.

Y Trevize escogió ese momento para decir:

—Cuando hemos salido de su despacho, S.Q., creo que su intención era damos de cenar y luego hablarnos de Gaia.

La esposa de Quintesetz, una mujer afable, regordeta y muy morena, que había hablado poco durante la cena, alzó los ojos con estupefacción, se levantó y salió de la habitación sin una palabra.

—Mi esposa —dijo Quintesetz con inquietud— es muy conservadora, y se siente un poco intranquila al oír mencionar la palabra. Les ruego que la disculpen. Pero ¿por qué les interesa tanto?

—Porque es importante para el trabajo de J.P., me temo.

—Pero ¿por qué me lo preguntan a mí? Estábamos hablando de la Tierra, los robots, la fundación de Sayshell. ¿Qué tiene eso que ver con, lo que ustedes quieren saber?

—Quizá nada, pero todo resulta muy extraño. ¿Por qué se intranquiliza su esposa cuando se hace mención de Gaia? ¿Por qué está usted tan inquieto? Algunos hablan de ello con toda naturalidad. Hoy mismo me han dicho que Gaia es la propia Tierra y que ha desaparecido en el hiperespacio a causa del mal hecho por los seres humanos.

Una expresión de dolor pasó por el rostro de Quintesetz.

—¿Quién les ha dicho esta tontería?

—Una persona a la que he conocido en la universidad.

—Es mera superstición.

—Entonces, ¿no forma parte del dogma central de sus leyendas relativas al Vuelo?

—No, claro que no. No es más que una fábula que surgió entre la gente ignorante.

—¿Está seguro? —preguntó Trevize con frialdad.

Quintesetz se recostó en su silla y contempló los restos de comida que tenía delante.

—Vengan al salón —dijo—. Mi esposa no permitirá que quiten la mesa mientras estemos aquí y hablemos de esto.

—¿Esta seguro de que es una fábula? —repitió Trevize, una vez se hubieron sentado en otra habitación, ante una ventana que se combaba hacia arriba y hacia dentro para proporcionar una clara vista del hermoso cielo nocturno de Sayshell. Las luces de la habitación se amortiguaron para evitar toda rivalidad y el ceñudo semblante de Quintesetz se desdibujó en las sombras.

Quintesetz dijo:

—¿No está usted seguro? ¿Cree que un mundo puede disolverse en el hiperespacio? Debe comprender que el ciudadano normal y corriente sólo tiene una noción muy vaga de lo que es el hiperespacio.

—La verdad es —dijo Trevize— que incluso yo sólo tengo una noción muy vaga de lo que es el hiperespacio, y he estado en él centenares de veces.

—Entonces, les hablaré de realidades. Les aseguro que la Tierra, dondequiera que esté, no se halla dentro de las fronteras de la Unión de Sayshell y que el mundo que ustedes han mencionado no es la Tierra.

—Pero incluso sí no sabe dónde está la Tierra, S.Q., tiene que saber dónde está el mundo que he mencionado. Ese sí que se encuentra dentro de las fronteras de la Unión de Sayshell. Lo sabemos, ¿eh, Pelorat?

Pelorat, que había estado escuchando impasiblemente, se sobresaltó al oír su nombre y contestó:

—Y eso no es todo, Golan; yo sé dónde está.

Trevize se volvió a mirarlo.

—¿Desde cuándo, Janov?

—Desde hace un rato, mi querido Golan. Usted nos ha enseñado las Cinco Hermanas, S.Q., mientras veníamos hacia su casa. Ha señalado una estrella mortecina en el centro del pentágono. Estoy seguro de que es Gaia.

Quintesetz titubeó; su cara, oculta en la penumbra, no se prestaba a ninguna interpretación. Al fin dijo:

—Bueno, eso es lo que nuestros astrónomos nos dicen… en privado. Es un planeta que gira alrededor de esa estrella.

Trevize miró a Pelorat con aire reflexivo, pero la expresión de la cara del profesor era indescifrable.

Trevize se volvió hacia Quintesetz.

—Entonces, háblenos de esa estrella. ¿Tiene sus coordenadas?

—¿Yo? No. —Fue casi violento en su negativa—. Aquí no tengo coordenadas estelares. Pueden obtenerlas en nuestro departamento de astronomía, aunque supongo que no sin dificultades. Los viajes a esa estrella no están permitidos.

—¿Por qué no? Se halla dentro de su territorio, ¿no?

—Espaciográficamente, sí. Políticamente, no.

Trevize esperó que añadiera algo más. Cuando vio que no lo hacía, se levantó.

—Profesor Quintesetz —dijo ceremoniosamente—, no soy policía, soldado, diplomático ni malhechor. No estoy aquí para arrancarle información. En cambio, me veré obligado a recurrir a nuestro embajador. Sin duda comprenderá usted que no soy yo, por mi propio interés personal, quien solicita esta información. Esto es asunto de la Fundación y no quiero que se produzca ningún incidente interestelar. No creo que la Unión de Sayshell lo quiera tampoco.

Quintesetz dijo con inseguridad:

—¿Cuál es ese asunto de la Fundación?

—Eso es algo de lo que no puedo hablar con usted. Si Gaia es algo de lo que usted no puede hablar conmigo, transferiremos la cuestión al nivel gubernamental y, en vista de las circunstancias, puede ser peor para Sayshell. Sayshell ha mantenido su independencia de la Confederación y yo no tengo nada que objetar. No tengo ningún motivo para desear mal alguno a Sayshell y no deseo recurrir a nuestro embajador. De hecho, perjudicaré mi propia carrera al hacerlo, pues me dieron instrucciones estrictas respecto a obtener la información sin involucrar al gobierno. Así pues, haga el favor de decirme si hay algún motivo importante por el que no podamos hablar de Gaia. ¿Le arrestarán o castigarán de algún modo, si habla? ¿Me dirá claramente que no tengo más alternativa que acudir al embajador?

—No, no —respondió Quintesetz, que parecía muy confuso—. No sé nada de asuntos gubernamentales. Simplemente, no hablamos de ese mundo.

—¿Superstición?

—¡Pues, si! ¡Superstición! Cielos de Sayshell, ¿en qué aspecto soy mejor que ese necio que les ha dicho que Gaia estaba en el hiperespacio; o que mi esposa, que ni siquiera se atreve a quedarse en una habitación donde se ha nombrado Gaia y que incluso tal vez haya salido de la casa por miedo a que sea destrozada por un…?

—¿Rayo?

—Por algún ataque del más allá. Y yo, incluso yo, vacilo en pronunciar el nombre. ¡Gaia! ¡Gaia! ¡Las sílabas no dañan! ¡Estoy ileso! Sin embargo, vacilo. Pero, por favor, créanme cuando les digo que no sé las coordenadas de la estrella de Gaia. Puedo tratar de ayudarles a obtenerlas, pero déjenme decirles que en la Unión no hablamos de ese mundo. Ni siquiera pensamos en él. Puedo revelarles lo poco que se sabe, lo que se sabe realmente no lo que se supone, y dudo que puedan averiguar algo más en cualquiera de los mundos de la Unión.

»Sabemos que Gaia es un mundo antiguo y hay quienes creen que es el mundo más antiguo de este sector de la Galaxia, pero no estamos seguros. El patriotismo nos dice que el planeta Sayshell es el más antiguo; el temor nos dice que lo es el planeta Gaia. El único modo de conciliar ambas cosas es suponer que Gaia es la Tierra, ya que se sabe que Sayshell fue colonizado por terrícolas.

»La mayoría de los historiadores piensan, entre ellos, que el planeta Gaia fue fundado independientemente. Piensan que no es una colonia de ningún mundo de nuestra Unión y que la Unión no fue colonizada por Gaia. No hay consenso sobre la edad comparativa, sobre si Gaia fue colonizado antes o después de Sayshell.

Trevize comentó:

—Hasta ahora, lo que se sabe no es nada, ya que toda alternativa posible es aceptada por unos u otros.

Quintesetz asintió con tristeza.

—Así parece. Nuestra historia ya estaba relativamente avanzada cuando adquirimos conciencia de la existencia de Gaia. Al principio habíamos estado preocupados por formar la Unión, luego por oponernos al Imperio Galáctico, luego por tratar de encontrar nuestro propio papel como provincia imperial y por limitar el poder de los virreyes.

»Ya en plena decadencia del Imperio, uno de los últimos virreyes, sometido a un control central muy débil, se dio cuenta de que Gaia existía y parecía mantener su independencia de la provincia sayshelliana e incluso del mismo Imperio. Estaba protegido por el aislamiento y el secreto, de modo que no se sabía prácticamente nada de él, igual que ahora.

El virrey decidió conquistarlo. No tenemos detalles de lo sucedido, pero la expedición fracasó y muy pocas naves regresaron. Naturalmente, en aquella época las naves no eran muy buenas ni estaban muy bien pilotadas.

»El mismo Sayshell se alegró de la derrota del virrey, al que consideraba un opresor imperial, y el fracaso condujo casi directamente al restablecimiento de nuestra independencia. La Unión de Sayshell rompió sus lazos con el Imperio y aún celebramos el aniversario de este acontecimiento en el Día de la Unión. Casi por gratitud dejamos en paz a Gaia durante cerca de un siglo, pero llegó el momento en que nos sentimos suficientemente fuertes para empezar a pensar en un poco de expansión imperialista propia. ¿Por qué no conquistar Gaia? ¿Por qué no establecer, por lo menos, una unión aduanera? Enviamos una flota y también fue derrotada.

»A partir de entonces, nos limitamos a hacer algún que otro intento por comerciar, intentos que fracasaron invariablemente. Gaia se mantuvo aislado y nunca hizo el menor intento por comerciar o comunicarse con algún otro mundo. Tampoco hizo nunca ningún movimiento hostil contra ninguno. Y después…

Quintesetz encendió la luz tocando un interruptor situado en el brazo de su butaca. A la luz, el rostro de Quintesetz adquirió una expresión claramente sardónica.

—Ya que son ciudadanos de la Fundación, quizá recuerden al Mulo —prosiguió.

Trevize se sonrojó. En cinco siglos de existencia, la Fundación sólo había sido conquistada una vez. La conquista sólo había sido temporal y no había obstaculizado seriamente su avance hacia el Segundo Imperio, pero nadie que estuviera resentido con la Fundación y deseara desbaratar su presunción dejaría de mencionar al Mulo, su único conquistador.

Y era probable (pensó Trevize) que Quintesetz hubiese aumentado la intensidad de la luz para ver desbaratada la presunción de la Fundación.

—Sí, los que somos de la Fundación recordamos al Mulo —dijo.

—El Mulo —continuó Quintesetz— gobernó un Imperio durante cierto tiempo, un Imperio tan extenso como la Confederación controlada ahora por la Fundación. Sin embargo, no nos gobernó a nosotros. Nos dejó en paz. No obstante, pasó por Sayshell en cierta ocasión. Firmamos una declaración de neutralidad y un tratado de amistad. No pidió nada más. Nosotros fuimos los únicos a los que no pidió nada más antes de que la enfermedad pusiera fin a su expansión y le obligara a esperar la muerte. No fue un hombre irrazonable, ¿saben? No utilizó una fuerza irrazonable, no fue sanguinario, y gobernó humanamente.

—Es que él era el conquistador —replicó Trevize con sarcasmo.

—Como la Fundación —dijo Quintesetz.

Trevize, que no tenía una respuesta preparada, preguntó con irritación:

—¿Tiene algo más que decirnos sobre Gaia?

—Sólo una declaración hecha por el Mulo. Según el relato del histórico encuentro entre el Mulo y el presidente Kallo de la Unión, el Mulo estampó su firma al pie del documento con una rúbrica y dijo: «Por este documento son neutrales incluso respecto a Gaia, lo que es una suerte para ustedes. Ni siquiera yo me acercaré a Gaia».

Trevize meneó la cabeza.

—¿Por qué iba a hacerlo? Sayshell estaba ansioso por mostrarse neutral y Gaia nunca había molestado a nadie. En aquella época el Mulo planeaba la conquista de toda la Galaxia, de modo que, ¿por qué perder el tiempo con nimiedades? Cuando hubiera logrado su objetivo, ya se ocuparía de Sayshell y Gaia.

—Quizá, quizá —repuso Quintesetz—, pero según un testigo presencial, una persona a la que nos inclinamos a creer, el Mulo dejó su pluma mientras decía: «Ni siquiera yo me acercaré a Gaia». Entonces bajó la voz y, en un susurro que nadie habría podido oír, añadió «otra vez».

—Un susurro que nadie habría podido oír, dice usted. Entonces, ¿cómo es que alguien lo oyó?

—Porque su pluma se cayó de la mesa cuando él la dejó y un sayshelliano se acercó automáticamente y se agachó para recogerla. Tenía la oreja muy cerca de la boca del Mulo cuando este murmuró «otra vez» y lo oyó. No dijo nada hasta después de la muerte del Mulo.

—¿Cómo pueden estar seguros de que no fue una invención?

—La vida de aquel hombre no induce a creer que fuera capaz de inventar algo así. Su declaración es aceptada.

—¿Y si lo era?

—El Mulo nunca estuvo en la Unión de Sayshell, ni en los alrededores, más que en esa ocasión, al menos después de aparecer en la escena galáctica. Si había estado en Gaia alguna vez, tuvo que ser antes de aparecer en la escena galáctica.

—¿Y?

—Pues bien, ¿dónde nació el Mulo?

—No creo que nadie lo sepa —dijo Trevize.

—En la Unión de Sayshell existe la arraigada creencia de que nació en Gaia.

—¿A causa de esas dos palabras?

—Sólo en parte. El Mulo no podía ser derrotado porque tenía extraños poderes mentales. Gaia tampoco puede ser derrotado.

—Gaia todavía no ha sido derrotado. Esto no demuestra necesariamente que no pueda serlo.

—Ni siquiera el Mulo se acercó. Examine los documentos de la época. Compruebe si alguna otra región, aparte de la Unión de Sayshell, fue tratada con tanta consideración. ¿Y saben que nadie que haya ido a Gaia con el propósito de establecer pacíficas relaciones comerciales ha regresado jamás? ¿Por qué creen que sabemos tan poco al respecto?

—Su actitud se parece mucho a la superstición —dijo Trevize.

—Llámelo como quiera. Desde la época del Mulo hemos borrado Gaia de nuestros pensamientos. No queremos que ellos piensen en nosotros. Sólo nos sentimos a salvo si fingimos que no existe. Es posible que el mismo gobierno haya iniciado y alentado la leyenda de que Gaia ha desaparecido en el hiperespacio con la esperanza de que nos olvidemos de que realmente hay una estrella con ese nombre.

—Así pues, ¿usted cree que Gaia es un mundo de Mulos?

—Tal vez. Les aconsejo, por su bien, que no vayan. Si lo hacen, no regresarán jamás. Si la Fundación se entremete en Gaia, demostrará menos inteligencia que el Mulo. Pueden decírselo a su embajador.

—Averígüeme las coordenadas y me marcharé inmediatamente de su mundo. Llegaré a Gaia y regresaré —replicó Trevize.

—Le averiguaré las coordenadas. Naturalmente, el departamento de astronomía trabaja de noche, y las averiguaré ahora, si puedo. Pero déjeme sugerirle una vez más que no intente llegar a Gaia —dijo Quintesetz.

—Pienso intentarlo —repuso Trevize.

Y Quintesetz declaró con pesadumbre:

—Entonces es que quiere suicidarse.