CAPÍTULO 17

DIECISIETE

El Sigilita ha hablado

La tormenta que se avecina

Cuando las Hermanas del Silencio fueron a buscarlo, estaba arrodillado sobre una pierna en la celda de meditación, con la espada desenvainada y el icono de bronce en las manos. Estaba pronunciando las palabras del Lectio Divinitatus, que ya tenía grabadas en el cerebro después de tantas repeticiones. Las mujeres intercambiaron una mirada de extrañeza al oírle murmurarlas. Le indicaron que las siguiera con unos secos gestos de la mano, y él las obedeció. La túnica que llevaba puesta se le ciñó al cuerpo al levantarse, y el contacto del burdo tejido con la piel hizo que le escocieran las nuevas cicatrices que le habían dejado las heridas y por las quemaduras del vacío. Dejó la servoarmadura en la estancia, pero se llevó consigo la espada. Libertas no se había apartado de su lado desde el duelo que libró en el Mar de las Crisis.

Lo condujeron por toda la Ciudadela Somnus hasta la aguja de cristal situada en el extremo superior. No fue hasta que entró y cerraron las puertas a su espalda que vio a otro astartes. Le parecía que habían pasado semanas desde que había visto por última vez a uno de sus hermanos.

La figura se le acercó. La cámara estaba construida a base de triángulos de cristal y gruesos cilindros de metal negro, y aquel diseño arquitectónico provocaba extrañas sombras de cantos agudos al recibir la luz reflejada desde Terra.

—Nathaniel. Ah, muchacho, me temía lo peor.

Garro asintió.

—Iacton. Todavía estoy vivo, por la gracia de Terra.

El lobo lunar alzó una ceja.

—Claro, claro.

A diferencia de Garro, Qruze llevaba puesta la armadura, que todavía lucía orgullosa los antiguos colores de su legión.

Había otras figuras entre las sombras y Garro las observó con atención. La dama del olvido se acercó a él, con la novicia a su lado.

—Hermana Amendera —la saludó con una leve reverencia—. ¿Para qué se nos ha llamado a este lugar? —intentó evitar que se notara el enfado en su voz, pero no lo logró—. ¿Qué clase de prueba debo superar ahora?

Garro se quedó mirando a la novicia, y esperó a que la muchacha le proporcionara una respuesta, pero en su rostro lo único que se veía era la tensión y el miedo. El capitán de batalla se llevó de inmediato una mano a la empuñadura de la espada.

—Hay otros… —le advirtió Qruze, señalando con un gesto del mentón hacia las sombras.

—Estáis aquí, astartes, porque yo lo he ordenado.

La voz procedía de la oscuridad. El tono era firme pero tranquilo, distinto al de un comandante militar. Parecía más bien un educador, un consejero. Una repentina llama apareció entre las sombras y Garro distinguió la silueta de un águila dorada con las alas extendidas, como si estuviera a punto de echar a volar. Debajo del ave rapaz ardía un pequeño brasero que atraía la mirada con su baile de luz y calor.

Se oyó el sonido de unos pasos que se acercaban, y con ellos, el repiqueteo del extremo de un báculo contra el suelo de baldosas de piedra. El capitán de batalla sintió que se le agarrotaba la garganta al recordar la cámara de reuniones de la Resistencia en el momento que había llegado su primarca. Sin embargo, quien salió de las sombras no fue Mortarion.

Eran dos hombres, pero eran mucho más que eso. Incluso descalzo, el más alto de ellos tenía como mínimo la misma altura que Qruze con la armadura puesta. El rostro de rasgos duros y vigilantes sobresalía de una armadura dorada que estaba forjada como la de los exterminadores pero que llevaba como la servoarmadura normal de los astartes. Garro distinguió incluso desde lejos el intrincado trabajo de grabado que cubría el reluciente metal, con dibujos repetidos de águilas y de relámpagos. Una capa de un fino tejido rojo le colgaba a la espalda, y, reposando en el hueco del brazo, llevaba un casco alargado del mismo color dorado, rematado por una pluma carmesí. En la otra mano, y en un ángulo que mostraba la facilidad con la que el guerrero la empuñaba, llevaba un arma que era medio lanza, medio cañón. Se trataba de una lanza guardiana, el arma característica de la guardia personal del Emperador, las legiones Custodes. Garro había oído decir a menudo que los custodios eran al Emperador lo que un astartes a su primarca, y al ver a aquel individuo, se lo creyó. El guerrero observó a Garro y a Qruze con una mirada tranquila y sin mostrar emoción alguna.

La simple presencia del guardián ya era suficiente para indicar el elevado rango de la persona que lo acompañaba, y todos se inclinaron ante la figura encapuchada y vestida con una simple túnica de administrador. Aquel individuo hubiera pasado desapercibido entre las masas de cualquier ciudad colmena del Imperio de no ser por el báculo que llevaba, ya que en el extremo del mismo se encontraba el águila dorada con el brasero y las largas cadenas de acero de donde colgaban los axiomas imperiales. Era la Vara, y tan sólo podía empuñarla una persona: el Regente de Terra en persona, el Primero del Consejo, el Encargado del Tributo y confidente del Emperador.

—Lord Malcador —dijo Garro—. ¿Qué desea de nosotros?

El capitán de batalla se atrevió a levantar la vista y trató de mirarlo a los ojos. La mirada encapuchada del Sigilita se clavó en él, y aunque el capitán de batalla no fue capaz de verle los ojos, se dio cuenta de inmediato de que lo estaba sometiendo a un intenso escrutinio, pero de un modo que no llegó a imaginarse. Los rumores decían que el único ser que poseía mayores poderes psíquicos que Malcador era el propio Emperador. Su aspecto era poco llamativo, pero el individuo que estaba con ellos en aquella estancia exudaba un cierto tipo de poder sereno, bastante distinto a la energía animal de un primarca guerrero, pero no menos poderoso.

Garro vio con el rabillo del ojo que la detectora de brujas daba unos cuantos pasos atrás, como si temiera estar demasiado cerca de él. El Regente mantuvo la mirada fija en el capitán de batalla mientras rebuscaba en su espíritu como si no fuera más que arena. El guardia de la muerte notó un regusto grasiento y eléctrico en el aire, pero no se resistió a la sensación. No había llegado tan lejos para guardar secretos.

—El Emperador protege —le dijo el Sigilita con lentitud, como si estuviera leyendo las páginas de un libro—. Así es, y de modos que tú jamás llegarás a entender. —Malcador se calló y permaneció pensativo unos momentos—. He oído las palabras de Rogal Dorn, he examinado vuestros testimonios y los registros mnemónicos de Mersadie Oliton, y por eso voy a ser muy directo. Garro, has venido hasta aquí con la esperanza de tener una audiencia con el Señor de la Humanidad para poder advertirle directamente de lo que ocurre. Eso no va a suceder.

Garro se sintió decepcionado. Incluso después de todo lo que había ocurrido, mantuvo viva la llama de la esperanza.

—Pero ¿oirá el mensaje de aviso, lord Malcador?

—No puedes ir a Terra, así que Terra viene a ti. —Malcador señaló el báculo con un gesto del mentón—. Yo he oído la advertencia y eso es suficiente de momento. El Emperador no está disponible, ya que está ocupado con grandes tareas en el interior del Palacio Imperial.

Garro parpadeó, sorprendido.

—¿No está disponible? —repitió—. ¿Sus hijos se vuelven contra él, y está demasiado ocupado como para enterarse de lo que ocurre? No lo entiendo…

—No —lo interrumpió el Regente—, no lo entiendes. Con el tiempo, todo esto se nos aclarará, pero hasta ese momento, debemos confiar en nuestro señor. El mensaje ha sido entregado. Tu misión ha terminado.

Garro vio que Qruze se ponía tenso.

—¿Para eso estamos aquí, lord Malcador? —El lobo lunar señaló con un gesto al guardia custodio—. ¿Van a ocuparse de nosotros? ¿A retirarnos del tablero de juego?

Malcador se quedó muy quieto.

—Hay muchos en el Consejo de Terra que sugirieron ese tipo de solución para el problema. Los asuntos relativos a la lealtad de las personas, que antaño se consideraban sólidos, ahora están a debate.

Garro dio un paso adelante.

—Señor, os diré lo mismo que le dije al primarca Dorn: ¿es que lo que hemos hecho no es prueba suficiente de nuestra lealtad? Sé que podéis ver en el corazón de cualquier persona. ¡Mirad al mío, y decidme qué es lo que veis en él!

De entre los rebordes de la túnica de Malcador salió una mano.

—No es necesario, capitán. Ninguno de vosotros debe demostrarme nada. Después de todo por lo que habéis pasado, creí que os merecíais que os dijeran la verdad. He venido para decírosla, para que no haya malentendidos.

—Y ahora, ¿qué? —le preguntó Qruze—. ¿Qué será de nosotros, lord Malcador?

—Sí —terció Garro mientras apretaba con fuerza el icono que tenía en la mano—. No podemos quedarnos aquí contemplando las estrellas y esperando el día en que llegue Horus buscando batalla. Pido… —Se quedó mirando al regente con una expresión dura en los ojos—. No, ¡exijo que me den una misión! —Garro empezó a alzar la voz—. Soy un astartes, pero ahora soy un hermano sin legión. Estoy solo pero indemne, rodeado de juramentos rotos. ¡Pertenezco a la voluntad del Emperador, pero no soy nada si no me da un propósito!

Las palabras del capitán de la Guardia de la Muerte resonaron por la torre de cristal y la novicia de Kendel se encogió visiblemente al oírlas. Malcador lo señaló con el báculo rematado por el águila,

—Sólo la muerte pone fin al deber, astartes —le dijo con cierto tono de satisfacción—. Y todavía no has muerto. En estos precisos momentos, lord Dorn prepara los planes con los que nos enfrentaremos a Horus y a los primarcas que se han unido a su bandera. Se están estableciendo líneas de combate a lo largo de toda la galaxia, preparativos de una magnitud que nunca ha conocido la humanidad.

—¿Qué lugar ocuparemos en todo eso?

Malcador inclinó la cabeza en un levísimo gesto.

—El asunto sobre qué hacer con vosotros todavía se está debatiendo. No se resolverá en breve, quizá tardemos meses, pero al final, lo solucionaremos. La traición del Señor de la Guerra ha dejado bien claro que el Imperio requiere hombres y mujeres de una naturaleza inquisitiva, cazadores que busquen al brujo, al mutante, al traidor, al alienígena… Guerreros como vosotros, Nathaniel Garro, Iacton Qruze, Amendera Kendel, que puedan arrancar de raíz la posibilidad de cualquier traición futura. Un deber de vigilancia.

—Estamos preparados para ello —le dijo Garro con un gesto de asentimiento—. Yo estoy preparado.

—Sí —replicó el Sigilita—. Lo estás.

* * *

Encontró a Voyen en una de las celdas de meditación. Estaba repasando con cuidado todo su equipo de combate. El apotecario le hizo una leve reverencia cuando entró. Garro se dio cuenta de inmediato que la ropa que Voyen llevaba puesta era la sencilla túnica de un suplicante civil, no la de servicio de un astartes. Los emblemas del águila de dos cabezas y la estrella y el cráneo de la Guardia de la Muerte no aparecían por ningún lado.

—¿Meric? Nos estamos preparando para marcharnos, pero tú te has mantenido alejado de nosotros. ¿Qué ocurre?

Voyen se detuvo en sus quehaceres y miró a su comandante. Garro vio algo nuevo en su mirada, una cierta derrota, una melancolía que se le grababa en las líneas de la cara.

—Nathaniel, he leído el texto que me entregaste, y siento como si abriera los ojos por primera vez.

Garro sonrió.

—Eso es bueno, hermano. Podemos sacar fuerzas de ahí.

—Escúchame antes. Puede que no estés de acuerdo.

El capitán de batalla se quedó dudando unos instantes.

—Te lo he estado ocultando, a ti y a mis demás hermanos, pero lo que ocurrió en Istvaan, lo que Horus y Mortarion hicieron, y luego Grulgor y Decius… —Respiró profundamente y tembló con fuerza—. Estas cosas me afectaron en lo más profundo, hermano. —Voyen se miró las manos—. Me encontré incapacitado, inútil. —Miró fijamente a los ojos de Garro y éste vio miedo en el rostro del apotecario, un verdadero terror—. Me partió el alma, Nathaniel. Esas criaturas… Temo ser responsable en parte de su aparición…

—Meric, no.

—¡Sí, hermano, sí! —insistió el apotecario. Voyen le puso algo en la palma de la mano y Garro bajó la mirada para ver qué era. Se trataba de un pequeño disco de bronce con un símbolo grabado, una estrella y un cráneo. Estaba aplastado—. Debo expiar mi pertenencia a las logias, Nathaniel. El Lectio Divinitatus me ha mostrado que eso es lo que debo hacer. Me hiciste prometer que si alguna vez la logia intentaba obligarme a darle la espalda al Emperador, la abandonaría, ¡y eso hago! ¡Las logias formaron parte de la traición, y tenías razón al rechazarlas! —Apartó la mirada—. Y yo… me equivoqué terriblemente al unirme a ellas.

La tremenda certidumbre de su voz le indicó a Garro que no habría argumento posible con el que lograra apartar a su hermano del camino había decidido tomar.

—¿Qué vas a hacer?

Voyen señaló su equipo de combate.

—Renuncio al honor de ser un astartes y un guerrero de la XIV Legión. Ya he tenido suficientes muertes y traiciones. Mi servicio a partir de ahora lo realizaré en la Apotecaria Majoris de Terra. He decidido dedicar el resto de mi vida a buscar una cura para la enfermedad que se llevó a Decius y a los demás. Si Grulgor no mintió, es posible que ese horror se esté extendiendo ahora mismo entre nuestros hermanos, y debo hacer honor a mi juramento como sanador por encima de mi juramento como guerrero de la Guardia de la Muerte.

Garro se quedó mirando a su amigo durante un largo instante, y después le ofreció la mano.

—Muy bien, Meric. Espero que encuentres la victoria en esta nueva batalla.

Voyen estrechó la mano que le ofrecía.

—Y yo espero que tú encuentres la victoria en la tuya.

—Nathaniel.

Se apartó de la ventana de la galería de observación por la que estaba mirando y se le escapó un jadeo. La mujer se separó de la escolta de Hermanas del Silencio que la acompañaban y le tocó un brazo.

—¿Keeler? Pensé que te habían encerrado. —Ella le sonrió y Garro la observó con detenimiento. Parecía cansada, pero aparte de eso, no mostraba señal alguna de maltrato—. ¿Te han hecho daño?

—¿Es que no hay un solo día en que no te preocupes del bienestar de los demás? —le preguntó con voz alegre—. Me han permitido un pequeño momento de respiro. ¿Cómo estás tú, Nathaniel?

Garro volvió a mirar la redonda Terra a través del cristal blindado.

—Estoy… intranquilo. Me siento como si fuera una persona diferente, como si todo lo que me ha sucedido en la vida antes de la huida de Istvaan no fuera más que un prólogo. He cambiado, Euphrati.

Se quedaron callados unos momentos antes de que Garro hablara de nuevo.

—¿Fuiste tú? Cuando Decius se transformó y cuando me atacó por sorpresa en la superficie, ¿fuiste tú quien me avisó?

—¿Tú qué crees?

El capitán de batalla frunció el entrecejo.

—Creo que me gustaría una respuesta clara.

—Existe un lazo —le respondió Keeler en voz baja—. Yo misma estoy comenzando a ver los límites de mi propia persona, entre tú y yo, entre el pasado y el futuro. —Señaló el planeta con un gesto del mentón—. Entre el Emperador y sus hijos. Entre todas las cosas. Pero como todos los lazos, debe ser puesto a prueba para mantenerlo fuerte. Ese momento nos ha llegado, Nathaniel. La tormenta se acerca.

—Estoy preparado. —Garro tomó la mano de Keeler entre las suyas y la estrechó con suavidad—. Yo estaba allí cuando Horus traicionó a sus hermanos. Por la gracia del Emperador, también estaré presente cuando deba pagar por su herejía.

Allí los dos, bajo la luz de Terra, el soldado y la santa, contemplaron el planeta natal de la humanidad y empezaron a rezar al unísono.