17. El Visi-Sonor

La casa de Ebling Mis, en una vecindad sin pretensiones de Términus, era bien conocida por los intelectuales, literatos y casi toda la gente culta de la Fundación. Sus notables características dependían, subjetivamente, del material que se leía acerca de ella. Para un biógrafo meditativo era «el símbolo de un retiro de una realidad no académica»; un columnista de sociedad la describía suavemente como «un ambiente terriblemente masculino de despreocupado desorden»; un profesor de Universidad la llamó bruscamente «pedante y desorganizada»; un amigo no universitario dijo que era «buena para tomar un trago a cualquier hora, y además, se pueden poner los pies sobre el sofá»; y el locutor de una emisión de noticias semanales, aficionado al color, la calificó de «vivienda rocosa, anodina y práctica del blasfemo, izquierdista y calvo Ebling Mis».

Para Bayta, que de momento sólo pensaba por sí misma, y tenía la ventaja de estarla viendo, era, simplemente, desordenada.

Exceptuando los primeros días, su encarcelamiento había sido una carga soportable. Mucho más soportable, parecía, que aquella media hora de espera en casa del psicólogo, tal vez bajo observación secreta. Entonces había estado con Toran, por lo menos…

Quizá la espera se le hubiera hecho más larga si Magnífico no hubiese demostrado con sus muecas una tensión mucho mayor.

Las flacas piernas de Magnífico estaban dobladas bajo su barbilla puntiaguda, como si estuviese intentando desaparecer, y Bayta alargó la mano en un gesto automático de consuelo. Magnífico tuvo un sobresalto, y después sonrió.

—Seguramente, mi señora, se diría que mi cuerpo niega el conocimiento de mi mente y espera de otras manos un golpe.

—No hay de qué preocuparse, Magnífico. Yo estoy a tu lado y no permitiré que nadie te lastime.

Los ojos del bufón se volvieron hacia ella y se desviaron rápidamente.

—Pero antes me mantuvieron apartado de usted, y de su bondadoso marido, y le doy mi palabra, aunque se ría de mí, que añoraba su amistad perdida.

—No me reiría nunca de eso. Yo sentía lo mismo.

El bufón se animó y juntó más las rodillas. Preguntó:

—¿No conoce al hombre que quiere vernos? —Era una pregunta cautelosa.

—No. Pero es un hombre famoso. Le he visto en los noticiarios y oído muchas cosas de él. Creo que es un hombre bueno, Magnífico, y que no desea perjudicarnos.

—¿No? —El bufón se removió, inquieto—. Puede ser cierto, mi señora, pero me ha interrogado antes, y sus modales son de una brusquedad que me asusta. Está lleno de palabras extrañas, y las respuestas a sus preguntas no me salían de la garganta. Casi hubiera creído al embaucador que una vez se aprovechó de mi ignorancia con un cuento que, en tales momentos, se aloja en mi corazón y me impide hablar.

—Ahora es diferente. Él es uno y nosotros somos dos, y no puede asustarnos a los dos, ¿verdad?

—No, mi señora.

Una puerta se cerró de golpe en alguna parte, y una voz fuerte retumbó en la casa. Frente a la habitación en que se encontraban sonó un violento: «¡Largaos, por la Galaxia!», y a través de la puerta entreabierta vieron momentáneamente a dos guardas uniformados que se retiraban a toda prisa.

Ebling Mis entró con el ceño fruncido, depositó en el suelo un paquete cuidadosamente envuelto y se acercó para estrechar con indiferente presión la mano de Bayta. Ésta devolvió el apretón vigorosamente, como un hombre. Mis se volvió a medias hacia el bufón, y luego dedicó a la muchacha una mirada más prolongada. Le preguntó:

—¿Casada?

—Sí. Cumplimos las formalidades legales.

Mis hizo una pausa, y luego siguió preguntando:

—¿Feliz?

—Hasta ahora, sí.

Mis se encogió de hombros y se volvió de nuevo hacia Magnífico. Desenvolvió el paquete.

—¿Sabes qué es esto, muchacho?

Magnífico casi se tiró de su asiento para coger el instrumento de múltiples teclas. Tocó los millares de contactos y entonces dio una voltereta de alegría que amenazó con destruir el mobiliario circundante. Graznó:

—Un Visi-Sonor, y de una manufactura que haría saltar de gozo el corazón de un muerto.

Sus largos dedos acariciaron el instrumento, suave y lentamente, presionando los contactos con ligereza y descansando un momento en una tecla y luego en otra, y el aire de la habitación se bañó de una luz rosada, justo dentro del campo de visión.

—Muy bien, muchacho. Dijiste que sabías usar uno de estos artefactos, y ahora tienes la oportunidad. Pero será mejor que lo afines. Acaba de salir de un museo. —Entonces, en un aparte, dijo a Bayta—: Por lo que tengo entendido, no hay nadie en la Fundación que sepa hacerlo hablar. —Se acercó más y murmuró—: El bufón no dirá nada sin usted. ¿Me ayudará?

Ella asintió.

—¡Bien! —continuó Mis—. Su estado de temor es casi fijo, y dudo de que su fuerza mental pudiera resistir una sonda psíquica. Si he de sacarle algo por otro sistema, tiene que sentirse absolutamente tranquilo. ¿Me comprende?

Ella asintió de nuevo.

—Este Visi-Sonor es el primer paso del proceso. Él dice que sabe tocarlo, y la reacción que ha tenido pone de manifiesto que es una de las grandes ilusiones de su vida. Así pues, tanto si toca bien como mal, muéstrese interesada y apreciativa. A continuación demuestre amistad y confianza hacia mí. Y, sobre todo, siga mis indicaciones continuamente.

Echó una rápida mirada a Magnífico, el cual, acurrucado en un extremo del sofá, manipulaba con facilidad en el interior del instrumento. Estaba completamente absorto.

Mis preguntó a Bayta en tono de conversación:

—¿Ha oído hablar alguna vez de un Visi-Sonor?

—Una vez —repuso Bayta en el mismo tono—, en un concierto de instrumentos raros. No me impresionó.

—Bueno, es difícil encontrar a alguien que lo toque bien; hay poquísimas personas que sepan hacerlo. No es sólo porque requiere coordinación física, un piano múltiple requiere mucha más, sino porque se necesita, además, cierto tipo de mentalidad libre. —Continuó en voz más baja—: Por esta razón nuestro esqueleto viviente puede tocarlo mejor de lo que imaginamos. A menudo los buenos ejecutantes son idiotas en otras cosas. Se trata de uno de esos extraños fenómenos que hacen interesante a la psicología.

Añadió, con un patente esfuerzo por entablar una conversación banal:

—¿Sabe cómo funciona este curioso chisme? Lo examiné para averiguarlo, y todo lo que he podido colegir hasta ahora es que sus radiaciones estimulan directamente el centro óptico del cerebro, sin tocarlo siquiera. En realidad, se trata de la utilización de un sentido que no se conoce en la naturaleza ordinaria. Es notable, si se piensa bien. Lo que usted está oyendo es lo corriente, lo normal. El tímpano, la cóclea y todo eso. Pero… ¡silencio! Ya está listo. ¿Quiere apretar ese conmutador? La cosa funciona mejor sin que haya luz en la estancia.

En la oscuridad, Magnífico era sólo una mancha, y Ebling Mis una masa de pesada respiración. Bayta se sorprendió. Fijó ansiosamente la vista, al principio sin resultado. En el aire había un fino y nervioso temblor que ondeaba rabiosamente hasta lo alto de la escala. Se quedaba suspendido, caía y volvía a recobrarse, ganaba cuerpo y se hinchaba en un resonante crujido que producía el efecto de un tormentoso desgarrón en una espesa cortina.

Un pequeño globo de color fue creciendo en rítmicos brincos y estalló en el aire en informes gotas que se arremolinaron en lo alto y empezaron a caer como curvados surtidores en líneas entrelazadas. Se coagularon en pequeñas esferas, ninguna del mismo color, y Bayta empezó a descubrir cosas.

Observó que, si cerraba los ojos, el dibujo coloreado se hacía más claro; que cada pequeño movimiento de color tenía su propia pauta de sonido; que no podía identificar los colores; y, por último, que los globos no eran globos, sino pequeñas figuras.

Diminutas figuras; como llamas trémulas que bailaban y se retorcían a millares; que se desvanecían y volvían desde la nada; que se perseguían unas a otras y se fundían en un color nuevo.

Incongruentemente, Bayta pensó en los pequeños puntos de color que se ven de noche cuando uno aprieta los párpados hasta que duelen, y mira a continuación fijamente. Se apreciaba el viejo efecto familiar del desfile de los pequeños puntos cambiando de color, de los círculos concéntricos contrayéndose, de las masas informes que tiemblan momentáneamente. Todo aquello, pero más grande, más variado; y cada puntito de color era una minúscula figura.

Se precipitaban contra ella por parejas, y ella alzaba las manos con un súbito jadeo, pero se derrumbaban, y por un instante ella se convertía en el centro de una brillante tormenta de nieve, mientras la luz fría resbalaba por sus hombros y por sus brazos en un luminoso deslizamiento de esquíes, escapándose de sus dedos rígidos y reuniéndose lentamente en un brillante foco en medio del aire. Debajo de todo aquello, el sonido de un centenar de instrumentos fluía en líquidas corrientes y le resultaba ya imposible separarlo de la luz.

Se preguntó si Ebling Mis estaría contemplando lo mismo, y, de no ser así, qué vería. La extrañeza pasó, y luego…

De nuevo Bayta estaba mirando. Las figuritas… ¿Eran figuritas? ¿Diminutas mujeres de ardientes cabellos, que se envolvían y retorcían con demasiada rapidez para que la mente pudiera enfocarlas? Se agarraban en grupos como estrellas que giran, y la música era una risa ligera, una risa de muchacha que empezaba dentro mismo del oído.

Las estrellas giraban juntas, se lanzaban una hacia otra, iban aumentando lentamente de tamaño, y desde abajo se alzaba un palacio en rápida evolución. Cada ladrillo era de un color diminuto, cada color una diminuta chispa, cada chispa una luz punzante que cambiaba las pautas y hacia subir los ojos al cielo hacia veinte minaretes enjoyados.

Una resplandeciente alfombra se extendió y dio vueltas, arremolinándose, tejiendo una telaraña insustancial que abarcó todo el espacio, y de ella partieron luminosos retazos que ascendieron y se transformaron en ramas de árbol que sonaban con una música propia.

Bayta se hallaba totalmente rodeada. La música ondeaba a su alrededor en rápidos y líricos vuelos. Alargó la mano para tocar un árbol frágil, y espiguillas en flor flotaron en el aire y se desvanecieron, cada una con su claro y diminuto tintineo.

La música estalló en veinte címbalos, y ante ella flameó una zona que se derrumbó en invisibles escalones sobre el regazo de Bayta, donde se derramó y fluyó en rápida corriente, elevando el fiero chisporroteo hasta su cintura, mientras en el regazo le crecía un puente de arco iris, y, sobre él, las figuritas…

Un lugar, y un jardín, y minúsculos hombres y mujeres sobre un puente, extendiéndose hasta perderse de vista, nadando entre las majestuosas olas de música de cuerda, convergiendo sobre ella…

Y entonces… hubo como una pausa aterrada, un movimiento vacilante e íntimo, un súbito colapso. Los colores huyeron, trenzándose en un globo que se encogió, se elevó y desapareció.

Y volvió a haber solamente oscuridad.

Un pie pesado se movió en busca del pedal, lo encontró y la luz entró a raudales: la luz inocua de un prosaico sol. Bayta pestañeó hasta derramar lágrimas, como anhelando lo que había desaparecido. Ebling Mis era una masa inerte, con los ojos aún abiertos de par en par, lo mismo que la boca.

Sólo Magnífico estaba vivo, acariciando su Visi-Sonor en un dichoso éxtasis.

—Mi señora —jadeó—, es realmente del más fantástico efecto. Es de un equilibrio y una sensibilidad casi inalcanzables en su estabilidad y delicadeza. Creo que con esto podría realizar maravillas. ¿Le ha gustado mi composición, señora?

—¿Es tuya? —murmuró Bayta—. ¿Tuya de verdad?

Ante su asombro, él enrojeció hasta la misma punta de su considerable nariz.

—Mía y sólo mía, señora. Al Mulo no le gustaba, pero la he tocado una y otra vez para mi propia diversión. Un día, en mi juventud, vi el palacio… un lugar gigantesco de joyas y riquezas que vislumbré desde lejos durante el carnaval. Había gente de un esplendor inconcebible y una magnificencia que jamás he vuelto a ver, ni siquiera al servicio del Mulo. Lo que he creado es una pobre parodia, pero la limitación de mi mente me impide hacerlo mejor. Lo llamo El recuerdo del cielo.

Ahora, a través de la niebla de aquellas palabras, Mis retornó a la vida activa.

—Escucha —dijo—, escucha, Magnífico. ¿Te gustaría hacer lo mismo delante de otros?

El bufón retrocedió.

—¿Delante de otros? —repitió, tembloroso.

—De miles —exclamó Mis—, en las grandes salas de la Fundación. ¿Te gustaría ser tu propio dueño y honrado por todos, y… —su imaginación le falló—, y todo eso? ¿Eh? ¿Qué dices?

—Pero ¿cómo puedo ser todo eso, poderoso señor, si no soy más que un pobre payaso ignorante de las grandes cosas de este mundo?

El psicólogo hinchó los labios y se pasó por la frente el dorso de la mano.

—Por tu manera de tocar, hombre. El mundo será tuyo si tocas así para el alcalde y sus grupos de comerciantes. ¿Te gustaría?

El bufón miró brevemente a Bayta.

—¿Seguiría ella estando conmigo?

Bayta se echó a reír.

—Claro que sí, tonto. ¿Cómo iba a dejarte ahora que estás a punto de ser rico y famoso?

—Sería todo suyo —replicó él seriamente—, y es seguro que la Galaxia entera no bastaría para pagar mi deuda por su bondad.

—Pero —intervino Mis en tono casual— si primero me ayudaras…

—¿De qué manera?

El psicólogo hizo una pausa y sonrió.

—Con una pequeña prueba de superficie que no duele nada. Sólo tocaría la piel de tu cabeza.

En los ojos de Magnífico apareció una llamarada de pánico.

—No será una sonda… He visto cómo se usa. Absorbe la mente y deja el cráneo vacío. El Mulo la usaba con los traidores y les dejaba vagar por las calles sin cerebro, hasta que los mataba por misericordia. —Alargó la mano para apartar a Mis.

—Eso era una sonda psíquica —explicó pacientemente Mis— incapaz de dañar a una persona… a menos que se empleara mal. Esta sonda que te propongo es superficial y no perjudicaría ni siquiera a un niño de pecho.

—Es cierto, Magnífico —apremió Bayta—. Sólo es para ayudarnos a vencer al Mulo e impedir que se acerque. Una vez lo hayamos hecho, tú y yo seremos ricos y famosos por el resto de nuestras vidas.

Magnífico extendió una mano temblorosa.

—¿Me sostendrá la mano mientras dura?

Bayta la cogió entre las suyas, y el bufón contempló con ojos muy abiertos los bruñidos discos terminales.

Ebling Mis descansaba cómodamente en la lujosa butaca del despacho del alcalde Indbur, sin agradecer lo más mínimo la condescendencia que se le mostraba, y observando con antipatía el nerviosismo del alcalde. Se sacó de la boca la colilla de su cigarro y escupió un trozo de tabaco.

—Y, a propósito, si quiere algo bueno para su próximo concierto en Mallow Hall, Indbur —dijo—, puede tirar a la basura esos artefactos electrónicos y dejar a ese payaso que toque el Visi-Sonor. Indbur… es algo que no parece de este mundo.

Indbur replicó, enfurruñado:

—No le he hecho venir aquí para que me dé una conferencia sobre música. ¿Qué hay del Mulo? Dígame eso. ¿Qué hay del Mulo?

—¿Del Mulo? Bien, le diré que he usado una sonda superficial con el bufón y he obtenido muy poco. No puedo usar la sonda psíquica porque el payaso le tiene un temor de muerte, por lo que su resistencia fundiría probablemente sus conexiones mentales en cuanto se estableciera el contacto. Pero he obtenido esto, que le contaré si deja de tamborilear con las uñas. En primer lugar, no sobreestime la fuerza física del Mulo. Puede que sea fuerte, pero es probable que el miedo obligue al payaso a exagerar. Dice que lleva unas extrañas gafas y es evidente que posee poderes mentales.

—Esto ya lo sabíamos al principio —comentó agriamente el alcalde.

—Pues, entonces, la sonda lo ha confirmado, y a partir de eso he estado trabajando matemáticamente.

—¿Ah, sí? ¿Y cuánto durará su trabajo? Sus discursos acabarán por dejarme sordo.

—Creo que dentro de un mes tendré algo para usted. Pero también es posible que no averigüe nada. Sin embargo, ¿qué importa? Si todo esto no se halla incluido en los planes de Seldon, nuestras posibilidades son incalificablemente pequeñas.

Indbur se volvió con fiereza hacia el psicólogo.

—Ahora le he atrapado, traidor. ¡Mienta! Diga que no es uno de esos criminales fabricantes de rumores que siembran el derrotismo y el pánico por toda la Fundación, haciendo mi trabajo doblemente difícil.

—¿Yo? ¿Yo? —murmuró Mis con creciente cólera.

Indbur profirió una maldición.

—Porque, por las nubes de polvo del espacio, la Fundación vencerá… la Fundación tiene que vencer.

—¿A pesar de haber perdido Horleggor?

—No fue una pérdida. ¿También usted se ha tragado esa mentira? Nos superaron en número, nos traicionaron…

—¿Quién? —preguntó desdeñosamente Mis.

—Los apestosos demócratas del arroyo —le gritó Indbur—. Hace tiempo que sé que la Flota está minada de células democráticas. La mayoría han sido desarticuladas, pero aún quedan las suficientes como para explicar la rendición de veinte naves en plena batalla. Las suficientes como para provocar una derrota aparente. A propósito, deslenguado y simple patriota, epítome de las virtudes primitivas, ¿cuáles son sus propias conexiones con los demócratas?

Ebling Mis se encogió de hombros con desprecio.

—Está usted desvariando, ¿lo sabe? ¿Qué me dice de la retirada posterior y de la pérdida de medio Siwenna? ¿Otra vez los demócratas?

—No, no han sido los demócratas —sonrió el alcalde—. Nos retiramos, como se ha retirado siempre la Fundación bajo el ataque, hasta que la inevitable marcha de la historia se ponga de nuestra parte. Ya estoy viendo el final. La llamada resistencia de los demócratas ya ha publicado manifiestos jurando ayuda y lealtad al Gobierno. Podría ser una estratagema, un ardid que encubra una traición mayor, pero yo la utilizo muy bien, y la propaganda basada en ella producirá su efecto, sean cuales fueran los planes de los traidores. Y algo aún mejor…

—¿Algo aún mejor, Indbur?

—Júzguelo usted mismo. Hace dos días, la Asociación de Comerciantes Independientes declaró la guerra al Mulo, y con ello la Flota de la Fundación se ve reforzada, de golpe, por mil naves. Compréndalo, ese Mulo ha ido demasiado lejos. Nos encontró divididos y luchando entre nosotros, y bajo la presión de su ataque nos unimos y adquirimos fuerza. Tiene que perder. Es inevitable… como siempre.

Mis seguía demostrando escepticismo.

—Entonces dígame que Seldon planeó incluso la fortuita aparición de un mutante.

—¡Un mutante! Yo no le distinguiría de un ser humano, ni usted tampoco, si no fuera por los desvaríos de un capitán rebelde, unos jovenzuelos extranjeros y un juglar y bufón que no está en sus cabales. Olvida usted la evidencia más concluyente de todas: la suya propia.

—¿La mía? —Durante un momento, Mis se quedó asombrado.

—Sí, la suya —se burló el alcalde—. La Bóveda del Tiempo se abrirá dentro de nueve semanas. ¿Qué dice a eso? Se abre en una crisis. Si este ataque del Mulo no es una crisis, ¿dónde está la crisis «verdadera» por la que se va a abrir la Bóveda? Contésteme a eso, bola de grasa.

El psicólogo se encogió de hombros.

—Está bien. Si eso le hace feliz… Pero concédame un favor. Por si acaso…, por si acaso el viejo Seldon pronuncia su discurso, y es un discurso desagradable, permítame que asista a la Magna Abertura.

—Muy bien. Y ahora salga de aquí, y permanezca fuera de mi vista durante nueve semanas.

«Con incalificable placer, horroroso engendro», murmuró Mis para sus adentros mientras se iba.