CATORCE
La furia de Dorn
Divinidad
Hacía Terra
Los tripulantes de los puestos de artillería se pusieron en pie y saludaron antes de que se procediese a cumplir las órdenes del primarca. Todos inclinaron la cabeza e hicieron el signo del aquila sobre el pecho antes de que el comandante de la plataforma de armas de la proa de la fortaleza pusiera la mano en la palanca de disparo. El oficial se detuvo un momento antes de tirar del enorme gatillo.
Cuatro torpedos navales de alta potencia salieron llameantes de los tubos lanzadores. Los cohetes se encendieron para recorrer la corta distancia que separaba a la fortaleza de la fragata. Cada uno de ellos iba equipado con una compacta pero potente cabeza nuclear. Con un torpedo hubiera sido más que suficiente para cumplir la tarea, pero después de toda la serie de horrores que habían caminado por las cubiertas de la Eisenstein, se consideró necesaria una sobrepotencia explosiva. La nave ya había cumplido su deber, y sólo con la muerte se acababa el deber.
La Falange contempló cómo se desarrollaban los últimos segundos de la pequeña nave de combate. La gigantesca construcción, el hogar nómada de la legión de los Puños Imperiales, era más un planetoide que una nave espacial. Se quedó aguardando como un centinela silencioso que vigilara el fin de su hermana pequeña.
Los torpedos impactaron en la proa, en la popa y en otros dos puntos equidistantes a lo largo del acribillado y destrozado casco de la fragata. Las explosiones se habían programado de forma precisa, y las cuatro detonaciones se produjeron de modo simultáneo en un único y silencioso estallido de luz y de radiación. El resplandor iluminó las naves de la flota astartes que la rodeaban y provocó grandes chorros de luz que atravesaron las ventanas del sanctorum de Rogal Dorn, situado en la más alta de las torres de la Falange.
* * *
Garro apartó la mirada del resplandor, y al hacerlo notó una curiosa sensación de arrepentimiento, como si le hubiera faltado al respeto a la indomable nave por no contemplar sus últimos momentos de servicio al Imperio. Dorn, que estaba un poco apartado mirando desde la ventana de mayor tamaño, no se movió. La luz nuclear cubrió por completo al primarca, pero él ni siquiera pestañeó. Cuando el resplandor se apagó, el señor de los Puños Imperiales hizo un leve gesto de asentimiento.
—Se acabó —oyó Garro decir a Iacton Qruze, que estaba a su espalda—. Si quedaba algún resto de esa brujería de la disformidad, ahora no es más que ceniza.
El viejo guerrero parecía caminar un poco más erguido después de que le hubieran repintado la servoarmadura con los antiguos colores de los Lobos Lunares. Dorn había alzado una ceja, extrañado ante la petición, pero no había dicho nada.
Garro se dio cuenta de que Baryk Carya se encontraba a su lado. El capitán naval tenía el rostro ojeroso y demacrado, y el astartes sintió pena por él. Los comandantes como Carya formaban parte de sus naves tanto como el acero de los mamparos, y era evidente que entregar su nave de ese modo le resultaba muy duro. El oficial llevaba en la mano la placa de bronce que Garro había visto atornillada a la base del podio de navegación de la Eisenstein.
—La nave ha muerto con honor —le dijo el capitán de batalla—. Todos le debemos la vida, y mucho más.
Carya alzó la vista y lo miró.
—Capitán de batalla, en este momento creo que puedo comprender lo que sentiste en Istvaan III. Perder el hogar, el propósito en la vida…
Garro hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Baryk… Hierro y acero, carne y hueso, todo esto es pasajero. Nuestro propósito en la vida existe más allá de todo ello, y jamás será destruido.
El capitán naval asintió.
—Gracias por tus palabras, capitán…, Nathaniel. —Miró al primarca y le hizo una profunda reverencia—. Pido permiso para retirarme.
El ayudante de Dorn, el capitán astartes que había encabezado el grupo de abordaje, fue el que le contestó.
—Puede retirarse.
Carya le hizo otra reverencia al astartes y salió de la amplia estancia ovalada. Garro lo observó mientras se marchaba.
—¿Qué será de él? —se preguntó Qruze en voz alta.
—Encontraremos nuevos puestos para los supervivientes —le contestó el capitán de los Puños Imperiales.
Se llamaba Sigismund, y era un individuo fornido y algo bajo, con el cabello de un color rubio oscuro. Su rostro, de rasgos nobles, reflejaba el mismo semblante austero de su señor.
—Los Puños Imperiales disponen de una flota de gran tamaño, y valoramos mucho a las tripulaciones expertas. Quizá le encarguemos el entrenamiento de nuevos oficiales.
Garro frunció el entrecejo.
—Un oficial como él necesita una nave bajo los pies. Cualquier otro puesto sería un desperdicio de su talento. Si hubiéramos podido remolcar a la fragata…
—Tendremos en cuenta vuestra recomendación, capitán de batalla —la voz de Dorn era un trueno resonante—. Normalmente no doy explicaciones a mis subordinados, pero puesto que pertenece a una legión hermana, y la disciplina será posiblemente diferente a la que están acostumbrados mis hijos, haré una excepción. —Se dio la vuelta y miró a Garro. El capitán de batalla hizo todo lo que pudo por no encogerse ante él—. No solemos perder el tiempo con naves que están averiadas y que son incapaces de mantener la velocidad de la Falange. Ya he perdido durante este viaje a tres de mis propias naves por culpa de las tormentas en el espacio disforme, y todavía ni siquiera me he acercado a mi destino.
—Terra —murmuró Garro.
—Así es. Mi padre me ha ordenado que lo siga hasta Terra para que lo ayude con la fortificación de su palacio y la formación de una guardia pretoriana, pero después de todo lo ocurrido en Ullanor y lo que sucedió después…, nos retrasamos.
Garro se sintió incapaz de moverse, con la misma sensación de admiración que había tenido ante Mortarion y en la Corte de Lupercal. Le parecía tremendamente extraño oír a aquel impresionante personaje hablar de forma tan distendida del Señor de la Humanidad, como haría cualquier hijo de su padre.
Dorn continuó hablando.
—Dejé atrás a mi hermano Horus con la intención de realizar por fin ese viaje, pero me he encontrado que el universo conspira de nuevo contra nosotros.
Garro no logró evitar que en el rostro le apareciera una expresión de inquietud al oír mencionar el nombre del Señor de la Guerra, y se dio cuenta de que Sigismund se había percatado de ello. Garro sabía por lo que se hablaba a bordo de la Resistencia que los Puños Imperiales se habían separado de la Sexagésimo Tercera Expedición poco antes de que la Guardia de la Muerte llegara procedente de la misión de exterminio contra los jorgall. No había coincidido en ningún momento, a lo largo de todos sus años de servicio, con los Puños Imperiales en el campo de batalla, y los conocía tan sólo por lo que se comentaba sobre ellos.
Se decía que eran unos guerreros feroces y unos maestros en el arte del asedio, y que eran capaces de defender cualquier fortaleza o convertirla en inexpugnable para cualquier enemigo. Garro había visto de primera mano sus obras en el diseño de las fortalezas construidas en Helica y en Mundo Zofor. Lo que había oído contar de ellos parecía exacto. Dorn y sus hombres parecían tan rígidos como las murallas de un castillo.
—Las tormentas… —se atrevió a comentar Nathaniel— casi acabaron con nosotros.
Sigismund asintió.
—Si me permite comentarlo, mi señor…, jamás he visto nada parecido. La tempestad se abatió sobre nosotros en el mismo momento en que entramos en el empíreo y dejó completamente inútiles las rutas que siguen nuestros navegantes. Los puntos de referencia de los que disponíamos han desaparecido por completo. Viajan con nosotros de los mejores miembros de la Navis Nobilite, y quedamos reducidos al nivel de niños que vagan a ciegas por un desierto llano y sin rasgo característico alguno.
Dorn se apartó de la ventana.
—Te explicaré cómo os encontramos, Garro. Las tormentas nos rodeaban en una región lejana de la disformidad, y nos mantenían en la enloquecedora inmovilidad de su centro. La Falange y su flota estaban encalmados. Las naves que enviamos para que intentaran atravesar las tormentas quedaron destruidas. —Un leve rastro de ironía apareció en el rostro del primarca—. El immaterium nos asediaba.
—Vieron el destello de disformidad —comentó Qruze—. ¿A tanta distancia?
—Corristeis un riesgo muy elevado —admitió el primarca—. No teníais manera de saber si habría alguien dentro de su alcance para verlo.
—Tenía fe en ello —contestó Garro.
Dorn lo miró con atención durante unos largos instantes, como si estuviera pensando en preguntarle algo al capitán sobre aquella expresión, pero luego siguió hablando.
—La onda de choque provocada por la explosión de los motores de disformidad desbarató el frente tormentoso. La energía del destello permitió que nuestros navegantes se orientaran de nuevo. —Dorn inclinó la cabeza—. Estamos en deuda contigo, guardia de la muerte. Puedes considerar saldada la deuda por el rescate de la tripulación de tu nave.
—Os doy las gracias, mi señor. —Garro sintió que el estómago se le encogía—. Ojalá que los acontecimientos que nos condujeron a esta situación no se hubieran producido.
—Te has adelantado a mi pregunta, Garro. Ahora que ya sabes cómo es posible que acudiéramos en vuestra ayuda, es tu turno de iluminarme. Me gustaría que me explicaras por qué una nave de combate de la Guardia de la Muerte se encontraba sola en mitad de un territorio sin cartografiar, por qué sobre su casco había huellas de un enfrentamiento contra cañones imperiales y por qué uno de tus hermanos de batalla se encuentra en nuestra enfermería afectado por una enfermedad que tiene desconcertados a los mejores apotecarios de mi legión.
Garro miró a Qruze en busca de apoyo y el veterano asintió.
—Lord Dorn, lo que debo deciros no os gustará, y es posible que al final de lo que os cuente hayáis deseado no habérmelo preguntado.
—¿Ah, sí? —El primarca se dirigió al centro del sanctorum y les indicó con un gesto que lo siguieran—. ¿Crees saber mejor que yo mismo lo que me puede incomodar? Quizá mi hermano Mortarion permite semejantes presunciones en la Guardia de la Muerte, pero no es así como nos comportamos en los Puños Imperiales. Me dirás toda la verdad, y no te callarás nada. Después, antes de que mi flota parta hacia Terra, decidiré lo que debo hacer contigo y con tus otros setenta astartes errantes.
Dorn no alzó la voz en ningún momento, y no mostró la más mínima señal de agresividad en la orden que le dio, pero lo hizo de un modo tan convincentemente poderoso que Garro se dio cuenta de que le hubiera resultado imposible resistirse. También era consciente de que Sigismund y su cohorte de guerreros se encontraban en los bordes de la estancia, sin dejar de vigilarlos a él y a Qruze en busca de cualquier indicio que les mostrara que no eran de fiar.
Garro inspiró profundamente y comenzó el relato en Istvaan y en la Corte de Lupercal.
* * *
En cualquier otra ocasión, Qruze habría estado más que encantado de dar rienda suelta a su carácter locuaz y aportar su propio punto de vista a lo que estaba contando su camarada astartes, pero a medida que Garro desgranaba los sucesos que habían ocurrido a Dorn y a sus hombres, se le quitaron más y más las ganas. Se lo pensó bien y se dio cuenta de que no había nada que él pudiera añadir a las explicaciones escuetas pero cuidadosas que el capitán de batalla estaba exponiendo. Se limitó a asentir de vez en cuando en las pocas ocasiones en que Garro lo miraba en busca de la confirmación de algún detalle menor.
El lobo lunar se dio cuenta del silencio que se había ido apoderando del resto de ocupantes de la cámara del sanctorum. Sigismund y los demás puños imperiales, todos equipados con las armaduras de reborde negro de la Primera Compañía, estaban inmóviles como estatuas, con los rostros impenetrables ante lo que se estaba contando. Rogal Dorn era el único que se movía en la estancia. El primarca caminaba arriba y abajo con paso lento, perdido en sus propios pensamientos, aunque de vez en cuando se detenía y concentraba toda su atención en Garro. No fue hasta que el capitán de batalla contó el momento en que llegó la orden de Eidolon de que se matara a Saúl Tarvitz y su negativa a obedecerla cuando Dorn habló de nuevo.
—Desobedeciste una orden directa de un oficial superior. —Aquello no fue una pregunta.
—Así es.
—¿Qué pruebas tenías en ese momento de que Tarvitz no era, tal y como decía Eidolon, un traidor y un renegado?
Garro se removió inquieto sobre la pierna artificial.
—Ninguna, mi señor, tan sólo mi fe en mi hermano de honor.
—Esa palabra de nuevo —comentó el primarca—. Sigue, capitán.
Qruze se había enterado por sus conversaciones con el sargento Hakur de lo ocurrido en el combate librado en la cubierta de artillería de la Eisenstein, pero sólo cuando Garro lo contó, le encontró todo el sentido. El capitán de batalla se resistió a repetir el sedicioso discurso que Grulgor le había soltado, y cuando Dorn se lo ordenó, una nueva tensión surgió en la estancia a medida que lo hacía. Qruze se dio cuenta de que Sigismund estaba cada vez más furioso, hasta que finalmente no se pudo contener más y habló.
—¡No puedo seguir oyendo esto sin responder! Si todo eso es cierto, ¿cómo es posible que el Señor de la Guerra permitiera tanto a la Guardia de la Muerte como a los Hijos del Emperador llevar a cabo esas luchas por el poder debajo de sus mismas narices? ¿El bombardeo vírico de todo un planeta sin que nadie lo ordenara? ¿La ejecución de civiles? ¿Cómo es que el Señor de la Guerra se volvió tan ciego de la noche a la mañana, Garro?
—No estaba ciego —contestó Garro con voz lúgubre—. Horus lo ve todo demasiado bien. —Miró al primarca directamente a los ojos—. Mi señor, vuestro hermano no ignora toda esta traición. Él es el autor, y tiene las manos manchadas con la sangre de guerreros de su propia legión, de la mía, de los Devoradores de Mundos y también de los Hijos del Emperador…
Dorn se movió con tanta rapidez que Qruze apenas tuvo tiempo de encogerse, pero el señor de los Puños Imperiales no iba a por él. Se oyó un tremendo chasquido y Garro salió despedido por los aires. Cuando cayó al suelo de brillante mármol azul del sanctorum siguió deslizándose un poco. Qruze se percató de que el capitán de batalla seguía consciente por muy poco. En el rostro ya había comenzado a formársele un moretón lívido. El guardia de la muerte parpadeó y se tocó con cuidado la mandíbula.
—Simplemente por haberte atrevido a decir algo semejante delante de mí debería azotarte y después arrojarte al vacío —dijo el primarca con un gruñido. Sus palabras eran afiladas como cuchillas—. No pienso prestar atención a más fantasías de este tipo.
—Pues debéis hacerlo —barbotó Qruze dando medio paso hacia adelante. Hizo caso omiso del ruido que hicieron los bólters de los guerreros de Sigismund al ser amartillados—. ¡Debéis escuchar todo lo que dice!
—¿Te atreves a darme una orden? —Dorn se colocó delante del viejo guerrero—. ¿Una reliquia como tú, que debería haber sido retirada hace siglos, se atreve a hacer algo semejante?
Iacton vio su oportunidad y la aprovechó.
—Lo hago, y además, sé que vos me haréis caso. Si de verdad hubierais creído que las palabras de Garro no tenían valor alguno, lo habríais matado en el acto. —Se acercó al capitán de batalla para ayudarlo a levantarse—. Incluso en un momento en que estabais poseído por la ira contuvisteis un golpe con el que le podríais haber partido con facilidad el cuello… porque queréis oír todo lo que tiene que contar. Eso es lo que pedisteis, ¿no?, toda la verdad.
Qruze vio cómo un arrebato de ira brillaba en los ojos del primarca, y sintió que se le helaba la sangre. «Ya está, viejo bobo —pensó—. Has hablado de más. Va a matarnos a los dos por nuestro atrevimiento».
Un momento después, Dorn le hizo un gesto a Sigismund, y sus astartes bajaron las armas.
—Habla —le ordenó a Garro—. Cuéntamelo todo.
* * *
Garro se esforzó por sobreponerse al mareo y al dolor. Dorn había sido tan veloz, incluso con aquella armadura tan enorme, que ni lo había visto venir. El capitán de batalla sabía que si hubiera querido hacerle daño de verdad, ni siquiera le hubiese dado tiempo a intentar evitarlo. Tragó saliva con cuidado y respiró con un esfuerzo doloroso.
—Después del bombardeo, supe que no tenía más remedio que hacer lo que Saúl Tarvitz y yo habíamos hablado, y llevar el mensaje de aviso a Terra. Grulgor había muerto, pero ordené a mis hombres que aseguraran la Eisenstein. Mientras tanto, el capitán Qruze había subido a bordo con los civiles.
—Las rememoradoras y el iterador —dijo el primarca— habían estado a bordo de la nave insignia de Horus.
—Así es, mi señor —añadió el capitán de los Lobos Lunares—. Mi hermano de batalla, Garviel Loken, me encargó que los protegiera. La chica, Keeler… —Se detuvo y recompuso sus ideas—, me sugirió que el capitán Garro podría ayudarnos.
—Loken —murmuró Sigismund—. Mi señor, lo conozco. Nos conocimos a bordo del Espíritu Vengativo.
Dorn lo miró de reojo.
—¿Qué te pareció, primer capitán?
—Un cthoniano, con todo lo que eso implica. Un espíritu fuerte, aunque algo ingenuo. Me pareció alguien fiable, un hombre de principios.
El primarca se quedó con aquella información.
—Continúa, Garro.
El capitán de batalla hizo caso omiso del dolor que sentía en la mandíbula y contó los detalles de los mensajes intercambiados con Typhon y de la posterior persecución de la Eisenstein por parte del Terminus Est. Luego, siguió narrando el catastrófico viaje a través del espacio disforme. Uno de los hombres de Sigismund soltó por lo bajo un exabrupto despectivo en el momento en que Garro describía la insólita revivificación de Grulgor y sus seguidores muertos, pero Dorn lo hizo callar con una mirada feroz.
—En el immaterium existen poderes más extraños de los que conocemos, y nos acechan —reconoció el primarca—, pero lo que dices desafía toda lógica incluso si tenemos en cuenta eso. Todo lo que dices se acerca peligrosamente a los ideales primitivos de hechicería y magia.
El capitán de la Guardia de la Muerte asintió.
—No lo niego, lord Dorn, pero me pidió que le contara toda la verdad, y eso es lo que vi. Algo en el espacio disforme le devolvió la vida a Grulgor, reanimó su carne corrupta mediante la propia enfermedad que había acabado con él. No me pida explicaciones al respecto, mi señor, porque no las tengo.
—¿Esto es lo que me traes? —La lenta ira del primarca fue inundando la estancia como un humo denso y pesado—. ¿Con una historia retorcida de traición y conspiraciones entre los hijos del Emperador, con una serie de opiniones mal informadas y actos imprudentes realizados por puras razones emotivas, y no por la lógica de la razón? —Se acercó con lentitud a Garro, y a éste le hizo falta todo su valor para no retroceder—. Si cualquiera de mis hermanos estuviera ahora mismo en esta estancia, Mortarion, Fulgrim, Angron, Horus… ¿qué diría de lo que me has contado? ¿Crees que ni siquiera te daría tiempo a inspirar antes de que te derribaran por una invención tan infame?
—Sé que resulta difícil aceptar que…
—¿Difícil? —Dorn alzó la voz por primera vez, y toda la estancia se estremeció—. ¡Difícil es un laberinto retorcido, o un complejo entramado de fórmulas de navegación! ¡Esto va contra nuestro propio credo y carácter como los guerreros elegidos por el Emperador! —Se quedó mirando fijamente a Garro con ojos llenos de ira—. ¡No sé qué hacer contigo, Garro! ¡Te comportas como un hombre de honor, pero si no eres un traidor y un mentiroso, es que estás poseído por la locura! —Señaló con un dedo a Qruze—. ¿Quizá debería admitir como descargo un comportamiento senil contagioso? ¿Es que el espacio disforme os ha inutilizado la mente y ha creado una alucinación entre vosotros dos?
Garro oyó el sonido de su propia sangre martilleándole en los oídos. Todo estaba saliendo mal, todo se derrumbaba a su alrededor. Estaba tan preocupado y tan ansioso por encontrar a alguien que salvase a la Eisenstein y lo ayudase a llevar el mensaje a Terra que no se paró a pensar que quizá no lo creerían. Apartó la mirada.
—¡Mírame cuando te hablo, guardia de la muerte! —le gritó el primarca—. Todas estas mentiras que has traído a mis estancias personales me repugnan y me ponen enfermo. ¡Que te atrevas a decir algo semejante de un héroe de un carácter tan intachable como mi hermano Horus me ofende más de lo que soy capaz de explicarte! —Colocó un enorme dedo sobre el esternón de Garro—. ¡Qué poco debes valorar tu propia integridad para haberla entregado de un modo tan fácil! Siento pena por Mortarion si un individuo con tan poco honor ha sido capaz de ascender hasta llegar al mando de una compañía de la XIV Legión. —Dorn cerró la mano en un enorme puño de bronce—. Quiero que sepas algo: la única razón por la que no te despedazo miembro a miembro por tus difamaciones es porque sé que a mis hermanos les gustaría hacerlo en persona.
Garro sintió que la cubierta de metal se convertía en barro y que algo le apretaba el pecho hasta dejarlo sin respiración. Le recordó la sensación que había tenido en el pasillo exterior del navis sanctorum bajo el ataque de la bestia alienígena. Al igual que entonces, buscó en su interior y encontró la fuerza de voluntad que lo había llevado hasta allí.
«Mi fe».
—¿Estáis ciego? —susurró.
Dorn se convirtió en la encarnación viviente del trueno.
—¿Qué es lo que has dicho?
—Le he preguntado si está ciego, mi señor, porque me temo que debe estarlo —las palabras salieron de la nada, y una parte de Garro se quedó asombrada ante la increíble audacia de lo que estaba diciendo—. Únicamente alguien aquejado de ese terrible padecimiento podría comportarse como lo hacéis vos. La vuestra es la ceguera que tan sólo un hermano puede tener, la de un juicio excelente nublado por la admiración y el respeto, nublado por el amor a vuestro hermano, el Señor de la Guerra.
No era habitual que el severo rostro de Dorn cambiara de expresión, pero lo hizo en ese instante. La ira de un dios hecho carne se apoderó de su semblante y el primarca desenvainó su poderosa espada sierra en un arco dorado de muerte rugiente.
—¡Me desdigo que lo que he dicho antes! —aulló—. ¡Ponte de rodillas y acepta tu muerte mientras todavía tienes la oportunidad de morir como un astartes!
—¡Lord Dorn, no!
Era una voz de mujer, y llegó del otro lado de la estancia, pero iba tan cargada de emoción que todos los presentes en el sanctorum, incluido el propio primarca, se quedaron quietos, dudando.
* * *
Qruze se dio la vuelta y vio que era la muchacha, Keeler. La joven echó a correr y sus botas repiquetearon contra las losas de mármol azul del suelo. A su espalda estaban Sindermann, Mersadie Oliton y un par de puños imperiales con las armas preparadas. Iacton sintió que el eco de la voz de Euphrati le resonaba por todo el cuerpo, y recordó la extraña calidez que había notado cuando ella le puso las manos en el pecho a bordo del Espíritu Vengativo en el momento en que ya se había desencadenado el infierno.
—¿Quién ha permitido esta intrusión? —exigió saber Dorn mientras la rugiente espada seguía alzada en el aire, al final del mandoble dirigido contra el cuello de Garro.
—Pidieron entrar —dijo uno de los guardias—. Ella… Esa mujer… Ella…
—Puede llegar a ser muy persuasiva a veces —explicó Qruze.
Euphrati se dirigió sin mostrar miedo alguno hacia donde se encontraba el primarca.
—Rogal Dorn, Héroe Dorado, Hombre de Piedra. Te encuentras en un momento decisivo de la historia del Imperio, de la propia galaxia. Si acabas con Nathaniel Garro por haberse atrevido a hablarte con sinceridad, entonces es que verdaderamente estás tan ciego como él dice.
—¿Quién eres? —le exigió saber el coloso de armadura dorada.
—Soy Euphrati Keeler, antaño imaginista y rememoradora de la Sexagésimo Tercera Flota Expedicionaria. Ahora no soy más que un conducto…, un conducto de la voluntad del Emperador.
—Tu nombre no me dice nada —le replicó Dorn—. Échate a un lado o muere con él.
Oyó gemir a Oliton y vio cómo enterraba la cara en el hombro de Sindermann. Qruze esperó ver temor en el rostro de Keeler, pero en vez de eso, ella mostró una expresión de tristeza.
—Rogal Dorn —le dijo, al mismo tiempo que extendía una mano hacia él—. No tengas miedo. Eres mucho más que ese rostro de piedra y acero que le muestras a las estrellas. Puedes mostrarte abiertamente. No le tengas miedo a la verdad.
—¡Soy un puño imperial! —le contestó Dorn a gritos—. ¡Soy la encarnación del propio miedo!
—Entonces debes ver la lealtad que hay en las palabras de Nathaniel. Contempla la prueba de su veracidad.
Keeler le hizo un gesto a Oliton para que se le acercara, y la documentalísta avanzó apoyándose en iterador. Qruze sonrió cuando la mujer de piel oscura se recompuso lo suficiente como para mostrar su aspecto más elegante.
—Soy Mersadie Oliton, rememoradora —anunció con una reverencia—. Si el señor primarca me lo permite, le mostraré una serie de imágenes sobre lo que se ha contado aquí. —Oliton señaló la plataforma del proyector hololítico que se alzaba del suelo.
Dorn se llevó la espada al pecho, todavía furioso.
—Será la última concesión que os haga.
Sigismund se acercó a Mersadie y la llevó hasta el hololito. La documentalista sacó con gran cuidado de entre el brocado de su traje un fino cable, uno de cuyos extremos llevó a la coronilla de su cráneo afeitado. Iacton oyó un suave chasquido cuando se encajó en una conexión que tenía oculta bajo la piel. El otro extremo lo enchufó a la placa de intercambio de datos de la plataforma. Una vez hecho aquello, se sentó con las piernas cruzadas e hizo una reverencia.
—Me han sido otorgados muchos métodos mediante los cuales puedo recordar. Grabaré y compondré flujos de imágenes, y para ello dispongo de la ayuda de una serie de rollos de memoria implantados. —Se pasó nuevamente un dedo por la cabeza—. Voy a abrirlos ahora. Lo que voy a mostraros, mi señor, es lo que he presenciado. Estas imágenes no se pueden crear ni modificar. Esto es… —se calló un momento, temblorosa, con la voz muy cerca de transformarse en llanto— esto es lo que ocurrió.
—No pasa nada, querida —la tranquilizó Sindermann al mismo tiempo que la tomaba de la mano—. Sé valiente.
—Será difícil para ella —les explicó Keeler—. Experimentará un eco de las emociones que sufrió en esos momentos.
El hololito se puso en marcha mostrando una aglomeración opaca de imágenes y siluetas a medio formar. Qruze distinguió en aquella masa parecida a un sueño atisbos de caras de personas que conocía y otras que no. Loken, ese poeta degenerado, Karkasy, la astrópata Ing Mae Sing, Petronella Vivar y su maldito mudo, Maggard. Un momento después, la neblina se aclaró y Oliton miró a su alrededor y la pantalla del hololito reflejó lo que veía. Su mirada se centró en Dorn, y el primarca asintió.
* * *
La imagen del hololito cambió y la atención de Garro se vio atrapada por el baile de movimiento y repeticiones que había en el interior. Qruze le había contado lo que había ocurrido en la sala principal de audiencias del Espíritu Vengativo, pero en ese momento lo vio de primera mano a través de los ojos de un testigo.
Las escenas del campo de batalla de la Ciudad Coral en Istvaan III flotaron sobre ellos y Oliton, llorosa, gimió levemente. Para Garro, Qruze y los hombres de los Puños Imperiales, la guerra no era ninguna desconocida, pero el obvio e innecesario horror de aquellos combates fue más que suficiente para darles en qué pensar. Vio que Sigismund torcía la boca en un gesto de disgusto. La imagen cambió cuando Mersadie miró al Señor de la Guerra, de pie en un alto podio. «Vosotros, los rememoradores, siempre estáis diciendo que queréis ver la guerra. Bueno, pues aquí la tenéis». El placer con que decía aquello era innegable. Aquél no era un guerrero que estuviese librando una batalla necesaria, sino un individuo que estaba hundiendo las manos en un chorro de sangre lleno de satisfacción.
—¿Horus?
El nombre fue apenas el fantasma de un susurro procedente de los labios de Dorn, pero Garro notó la pregunta implícita, el desconcierto. El primarca se había dado cuenta de lo retorcido de la actitud de su hermano.
Después, y siempre a través de los ojos de Mersadie Oliton, contemplaron el bombardeo de Istvaan III y de la Ciudad Coral. De las naves situadas en órbita surgieron relámpagos plateados que cayeron sobre el planeta como aves rapaces abalanzándose sobre su presa, y mientras las voces de los rememoradores muertos tiempo atrás bajo los bólters de los astartes gemían y gritaban, esos relámpagos impactaron en su blanco y se convirtieron en unos anillos negros de muerte imparable.
—Por la sangre del Emperador —susurró Sigismund—. Garro decía la verdad. Ha bombardeado a sus propios hombres.
—¿Qué… qué es eso? —preguntó Mersadie hablando al unísono con la imagen.
Las palabras grabadas de Euphrati le contestaron. «Vosotros ya lo habíais visto. El Emperador os lo mostró a través de mí. Es la muerte».
La grabación saltó y comenzó a avanzar más de prisa. Vieron a Qruze luchar contra el guardaespaldas traidor Maggard en el muelle de embarque, la huida de la nave de combate de Horus, el ataque del Terminus Est y mucho más.
Finalmente, Dorn no lo pudo aguantar más y se dio la vuelta.
—Ya basta. Acaba con esto, mujer.
Sindermann desconectó con delicadeza el cable del hololito y Mersadie se estremeció como una marioneta mientras las imágenes desaparecían.
El aire frío y limpio del interior del sanctorum siguió cargado de tensión mientras el primarca envainaba la espada. Luego se pasó los dedos de una mano por la cara y por los ojos.
—Quizá… ¿Es que no lo he visto? —Dorn miró a Garro y una parte de su impresionante presencia quedó apagada—. Qué insensatez. ¿Es de extrañar que me negara a aceptar la realidad de una verdad tan demente, incluso hasta el punto de casi matar al mensajero que me la ha traído?
—No, mi señor —admitió Garro—. Yo tampoco siento deseo alguno de creérmelo, pero a la verdad le importa muy poco lo que queremos.
Sigismund miró a su comandante.
—Mi señor, ¿qué hacemos?
Garro sintió una punzada de compasión por el primer capitán. Conocía el dolor, la vergüenza, que el puño imperial debía de estar padeciendo en ese momento.
—Reúne a los capitanes e infórmales, pero que esto no se extienda más —dijo Dorn al cabo de unos momentos—. Garro, Qruze, eso os incluye a vosotros. Ocupaos de que los supervivientes de la Eisenstein también guarden silencio. No permitiré que una noticia como ésta se extienda de forma incontrolada por toda la flota. Yo decidiré cuándo se lo comunico a la legión.
El astartes asintió.
—Sí, mi señor.
Dorn se dispuso a salir de la estancia.
—Marchaos todos. Debo pensar en este asunto. —Le echó una última mirada a Sigismund—. Estaré en mis aposentos. Que nadie me moleste hasta que salga.
El primer capitán saludó.
—Si me permite el consejo, mi señor…
—No te lo permito —lo cortó el primarca.
El primarca los dejó allí. Cuando salieron, Garro no pudo evitar fijarse en el gesto de profunda preocupación que mostraba el semblante de Sigismund mientras cerraba la puerta del sanctorum tras ellos.
Garro vio que Keeler se había quedado al lado de la puerta y que por una de las mejillas le bajaba una solitaria lágrima.
—¿Por qué lloras? —le preguntó—. ¿Por nosotros?
Euphrati negó con un gesto de la cabeza y luego señaló a la pesada puerta cerrada.
—Lloro por él, Nathaniel, porque él no puede hacerlo. Hoy, tú y yo hemos roto el corazón de un hermano, y ya nada podrá curarlo.
* * *
La flota de Dorn se preparó para regresar al espacio disforme, y los hombres y mujeres de la Eisenstein se vieron apartados de todo aquel proceso. Se encontraban aislados en unos alojamientos provisionales situados en uno de los pasillos de las profundidades de la Falange. A Garro le costaba concentrarse en sus pensamientos, así que se dedicó a pasear por los corredores y estancias de la gran fortaleza estelar. Puede que antaño la Falange hubiera sido un planetoide o una luna menor en algún mundo lejano, pero había sido transformado en una catedral dedicada a los asuntos de la guerra y a las glorias ganadas por la VII Legión Astartes. Contempló galerías de honores de batalla que se extendían a lo largo de kilómetros, y secciones enteras de la fortaleza que replicaban a la perfección diferentes entornos de combate y que eran utilizados para el entrenamiento. Garro se entretuvo en una enorme estancia que contenía una recreación perfecta de las dunas heladas de Inwit, donde las leyendas decían que Dorn se había convertido en adulto. A su alrededor, los guerreros de armadura dorada iban y venían con tareas precisas. Pasaban caminando a su lado sin pausa o duda alguna cuando se echaba a un lado, cojeando todavía un poco con su pierna biónica. Se sintió fuera de lugar. El color mármol y verde de su armadura desentonaba entre el amarillo apagado y los rebordes negros de los Puños Imperiales.
Finalmente, y de un modo que casi pudo engañarse a sí mismo y decir que había sido una casualidad, se encontró delante del alojamiento que le había sido asignado a Euphrati Keeler.
La imaginista abrió la puerta antes de que a Garro le diera tiempo a llamar.
—Hola, Nathaniel. Me estaba preparando una tisana. ¿Quieres una taza? —Keeler se desvaneció en el interior del aposento dejando abierta la puerta a su espalda—. ¿Todavía no se sabe nada de lord Dorn?
—Nada —le contestó Garro mientras examinaba el escaso espacio del aposento—. No ha salido de su sanctorum desde hace un día y una noche. El capitán Sigismund está al mando en su ausencia.
—El primarca tiene mucho en que pensar. Ni siquiera podemos imaginarnos lo preocupado que lo habrá dejado la noticia.
—Sí —admitió Garro mientras tomaba la taza de líquido de acre olor que le ofrecía Keeler con sus delicadas manos.
El capitán de batalla cambió de postura y apoyó el peso en la pierna artificial. El miembro implantado era la menor de sus preocupaciones desde hacía días.
—¿Qué hay de ti? —le preguntó ella—. ¿Adónde te han llevado todos los acontecimientos que han tenido lugar?
—Esperaba poder encontrar un poco de tiempo para descansar, para dormir. No lo he conseguido.
—Pensaba que los astartes nunca dormían.
—Un error de interpretación. Nuestros implantes nos permiten mantenernos en un estado semidurmiente al mismo tiempo que somos conscientes de lo que sucede a nuestro alrededor. —Garro tomó un sorbo de la infusión y descubrió que le gustaba—. Lo llevo intentando desde ayer, pero lo que me espera, me inquieta.
—¿Qué es lo que ves en tus sueños?
El capitán frunció el entrecejo.
—Una batalla, en un mundo que no conozco. El paisaje me parece familiar, pero me resulta difícil localizarlo. Mis hermanos están conmigo, Decius y Voyen, y también los guerreros de Dorn. Luchamos contra una criatura de aspecto repugnante, una bestia de enfermedades y pestilencia como los seres que abordaron la Eisenstein. Unas nubes de moscas carroñeras oscurecen el aire y me siento repugnado en lo más profundo de mi ser. —Apartó la mirada, como quitándole importancia—. No es más que una pesadilla. —Vio un fajo de papeles del Divinitatus sobre la mesa, al lado de una gruesa vela encendida—. He leído los papeles de Kaleb. Creo que ya entiendo mejor en lo que creéis todos vosotros.
Euphrati se fijó en lo que estaba mirando.
—La congregación se ha mantenido en un segundo plano desde el rescate —le explicó—. No ha habido más reuniones —añadió con una sonrisa—. Has dicho «todos vosotros», Nathaniel. ¿Es que no te consideras uno de los nuestros?
—Soy un astartes, un servidor de la Verdad Imperial que…
Keeler lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Ya hemos tenxido esta conversación antes. Esos dos conceptos no tienen por qué excluirse mutuamente. —Lo miró fijamente a los ojos—. Llevas tanto peso sobre los hombros…, pero te sigues mostrando reticente a permitir que otros te ayuden a llevarlo. Este mensaje…, esta advertencia, no es sólo tuya. Todos los que logramos escapar de la matanza en Istvaan formamos parte de ello.
—Quizá sea así —admitió Garro—, pero eso no hace que mi carga sea más ligera. Soy yo quien está al mando… —Se calló un instante—. Quien estaba al mando de la Eisenstein, y el mensaje sigue siendo responsabilidad mía. Incluso tú me dijiste que era mi misión.
Keeler hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, Nathaniel. La advertencia no es más que un aspecto de la situación. Tu deber, como tú mismo acabas de decir, es la verdad. Has arriesgado la vida por ella, has luchado contra tus impulsos de astartes de unirte a tus camaradas con tal de servirla, incluso te enfrentaste a la furia de un primarca y no te viniste abajo.
—Sí, pero cuando pienso en toda la oscuridad y toda la destrucción que vendrá con esa verdad, me siento aplastado. La importancia de todo esto, Keeler…, la increíble magnitud de la traición de Horus… Esto va a provocar una guerra civil que incendiará la galaxia.
—¿Y porque llevas el aviso, te sientes responsable de todo eso?
Garro apartó la mirada.
—Sólo soy un soldado. Pensé que sólo era eso, pero ahora…
La mujer se le acercó más.
—¿Qué ocurre, Nathaniel? Dime qué es lo que crees.
Garro dejó la taza sobre la mesa y sacó los papeles y el icono de Kaleb.
—Antes de morir, mi asistente me dijo que yo tenía un propósito en la vida. En ese momento, no entendí lo que quería decirme, pero ahora… ahora no puedo negarlo. ¿Qué pasará si Kaleb estaba en lo cierto, si tú estás en lo cierto? ¿Soy un instrumento de la voluntad del Emperador? Tus plegarias dicen que el Emperador protege. ¿Es que me protegió para que pudiera cumplir mi cometido? —Garro continuó cada vez más y más de prisa. Esforzándose por hablar al mismo ritmo que sus pensamientos—. Todas las cosas que he visto y oído, las visiones que me han invadido los pensamientos… ¿eran para reforzar mi determinación? Una parte de mí grita que todo esto no es más que una estupidez, pero luego miro a mi alrededor y veo que él me ha elegido. Si eso es así, entonces, ¿qué otra cosa puede ser el Emperador… sino una divinidad?
Keeler alargó una mano y le tocó el brazo. Pronunciar aquellas palabras le había costado un esfuerzo horrible a Garro.
—Nathaniel, por fin has abierto los ojos.
La mujer alzó la vista para mirarlo y él se dio cuenta de que estaba llorando, pero que las lágrimas de Keeler eran de alegría.
* * *
En la celda de alojamiento que le habían asignado lo esperaba la convocatoria para una reunión. Siguió las instrucciones del lacónico mensaje que le había dejado Sigismund y se subió a un transporte neumático que lo llevó por un entramado de túneles con raíles más complejo que el de una metrópolis colmena planetaria. Llegó al centro de mando de la fortaleza y un sargento de los Puños Imperiales de rostro impenetrable lo acompañó hasta una sala de audiencias que rivalizaba en grandeza y esplendor con la Corte de Lupercal. Garro tuvo una desagradable sensación al recordarlo. La última vez que lo habían llamado para que acudiera a una reunión como aquélla fue cuando se pusieron en marcha los acontecimientos que llevaron al inicio de la herejía del Señor de la Guerra.
Iacton Qruze ya estaba allí, junto a los capitanes de las diversas compañías de los Puños Imperiales. Los guerreros de armadura dorada apenas saludaron la llegada del capitán de la Guardia de la Muerte. Sólo Sigismund lo recibió con un brusco gesto de asentimiento.
—Hola, muchacho —lo saludó el lobo lunar—. Por lo que parece, dentro de poco sabremos qué nos depara el destino.
A pesar del recibimiento, Garro se sentía lleno de vitalidad y optimismo. Tenía fresca en la memoria la conversación que había mantenido con Keeler.
—Estoy preparado para enfrentarme a ello —le dijo al veterano—. Sea lo que sea.
Qruze sonrió levemente al notar el cambio que se había producido en él.
—Ése es el espíritu. Pasaremos por todo lo que tengamos que pasar.
—Sí —le contestó Garro mientras estudiaba con atención a los demás guerreros presentes en la cámara—. ¿Son éstos los oficiales de mayor rango de Dorn? Son unos tipos muy huraños.
—Cierto. Incluso en sus mejores momentos, los Puños Imperiales son unos individuos envarados. Recuerdo una campaña en que los de la Tercera Compañía combatimos junto a Efried, mi equivalente en los Puños Imperiales. —Señaló con un gesto del mentón un astartes barbudo que había en el grupo—. Jamás lo vi sonreír, ni una sola vez a lo largo de la campaña, y eso que duró un año. Ese de ahí es Alexis Pólux, Yonnad, Tyr, de la Sexta… El apelativo de «hombres de piedra» se lo han ganado a pulso. —Negó con la cabeza—. Y ahora estarán más ceñudos todavía.
—¿Sigismund les ha contado ya lo de Horus?
Qruze asintió.
—Pero eso no es todo. He oído rumores de que en los aposentos de Dorn se han oído unos tremendos ruidos. No quiero ni imaginarme la destrucción que la rabia de un primarca puede llegar a ocasionar una vez desatada.
—Y Rogal Dorn no es de los que desahoga su frustración en público. —Contempló de nuevo los rostros de los demás capitanes—. El humor de su comandante marca el comportamiento de su legión.
—Así son ellos —comentó Qruze—. Entierran su rabia bajo roca y acero.
Las grandes puertas de un extremo de la estancia se abrieron y de la oscuridad que se extendía al otro lado salió el señor de los Puños Imperiales. Dorn se había quitado la armadura de combate que llevaba puesta cuando llegó Garro, y en su lugar iba vestido con una túnica de corte sencillo, pero el cambio de vestimenta no disminuyó en nada su abrumadora presencia. En todo caso, el primarca parecía tener un tamaño todavía mayor sin las restricciones de la ceramita y el flexiacero bajo los que solía estar confinado. Sigismund y los demás le hicieron una reverencia, y Garro y Qruze se apresuraron a imitarlos.
Por lo que sabía de los Puños Imperiales, Garro se esperaba alguna clase de ceremonia o procedimiento formal, pero en vez de eso, Dorn se dirigió con paso firme hacia el centro de la estancia y miró a su alrededor, fijando por turnos la vista en cada uno de los presentes.
Garro captó la furia tallada en granito que había en sus ojos, el eco de una rabia que, por unos breves instantes, él mismo había sufrido. Se le secó la garganta. No sentía ningún deseo de volver a sufrirla ni de lejos.
—Hermanos —los saludó el primarca con voz profunda—, en Istvaan III ha comenzado algo que va contra todos los juramentos de lealtad al Señor de Terra que hemos pronunciado. Aunque la dimensión completa del asunto me sigue siendo desconocida, el problema es saber qué debemos hacer al respecto. —Dio un paso hacia el guardia de la muerte y el lobo lunar—. Para bien o para mal, el aviso que el capitán de batalla Garro nos ha traído debe llegar a su destino final. Debe llegar a oídos del Emperador, ya que sólo él puede decidir cómo actuar al respecto. Esa decisión, por mucho que yo lo lamente, está más allá de mis atribuciones.
—Mi señor, si me permitís… —empezó a decir el capitán Tyr—. Si no cabe duda alguna de la veracidad de este acto tan horrible, entonces, ¿cómo podemos permitir que quede sin castigo? Si en el sistema Istvaan se está iniciando una traición, no podemos dejarle tiempo para que se afiance.
Un coro de asentimientos fue la respuesta que obtuvo de los capitanes que lo rodeaban.
—Responderemos a la traición, de eso puedes estar seguro —le contestó Dorn con voz controlada—. El capitán Efried, el capitán Halbrecht y sus compañías de veteranos formarán un destacamento junto con mi guardia personal y permanecerán a bordo de la Falange. En cuanto termine esta reunión, ordenaré a los navegantes que tracen un rumbo que nos lleve al sistema solar. El capitán Garro ha cumplido con su responsabilidad al traernos el mensaje de aviso, pero considero un asunto personal que esa misión se complete del todo. Yo seguiré hacia Terra, nuestro destino original. —Miró al primer capitán—. Sigismund, mi fuerte brazo derecho, tomarás el mando del resto de la legión y de la flota de combate. Regresarás a Istvaan desplegándote en formación de combate y considerarás que has entrado en territorio hostil. El viaje de vuelta será difícil. En ese sector siguen rugiendo las tormentas de disformidad y eso te complicará el trayecto. Ve allí, primer capitán, apoya a nuestros hermanos leales al Emperador y entérate bien de lo que está ocurriendo en esos planetas.
—Si el Señor de la Guerra le ha dado la espalda a Terra, ¿qué órdenes tengo? —le preguntó Sigismund con el rostro ceniciento.
El semblante de Dorn se quedó completamente rígido.
—Dile que su hermano Rogal le hará responder por ello.