12. Capitán y alcalde

El capitán Han Pritcher no estaba acostumbrado al lujo que le rodeaba, pero tampoco impresionado. En general rehuía el autoanálisis y todas las formas de filosofía y metafísica que no estuvieran relacionadas con su trabajo.

Era una ayuda.

Su trabajo consistía en gran parte en lo que el Departamento de Guerra llamaba «inteligencia», los sofisticados «espionaje», y los románticos, «servicio secreto». Desgraciadamente, pese a los frívolos comentarios de la televisión, «inteligencia», «espionaje» y «servicio secreto» era, cuando más, un sórdido asunto de rutina interrumpida y mala fe. La sociedad lo excusaba porque se hacía «en interés del Estado», pero un poco de filosofía siempre llevaba al capitán Pritcher a la conclusión de que incluso en tan sagrado interés la sociedad se sentía aliviada mucho antes que la propia conciencia, y por esta razón rehuía filosofar.

Y ahora, ante el lujo de la antesala del alcalde, sus pensamientos se hicieron íntimos a pesar de sí mismo.

Habían sido ascendidos muchos hombres de menor capacidad que él, lo cual era admitido por todos. Había soportado una lluvia constante de críticas y reprimendas oficiales, sobreviviendo a todas ellas. Se aferraba a su modo de actuar en la firme creencia de que la insubordinación en aquel mismo sagrado «interés del Estado» acabaría siendo reconocida como el servicio que realmente era.

Por ello estaba en la antesala del alcalde… con cinco soldados como respetuosos centinelas, y enfrentado probablemente a un consejo de guerra.

Las pesadas puertas de mármol se deslizaron suave y silenciosamente, revelando paredes satinadas, alfombras de plástico rojo y otras dos puertas de mármol con adornos de metal en el interior. Dos oficiales que vestían el severo uniforme de hacía tres siglos salieron y llamaron:

—Audiencia para el capitán Han Pritcher de Información.

Retrocedieron con una ceremoniosa inclinación cuando el capitán se adelantó. Los centinelas se quedaron en la antesala, y él entró solo en la habitación.

La estancia era grande y extrañamente sencilla, y tras una mesa de rara forma angular se hallaba sentado un hombre pequeño que casi se perdía en la inmensidad del ambiente.

El alcalde Indbur —tercero de este nombre que ostentaba el cargo— era nieto de Indbur I, que había sido brutal y eficiente, y que había exhibido la primera de estas cualidades de manera espectacular por su modo de hacerse con el poder, y la segunda por su destreza en eliminar los últimos restos ficticios de las elecciones libres y la habilidad aún mayor con la que mantenía un gobierno relativamente pacífico.

El alcalde Indbur era hijo de Indbur II, que fue el primer alcalde de la Fundación que accedió al puesto por derecho de nacimiento, y el menos importante de los tres, pues no era brutal ni eficiente, sino simplemente un excelente tenedor de libros nacido en familia equivocada.

Indbur III era una peculiar combinación de características hechas a su medida.

Para él, un amor geométrico de la simetría y el orden era «el sistema», un interés infatigable y febril por las más insignificantes facetas de la burocracia cotidiana era «la laboriosidad», la indecisión calculada era «la cautela», y la terquedad ciega en continuar por un camino erróneo era «la determinación».

Por añadidura, no malgastaba el dinero, no mataba a ningún hombre sin necesidad, y sus intenciones eran extremadamente buenas.

Si los sombríos pensamientos del capitán Pritcher se ocupaban de estas cosas mientras permanecía respetuosamente en pie ante la enorme mesa, la férrea expresión de sus rasgos no lo revelaba. No tosió ni cambió de postura, ni movió los pies hasta que el alcalde dejó de escribir unas notas marginales y colocó meticulosamente una hoja de papel impreso sobre un ordenado montón de hojas similares.

El alcalde Indbur cruzó las manos con lentitud, evitando deliberadamente perturbar el impecable orden de los accesorios de su mesa. Dijo, en señal de reconocimiento:

—Capitán Han Pritcher de Información.

Y el capitán Pritcher, con estricta obediencia al protocolo, dobló una rodilla casi hasta el suelo e inclinó la cabeza hasta que oyó la orden:

—Levántese, capitán Pritcher.

El alcalde habló con aire de afectuosa simpatía:

—Está usted aquí, capitán Pritcher, a causa de cierta acción disciplinaria tomada contra usted por su oficial superior. Los documentos relativos a esta acción han llegado a mis manos a su debido tiempo, y como todos los sucesos de la Fundación merecen mi interés, he pedido información adicional sobre su caso. Espero que no esté sorprendido.

El capitán Pritcher repuso desapasionadamente:

—No, excelencia. Su justicia es proverbial.

—¿Lo es? ¿De verdad? —Su tono era de satisfacción, y las coloreadas lentes de contacto que llevaba reflejaron la luz de un modo que dio a sus ojos un brillo seco y duro. Extendió cuidadosamente ante sí una serie de carpetas con tapas de metal. Las hojas de pergamino crujieron cuando empezó a volverlas; su largo dedo seguía las líneas mientras hablaba.

—Aquí tengo su expediente, capitán… completo. Tiene cuarenta y tres años y hace diecisiete que es oficial de las Fuerzas Armadas. Nació en Loris, sus padres eran de Anacreonte, no tuvo enfermedades graves en la infancia, un ataque de mio… bueno, eso no tiene importancia… educación premilitar en la Academia de Ciencias, especialización en hipermotores, diploma académico…, hum, muy bien, se le puede felicitar… entró en el Ejército como suboficial el día ciento dos del año 293 de la Era Fundacional.

Levantó momentáneamente la vista mientras dejaba la primera carpeta y abría la segunda.

—Ya ve que en mi administración no se abandona nada a la casualidad. ¡Orden! ¡Sistema!

Se llevó a los labios una píldora rosada que olía a jalea. Era su único vicio, al que cedía sin abusar. En la mesa del alcalde faltaba el casi inevitable quemador atómico, destinado a hacer desaparecer las colillas, pues el alcalde no fumaba.

Ni, como es natural, fumaban sus visitantes.

La voz del alcalde siguió zumbando metódicamente, mascullando de vez en cuando en un susurro comentarios igualmente monótonos de aprobación o censura.

Con lentitud fue colocando las carpetas en un ordenado montón.

—Bien, capitán —dijo animadamente—, su historial es insólito. Parece ser que su capacidad es sobresaliente, y sus servicios indudablemente valiosos. Observo que fue herido dos veces en el cumplimiento del deber, y que se le ha concedido la Orden del Mérito por su extraordinario valor. Estos son hechos a tener muy en cuenta.

El rostro impasible del capitán Pritcher no se suavizó. Permaneció en su rígida posición. El protocolo exigía que un súbdito honrado por el alcalde con una audiencia no tomara asiento, punto tal vez innecesariamente recalcado por el hecho de que en la habitación sólo existía una silla: la ocupada por el alcalde. El protocolo exigía también que no se pronunciaran más palabras que las necesarias para responder a una pregunta directa.

Los ojos de Indbur se clavaron en el oficial, y su voz adquirió dureza y ponderosidad.

—Sin embargo, no ha sido ascendido en diez años, y sus superiores informan, una y otra vez, de la inflexible obstinación de su carácter. Le describen como crónicamente insubordinado, incapaz de mantener una actitud correcta hacia sus oficiales superiores, en apariencia nada interesado en mantener relaciones amistosas con sus colegas, y, además, incurable pendenciero. ¿Cómo explica usted todo esto, capitán?

—Excelencia, hago lo que me parece justo. Mis actos al servicio del Estado y mis heridas por su causa prueban que lo que me parece justo está de acuerdo con los intereses del Estado.

—Una declaración muy patriótica, capitán, pero no deja de ser una doctrina peligrosa. Hablaremos de eso más tarde. Específicamente le han acusado de rechazar una misión por tres veces, a la vista de órdenes firmadas por mis delegados legales. ¿Qué tiene que alegar a esto?

—Excelencia, la misión carece de interés en unos momentos críticos en que asuntos de primordial importancia están siendo ignorados.

—¡Ah! ¿Y quién le dice que los asuntos de que habla son de importancia primordial, y si lo son, quién le dice que son ignorados?

—Excelencia, estas cosas son evidentes para mí. Mi experiencia y mi conocimiento de los hechos, reconocidos por mis superiores, me permiten juzgarlo con toda claridad.

—Pero, mi buen capitán, ¿tan ciego está que no ve que arrogándose el derecho de determinar la política de Inteligencia usurpa las funciones de su superior?

—Excelencia, mi deber es principalmente para con el Estado, y no para con mi superior.

—Un error, porque su superior tiene a su vez un superior, y ese superior soy yo mismo, y yo soy el Estado. Pero no tema, no tendrá motivos para quejarse de esta justicia mía que usted llama proverbial. Explique con sus propias palabras la naturaleza de su falta de disciplina que ha originado todo esto.

—Excelencia, mi deber es primordialmente para con el Estado, y no consiste en llevar la vida de un marino mercante retirado en el mundo de Kalgan. Mis instrucciones eran dirigir la actividad de la Fundación en el planeta, y perfeccionar una organización que ha de actuar de freno contra el señor guerrero de Kalgan, particularmente en lo que concierne a su política exterior.

—Ya estoy enterado de esto. ¡Continúe!

—Excelencia, mis informes han subrayado constantemente las posiciones estratégicas de Kalgan y los sistemas que controla. He informado de la ambición del señor guerrero, de sus recursos, de su determinación de extender sus dominios y de su cordialidad, o, tal vez, neutralidad hacia la Fundación.

—He leído sus informes con atención. Siga.

—Excelencia, regresé hace dos meses. Entonces no había señales de una guerra inminente; la única señal era una capacidad casi superflua de repeler cualquier ataque. Hace un mes, un desconocido y afortunado soldado conquistó Kalgan sin lucha. Al parecer, el hombre que fue señor guerrero de Kalgan ya no vive. Los hombres no hablan de traición, hablan sólo del poder y el genio de ese extraño caudillo… el Mulo.

—¿El… qué? —El alcalde se inclinó hacia adelante y pareció ofendido.

—Excelencia, se le conoce como el Mulo. En realidad se habla muy poco de él, pero yo he recopilado todos los rumores y he entresacado los que parecen más probables. No es un hombre de linaje ni posición social. Su padre es desconocido. Su madre murió al darle a luz. Su educación es la de un vagabundo, la que se adquiere en los mundos míseros y los barrios bajos del espacio. No tiene otro nombre que el de Mulo, nombre que según dicen se ha dado a sí mismo y que significa, de acuerdo con la creencia popular, su inmensa fuerza física y su terquedad de propósito.

—¿Cuál es su fuerza militar, capitán? No me interesa la física.

—Excelencia, la gente habla de enormes flotas, pero pueden estar influenciados por la extraña caída de Kalgan. El territorio que controla no es grande, aunque es imposible determinar sus límites exactos. Pese a todo, ese hombre ha de ser investigado.

—Hum… ¡Claro, claro! —El alcalde se sumió en una meditación, y dibujó lentamente seis cuadros, colocados en posición hexagonal, sobre la primera hoja de un cuaderno que después arrancó, dobló limpiamente en tres partes e introdujo en la ranura de la papelera que había a la derecha de la mesa. El papel cayó hacia una limpia y silenciosa desintegración atómica.

—Ahora, dígame, capitán, ¿cuál es la alternativa? Me ha dicho lo que debe ser investigado. ¿Qué le han ordenado a usted que investigara?

—Excelencia, parece ser que hay una guarida de ratas en el espacio que no paga sus impuestos.

—¡Ah! ¿Y eso es todo? Usted ignora, y nadie se lo ha dicho, que esos hombres que no pagan los impuestos son descendientes de los salvajes comerciantes de nuestros primeros tiempos…, anarquistas, rebeldes, maníacos sociales que proclaman su descendencia de la Fundación y se burlan de la cultura de la Fundación. Usted ignora, y nadie se lo ha dicho, que esa guarida de ratas en el espacio no es una, sino muchas; que son más numerosas de lo que imaginamos y conspiran juntas, una con la otra, y todas con los elementos criminales que aún existen por todo el territorio de la Fundación. ¡Incluso aquí, capitán, incluso aquí!

La momentánea fogosidad del alcalde se extinguió con rapidez.

—Usted lo ignora, capitán.

—Excelencia, estoy enterado de todo esto. Pero como servidor del Estado, he de servir fielmente, y el que más fielmente sirve es quien sirve a la Verdad. Cualquiera que sea la implicación política de estos desechos de los antiguos comerciantes, los señores guerreros que han heredado las esquirlas del viejo Imperio están en el poder. Los comerciantes no tienen armas ni recursos, ni siquiera unidad. Yo no soy un recaudador de impuestos a quien se envía para una misión infantil.

—Capitán Pritcher, usted es un soldado y ha de obedecer. Es un fallo haberle permitido llegar hasta el punto de no cumplir una orden mía. Tenga cuidado. Mi justicia no es simplemente debilidad. Capitán, ya ha sido probado que los generales de la Era Imperial y los señores guerreros de la época actual son igualmente impotentes frente a nosotros. La ciencia de Seldon, que predice el curso de la Fundación, no se basa en el heroísmo individual, como usted parece creer, sino en las tendencias sociales y económicas de la historia. Ya hemos pasado con éxito por cuatro crisis, ¿no es verdad?

—Sí, Excelencia, es verdad. Pero la ciencia de Seldon sólo la conocía el propio Seldon; nosotros simplemente tenemos fe. En las tres primeras crisis, como me han enseñado una y otra vez, la Fundación estaba en manos de sabios dirigentes que previeron la naturaleza de las crisis y tomaron las precauciones adecuadas. Sin ellos…, ¿quién puede saberlo?

—Sí, capitán, pero ha omitido la cuarta crisis. Vamos, capitán, entonces no teníamos un dirigente digno de este nombre y nos enfrentábamos al adversario más inteligente, a los acorazados más pesados y a las fuerzas más numerosas. Y sin embargo, vencimos porque era algo inevitable en la historia.

—Excelencia, esto es cierto. Pero esta historia que ha mencionado no fue inevitable hasta haber luchado desesperadamente durante más de un año. La victoria inevitable que ganamos nos costó quinientas naves y medio millón de hombres. Excelencia, el plan de Seldon ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.

El alcalde Indbur frunció el ceño y se sintió repentinamente cansado de sus pacientes explicaciones. Se le ocurrió pensar que había tenido un fallo en su condescendencia con el capitán porque estaba siendo confundida con el permiso de discutir eternamente, de argumentar, de sumergirse en la dialéctica.

Dijo con rigidez:

—Pese a ello, capitán, Seldon garantiza la victoria sobre los señores guerreros, y en estos momentos tan atareados no puedo permitirme el lujo de dispersar nuestro esfuerzo. Estos comerciantes que usted quiere ignorar son descendientes de la Fundación; una guerra con ellos representaría una guerra civil. El plan de Seldon no nos garantiza nada a este respecto, puesto que tanto ellos como nosotros constituimos la Fundación. Así pues, es preciso dominarlos. Ya conoce usted sus órdenes.

—Excelencia…

—No se le ha formulado ninguna pregunta, capitán. Ya conoce sus órdenes y las obedecerá. Más discusión de cualquier índole conmigo o con quienes me representan será considerada como traición. Puede retirarse.

El capitán Han Pritcher dobló de nuevo la rodilla y se retiró, caminando lentamente hacia atrás.

El alcalde Indbur, tercero de su nombre y segundo alcalde en la historia de la Fundación que había accedido al puesto por derecho de nacimiento, recobró su equilibrio y levantó otra hoja de papel del montón que tenía a su izquierda. Era un informe sobre el ahorro de fondos derivado de la reducción de bordes de espuma metálica en los uniformes de la fuerza policial. El alcalde Indbur tachó una coma superflua, corrigió una falta de ortografía, hizo tres observaciones al margen y colocó el pliego sobre el ordenado montón de su derecha. Levantó otro papel del también ordenado montón de su izquierda…

El capitán Han Pritcher de Información encontró una cápsula personal esperándole cuando regresó al cuartel. Contenía órdenes, precisas, subrayadas con lápiz rojo y cubiertas con el sello de URGENTE. El pliego ostentaba en su parte superior una «I» mayúscula.

Se ordenaba al capitán Han Pritcher, en los términos más severos, que se dirigiese al «mundo rebelde llamado Haven».

El capitán Han Pritcher, solo en su ligera nave individual, tomó calmosa y serenamente el rumbo de Kalgan. Aquella noche disfrutó del sueño que correspondía a un hombre obstinado que se había salido con la suya.