CAPÍTULO 16

DIECISÉIS

El Señor de las Moscas

Silencio

En su nombre

Tollen Sendek se bajó del disco gravitatorio cuando la plataforma flotante llegó al nivel de la enfermería. La placa oval se quedó flotando durante un segundo y después ascendió en silencio por uno de los muchos huecos verticales que atravesaban el interior de la Ciudadela Somnus. Frunció los labios. El aire de la torre estaba cargado de una serie de curiosos olores que el guardia de la muerte encontraba desconcertantes. Los diferentes niveles mostraban olores distintos, que salían de incensarios y extraños artefactos mecánicos que se asemejaban a flores de acero. Aquello constituía alguna clase de elemento dentro de la disciplina de las Hermanas del Silencio, un método de división utilizado para delimitar los distintos cuadrantes. Se usaban métodos similares para guiar a los astrópatas ciegos en algunas naves espaciales y plataformas orbitales. Quizá era aquella similitud desagradable lo que incomodaba a Sendek. Le disgustaba profundamente todo lo que estaba directamente vinculado a las artes psíquicas, y todo lo relacionado con ellas. Aquellos temas se enfrentaban de pleno con su punto de vista racional y reduccionista respecto al universo. Sendek creía en la fría y lógica luz de la ciencia y de la Verdad Imperial. Los inquietantes asuntos que rayaban con la brujería lo intranquilizaban mucho. Aquello sólo lo podía comprender el Emperador, y no las personas normales, con mentes muy inferiores.

Pero el olor… era diferente ese día. Antes recordaba a las rosas, y flotaba en el aire de un modo muy suave. En ese momento era más extraño, más dulzón, y tenía un toque metálico amargo. Siguió caminando.

Sin que nadie lo ordenara, los setenta guerreros establecieron un turno de guardia. No tenían nada que hacer aparte de entrenarse y enfrentarse en el reducido espacio de los alojamientos que les habían asignado unos pocos niveles por encima en la torre, y la inactividad y la espera los estaba desmoralizando. Así pues, establecieron turnos para mantener una guardia cerca de su camarada caído. Nadie consideró que Iacton Qruze debiera participar, ya que Decius era un guardia de la muerte y Qruze no lo era, pero todos los demás hombres bajo el mando de Garro aceptaron y entendieron de inmediato lo que se esperaba de ellos. Se aseguraron con discreción de que no hubiera un solo momento en el que un guerrero de la XIV Legión no estuviera al lado del lecho de Solun Decius. Ninguno de ellos ponía en duda que el joven guerrero acabaría muriendo, pero el hecho de que no debía morir a solas se convirtió en un asunto imperativo que no hizo falta hablar entre ellos.

Sendek se preguntó, y no por primera vez, qué ocurriría cuando el joven por fin muriera. En cierto modo, Decius se había convertido en un símbolo para todos ellos, una representación de la resistencia de su legión. Se acordó de cuando jugaron la última partida de regicida a bordo de la Resistencia y notó una punzada de pena. A pesar de toda la bravuconería y arrogancia de Decius, el joven guerrero no se merecía una muerte tan ignominiosa. Decius debía haber fallecido en una batalla gloriosa en vez de verse reducido a librar un combate en su propio cuerpo.

El olor dulzón se hizo cada vez más fuerte, y Sendek frunció más el entrecejo. Lago, un miembro de la escuadra de Hakur y tirador experto con el rifle de plasma, se encargaba de la guardia anterior a la de Sendek, pero no había llamado para informar. No era propio de Iago ser tan descuidado. El duro entrenamiento del sargento Hakur eliminaba esa clase de defectos en sus hombres.

Un momento después, le llegó el inconfundible olor a sangre que se destacó entre la restante mezcla de aromas. Sendek se puso tenso. No se veía movimiento alguno a lo largo del pasillo de la enfermería, y donde la pared se doblaba en una esquina que daba a la zona de aislamiento, los globos de brillo del techo y de las demás paredes habían disminuido de potencia. Tan sólo una leve luz rojiza delimitaba los bordes del pasillo. Echó a correr mientras lo registraba todo con los sentidos. El astartes pensó por un momento que se había producido un accidente, como por ejemplo el derrame de algún gran contenedor de aceite que también hubiera manchado las paredes, pero el olor a matadero le llenó las fosas nasales con una oleada de sangre fresca y carne podrida. Sendek se dio cuenta de repente de que nadie había disminuido la potencia de los globos de brillo. Lo que ocurría era que las gruesas y pegajosas capas de sangre que los cubrían habían reducido su luz. Pisó con las botas de ceramita una pasta de fragmentos de huesos rotos y dientes fundidos. Captó una silueta en la penumbra: era un antebrazo que acababa en jirones de carne y todavía estaba cubierto en parte por la armadura de color mármol de la Guardia de la Muerte. Unas relucientes motas negras iban y venían por encima de la extremidad amputada.

Sendek empezó a desenfundar la pistola bólter que llevaba al cinto en cuanto comenzó el sonido. A su alrededor, las ennegrecidas paredes parpadearon y zumbaron con el agudo chirrido del entrechocar de las alas de los insectos. Los enjambres que estaban encima de la sangre se removieron al sentir la presencia del astartes.

Echó un vistazo a la cámara de aislamiento y sintió que la garganta se le agarrotaba. Allí estaba la cápsula de Decius, pero había quedado convertida en poco más que un huevo de cristal reventado desde el interior. El suelo estaba cubierto de órganos y otros restos de cuerpos que habían quedado esparcidos por doquier después de que los servidores y otros seres vivos fueran despedazados en el mismo lugar donde se encontraban. Sendek se llevó la mano a la gorguera de la armadura cuando el zumbido se hizo más fuerte y abrió de forma instintiva el canal de comunicación de combate que lo pondría en contacto con su jefe de escuadra.

—Andus —empezó a decir—, alerta a…

La garra lo atrapó por la pierna y lo levantó por los aires de un tirón salvaje. Sendek lanzó un grito y perdió la pistola cuando su atacante lo arrojó directamente contra un armario de cristal lleno de viales y ampollas. Atravesó el mueble de almacenamiento y rodó por el suelo. Cuando se incorporó sus manos y rodillas chapotearon sobre charcos de un fluido espeso. El guardia de la muerte intentó recuperarse, pero un pie engarfiado le propinó una patada en plena cara y lo hizo salir despedido de nuevo.

Sendek se deslizó por el suelo y chocó con lo que debían ser los restos del torso del hermano Iago. Tuvo que detenerse un momento para recuperar el aliento. El chirriante rugido de la tormenta de moscas martilleaba por toda la estancia como un ciclón. El batir de sus alas le resonaba en los oídos. Manoteó a su alrededor en busca de algo que pudiera utilizar como arma, y encontró una gran sierra para huesos entre los instrumentos de cirujano que habían caído de una bandeja. El guardia de la muerte se lanzó hacia adelante y empuñó con fuerza la herramienta de reluciente acero quirúrgico. Haría que el intruso pagara por haber matado a sus hermanos.

Apenas pudo distinguir la figura negruzca que tenía delante. Captó los extraños cabellos hirsutos que festoneaban la superficie de la oleosa armadura y empezó a tener arcadas ante el monstruoso hedor a muerte que la rodeaba. Una cabeza con un montón de ojos y una chirriante boca arácnida se lanzaron a por él, pero debajo de la corrupta carne hinchada había una forma que le resultó familiar. El terrible momento del reconocimiento impactó a Sendek con tanta fuerza como una bala.

—¿Solun?

Dudó un momento, con el golpe que estaba a punto de dar con la sierra de huesos detenido en mitad del recorrido.

—Ya no.

La boca se movió, pero la voz procedió de las moscas, que sacudieron las alas y arañaron los caparazones para crear una imitación del habla humana. La garra apareció de repente de entre las sombras y atravesó el hueso y la carne de la cabeza de Sendek, partiendo en dos el cráneo del guardia de la muerte. El contenido gris y rosado se derramó sobre la armadura y las moscas se abalanzaron sobre el festín para alimentarse.

* * *

—¡Nathaniel!

El grito de la mujer recorrió el cuerpo de Garro en una oleada estremecedora que le puso los nervios de punta. Lanzó un jadeo y la taza de acero que tenía en la mano se le escapó cuando los dedos se le quedaron sin fuerzas. El té negro se derramó sobre el suelo de la sala de ejercicios. Voyen vio que le ocurría algo y se apresuró a mantenerlo erguido.

—¿Capitán? ¿Se encuentra bien?

—¿No lo has oído? —le preguntó Garro con el cuerpo todavía tenso. Miró a su alrededor—. La he oído llamarme.

Voyen parpadeó.

—Señor, no he oído nada. Ha reaccionado como si lo hubieran golpeado con…

Garro lo apartó.

—¡La he oído, tan claro como te oigo a ti ahora mismo! Era… —El significado de aquello le llegó de inmediato proyectado con una poderosa lanzada de miedo—. ¡Keeler! Pasa algo malo… Ha sido… un aviso…

La compuerta de la estancia se abrió para dejar pasar a Hakur. La expresión de su rostro era de profunda preocupación. Garro supo de inmediato que había ocurrido algo muy malo.

—¡Informa! —le soltó.

Hakur dio un par de golpes suaves en el módulo de comunicación que llevaba incorporado en la gorguera de la servoarmadura.

—Mi señor, me temo que Sendek esté en apuros. Empezó a enviarme un mensaje de aviso, pero la comunicación se cortó de repente.

—¿Dónde está?

—Fue a relevar a Iago, que se encontraba con el muchacho —lo informó Voyen.

Garro le dio una palmada en el pecho.

—Voyen, quédate aquí, pero estate preparado para cualquier cosa. —El capitán de batalla salió al pasillo—. Sargento, que el capitán Qruze y un par de guerreros se encuentren con nosotros en el pozo de descenso.

—Señor, ¿qué está ocurriendo? —le preguntó Hakur—. ¿Es que estas mujeres se han vuelto contra nosotros?

Nathaniel cerró los ojos y sintió cómo el eco del grito seguía fluyendo por su espíritu, con una oleada de emoción oscura siguiéndolo de cerca.

—No lo sé, viejo amigo —le contestó mientras recogía el casco y se lo ponía—. Pronto lo averiguaremos.

* * *

El eco de los disparos subió por el pozo mientras Garro y los demás astartes bajaban con el disco de gravedad. Qruze lo miró.

—Esta maldita guerra nos ha seguido hasta aquí.

—Sí —le contestó el capitán de batalla—. Es posible que nuestra advertencia haya llegado demasiado tarde.

Hakur soltó una maldición en voz baja.

—No hay señal alguna de Sendek o de Iago, ni siquiera una onda portadora. A esta distancia es imposible que no me pueda poner en contacto con ellos. Si gritara, me oirían.

El disco disminuyó de velocidad cuando se acercó al nivel de la enfermería. El hedor a muerte reciente también subió por el hueco de descenso y los astartes se pusieron tensos.

—Armas —ordenó Garro, y desenvainó la espada.

Se puso al frente cuando salieron del ascensor y cruzaron el pasillo cubierto de sangre.

Entraron en la enfermería propiamente dicha y Qruze chasqueó la lengua en un gesto de disgusto.

—Sendek está aquí —dijo al mismo tiempo que se inclinaba sobre un bulto oscuro envuelto por la penumbra—. Al menos, lo que queda de él.

La pestilencia de la podredumbre llenó las fosas nasales de Garro a pesar de los filtros del casco mientras se acercaba al lugar. El trozo de carne gelatinosa parecía un cuerpo expuesto a los efectos de meses de putrefacción. Era sin duda Tollen Sendek, aunque los restos del cráneo destrozado eran poco más que una masa deformada e hinchada. Reconoció las escarapelas honoríficas y los juramentos de combate que llevaba prendidos a la armadura. Esos objetos también estaban descoloridos por el paso del tiempo y por el moho. Las articulaciones de la propia armadura estaban cubiertas de vetas de óxido naranja.

Uno de los hombres de Hakur retrocedió con una mueca de disgusto.

—Parece que llevara muerto semanas…, pero hablé con él esta misma mañana.

El lobo lunar se inclinó un poco más sobre el cuerpo.

—Iacton, no te acerques tanto…

El aviso llegó demasiado tarde. Varias pústulas blancas y gruesas del cuerpo de Sendek retemblaron al sentir la cercanía de la tibieza de Qruze y estallaron lanzando al exterior chorros de diminutos escarabajos iridiscentes. El veterano se echó hacia atrás de inmediato y apartó a manotazos a las criaturas, matando a muchas de ellas con la palma del guantelete.

—¡Agh! ¡Bichos repugnantes!

El capitán movió con la punta de la bota una extremidad arrancada. Había demasiados trozos de carne destrozados por la estancia como para que fueran parte de un solo cuerpo humano, y supo con una triste certidumbre que Iago estaba tan muerto como el pobre Sendek.

Hakur miró con cuidado desde el otro lado de la estancia el interior de la cápsula de aislamiento rota.

—Vacía… —dijo antes de enganchar algo con la punta del cuchillo de combate. Lo sacó de la cápsula y lo puso en alto para que lo vieran sus compañeros—. Por la gloria de Terra… ¿Qué es esto?

Parecía un trozo de muselina desgarrada cubierta de fluidos negros. Cuando Hakur le dío la vuelta en el aíre, Garro distinguió varios agujeros, huecos que correspondían a unos ojos, unas fosas nasales y una boca. Qruze examinó con repugnancia el despojo.

—Es piel humana, sargento. Se ha desprendido del cuerpo, al igual que ocurre con algunas especies de serpientes y de insectos, que se deshacen de ella cuando les conviene.

El estampido seco de los disparos de bólter resonó por el pasillo que conducía a los otros compartimentos de la enfermería. Garro señaló con un gesto cortante hacia allí.

—Dejad eso. En marcha, vamos.

* * *

El rostro de Qruze se quedó rígido en una mueca de rabia permanente. A cada momento, cuando ya le daba la impresión de que habían dejado atrás un nuevo giro siniestro del destino, aparecía otro horror que había que añadir a los anteriores. Qruze tuvo la sensación de que un torno le estaba apretando el espíritu y que de forma gradual aumentaba la presión sobre su mente y su voluntad, cada vez más y más. Se sentía como si estuviera al borde de la desconexión, como sí todo lo bueno, la luz que llevaba en el interior, estuviesen a punto de apagarse. Cada nueva visión repugnaba y sorprendía al viejo veterano de un modo que nunca creyó que sucedería.

El astartes pasó con rapidez junto a una serie de puertas de sellado que habían sido arrancadas de sus goznes, derribadas por algo poseedor de una tremenda fuerza y violencia. Al dejar aquello atrás, llegaron a una sala de curación donde había hileras de camas y lechos de reposo. Calculó que se trataría de uno de los hospitales de las Hermanas del Silencio que habían sido heridas en combate. La estancia parecía más un matadero que un lugar de curación. Al igual que ocurría en la cámara de aislamiento, la estancia estaba cargada con el olor a muerte, sangre y excrementos, el hedor de la enfermedad y de la fuerte descomposición orgánica. Las pacientes que había en las camas estaban muertas o casi, y cada una por una razón distinta. Qruze vio una detectora de brujas que estaba esquelética, pero que no dejaba de estremecerse y de echar espuma por la boca, afectada por alguna clase de parálisis cerebral. A su lado había un cuerpo hinchado rodeado de vapores gaseosos. Luego vio a una víctima de cáncer de huesos, a una sollozante novicia afectada por la peste bubónica y a una chica desnuda que sangraba por los ojos y los oídos.

Pero no era sólo la carne viva lo que se había visto afectado. Las manchas de corrosión cubrían buena parte de las estructuras metálicas de las camas de la enfermería, y los recipientes de plástico y de cristal estaban agrietados y rotos. La descomposición lo corrompía todo. Qruze apartó la mirada.

—Las han dejado aquí para que mueran —dijo Hakur—. Están infectadas y las han dejado para que se pudran como trozos de carne abandonados.

—Es una prueba —le contestó Garro—. La mano que hizo esto estuvo jugando con ellas.

—Deberíamos quemarlas —añadió Qruze—. Habría que acabar con el sufrimiento de estas pobres.

—No hay tiempo para ese tipo de misericordia —le replicó Garro—. Cada momento que nos retrasamos, el monstruo que provocó este horror avanza un poco más para seguir extendiendo la corrupción.

Encontraron más muertos al otro extremo de la enfermería. También se trataba de varias Hermanas del Silencio, pero estaban protegidas con las armaduras propias de las vigilantes. Al lado de los cadáveres había pistolas bólter sin munición y rotas, con los cañones obturados por pegotes de mucosidad ácida. Allá donde la piel estaba al descubierto se veían miles de diminutos arañazos. Todas habían muerto por unas heridas punzantes en el pecho, por lo que parecía un grupo de cinco dagas que alguien les había clavado en el torso.

—Son demasiado estrechas para una espada corta —comentó Qruze.

Garro asintió y alzó una mano al mismo tiempo que flexionaba los dedos a modo de explicación.

—Garras —le aclaró.

Hakur y sus hombres estaban esforzándose por hacer girar la oxidada manivela de una gran compuerta estanca que les proporcionaría acceso a la siguiente sección del nivel. El metal atascado chirrió cuando lo obligaron a abrirse.

—¿Qué clase de criatura tiene unas garras como ésas? —se preguntó Qruze en voz alta.

La compuerta se desprendió de las bisagras rotas con un rugiente desplazamiento de aire y delante de ellos apareció la respuesta.

* * *

La cámara contigua era un espacio abierto cruzado por pasillos y pasarelas suspendidas en el aire que formaban un entramado de acero por encima de la amplia abertura de un hangar situado varios niveles por debajo. Ubicado a medio camino de un costado de la Ciudadela Somnus, el hangar era uno de los muchos muelles de desembarco terciarios diseñados para recibir las lanzaderas procedentes de las Naves Negras. Aquel espacio en concreto servía como recepción de enfermería, y permitía que las hermanas heridas fueran llevadas directamente al centro médico si se encontraban en estado crítico. Normalmente tendría que estar abarrotado de servidores que se encontrarían realizando tareas de mantenimiento en la pista de aterrizaje, en las naves allí posadas o en las compuertas estancas, pero en ese momento, lo que albergaba era una feroz batalla.

Garro distinguió los reflejos dorados y plateados de una docena de Hermanas del Silencio trabadas en combate cuerpo a cuerpo con una vertiginosa masa de garras y cubierta por una armadura verde-negruzca. Era difícil determinar con exactitud qué estaba ocurriendo. Una espesa capa de humo cubría a los combatientes… No, no era humo. La nube zumbaba y se retorcía con voluntad propia, y vio cómo una de las detectoras de brujas era empujada contra el borde de una de las pasarelas y caía hacia su muerte al quedar cegada por el enjambre. La forma apenas visible en mitad de los insectos, alta y reluciente, siguió lanzando salvajes ataques contra la línea de Hermanas del Silencio.

Hakur alzó el bólter, pero Garro le hizo un gesto para que lo bajara.

—¡Cuidado! Hay conductos de oxígeno y tubos de combustible en las paredes. ¡Un proyectil perdido puede convertir este lugar en un infierno! ¡Armas de combate cuerpo a cuerpo hasta que yo ordene lo contrario!

Las pasarelas eran estrechas, lo que obligó a los astartes a avanzar en fila de uno. Garro vio que Qruze se separaba del grupo acompañado por uno de los guerreros de Hakur para aproximarse al objetivo desde otra pasarela. Asintió y echó a correr. La cubierta metálica resonó y se estremeció bajo las pesadas botas de la Guardia de la Muerte. No estaba pensada para soportar el peso de un individuo cubierto por una armadura de ceramita y flexiacero.

El movimiento del enjambre era el de una criatura viva y pensante. Cuando el astartes se acercó, varias partes del mismo se separaron y cruzaron chirriantes el aire para formar grupos de formas venenosas que atacaron la piel y los ojos de los guerreros. Los disparos de bólter no harían daño alguno a semejante enemigo. A los diminutos cuerpos no les afectarían los disparos, por lo que los astartes se vieron obligados a usar las manos para aplastar a los insectos de dientes de sierra y convertirlos en pulpas de quitina machacada.

Garro blandió en alto la reluciente hoja azul de Libertas y abrió un gran tajo en los gruesos bordes del enjambre. Un momento después, tuvo que reaccionar con rapidez cuando una de las Hermanas del Silencio salió disparada hacia atrás empujada por un tremendo golpe. Atrapó a la figura de armadura dorada y detuvo su caída hacia una sección rota de la barandilla de la pasarela. La mujer lanzó un fuerte gemido y el capitán se dio cuenta demasiado tarde que tenía el brazo cubierto de cientos de diminutos tajos allá donde las afiladas alas de los insectos le habían cortado la piel. Garro la puso a cubierto detrás de él y de repente se encontró cara a cara con Amendera Kendel, quien tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo del combate.

Para sorpresa del capitán de batalla, la hermana del silencio realizó una rápida serie de gestos para transmitirle un mensaje en el lenguaje de signos de combate de los astartes.

Naturaleza del enemigo, desconocida.

—Es cierto —contestó Garro, asintiendo—. Hermana, conoce esta torre mucho mejor que yo. Bloquee todas las rutas de escape y deje que mis hombres se encarguen de este mutante.

Tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima del chirrido de los insectos. Kendel hizo una nueva serie de señales mientras se ponía en pie.

Proceda con cautela.

—Ya ha pasado el momento de actuar así —le replicó, antes de lanzarse de cabeza contra la chirriante masa del enjambre, donde el campo de energía achicharró en el aire grandes puñados de moscas negras.

* * *

Las Hermanas del Silencio obedecieron la orden de Garro y se replegaron. Hubo un momento, apenas un breve instante, cuando Nathaniel Garro oyó el grito de Keeler, en el que temió que las mujeres se hubieran vuelto contra ellos. Algunos de sus propios hermanos de batalla ya habían vuelto sus armas contra él, y era triste y revelador que su primera reacción hubiera sido suponer que algo así había ocurrido de nuevo y que las detectoras de brujas de Kendel iban a intentar asesinarlos. Se sintió aliviado al comprobar que no era así. Enfrentarse a otra traición que se añadiera a las de Horus, Mortarion y Grulgor… ¿que el destino iba a ser tan cruel de maldecirlo de nuevo con algo semejante?

Sí.

En su alma, en su fuero interno, sabía a quién encontraría en el centro del enjambre incluso antes de posar los ojos en él. El repugnante monstruo de grandes garras extendió los dedos extraordinariamente largos de su hipertrofiada mano izquierda en un grotesco gesto de saludo cuando Nathaniel se adentró en el ojo del enjambre. El suelo de piezas hexagonales de acero crujió y chirrió al combarse.

—Capitán. —La palabra era un coro burlón de ecos chirriantes y le llegó en forma de zumbido procedente de todos lados—. Mire, estoy curado.

A pesar de las repulsivas malformaciones en la carne y el hueso, el aspecto del individuo que había bajo el mutado cuerpo le resultaba evidente a Garro.

El capitán de batalla estuvo al borde de la desesperación durante un largo segundo. El asco que sintió ante lo que se encontraba frente a él amenazó con derribar los últimos pilares de la razón que se mantenían en pie en su cerebro. De repente, le llegó un recuerdo. Garro se acordó de la primera vez que había visto a Solun Decius en la meseta embarrada de las llanuras negras de Barbarus. El aspirante estaba cubierto de cortes leves, de regueros de sangre y de una pátina de suciedad. Estaba pálido por el agotamiento y los venenos que había ingerido, pero detrás de sus ojos de mirada salvaje no existía ninguna clase de muestra de debilidad. El chico mostraba un aura de animal salvaje, algo tremendamente feroz y astuto. Garro supo en ese mismo instante que Decius era acero puro, listo para ser templado y convertido en una espada afilada al servicio del Emperador. Vio que todo su tremendo potencial había quedado desperdiciado, retorcido y destruido. Sintió que lo embargaba una tremenda sensación de fracaso.

—¿Por qué, Solun? —gritó, enfurecido por la locura del joven. La voz le resonó en el interior del casco—. ¿Qué es lo que te has hecho a ti mismo?

—¡Solun Decius murió a bordo de la Eisenstein! —le respondió también a gritos la rasposa voz—. ¡Ha dejado de existir! ¡Soy yo el que vive ahora! Soy el paladín de la enfermedad… ¡Soy el Señor de las Moscas!

—¡Traidor! —le replicó Garro—. Has imitado a Grulgor en su grotesca transformación. ¡Mira en lo que te has convertido! En un monstruo, en una abominación, en un…

—¿Un demonio? ¿Eso es lo que ibas a decir, idiota chapado a la antigua? —Unas crueles risotadas rodearon a Garro—. ¿Ha sido la hechicería lo que me ha renovado? ¡Lo único que importa es que he engañado a la muerte, como un verdadero hijo de Mortarion!

—¿Por qué? —gritó de nuevo Garro mientras sentía cómo lo martilleaba la injusticia de todo aquello—. En nombre de Terra, ¿por qué te has entregado a esta abominación?

—¡Porque es el futuro! —la voz zumbó y chirrió—. Mírame, capitán. Soy aquello en lo que se convertirá la Guardia de la Muerte. ¡Lo que Grulgor y sus hombres son ya! ¡Representantes inmortales de la podredumbre a la espera de segar la oscuridad!

Garro tenía el olfato sobrecargado por el hedor a corrupción.

—Debí haberte dejado morir.

Se echó a toser y se tambaleó por un momento.

—¡Pero no lo hiciste! —aulló la criatura—. Pobre Decius, atrapado en el borde de la mortalidad, azotado por un dolor tan inmenso que derribaría una montaña. ¡Podrías haberlo liberado, Garro! Pero lo dejaste seguir viviendo mientras sufría una agonía, lo torturaste con cada segundo que pasó, ¿y todo por qué? Por tu ridícula confianza en que tu señor lo salvaría… —La criatura dio un pesado paso hacia él y alargó una garra en su dirección—. ¡Te lo suplicó! ¡Te suplicó que acabaras con él y tú no le hiciste caso! ¡Le rezó a tu amado Emperador para que lo liberase y tampoco le hizo caso! ¡Olvidado! ¡Olvidado! —Un tremendo golpe rozó a Garro y éste se apartó internándose en un nuevo enjambre de moscas. Las rendijas de respiración de la armadura se habían cerrado para mantener fuera las chirriantes mandíbulas de los insectos.

Garro llevaba entrelazada entre los dedos del guantelete la cadena del ícono de bronce.

—No —insistió—, habrías sobrevivido. Si hubieras aguantado, si hubieras entregado tu espíritu al servicio del Dios Emperador…

—¿Dios? —repitió, rugiente, el enjambre—. ¡Yo conozco a los dioses! ¡El poder que rehizo a Decius, es de uno de esos dioses! ¡La inteligencia que le respondió cuando estaba postrado suplicando por la bendición de la muerte, eso es un dios, no tu dorado ídolo hueco!

—¡Blasfemo! —rugió a su vez Garro—. Eres una blasfemia, y no permitiré que sigas viviendo. ¡Tu herejía, la de Grulgor, la de Mortarion, la del propio Horus, será aplastada!

El capitán de batalla lanzó una serie brutal de contraataques e intentó alcanzar con varios golpes la descolorida armadura. Todos sus ataques fueron repelidos.

—¡Idiota! La Guardia de la Muerte ya está muerta. Así ha sido decidido.

La respuesta de Garro fue un feroz mandoble de arriba abajo que abrió un profundo tajo a través de las placas rígidas del caparazón quitinoso. La criatura que antaño había sido Solun Decius retrocedió ante el dolor que le provocó el golpe. De la herida empezaron a brotar unos delgados chorros de mucosidad amarillenta. Al instante, parte de uno de los enjambres los rodeó a ambos para luego lanzarse sobre la herida y meterse en su interior. En cuestión de segundos, la pulposa masa de insectos que se retorcían se hinchó y extendió hasta taponar por completo la abertura mientras las moscas se comían unas a otras para mantenerla cerrada.

—No puedes matar la podredumbre —siseó la voz—. La corrupción lo alcanza todo. Las personas mueren, las estrellas se enfrían…

—Cállate ya —le ordenó Garro. Uno de los defectos del carácter de Solun había sido que nunca supo cuándo debía callarse.

Libertas relució mientras cruzaba el aire para cortar trozos córneos de la armadura insectoide de su monstruoso enemigo. La garra distendida, enorme y pesada, alcanzó al guardia de la muerte en el pecho y melló la coraza del águila y abrió unas cuantas grietas en la ceramita.

Las uñas de los dedos, afiladas como cuchillas, le arañaron el brazo pero no lograron clavarse lo suficiente. Garro blandió de nuevo la espada y atacó a su enemigo, obligándolo a retroceder a lo largo de la pasarela. Ninguno de los dos contendientes disponía de espacio para maniobrar, pero acorralar a su adversario sólo haría más difícil el combate.

Las garras y la espada chocaron una y otra vez, y el acero de color azul cristalino sacó chispas de las garras quitinosas. La velocidad y la fuerza que había detrás de los golpes eran asombrosas. Decius jamás había sido tan mortífero, ni siquiera en sus mejores momentos. Garro tenía que utilizar toda su habilidad para enfrentarse de igual a igual a su antiguo pupilo, y cuando empezó a sentir un poco de fatiga y de tensión en los músculos, se dio cuenta de que su oponente no iba a padecer nada de aquello.

«Debo acabar con esto, y con rapidez, antes de que muera más gente».

Recordó el combate contra Grulgor en el puente de la Eisenstein, pero en aquel lugar había sido la disformidad la que había proporcionado vigor a los enemigos enfermos. Allí no había más que la rabia y la furia que sentía Solun Decius, quien estaba convencido de que sus hermanos lo habían abandonado. Garro estaba seguro de una cosa: sólo él era rival para el Señor de las Moscas. Ninguno de sus hermanos había sido capaz de vencer a Decius en combate cuerpo a cuerpo, y en aquella forma mutada, sin duda los mataría en muy poco tiempo.

La pasarela sobre la que luchaban crujió y se inclinó cuando Garro saltó para evitar un golpe circular a baja altura. El sonido hizo que el capitán de batalla sonriera con frialdad. Lanzó un potente mandoble hacia abajo, pero su oponente lo esquivó con facilidad.

—¡Demasiado lento, profesor! —le dijo burlón el chirrido.

—Demasiado rápido, aprendiz —le respondió Garro.

El mandoble había sido en realidad una finta que jamás había pretendido impactar contra el monstruo. En vez de eso, la centelleante hoja atravesó la barandilla y el suelo hexagonal de la pasarela, partiendo cables y dejando unos bordes rojizos brillantes allí donde el filo había cortado por la mitad las moléculas. El pasillo colgante gimió y se retorció bajo su peso para luego romperse y doblarse en toda su longitud, lo que lanzó a los dos combatientes por los aires. Garro y el mutante cayeron sin dejar de propinarse tajos y golpes de garra hasta que impactaron contra el amplio espacio del suelo del hangar. El enjambre zumbó furioso y bajó volando en espiral hacia ellos, como si estuviera rabioso por haber sido dejado atrás.

Garro se puso en pie e hizo caso omiso del dolor provocado por la caída y colocó delante la pierna implantada para detener justo a tiempo una feroz patada lateral de la cosa-Decius. Garro paró el golpe con la extremidad artificial y los huesos metálicos crujieron y le provocaron una oleada de dolor en el abdomen. Respondió al mutante con un golpe de la pesada empuñadura de la espada. El pomo dio de lleno en aquella cara de ojos artropoides y mandíbulas negras. Garro le propinó después un tajo que arrancó piel pálida e hinchada mientras el enjambre los envolvía de nuevo a los dos. El tajo abrió la carne cadavérica y dejó escapar un chorro de sangre polvorienta. Los insectos reaccionaron de inmediato aullando y cubriendo a Garro de la cabeza a los pies con una gruesa capa viviente.

El capitán de batalla se llevó a Libertas a la altura del pecho y puso la energía a máxima potencia. La chasqueante aura le recorrió toda la armadura formando espirales centelleantes. Los insectos alados se convirtieron en diminutos puntos llameantes y perecieron dejando cubierta la armadura de un fino polvillo negruzco. Garro se pasó un guantelete por las lentes del casco a tiempo de ver cómo el Señor de las Moscas cubría todo el campo de visión. Su enemigo se estampó contra él y lo lanzó contra el costado de un contenedor de carga. Garro resistió el golpe y se dio la vuelta para repeler el nuevo ataque del enemigo. Bloqueó un zarpazo de la garra y contraatacó con una andanada de puñetazos contra el ya dañado rostro mutado. Las moscas zumbaron a su alrededor intentando arreglar la carne machacada mientras Garro seguía rompiendo trozos de caparazón y de cartílago. Recibió un tremendo golpe, pero era un ataque desesperado, y se separó del mutante. El monstruo se tambaleó hacia atrás y se quedó, inerte, al borde de un andamio de aterrizaje.

Garro se dio cuenta de la oportunidad que se le había presentado. Detrás del Señor de las Moscas y de su chirriante y chasqueante enjambre se encontraba una ancha compuerta que se abría directamente al espacio. Levantó la vista hacia las figuras que seguían en la pasarela superior y se puso a gritar por el comunicador de voz.

—¡Kendel! —rugió al mismo tiempo que señalaba hacia adelante—. ¡Abre la compuerta! ¡Ahora!

La cosa-Decius no podía oír sus palabras, pero la criatura no tardó en darse cuenta de lo que pretendía.

—¿Crees que puedes detenerme? ¡Llevo la marca del Señor de la Podredumbre!

Empezaron a sonar sirenas de alarma y unas luces chillonas de color naranja parpadearon con ritmo estroboscópico sobre las paredes de bronce y de acero. Garro oyó el chasquido de las puertas metálicas al separarse al otro lado de la compuerta. El Señor de las Moscas lanzó un aullido, y el enjambre llevó la voz chirriante por al aire y la hizo sonar por encima del coro de sirenas.

—¡Yo tengo razón, Garro! ¡Veo el futuro! Dentro de diez mil años, la galaxia arderá…

Las palabras desaparecieron en mitad del aullante tornado que se inició en cuanto se abrió la escotilla.

Con un estampido, el aire y el equipo suelto que había en el interior del hangar salió despedido hacia la noche lunar. Los pequeños objetos, las listas de material, las placas de datos, las herramientas y las superficies llenas de polvo del hangar salieron expulsados a toda velocidad, y con ellos, el enjambre. El adversario de Garro manoteó a su alrededor y se agarró a la bota del astartes. El capitán de batalla cayó al suelo y rodó mientras el vacío tiraba de ellos hacia la rugiente boca negra de la compuerta. Garro sintió cómo las uñas del monstruo le arañaban la ceramita de las grebas. Intentó golpearlo con Libertas, pero la descompresión era más fuerte que cualquiera de los dos. Era el aliento de un dios que arrastraba a los dos combatientes lejos de allí.

Un contenedor de carga chocó contra la espalda de Garro y el astartes rodó y salió volando por la fuerza de la tempestad. Vio pasar a su lado a toda velocidad las paredes del hangar y captó el brillo de su enemigo, que volaba a su lado. Un momento después, ambos estaban en una helada negrura, expulsados de la Ciudadela Somnus y cayendo hacia las brillantes arenas blancas de la luna entre una nube de cristales de hielo. Durante un breve segundo vio el disco de bronce de la compuerta al cerrarse a su espalda. Giró lentamente sobre sí mismo una y otra vez mientras el yermo páramo se apresuraba a reunirse con ellos.

* * *

Nunca llegó a sentir el impacto. El tiempo parpadeó y Garro se encontró sumido en un caldero de dolor, con la agonía torturándole todas y cada una de las articulaciones del cuerpo. Los únicos sonidos que se oían eran el áspero ritmo de su respiración y el siseo de la atmósfera dentro de su armadura. Varias runas de advertencia se encendieron en el visor. En algún punto de la armadura había un pequeñísimo agujero y se estaba produciendo una lenta pérdida de presión hacia el espacio. Varios reguladores de la mochila de energía parpadeaban en alertas. Garro hizo caso omiso de todo aquello y se puso en pie en mitad del pozo lunar donde había caído. Sintió una tremenda oleada de dolor en un hombro. Se lo había dislocado. Tomó una píldora restauradora del dispensador automático que llevaba en el interior de la gorguera de la armadura y se agarró la muñeca. Luego pegó un fuerte tirón y colocó la articulación en su lugar con un chasquido agónico.

Estudió el terreno que lo rodeaba. Se trataba de un pequeño cráter de paredes empinadas, con el suelo cubierto por una gruesa capa de polvo y salpicado de peñascos de aspecto poroso. La torre de bronce de la ciudadela dominaba el negro cielo que se extendía más allá. Una huella con forma humana indicaba el punto donde había aterrizado, y cerca de la silueta estaba Libertas, tirada en el suelo. Garro se apresuró en dirigirse allí con un movimiento saltarín, medio corriendo, medio resbalando. La gravedad en la superficie lunar era mucho menor que en el interior de la ciudadela, donde los generadores de campos de gravedad artificiales la mantenían al mismo nivel que la de Terra. Tuvo que esforzarse por no tropezar. Se sintió muy torpe debido a la armadura, y tardó unos cuantos segundos en adaptarse a las nuevas condiciones.

No vio señal alguna de su oponente, y por un breve instante, Garro se preguntó si la cosa-Decius había aterrizado en algún otro lugar, quizá en el exterior del cráter.

Algo crujió bajo su bota cuando se apoyó de nuevo en el suelo, y aquello interrumpió sus pensamientos. A su alrededor había dispersos unos diminutos objetos relucientes que brillaban como pequeñas joyas. Cuando se agachó para empuñar la espada, se dio cuenta de qué eran: los cadáveres helados de miles de insectos, moscas y escarabajos.

¡Nathaniel!

La advertencia le acarició el borde de la mente, una leve brisa que sopló sobre el océano de su pensamiento, pero no fue suficiente.

El polvo lunar estalló hacia arriba en una tormenta gris y Libertas salió despedida hacia un lado cuando la criatura que acechaba bajo la capa cenicienta salió de golpe con las garras alzadas hacia la garganta del capitán de batalla. Garro forcejeó con el Señor de las Moscas y salió despedido hacia atrás con un lento movimiento. Gruñó por el esfuerzo, pero propinó un fuerte puñetazo a su adversario en el esternón y sintió que la quitina cedía bajo el impacto.

El capitán de batalla había participado en un millar de batallas, y en todas ellas, los chasquidos de las armas al disparar y entrechocar había sido la música de fondo junto a los gritos de los guerreros trabados en combate. Sin embargo, allí fuera, bajo la blancura cegadora desprovista de aire de la atmósfera de la Luna, no se oyó sonido alguno. Lo único que rompía el silencio era el rugir de la sangre en las venas y el ritmo frenético de su respiración. Tampoco se olía nada. El hedor rancio de la criatura, que había impregnado por completo el interior de la ciudadela, había desaparecido. En su lugar, lo único que Garro captaba era el aroma de su propia sangre y la pestilencia de los plásticos quemados de los servomotores de la armadura.

Lucharon sin armas, cuerpo a cuerpo, utilizando todos los trucos de combate que conocían. Garro aprovechó la baja gravedad y se apoyó en un saliente rocoso para que el impulso lo hiciera girar sobre sí mismo, con lo que le pudo propinar una patada en pleno rostro a su enemigo. Vio cómo uno de los ojos estallaba para formar una nube de sangre contaminada. Las gotas se congelaron de inmediato y se convirtieron en unas sólidas joyas negras que se esparcieron sobre el polvo lunar. La parte lógica y analítica de la mente del capitán de batalla se preguntó cómo era posible que aquella monstruosidad siguiera existiendo en el vacío. No llevaba traje de aislamiento, como ocurría con Garro, ni una capa de atmósfera que lo sustentara. Vio parches de escarcha oscura sobre las extremidades del engendro, donde el frío del espacio había congelado los fluidos que perdía, pero seguía vi-viendo, desafiante por el simple hecho de existir.

Garro recibió un golpe que lo dejó sin respiración, y siguió haciendo caso omiso de las nuevas runas de alerta que aparecieron en los visores. Unos chorros de vapor blanco, el preciado aire que respiraba, surgieron de los puntos donde la coraza había sufrido daños. Al final, acabaría ahogándose, aunque fuera un astartes.

—Debes morir, abominación —dijo Garro en voz alta—, ¡aunque ésta sea mi última victoria!

El Señor de las Moscas se le echó encima y el capitán de batalla acabó golpeando con la espalda la pared del cráter, donde quedó bajo las oscuras sombras de la formación rocosa. El destrozado rostro insectoide lo miró burlón mientras la gran garra le arrancaba la coraza y la arrojaba lejos. Respondió al ataque, pero la cosa-Decius era más rápida. Sintió un dolor lacerante cuando el astartes mutado clavó las garras serradas a través de las capas de ceramita y flexiacero. La criatura estaba intentando abrirle la armadura y entregar el cuerpo del interior al vacío asesino.

—¿Es éste mi deber? —preguntó Garro—. Soy un guardia de la muerte… Estoy muerto…

Una pena repentina lo envolvió por completo. El peso de todos sus pensamientos más sombríos y tristes volvió de repente. Quizá lo más apropiado sería que muriera allí, en aquel campo de batalla de piedra y sin vida. Su legión ya había quedado destruida. ¿Qué era él en esos momentos? Nada más que una reliquia, alguien que resultaba un estorbo. Ya había llevado el mensaje de advertencia y no tenía propósito alguno en su existencia. El frío lo fue invadiendo, sacándole la vida de los huesos. Quizá eso sería lo mejor, aceptar la muerte. ¿Qué le quedaba? La vista se le volvió borrosa y la presión que lo ahogaba aumentó.

Fe.

La palabra estalló en su interior.

—¿Quién? —jadeó—. ¿Keeler?

Ten fe, Nathaniel. Tienes un propósito en la vida.

—Soy… —barbotó Garro con la voz ahogada por la sangre que tenía en la boca—. Soy… —Tocó con los dedos una roca suelta y la agarró con firmeza—. ¡Yo soy!

Lanzó un grito de tremendo esfuerzo y blandió la roca lunar para golpear con enorme violencia la cabeza del Señor de las Moscas. El impacto le hizo temblar el brazo y el mutante cayó hacia atrás, con un gran trozo de carne podrida arrancada que dejó al descubierto la mandíbula deformada y un puñado de dientes desiguales. Garro se lanzó hacia adelante y empuñó la espada, caída todavía en el suelo. La cadena del icono de Kaleb estaba enrollada alrededor de la empuñadura, y engarzó los dedos en ella al agarrarla. Libertas quedó en sus manos y sintió una fuerte oleada de energía por el simple hecho de empuñarla de nuevo. Se sintió completo, se sintió bien. Garro le había contado a Kaleb cuál era el origen de la espada, y cuando vio el orbe de Terra sobre el horizonte de la Luna, todas sus dudas y dolores se desvanecieron.

Con una espada en la mano y el Dios Emperador a su espalda, el capitán de batalla se dio cuenta de que estaba muy lejos de haber cumplido por completo con su deber. No moriría todavía. Nathaniel Garro tenía un propósito en la vida.

La criatura a la que tiempo atrás había llamado hermano estaba de rodillas e intentaba recuperar los trozos de su cara para recomponerla. Garro la había dejado cegada. El astartes se colocó al costado del mutante y alzó la espada. Le costaba respirar, pero bajó con fuerza el arma. Por un momento, los ojos de Nathaniel mostraron pena. La vergüenza y la compasión lucharon unos instantes en su rostro. Pobre, pobre Decius. Sí, había sido abandonado, pero por su propio espíritu.

El Señor de las Moscas alzó el rostro a tiempo de encontrarse con Libertas. Garro decapitó al monstruoso astartes con un solo tajo de la espada. El cadáver se desplomó y estalló en silencio en una nube de fragmentos ennegrecidos. Los trozos revolotearon en la oscuridad hasta convertirse en ceniza, luego, en motas de polvo negro para, por último, desaparecer. La cabeza cayó sobre el polvo lunar y se retorció con una risa que no se oía. Se fundió mientras Garro la miraba. Los trozos de piel y de hueso se convirtieron en brasas como si estuviera ardiendo desde dentro. Por último, un reluciente torbellino de energía humeante salió disparado hacia arriba, hacia el cielo, y dejó atrás un eco de burlona diversión.

«No puedes matar a la podredumbre». Las palabras resonaron en su interior, y Garro envainó con cuidado la espada.

—Ya lo veremos —dijo antes de levantar la cabeza para contemplar la salida de Terra por el horizonte.

La esfera del planeta brilló en la oscuridad. Era el ojo de un dios que se giraba para enfrentarse a un universo que le era hostil. Garro se puso las manos en el pecho, con las palmas abiertas y los pulgares alzados, para formar el saludo del aquila imperial. Luego, hizo una reverencia.

—Estoy preparado, mi señor —dijo mirando al cielo—. Se acabaron las dudas y los temores. Sólo tengo fe. Dime tu voluntad, y la cumpliré.