CAPÍTULO 15

QUINCE

El destino de los setenta

Mar de crisis

Renacimiento

El capitán de la Guardia de la Muerte entró en la cubierta de la inmensa enfermería de la fortaleza, y una vez allí, buscó el camino hacia la sección donde se encontraba Decius. Finalmente, llegó a la cámara de aislamiento. Junto a la placa de bronce que Carya se había llevado consigo, era lo único que quedaba de la Eisenstein después de la destrucción de la fragata. Unos gigantescos servidores de carga habían desconectado el módulo de los acoplamientos de la enfermería y lo habían transportado hasta aquel lugar, donde el personal médico de Dorn podría dedicar toda su habilidad experiencia a curar las heridas del guerrero.

Sin embargo, los apotecarios de los Puños Imperiales no habían tenido más éxito que los de la Guardia de la Muerte. Garro miró a Decius a través de las paredes de cristal transparente de la cápsula de aislamiento y dio la impresión de que estaba a punto de morir. La lívida herida de la cuchillada parecía ya muerta por el color y la textura que mostraba, y unos tentáculos de pálida carne cadavérica salían serpenteando del tremendo corte. Los tubos de drenaje que habían colocado en las comisuras de los labios y en las fosas nasales de Decius estaban casi obturados por los chorros secos de pus. La infección producida por la desconocida toxina que impregnaba la maldita arma de Grulgor estaba venciendo, momento a momento, a las defensas del joven astartes.

Garro se dio cuenta de que alguien se había puesto a su lado. Vio el rostro Voyen reflejado en el cristal.

—Ha hablado una o dos veces, pero casi todas sus palabras son incoherentes. —El apotecario habló en voz baja, casi como si temiera dirigirse al capitán—. Lanza gritos de guerra y órdenes de combate en su delirio.

Garro asintió.

—Se está enfrentando a la enfermedad como lo haría contra cualquier adversario.

—No es mucho lo que podemos hacer —admitió Voyen—. El virus ha pasado a una fase de contagio aéreo en los últimos días, y no podemos entrar en la cámara para cuidarlo, ni siquiera protegidos por la servoarmadura. He hecho todo lo posible por aliviarle el dolor, pero me temo que se enfrenta a esto solo.

—El Emperador lo protegerá —murmuró Garro.

—Esperemos que sea así. El capitán Sigismund ha ordenado que el personal médico de la Falange examine y documente todos y cada uno de los aspectos de la enfermedad de Decius, por si acaso… regresan los intrusos a los que nos enfrentamos en la Eisenstein. Les he contado todo lo que presencié.

—Bien. —Garro se dio la vuelta para marcharse—. Sigue con tus tareas.

—Mi señor. —Voyen se interpuso en su camino, con la cabeza agachada—, debemos hablar —le dijo al mismo tiempo que le ofrecía la empuñadura de su cuchillo de combate—. En el puente de mando, antes de que hiciera estallar el destello de disformidad, lo cuestioné, y me he dado cuenta de que me equivoqué al hacerlo. Nos prometió que llegaría ayuda, y así fue. Un comportamiento como el mío se debe castigar. —El apotecario alzó la mirada—. He traicionado su confianza dos veces. Aceptaré el castigo que me imponga, sea cual sea. Le entrego mi vida.

Garro tomó en la mano el cuchillo y se quedó pensando un largo momento.

—Meric, lo que has hecho, tanto en las logias como en la Eisenstein, no es producto de una maldad en tu carácter. Todo eso lo hiciste por miedo, miedo a lo desconocido. —Le devolvió el cuchillo—. No voy a castigarte por eso. Eres mi hermano de batalla, y que me cuestiones es el motivo por el que te tengo a mi lado. —Le puso una mano en el hombro a Voyen—. Meric, no vuelvas a tener miedo nunca. Pon tus ojos en el Emperador, como he hecho yo, y no conocerás el miedo nunca más. —De repente, y obedeciendo a un impulso, sacó los papeles de Kaleb y se los puso en la mano—. Puede que, al igual que yo, encuentres un significado a todo esto.

* * *

Las señales astropáticas codificadas que precedieron a la Falange habían puesto en funcionamiento protocolos de alto nivel que situaban en alerta máxima a las fuerzas imperiales del sistema solar. La autoridad de Dorn fue suficiente para hacer partir a naves de combate y que todas las tropas estuvieran preparadas para la batalla. También se habían puesto en marcha otras fuerzas, agencias que habían sentido la llegada de la fortaleza estelar y la valiosa carga que transportaba.

La Falange surgió de forma explosiva de una puerta de disformidad que se abrió en un punto situado a varios minutos luz de la órbita de Eris. Apareció acompañado de una fuerte onda expansiva que envió unas descargas de radiante luz por el vacío. Los delicados aparatos sensores colocados en la superficie del décimo planeta captaron la nave recién llegada e informaron de inmediato a las estaciones de comunicación de Plutón y de Urano, quienes a su vez enviarían el mensaje mediante astrópatas a Terra. El regreso de los Puños Imperiales a la cuna de la humanidad se producía con mucho retraso. Lo correcto habría sido que se celebraran grandes ceremonias y actos en muchas de las colonias exteriores al sistema solar para agasajarlos. Sin embargo, la Falange llegó con rapidez y con una decisión imparables, no a velocidad de crucero por los mundos adyacentes al sistema solar.

La gigantesca nave no mostraba los estandartes y pendones que indicaban el regreso triunfal de una heroica nave. En vez de eso, las señales de los mástiles y de las lámparas de láser estaban encendidas en todo el perímetro de la Falange para mostrar la urgencia de su avance. Las naves de patrulla se apartaron, ya que ningún capitán se atrevió a pedirle cuentas al señor de los Puños Imperiales por su prisa. La nave fortaleza llevaba casi a máxima potencia los motores, cuyas toberas brillaban como si fueran estrellas encadenadas allí. Pasó a través de los bordes desiguales de la Nube de Oort a tres cuartas partes de la velocidad de la luz y entró en el plano de la eclíptica, cruzando la órbita de Neptuno convertido en un destello de radiación deslumbrante.

* * *

Garro fue llamado de nuevo a los aposentos de Dorn. En la parte posterior de la gran cámara, unos enormes paneles de hierro se abrieron pegándose a las adornadas paredes y dejando una concavidad de cristal que comunicaba con el nexo de mando de la fortaleza, que estaba situado debajo. Era igual que el puente de mando de cualquier nave estelar, pero aumentado cien veces en amplitud. A Garro le recordó un estadio, con los anillos concéntricos de puestos de control dispuestos en gradas sobre un espacio central. Esa parte central del puente de mando era una galería de pantallas hololíticas, algunas de cuatro pisos de alto, siempre encendidas y relucientes. A los lados del nexo se alzaban estatuas de astartes con la armadura de los Puños Imperiales, con los brazos extendidos hacia adelante como si estuvieran sosteniendo la concavidad de observación de Dorn con la punta de los dedos.

En ese nivel se habían instalado consolas de repetición para que el primarca y sus oficiales pudieran obtener información de cualquier puesto de control con una simple orden. Garro se dio cuenta de que desde aquel lugar, una única persona al mando podía dirigir una guerra de millones de soldados y miles de naves estelares. Saludó con un gesto de cabeza a Qruze, que estaba hablando con el capitán Efried, e hizo una reverencia ante Dom.

—¿Me ha hecho llamar, mi señor?

—Hay algo que quiero que veas. —El primarca hizo un gesto de asentimiento en dirección a Halbrecht, un puño imperial de elevada estatura, rostro anguloso y cráneo afeitado—. Muéstrale al capitán de batalla nuestra nueva escolta.

Halbrecht pulsó un mando y de la amplia consola surgió una pantalla pictográfica. Garro vio una imagen de parte del vacío que rodeaba el casco de la Falange y una silueta oscura de gran tamaño que avanzaba a la par que la fortaleza. La estructura de esa nave sólo se intuía por el lugar que ocupaba al tapar la luz de las estrellas. Era una de las Naves Negras.

—La Aeria Gloris —dijo Garro.

Era inconfundible. En el mismo instante que el capitán de batalla captó la silueta, su mente llenó los espacios en blanco. Estaba completamente seguro de que se trataba de la misma nave que había aparecido cerca de Iota Horologii.

—Exacto —le respondió Dorn—. Ese fantasma se nos ha unido cuando salimos de la sombra de Neptuno, y ha tomado el mismo rumbo y velocidad que nosotros. Nos trae órdenes del propio Consejo de Terra e instrucciones sobre dónde debemos atracar. Os mencionaron especialmente a ti, capitán, y a esa mujer, Keeler. Quiero que me digas por qué.

Gano dudó un momento, sin saber muy bien qué contestar.

—Amendera Kendel y yo nos conocemos. Es una dama del olvido dentro de la orden de las Hermanas del Silencio… —empezó a explicar.

Dorn hizo un breve gesto negativo con la cabeza, una seca orden de que se callara.

—Los asuntos que hayas tenido con esos intocables no me interesan, Garro. Lo que me preocupa es que saben que Keeler se encuentra a bordo de mi nave, y me han indicado que debía mantenerla aislada.

Garro se sintió preocupado.

—Euphrati Keeler no representa ninguna clase de amenaza para la Falange, mi señor. Ella es… una persona con un don.

—Con un don. —La expresión hizo que Dorn soltara un gruñido—. Conozco la clase de «dones» que suele buscar esa hermandad. ¿Has traído a una bruja mental a mi nave, guardia de la muerte? ¿Tiene esta rememoradora la marca del psíquico? —Torció el gesto—. Yo estaba en Nikaea cuando el Emperador en persona censuró por el bien del Imperio el uso de esos poderes nacidos de la disformidad. ¡No permitiré que algo así camine libre entre mis guerreros!

—No es una bruja, mi señor —la defendió Garro—. En todo caso, su don es que ella ha sentido más que nadie el influjo del Emperador.

El temor en su voz llamó la atención de Qruze, y el capitán de los Lobos Lunares se acercó a ellos.

—Ya veremos. La hermana Amendera ha solicitado que Keeler sea mantenida aislada, y los hombres de Halbrecht ya están de guardia a su alrededor. La mujer y sus acompañantes serán entregados a las Hermanas del Silencio cuando entremos en órbita alrededor de la Luna.

—Señor, no puedo permitirlo. —Las palabras salieron de sus labios antes de que pudiera impedirlo—. Se encuentran bajo mi protección.

—¡Y la mía! —se inmiscuyó Qruze—. ¡Loken me confió en persona su salvaguarda!

—¡Lo que deseéis y lo que estéis dispuestos a permitir no les interesa nada a los Puños Imperiales! —les replicó Halbrecht, poniéndose delante de Garro—. Sois invitados de la VII Legión y os comportaréis como tales.

—Actuáis bajo unas premisas equivocadas, los dos —intervino Dorn mientras se acercaba a las ventanas—. ¿Habéis olvidado lo que me contasteis? La Guardia de la Muerte y los Hijos de Horus se han vuelto contra el Emperador, y si es cierto, esas legiones pronto serán declaradas renegadas, lo mismo que todos los guerreros que las componen, junto a los protectorados y las tripulaciones que están a su servicio.

—¡Lo arriesgamos todo por avisar al Emperador! —La voz de Garro tenía la misma gelidez que el hielo—. ¿Y ahora se nos llama traidores?

—Tan sólo digo lo que algunos han pensado, y lo que otros pensarán dentro de poco. ¿Por qué creéis que vamos a atracar en la Luna en vez de dirigirnos a la órbita de Terra? ¡No pienso arriesgar las vidas del Emperador y de los miembros del Consejo de Terra!

Qruze escupió al suelo con furia. El comportamiento normalmente calmado del veterano desapareció por completo.

—Disculpadme, lord Dorn, pero ¿es que no visteis la grabación mnemónica de la señorita Oliton? ¿Es que la palabra de honor de setenta astartes no es suficiente para vos?

—Setenta astartes de una legión que le ha dado la espalda a Terra —comentó Efried con voz ceñuda.

El primarca asintió.

—Tenéis que entender mi posición. A pesar de todas las pruebas que me traéis, no puedo estar seguro de nada de esto hasta que no lo haya visto a través de los ojos de un puño imperial. No os llamo mentirosos, hermanos, pero debo ver esto desde todas las perspectivas. Debo tener en cuenta todas las posibilidades.

—¿Qué ocurre si resulta que vosotros sois los traidores? —les soltó Halbrecht—. ¿Por qué no podemos suponer que Horus ha sido depuesto por alguna clase de conspiración entre sus propios guerreros y a vosotros os han enviado para asesinar al Emperador?

Garro llevó de inmediato la mano a la empuñadura de Libertas.

—¡He matado por insultos mucho menores, puño imperial! Dime, por favor, ¿cómo íbamos a conseguir algo tan imposible?

—Pues a lo mejor llevando en secreto a una bruja psíquica a Terra —le contestó Efried—. ¿O a un individuo con una enfermedad tan grave que no hay medicina capaz de curarla?

Garro sintió que se le helaba la sangre, y la furia lo abandonó de inmediato.

—No… no —Se volvió hacía Dorn—. Mi señor, si lo que os he dicho y lo que os he mostrado no es suficiente para convenceros, ¡por favor, decidme qué debo hacer para ello! ¿Debo atravesarme con mi propia espada para que me creáis?

—Acabo de hablar con el Regente Imperial, Malcador el Sigilita, mediante una llamada del comunicador —le dijo el primarca—. Le he dicho que, a pesar de la lealtad que le habéis demostrado al Emperador al enfrentaron a tantos peligros para traerle un mensaje de aviso, el Consejo de Terra no puede estar completamente seguro de a quién le debéis lealtad en última instancia. —Había una tremenda dureza en la voz de Dorn, pero Garro notó por primera vez la tensión que sufría. Al primarca no le estaba resultando fácil decirle algo así a un camarada astartes—. Las órdenes que recibí fueron de regresar a Terra para reforzar las defensas del planeta, y, por lo que parece, tendré que hacerlo para resistir el ataque de mis propios hermanos. —Miró a Garro—. Acudiré al Palacio y hablaré con el Emperador sobre esta grave noticia. Tú, los refugiados del Espíritu Vengativo y todos los astartes de la Eisenstein permaneceréis en un lugar seguro de la Ciudadela Somnus de la Luna hasta que nuestro señor decida qué hacer con vosotros.

Garro desenvainó la espada con lentitud y le dio la vuelta para ofrecerle la empuñadura a Dorn, lo mismo que Voyen le había ofrecido la de su cuchillo de combate.

—Tomad mi espada y acabad conmigo si soy un traidor, os lo suplico, mi señor. Ya estoy cansado de tener que superar tantas pruebas. Con todas las mentiras y la desconfianza que he sufrido, ¡no soporto que mis propios camaradas lo hagan! —Garro se llevó la mano libre al pecho y se tocó la coraza con el águila. Luego hizo un gesto con el mentón y señaló la armadura del primarca, que mostraba un emblema similar, ambas un eco lejano de la que llevaba el Señor de la Humanidad—. Los dos tenemos la marca del aquila del Emperador. ¿Es que eso no cuenta para nada?

—En esta época sombría, nada es seguro. —Dorn endureció de nuevo la expresión del rostro—. Envaina la espada y guarda silencio, capitán de batalla Garro. Quiero que te quede claro: si te resistes al edicto del Sigilita de algún modo, la furia desencadenada e implacable de los Puños Imperiales caerá sobre ti y los tuyos.

—No nos resistiremos —respondió Garro con voz derrotada—. Si esto es lo que se debe hacer, que así sea. —Luego, devolvió a Libertas a su vaina en silencio.

El primarca le dio la espalda.

—Llegaremos dentro de pocas horas. Reúne a tus hombres y prepárate para desembarcar.

La distancia que tuvo que cruzar sobre el suelo de mármol para llegar a las puertas de la estancia pareció alargarse cuando la pierna herida de Garro se resintió con un dolor desconocido a cada paso que daba.

* * *

La Falange se aproximó a la Luna tras atravesar los ornamentos colgantes que parecían las estaciones de defensa orbital y las plataformas comerciales. El camino que recorrió fue un pasillo abierto que lo condujo a través de la oscuridad hasta el satélite natural de Terra. Cuando la fortaleza de los Puños Imperiales encontró acomodo en el punto de La Grange, donde se anulaba la gravedad mutua entre Terra y la Luna, la Falange siguió la misma órbita del satélite alrededor del mundo principal.

Antaño, el satélite había sido un lugar baldío de piedra moteada donde la humanidad había dado sus primeros pasos infantiles lejos de su planeta natal. Luego habían construido colonias allí, poniéndose a prueba en el frío e inmisericorde vacío como preparación a futuros viajes a otros planetas, pero a medida que la gente de Terra avanzaba, la Luna se fue convirtiendo en poco más que una estación de paso, un lugar que se dejaba atrás en el viaje por las profundidades entre planetas y, más tarde, entre estrellas.

Durante un tiempo, en la Era de los Conflictos, cuando Terra se vio sacudida por guerras y matanzas, el satélite se convirtió de nuevo en un lugar desolado y vacío, pero tras la llegada al poder del Emperador, la Luna había conocido un renacimiento. Sin dejar de crecer y menguar, el satélite había recorrido todo el ciclo cuando la Era del Imperio la llenó de nuevo de vida.

En el ecuador de la esfera de piedra gris se abría, partiéndola por la mitad, un valle creado por la humanidad que tenía bastantes kilómetros de ancho. Se trataba del Circuito, un cañón artificial que dejaba al descubierto la piedra y la roca bajo la polvorienta superficie lunar. A todo lo largo de aquel abismo se abrían entradas que conducían al interior del satélite, con unas enormes puertas que llevaban a la colmena de espacios excavados por la humanidad en el corazón de la Luna. El viejo peñasco muerto que era el satélite se convirtió en el mayor complejo militar jamás construido por la mano humana. Era un gigantesco astillero para la armada del Imperio. Allí se construían y se reparaban miles de naves espaciales, desde la más pequeña lanzadera hasta la mayor de las barcazas de combate, y al otro lado se encontraban las estaciones del complejo desde donde se observaba el gran vacío que se abría más allá. Puerto Luna, el frío corazón de piedra de las grandes flotas de la humanidad.

El satélite era tanto un puerto seguro como un arma. Buena parte de los metales extraídos del interior del satélite los habían empleado los mejores ingenieros del Emperador para crear un anillo artificial que rodeaba al planetoide como un cinturón. Aquella enorme construcción albergaba baterías de cañones de energía y muelles de atraque para más naves. Allá donde caía la luz de la Luna, aquellos que la veían dormían tranquilos sabiendo que el incesante guardián mantenía una vigilia constante.

Y más allá, Terra.

La cuna de la humanidad estaba a oscuras. La luz del sol relucía a lo largo de la curvatura del planeta y la convertía en un brillante arco de color dorado. El lado nocturno de Terra mostraba su cara a la Luna, por lo que los detalles de sus continentes y sus enormes ciudades colmena quedaban ocultos bajo las fuertes tormentas y la penumbra. En los lugares donde la capa de nubes era lo suficientemente delgada, los destellos parpadeantes de las luces de las grandes metrópolis creaban relucientes collares de color blanco brillante y azul vivo. Algunas estaban agrupadas y formaban halos, mientras que otras se alargaban durante cientos de kilómetros siguiendo la línea de la costa. Las enormes manchas oscuras de los océanos brillaban como tinta derramada.

Nathaniel Garro iba en el Stormbird de color amarillo que llevaba el primer grupo de los setenta astartes de la Eisenstein. Se levantó del soporte de aceleración y se dirigió hacia una de las portillas de observación sin hacer caso de las miradas del capitán Halbrecht y sus hombres. Acercó la cara al hemisferio de cristal blindado y miró con sus propios ojos hacia el planeta donde había nacido. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? El paso del tiempo parecía pesarle mucho más que antes. Garro calculó que habían pasado bastantes décadas desde la última vez que pudo contemplar la majestuosidad de la Terra Imperial.

Sintió una punzada de tristeza. Debido a la oscuridad de la noche, no era capaz de distinguir las formaciones de los continentes y los puntos destacados que había aprendido con tanta rapidez en su juventud. Garro se preguntó si habría personas mirando hacia arriba mientras él contemplaba el planeta. Quizá un chico, de no más de quince veranos, sólo en los agrestes agriparques de Albia por primera vez en su vida, miraría hacia arriba, hacia el cielo nocturno, y se maravillaría de la increíble magnitud de las estrellas.

Allí abajo, en algún punto por debajo de él, se encontraban el lugar donde había nacido y todos los demás paisajes de su niñez. Allí estaba el corazón del Imperio, con grandes edificaciones de incomparable majestad, increíbles logros como la Montaña Roja, la Libraria Última, la Ciudad de los Suplicantes y el propio Palacio Imperial, donde residía en esos momentos el Emperador. Estaban tan cerca que a Garro le dio la impresión de que podría alargar la mano y tocarlo con los dedos. Apretó el guantelete contra la ventana y la palma de la mano cubrió el planeta por completo.

—Ojalá fuese tan fácil mantenerla protegida —le dijo Hakur. El sargento se había reunido con él al lado de la portilla de observación.

A pesar de todo lo que estaba ocurriendo, Garro se sentía extrañamente animado ante la visión de su planeta natal, a pesar incluso de que sus emociones tendían hacia la melancolía.

—Mientras quede un astartes con vida, viejo amigo, Terra jamás caerá.

—Preferiría no ser ese astartes —contestó Hakur—. Cada día que pasa estamos más aislados.

—Sí.

El capitán de batalla se quedó reflexionando. Lo cierto era que el tiempo había pasado con más rapidez de la que esperaba. Aunque tenía la sensación de que la huida de la Eisenstein, el periodo a la deriva y el rescate habían sido cuestión de poco más que unas cuantas semanas, Garro no tardó en descubrir que su percepción del tiempo no casaba con el paso de los días en otros lugares. Según el cronómetro central situado en la capital del Imperio, había pasado más del doble de ese tiempo desde el ataque contra Istvaan III. El capitán de batalla pensó una vez más en los astartes leales que se habían quedado atrás, solos ante el poderío de Horus.

El Stormbird viró y bajó el morro hacia la Luna. La portilla de observación se llenó con un paisaje de piedra que tenía la misma tonalidad que la armadura de color mármol de Garro. Bajaban hacia el Valle Rético, al otro lado del cual comenzaba a extenderse el Mare Crisium, el Mar de las Crisis, donde las Hermanas del Silencio tenían su bien protegida ciudadela lunar.

Garro captó un color en movimiento con el rabillo del ojo. Era la armadura amarilla de un puño imperial, que se acercaba desde el compartimento de popa. Hakur vio que su capitán se había percatado del hecho.

—Odio que me traten como un novicio en su primera misión planetaria —dijo el sargento en voz baja—. No necesitamos escolta, y menos de estos individuos ceñudos.

—Lo ha ordenado Dorn —le contestó Garro, aunque lo dijo con poca convicción.

—¿Es que ahora somos prisioneros, capitán? ¿Hemos llegado tan lejos sólo para que nos pongan unos grilletes y nos metan en alguna clase de celda lunar?

Garro lo miró fijamente.

—No somos prisioneros, sargento Hakur. No nos han quitado las armas ni el equipo de combate.

El veterano soltó un bufido.

—Eso se debe únicamente a que los hombres de Dorn no nos consideran una amenaza. Mire allí, señor. —Hakur señaló con un gesto del mentón el grupo de guerreros que se encontraba en el extremo del compartimento—. Fingen estar tranquilos, pero están demasiado tensos para disimularlo. Veo la regularidad de sus movimientos por toda la nave. Andan como si estuvieran efectuando una guardia, y como si nosotros fuéramos sus prisioneros.

—Quizá sea así —admitió Garro—, pero yo creo que el capitán Halbrecht teme más lo que representamos que quienes somos. Lo vi en su cara cuando Dorn reveló la traición del Señor de la Guerra. No era capaz de comprender que era verdad.

—Puede que sea eso, mi señor, ¡pero esta tensión me está hiriendo como una hoja afilada! —Miró a su alrededor—. Nos están insultando. Nos han separado. Llevan al lobo lunar con Voyen y la cápsula de aislamiento del muchacho en otra nave, y no sé qué ha sido del iterador y las dos mujeres.

Garro señaló un punto situado al otro lado de la portilla de observación.

—Todos vamos al mismo lugar, Andus. Mira ahí.

En el exterior, la inmensa torre de bronce de la Ciudadela Somnus giró para recibir a la nave que descendía. Cuando estuvieron más cerca, Garro vio que el edificio estaba compuesto por cientos de puertas, unas sobre otras, colocadas como las placas faciales de los cascos dorados de las Hermanas del Silencio. El Stormbird empezó a bajar en espiral, orbitando alrededor de la torre. Poco después, vieron una cúpula en el fondo del enorme cráter que se abría un poco más allá. La superficie de la cúpula se abrió con lentitud en varios segmentos triangulares que dejaron al descubierto una pista de aterrizaje oculta.

—Estamos efectuando la aproximación final a la ciudadela —les dijo Halbrecht—. Siéntense.

—¿Y qué pasa si me quiero quedar de pie? —le espetó Hakur, en un tono de claro desafío.

—Sargento —lo reconvino Garro, y le indicó con un gesto que se sentara en su sitio.

—¿Todos sus subordinados son tan tozudos y desafiantes? —le preguntó el otro capitán con cierto malhumor.

—Por supuesto —le contestó Garro mientras regresaba a su propio asiento—. Somos la Guardia de la Muerte. Es parte de nuestra naturaleza.

* * *

La compuerta del Stormbird se abrió como un gigantesco bostezo y Garro se apresuró a bajar por la rampa, lo que pilló por sorpresa a Halbrecht. El protocolo establecía que, al ser una nave de los Puños Imperiales, debía ser un puño imperial quien bajara el primero de la nave, pero a Garro cada vez le importaba menos toda aquella absurda etiqueta.

Un grupo de Hermanas del Silencio, en cuidadosa formación, los esperaba en la pista de aterrizaje. Garro miró a su alrededor y luego hacia arriba, hacia la compuerta abierta por encima de las alas del Stormbird, que se estaban plegando. Se podía distinguir el brillo, parecido al de una burbuja de jabón, de un campo de aura poroso, que mantenía en el interior del lugar la atmósfera al mismo tiempo que permitía sin problemas el paso de objetos de gran masa, como las naves espaciales. Un segundo Stormbird bajaba detrás de ellos con los retropropulsores a toda potencia. Por el vacío se acercaba una tercera nave, visible por las luces de señalización, pero demasiado lejana todavía como para distinguir con claridad sus detalles.

El capitán de batalla se detuvo y se inclinó ante las hermanas.

—Nathaniel Garro, capitán de batalla de la Guardia de la Muerte. He venido por orden del primarca Rogal Dorn.

Halbrecht y sus guardias llegaron inmediatamente detrás dando grandes pisadas. Garro notó la sensación de enfado que emanaba de ellos, pero mantuvo la mirada fija en las hermanas. Las insignias de la escuadra variaban dentro del grupo, y buscó las que correspondían a la unidad de la Tormenta de Dagas.

Garro vio que se trataba del mismo tipo de guerreras con las que se había encontrado en el mundo astronave jorgall, pero con diferencias estilísticas en las armaduras, del mismo modo que ocurría entre las diversas legiones astartes. Uno de los grupos llevaba puesta una armadura con detalles de plata gastada, con la parte inferior del rostro tapada por unas protecciones recubiertas de pinchos, lo que hacía que parecieran una barrera de pequeñas estacas. Otra de las mujeres, que se mantenía en la parte exterior del grupo, no llevaba puesta ninguna clase de protección. Iba cubierta por un abrigo grueso con tachonaduras que se cerraba con una gruesa hebilla. La prenda era de cuero rojo sangre, y llevaba un par de largos guantes a juego además de un cuello alto que le tapaba toda la garganta. La mujer no tenía ojos. En su lugar, tenía dos implantes oculares, unas gruesas lentes de color rubí fijadas a la piel de la frente y de las mejillas mediante unos finos cables del grosor de un cabello. Contempló fijamente a Garro con la misma calidez que un cirujano observaría un cáncer que tuviera bajo el microscopio.

Garro sintió de forma muy abrupta un escalofrío que le recorría todos los huesos. Era la misma impresión extraña que había tenido cuando conoció a la hermana Amendera en la cámara de reuniones de la Resistencia, la misma ausencia peculiar de algo indefinible, sólo que allí, en la Luna, la sentía a todo su alrededor. La inquietante sensación lo presionaba por todos lados.

—Capitán de batalla Garro, me alegro de verlo —dijo una voz familiar. Una figura delgada cubierta por una túnica se echó atrás la capucha y Garro reconoció a la novicia con la que ya había hablado en la Resistencia—. Os saludo también a vos, Halbrecht de los Puños Imperiales. Las Hermanas del Silencio os dan la bienvenida a la Ciudadela Somnus. Nos entristece que su llegada se deba producir en unas circunstancias tan difíciles.

Garro dudó unos instantes. No estaba muy seguro de cuánto sabían las Hermanas del Silencio de los acontecimientos que habían tenido lugar en Istvaan, o lo que Dorn o el Sigilita les habían comunicado. Ocultó su turbación con un saludo.

—Hermana, os doy las gracias por concedernos un lugar donde refugiarnos mientras se aclaran esas circunstancias.

Por supuesto, era una mentira. Ni Garro ni sus hombres querían estar allí, pero las Hermanas del Silencio habían demostrado ser merecedoras de su respeto y no vio necesidad alguna de comenzar aquella reunión con un sentimiento de animadversión. Ya había tenido suficiente de ese comportamiento con los Puños Imperiales.

—¿Dónde está vuestra señora? —añadió al cabo de un momento.

La expresión neutral de la novicia se desvaneció por un momento y Garro vio cómo le echaba una mirada de reojo a la mujer del abrigo carmesí.

—Ella nos atenderá, de momento.

El resto de los guerreros de Garro que habían bajado del primer Stormbird se colocaron detrás de su comandante y, bajo las precisas órdenes de Hakur, adoptaron una formación de desfile. Halbrecht se puso al lado del capitán de batalla y lo miró fijamente.

—Capitán —le dijo con un tono de voz muy formal—, ¿podemos hablar un momento?

—Sí.

Halbrecht entrecerró los ojos, pero no en una muestra de enfado, como se esperaba Garro. Más bien parecía lo que podía pasar por compasión.

—Sé lo que debe de pensar de nosotros. Apenas puedo llegar a comprender por lo que ha pasado —«si todo ello es verdad», casi pudo captar Garro como añadido silencioso—. No piense mal de mi primarca. Las órdenes que le incumben se dieron para mantener la seguridad del Imperio. Si el precio que hay que pagar por eso es una herida en su honor, espero que lo considere un pago no demasiado elevado.

Garro le devolvió la mirada.

—Mis hermanos me han traicionado. Mi señor se ha convertido en un traidor. Mis hermanos de honor están muertos y mi legión está camino de corromperse. Mi honor, capitán Halbrecht, es lo único que me queda.

Garro se dio la vuelta cuando el segundo Stormbird aterrizó entre chorros de gas de los retropropulsores.

El otro transporte abrió una gran compuerta en uno de los lados y por allí salió un grupo de servidores llevando la cápsula de aislamiento. Voyen los acompañaba de cerca. Mientras Garro contemplaba la escena, un contingente de Hermanas del Silencio, todas ellas armadas con los potentes rifles infierno, formaron una guardia alrededor del módulo cuando pasó a su lado.

—¿Adónde lo lleváis? —le preguntó a la novicia.

—La Ciudadela Somnus posee muchas funciones, y nuestro personal médico tiene una excelente preparación —le contestó ella—. Quizá tengan éxito allá donde los apotecarios de los astartes no lo han tenido.

—Decius no es un cadáver alienígena al que se pueda cortar y descuartizar —le advirtió Garro con voz tensa al recordar al pequeño psíquico alienígena—. ¡Se le tratará con el respeto debido a un guerrero de la Guardia de la Muerte!

Sendek y Qruze se acercaron y los guerreros que los acompañaban se unieron a la formación de Hakur.

—Tranquilo, muchacho —le dijo el lobo lunar—. El chico todavía no ha muerto. Se mantiene pegado a su puñetera existencia. Muy pocas veces he visto un espíritu tan combativo.

Garro se limitó a soltar un gruñido. Sintió cómo su estado de ánimo se ensombrecía. La última nave llegó finalmente y se posó en la amplia pista sobre el tren de aterrizaje que había desplegado bajo las alas y el fuselaje. Reconoció la nave. La decoración negra y dorada era idéntica a la de la nave procedente de la Aeria Gloris que había visto en la cubierta de aterrizaje de la Resistencia. El aparato, de formas semejantes a la de un cisne, se posó con suavidad y se quedó en silencio. Garro supo de forma instintiva antes de que se abriera ninguna compuerta quién iría a bordo. De la zona central del casco surgió una rampa por la que desembarcaron un puñado de personas. A la cabeza marchaba Amendera Kendel, con el rostro noble y orgulloso, aunque con una expresión un poco apagada. Parecía distraída y preocupada. Dos de las detectoras de brujas de la unidad Tormenta de Dagas de Kendel acompañaban a los pasajeros que la seguían: Kyril Sindermann, Mersadie Oliton y, delante de ellos, Euphrati Keeler.

La mirada de Keeler cruzó la estancia y vio a Garro. Ella lo saludó con un gesto de asentimiento que le pareció casi regio. El capitán de batalla había pensado que la imaginista estaría atemorizada, tan nerviosa como evidentemente lo estaban Oliton y el viejo iterador, pero Keeler se adentró en la ciudadela como si estuviera destinada a encontrarse allí, como si fuera la dueña del lugar.

La hermana Amendera dijo algo en el lenguaje de signos y la mujer incapaz de parpadear del abrigo rojo y su cohorte se movieron de repente con una rapidez grácil.

—Es una excruciatus —le explicó Halbrecht hablando de ella—. Se dice que cada una de ellas debe quemar personalmente a un centenar de brujos y brujas antes de lograr que la asciendan a ese rango.

Keeler se mantuvo en pie, inmutable, mientras la escuadra se acercaba a ella. La hermana excruciatus miró a Euphrati con una precaución exagerada y le echó un vistazo de arriba abajo de un modo frío y clínico. Luego le hizo un gesto a Kendel y otro, más brusco, a sus guerreras, que rodearon con rapidez a los refugiados.

Tanto Garro como Qruze se apresuraron a acercarse, dispuestos a combatir si llegaba el caso.

—¡Esta gente se encuentra bajo mi protección! —les gritó el capitán de batalla—. Aquellos que les causen el más mínimo daño, se enfrentarán a mí…

La hermana Amendera y sus detectoras de brujas se colocaron delante de ellos para impedirles el paso, pero fue Keeler quien los detuvo.

—Nathaniel, Iacton, por favor, no interfiráis. Iré con ellas. Es necesario.

La mujer del abrigo rojo hizo una serie de signos y la novicia los tradujo.

—Esta mujer muestra ciertos indicios que son asunto de nuestra hermandad. Por los edictos del Emperador y bajo la protección del Decreto de Nikaea, tenemos la autoridad necesaria para hacer con ella lo que consideremos necesario. No tienes derecho a reclamar nada en este lugar, astartes.

—¿Y los civiles, una documentalista y un iterador? —les soltó Qruze—. ¿También os los vais a llevar?

—¡Allá adonde vaya Euphrati iremos nosotros! —logró decir Mersadie de un modo desafiante, y Garro vio que Sindermann hacía un gesto de asentimiento para mostrarse de acuerdo.

Keeler volvió a ponerse en marcha.

—No tengas miedo por nosotros —le dijo en voz alta—. Ten fe. El Emperador protege.

Garro contempló cómo desaparecía la procesión por una rampa que acababa en una compuerta de gruesas hojas de acero que se cerró de golpe tras su paso. No pudo evitar sentir la desoladora certidumbre de que no volvería a verlos jamás.

Amendera Kendel se quedó delante de él, mirándolo con unos ojos de expresión acerada. Hizo una nueva serie de signos.

—El capitán Garro y los hombres que se encuentran bajo su mando deben saber algo —les tradujo la novicia con una voz clara y tajante—. Les ofreceremos santuario hasta el momento en que el Señor de la Humanidad decida lo que debe ser de ustedes. Les hemos preparado alojamiento. —La hermana del silencio no apartó la mirada de sus ojos en ningún momento—. Son nuestros invitados, y serán tratados como tales. A cambio, lo único que pedimos es que se comporten como lo harían los guerreros de cualquier legión astartes, con honor y respeto. —La novicia se calló un momento—. Capitán, ella le pide que le dé su palabra.

Pareció que transcurría una eternidad antes de que Nathaniel contestara.

—La tiene.

* * *

Era una prisión, en el sentido estricto de la palabra.

No había barrotes en las ventanas ni puertas cerradas con cerrojos en la austera cubierta donde las hermanas les habían preparado los alojamientos donde tendrían que esperar para saber lo que ocurriría, pero el exterior era roca desnuda y un vacío sin oxígeno. Además, a lo largo de kilómetros a su alrededor había sensores de movimiento y emplazamientos de armas autónomos. Si abandonaban la ciudadela, ¿adónde podrían ir? Había la posibilidad de robar una nave del hangar, pero después, ¿qué harían?

Garro estaba sentado en su pequeño aposento, en silencio, pero escuchando a los setenta astartes mientras charlaban entre ellos. Todos expresaban en voz alta las ideas que les daban vueltas en la cabeza, ideas sobre lo que les depararía el futuro, sobre el miedo nacido de la desesperación y planes que no llevaban a ningún lado y que no servían para nada.

La hermana Amendera no se engañaba a sí misma. Garro lo había visto en su mirada. Ella sabía tan bien como él que si los astartes de la Eisenstein decidían poner fin a su confinamiento, poco podrían hacer las Hermanas del Silencio para impedir que se marcharan. Garro estaba seguro de que las guerreras de Kendel les harían pagar cara la huida, pero también calculaba que no perdería más de diez hombres, y probablemente sólo serían los que habían resultado heridos durante la huida de Istvaan.

Sabía asimismo que la Falange debía estar cerca de allí, con Dorn a bordo. Quizá, si intentaban huir, el primarca enviaría a Halbrecht y a Efried para convencerlos de lo contrario. Garro frunció el entrecejo. Sí, ésa sería una táctica muy sensata, y Dorn era uno de los mejores tácticos del Imperio. Garro se centró un momento en analizar la situación y no pudo dejar de admirar al señor de los Puños Imperiales por el modo en que había manejado el problema con los supervivientes de la Eisenstein. Si Garro y los demás se hubieran quedado en la fortaleza estelar, al final se habrían producido fricciones con los otros astartes y se habría acabado derramando sangre. Al mandarlos allí, bajo el techo de las Hermanas del Silencio, las mismas mujeres al lado de las cuales habían combatido hacía pocos meses, Dorn obligó a Garro a reconsiderar cualquier idea de enfrentamiento armado.

Y aunque lograran abrirse paso entre las Hermanas del Silencio y los Puños Imperiales y después consiguieran apoderarse de una nave, ¿qué lograrían con ello? Era una locura pensar que podrían aterrizar en Terra y exigir una audiencia con el Emperador para limpiar su buen nombre. Cualquier nave capaz de bajar a Terra sería borrada de la atmósfera antes siquiera de que avistara el Palacio Imperial, y si decidían huir al espacio profundo, había cientos de naves de combate entre la Luna y el punto de salto a la disformidad más cercano.

Garro había temido que pudieran ocurrirles muchos tipos de percances a los setenta, pero aquello ni siquiera se lo había planteado. Llegar tan lejos, tanto en distancia física como en sus propias almas, sólo para estar retenidos allí, a la vista de su meta…, en cierto modo era una tortura.

Pasó el tiempo y nadie los informó de nada. Sendek se preguntó en voz alta si los dejarían allí, vivos pero encerrados, mientras se resolvía el asunto de Horus en el otro extremo de la galaxia. Quizá los setenta quedarían convertidos en una nota a pie de página muy incómoda y de la que se olvidarían en mitad del enfrentamiento. Andus Hakur le gastó una broma al respecto, pero Garro se dio cuenta de que debajo de aquel falso humor estaba realmente preocupado. Aparte de una muerte en combate o debido a un accidente, un astartes era prácticamente inmortal, y había oído decir que cualquiera de ellos podría llegar a vivir mil años o más. Garro intentó imaginar lo que sería aquello, quedarse atrapado en la ciudadela mientras el futuro se decidía a su alrededor y ellos eran incapaces de intervenir.

El capitán de batalla intentó descansar durante los primeros días, pero le ocurrió igual que a bordo de la fragata. No lograba conciliar el sueño salvo en escasas ocasiones, y cuando lo hacía, estaba repleto de imágenes de oscuridad y horror sacadas de la locura del viaje de huida. Las criaturas enfermas y corruptas que había visto usando los cuerpos de Grulgor y sus hombres se mantenían acechando en los rincones de su mente y le atacaban la fuerza de voluntad. ¿De verdad habían existido aquellas cosas? Después de todo, el espacio disforme era un reflejo de las emociones humanas y de la turbulencia psíquica. Quizá el demonio-Grulgor no era más que eso, un enloquecido reflejo hecho realidad del negro y enfermo corazón que había latido en el interior de Ignatius, un destino en el que otros individuos podían acabar cayendo. En el otro lado del espectro sintió el brillo dorado de algo, alguien, que era increíblemente anciano y sabio. No se trataba de Keeler, aunque a ella también la sentía. Era una luz que empequeñecía por completo la de la imaginista, que le llegaba a todos los rincones del espíritu.

Finalmente, Garro se puso en pie y decidió abandonar todos sus esfuerzos por dormir. Se dio cuenta de que se estaba librando una guerra, pero no sólo en el sistema Istvaan, entre los que apoyaban a Horus y los que apoyaban a su padre. Había otro conflicto, un enfrentamiento silencioso y oculto del que muy pocas personas eran conscientes, personas como Kaleb, Keeler y ahora él, Nathaniel Garro. Aquélla era una lucha sorda, pero no por conseguir territorios o ganancias materiales, sino almas y espíritus, corazones y mentes.

Ante él y los que eran como él se abrían dos caminos. El astartes comprendió que siempre habían estado ahí, pero que su visión estaba nublada y no los había visto con claridad. Uno, el elegido por Horus, conducía a horrores monstruosos. El otro llevaba hasta allí, a Terra, a la verdad y a aquella nueva guerra. Garro se encontraba en mitad de aquel campo de batalla, y la batalla en sí se acercaba cada vez más, como el trueno que resonaba en el horizonte.

—Se acerca una tormenta —dijo el capitán en voz alta mientras sostenía en alto delante de él el icono de bronce de Kaleb con la representación del Emperador.

* * *

Siempre había dos caminos. El primero estaba encharcado de sangre y ya había bajado trastabillando por él varias veces. Al final, siempre visible pero fuera de su alcance, estaba la liberación, el indoloro y dulce néctar de un renacimiento.

El otro camino estaba cubierto de cuchillos y era una agonía y una tortura continuas, sin respiro alguno, y únicamente ofrecía un sufrimiento mayor que debía añadirse al que ya había padecido hasta ese momento en cuerpo y mente. No había salida en aquel camino, ni olvido, tan sólo un bucle interminable, una cinta de Moebius sacada del infierno.

Solun Decius era un astartes, y comparado con cualquier individuo normal de entre los billones que poblaban el Imperio, era un hijo de los dioses de la guerra, pero incluso un ser de una fuerza como la suya tenía sus límites.

La herida creció hasta convertirse en unas fauces llenas de dientes que lo mordían sin cesar para arrancarle y devorar la esencia al cuerpo del guardia de la muerte. Decius había sido invadido a través de la herida que Grulgor le había abierto con el cuchillo de plaga. Lo había invadido un virus que en realidad era todos los tipos de virus a la vez, una enfermedad que era todas las enfermedades a las que la humanidad se había enfrentado, y algunas de las que todavía tendría que padecer. No había cura posible. ¿Cómo podría haberla? Los gérmenes procedían de la destilación viva de la corrupción en su estado más puro, una cepa serpenteante de microbios de tres y ocho puntas que desintegraban todo aquello con lo que entraban en contacto. Aquellas armas invisibles eran los soldados de a pie del Gran Destructor, cada uno de ellos marcado con la señal indeleble del Señor de la Podredumbre.

—¡Ayudadme!

Habría gritado aquellas palabras si al menos hubiera logrado abrir las mandíbulas, rígidas por un rictus, si hubiera conseguido separar los labios resecos y pegados entre sí, si por su garganta pudiera pasar algo más aparte de una densa pasta de mucosidades manchadas de sangre. Decius se removió en el lecho. Se le habían formado moretones lívidos en los puntos donde el cuerpo había quedado insensible por las infecciones. Arañó las paredes de cristal que lo rodeaban. Sus brazos parecían ramas quebradizas cubiertas de bolsas de carne floja y piel pálida. Unas criaturas que parecían gusanos con tres ojos negros le atravesaban los músculos del pecho y lo azotaban con los diminutos latigazos de sus cilios. Sentía un inmenso dolor, pero cada vez que Decius creía que había alcanzado el máximo grado de sufrimiento, una nueva agonía lo acosaba.

Deseaba la muerte. No le importaba nada más. Decius deseaba tanto morir que llegó a rezar para que le llegara el fin. ¡Al infierno la Verdad Imperial! No le quedaba otra salida. Si no conseguía la paz por ningún medio del mundo material, ¿qué remedio le quedaba si no suplicárselo a otros planos más allá del universo real?

Entre la agonía oyó risas, burlonas al principio, pero que poco a poco fueron suavizándose hasta ser amables. Una inteligencia exterior lo estudió, lo midió, y finalmente vio algo en el joven. Se trataba de una oportunidad de refinar un arte que había descubierto hacía muy poco: el arte de rehacer personas.

Sintió que lo inundaba la tristeza. Qué terrible era que el hombre al que Decius había llamado hermano y señor hiciera caso omiso de su sufrimiento, qué cruel era al permitir que siguiera sufriendo y sufriendo mientras la enfermedad se apoderaba cada vez más de su cuerpo. Les había dado tanto, ¿o no era así? Había luchado a su lado. Les había salvado la vida sin pensar en la suya propia. Se había convertido en el mejor guardia de la muerte que podía ser… ¿y para qué? Para que pudieran encerrarlo dentro de una jarra de cristal y contemplarlo mientras se moría poco a poco, ahogándose con los gases que expelía su propia descomposición. ¿Me merezco esto? ¿Qué maldad había cometido? ¡Ninguna! ¡Nada! ¡Lo habían abandonado! ¡Los odiaba por eso! ¡Los odiaba!

Lo habían convertido en un ser débil. Sí, ésa era la respuesta. En todo aquel asunto sobre Horus y sus planes, Decius había permitido que lo convirtieran en alguien indeciso y débil. Grulgor jamás habría conseguido herirlo si su mente hubiese seguido clara y concentrada.

Sí, gracias a aquel dolor espantoso veía la verdad. Su error tenía una única raíz, se reducía a un único momento. Había obedecido las órdenes de Garro. A pesar de lo mucho que aquello lo había irritado, Solun había logrado convencerse de que todavía tenía poca experiencia, se había convencido de que lo que decía Garro era lo mejor. Pero ¿era eso verdad? No, no era la verdad. Garro se comportaba de un modo indeciso. Su mentor había perdido su instinto de lucha. Horus… ¡Horus! Ése sí que era un guerrero que conocía la naturaleza de la fuerza. Era poderoso. Había atraído a los primarcas bajo su estandarte, ¡incluido Mortarion! ¿Y Garro pensaba que se podía enfrentar a eso? ¿Qué clase de locura se había apoderado de él?

¿Quieres la muerte? La pregunta resonó por todo su interior, y el dolor agónico disminuyó de repente. ¿O prefieres alcanzar una nueva vida? ¿Una nueva fuerza a la que no se puede abatir?, le susurró una voz que no era una voz, rancia y húmeda, en su mente.

—¡Sí! —gritó Decius escupiendo bilis y fluidos ennegrecidos—. ¡Sí, malditos sean! ¡Jamás volveré a ser débil! ¡Elijo la vida! ¡Dame la vida! Se oyó de nuevo la siniestra risa. Eso haré.

* * *

Lo que se alzó del lecho médico ya no era Solun Decius, desnudo y cerca del tormento absoluto. Se parecía a un astartes, pero sólo en el sentido de que era una brutal parodia de sus nobles formas. Entre los huesos podridos y la piel llena de pústulas y en carne viva crecieron unas placas quitinosas de armadura negro verdosa que relucían como aceite derramado bajo la luz de los globos de brillo. Los ojos, que se habían encogido hasta quedar convertidos en pequeños glóbulos de gelatina muerta, se transformaron en unos gélidos zafiros, unos orbes de múltiples facetas que se extendieron por su rostro destrozado y se clavaron en el hueso. De las mandíbulas surgieron unos dientes marrones y desiguales. Alzó un muñón, que derribó una hilera de frascos al mismo tiempo que crecía deformándose hasta acabar siendo una garra con muchas articulaciones. Los dedos aserrados crecieron y se endurecieron convirtiéndose en sólidos cuchillos óseos del color de los escarabajos. Algo que ya no era Solun Decius abrió la boca y rugió, y de entre los sanguinolentos labios supurantes salió una nube de insectos que cubrió el cuerpo que se estremecía con un sudario viviente, una capa de miles de alas batientes.

El Señor de las Moscas se puso de pie sobre sus nuevas garras y destrozó de un solo golpe la pared de cristal para empezar a buscar algo que matar.