CAPÍTULO 12

DOCE

El vacío

Una iglesia de personas

Perdido

—La nave apesta al olor de los enfermos y los heridos —comentó Voyen con disgusto.

Garro no le devolvió la mirada. En vez de eso, contempló el interior de la enfermería de la Eisenstein. La zona médica de la fragata estaba abarrotada. Habían colocado hojas de metal entre las camillas para crear unas particiones temporales que separaran distintas zonas de la gran estancia pan intentar evitar en lo posible la transmisión de infecciones. En el extremo más alejado, oculta detrás de unas gruesas paredes de cristal translúcido y puertas de sellado de hierro, se encontraba el área de aislamiento. Garro se dirigió directamente hacia allí serpenteando entre servidores médicos y sanitarios. El apotecario se mantuvo a su lado.

—Los restos han sido cubiertos de promethium líquido y se los ha dejado arder durante la mayor parte del día —continuó informando Voyen—. Luego utilizamos a servidores para expulsar lo que quedaba al espacio, y Hakur eliminó a los servidores, para estar seguros del todo.

Restos. Ésa era la palabra que estaban utilizando para referirse a la materia orgánica infectada que quedaba de lo que habían sido Grulgor y sus hombres. Era más fácil despersonalizarlo todo de ese modo, más fácil pensar en los montones de fluidos y huesos como desechos a los que había que eliminar. Enfrentarse a la realidad de lo que esos cadáveres habían sido antaño y en lo que se habían convertido… Nada de lo que el capitán de batalla o sus guerreros habían visto los había preparado para algo semejante.

Voyen en concreto era el que peor se lo había tomado. Aunque era un guerrero tan capaz como Garro, Voyen también era un sanador dedicado, y para él, haber sido testigo de cómo los muertos se ponían en pie para vivir como portadores de enfermedades lo preocupaba más de lo que estaba dispuesto a aceptar. Garro lo vio en su mirada sombría, y se dio cuenta que aquello era un reflejo de sus propios sentimientos.

Estaban a la deriva, y el viaje se había interrumpido debido a la muerte del navegante. La adrenalina del combate y de la persecución había desaparecido. En su lugar, todos estaban meditando sobre lo que había ocurrido, pensando en su preocupante significado. Si la muerte no era el final, si lo que le había ocurrido a Grulgor era real y no alguna clase de ilusión provocada por la disformidad…, entonces, ¿a todos les esperaba el mismo destino? Que aquello pudiera ser una parte del pacto que Horus había realizado a la hora de su traición era algo que le helaba la sangre a Garro. Voyen le habló de nuevo.

—¿Ha tenido alguna suerte Sendek con los mapas estelares?

Garro hizo un gesto negativo con la cabeza. No le veía sentido alguno a ocultarle la verdad.

—La oficial Vought ha estado trabajando con él, pero los resultados no les han sido muy favorables. Lo más que han llegado a determinar es que la nave revirtió al espacio normal en algún punto más allá del borde de la nebulosa de Perseo, pero incluso eso es un cálculo muy poco preciso. Por esta zona no han pasado exploradores ni comerciantes.

El capitán de batalla respiró profundamente. ¿Cuánto tiempo llevaban encalmados allí? Días, tal vez semanas. En el interior de la nave lo único que había era una penumbra vaporosa permanente que hacía difícil calcular el paso del tiempo.

Voyen dudó por un momento cuando pasaron al lado de una sección de la pared donde las cápsulas de refrigeración colgaban en grupos de unos pesados soportes de acero.

—Han acabado la autopsia del navegante Severnaya, y la he presenciado. —Señaló con un gesto una de las cápsulas cubiertas de escarcha. A Garro le pareció distinguir un rostro enjuto y gris en el interior—. Es tal como el capitán Carya sospechaba. El navegante resultó herido en el enfrentamiento, pero en realidad murió del trauma psíquico provocado por la transición de emergencia desde el espacio disforme. Al parecer, la situación también acabó con sus ayudantes y servidores. En su ya debilitado estado, era inevitable.

—Es como si le hubiera colocado el cañón del bólter pegado a la cabeza y apretado el gatillo. —Garro frunció el entrecejo—. Debería haberlo sabido. Con toda la locura que se había apoderado de la nave, debería haber sabido que no sobreviviría a la transición. —Al ver que Voyen no le contestaba nada, Garro lo miró directamente—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al campo Geller le quedaban pocos segundos para colapsarse. El espacio disforme nos habría destrozado o habríamos acabado hechos pedazos por una explosión de los impulsores.

—Hiciste lo que creíste que era mejor —le contestó Voyen, pero no fue capaz de evitar que en su voz se notara un matiz de reproche.

—Primero fue Decius el que me cuestionó, ¿y ahora eres tú? ¿Es que habrías hecho algo diferente?

—No soy el capitán de batalla —le contestó el sanador astartes—. Tan sólo puedo constatar las consecuencias de la decisión que tomó mi comandante. Nuestra nave vaga sin rumbo en una zona del espacio que no está cartografiada. Todos los astrópatas y los navegantes han muerto, por lo que no podemos pedir ayuda ni aventurarnos de nuevo en el espacio disforme. —En sus ojos brilló una furia apenas contenida—. Hemos escapado de la sedición en Istvaan únicamente para morir aquí, sin que a nadie le llegue nuestro mensaje. El Señor de la Guerra llegará a Terra antes de que nadie sepa de su perfidia. ¡La desesperación ronda por estos mismos pasillos, capitán, tan real como cualquier mutante asesino!

—Como siempre, aprecio tu sinceridad, Meric —admitió Garro, resistiéndose a castigarlo por decir unas palabras que bordeaban la insubordinación. Siguieron caminando—. Infórmame de las demás bajas.

—Muchos de los oficiales y de los demás tripulantes han sufrido heridas, y hay muchos muertos por… por las incursiones.

—¿Qué hay de nuestros hermanos de batalla?

Voyen dejó escapar un suspiro.

—Todo aquel que cayó en combate contra esas criaturas está muerto. Todos excepto Decius, y él apenas se mantiene con vida. —El apotecario señaló con un gesto del mentón la sección sellada—. La infección se esfuerza por apoderarse de todo su cuerpo. He hecho todo lo que he podido con las medicinas y el equipo que tengo a mi disposición, pero debo confesar que me encuentro al límite de mis conocimientos con esta enfermedad.

—¿Qué posibilidades de sobrevivir tiene? No quiero mentiras piadosas. ¿Vivirá?

—No puedo responder con exactitud a eso. No deja de luchar, pero al final, perderá fuerzas, y esa enfermedad que lo afecta no se parece a nada que yo haya visto u oído. Cambia de un momento a otro para imitar distintos vectores víricos, y está acabando poco a poco con su resistencia. —Voyen miró fijamente a Garro—. Deberías considerar seriamente concederle la liberación.

Garro entrecerró los ojos.

—Todo lo que ha ocurrido me ha obligado a matar a muchos astartes, ¿y ahora me pides que le corte la garganta a alguien que se encuentra demasiado debilitado como para defenderse solo?

—Sería un acto de compasión.

—¿Para quién? —le exigió saber Garro—. ¿Para Decius, o para ti? Puedo ver el asco que te da todo esto, Voyen. Preferirías echar al espacio cualquier prueba de toda esa inmundicia que nos atacó, ¿verdad? ¡Es más fácil para ti hacer caso omiso de las consecuencias o las relaciones que pueda tener con tus malditas logias!

El apotecario se detuvo en seco y se quedó callado ante el estallido de su comandante.

Garro vio su reacción y se arrepintió de inmediato de sus palabras. Apartó la mirada y vio que el capitán de los Lobos Lunares se acercaba a ellos.

—Lo siento, Meric. He dicho algo que no debía. La frustración que siento me ha impedido razonar…

Voyen se esforzó por no mostrar lo dolido que estaba.

—Tengo tareas que debo atender, mi señor. Con su permiso.

Se marchó mientras Qruze se acercaba. El anciano astartes se quedó mirándolo.

—Creemos que lo hemos visto todo y siempre llega el día en que el universo nos demuestra la falsedad de esa creencia.

—Sí —fue todo lo que Garro logró contestar.

Qruze asintió.

—Capitán, me he tomado la libertad de compilar un orden de batalla tras lo ocurrido desde Istvaan para que lo revises. —Le entregó a Garro una placa de datos y el capitán de batalla revisó los nombres—. Somos cuarenta astartes rasos y unos veinte veteranos con puesto de mando, incluido yo. Hay cinco guerreros heridos de gravedad durante la huida, pero capaces de entrar en combate si fuera necesario. En esta lista no estáis incluidos ni tú ni el apotecario.

—Solun Decius no está en la lista.

—Se encuentra en coma, ¿no? Está inválido, y, por lo tanto, no puede combatir.

El capitán de batalla se golpeó la pierna implantada con un puño al mismo tiempo que mostraba un gesto de desafío en el rostro.

—¡Algunos me dijeron lo mismo, y les demostré lo equivocados que estaban! Mientras Decius siga con vida, seguirá siendo uno de mis hombres —le replicó Garro—. Aparecerá en la lista de guerreros disponibles hasta que yo diga lo contrario.

—Como desees —le contestó Qruze.

Garro sopesó la placa que tenía en la mano.

—Setenta hombres, Iacton. De los miles de astartes de Istvaan, somos los únicos que seguimos con vida más allá del alcance de la traición del Señor de la Guerra.

Le seguía resultando difícil pronunciar en voz alta aquella palabra, y vio que a Qruze le resultaba igualmente difícil escucharla.

—Habrá otros —insistió el lobo lunar—. Tarvitz, Loken, Varren… Todos son excelentes guerreros, valientes, que no permitirán que esa rebelión siga adelante sin enfrentarse a ella.

—No lo pongo en duda —contestó el capitán de la Guardia de la Muerte—, pero cuando pienso en ellos, que se han quedado atrás mientras nosotros huíamos al espacio disforme… —Un nudo en la garganta le hizo perder la voz. El recuerdo del bombardeo vírico era demasiado doloroso todavía—. Me pregunto cuántos de ellos lograron ponerse a salvo en un lugar seguro antes de que se extendiera la plaga y la tormenta de fuego posterior. Si al menos hubiéramos podido salvar a unos cuantos, rescatar a algunos de nuestros hermanos…

Garro pensó en Saúl Tarvitz y en Ullis Temeter, y esperó que, al menos, la muerte les hubiera llegado con rapidez a sus dos amigos.

—La misión de esta nave es ser portadora de un mensaje, no un bote salvavidas. Por lo que sabemos, es posible que otras naves también hayan escapado, o se hayan puesto a salvo. La flota es enorme, y el Señor de la Guerra no puede tener ojos en todos lados.

—Quizá —admitió Garro—, pero no puedo mirar a los hermanos que están aquí conmigo y no pensar en aquellos que dejamos atrás para enfrentarse a Horus. —Se quedó de pie al lado del grueso cristal blindado de la cámara de contención y dejó apoyada allí una mano. Contempló con atención el marchito rostro de Decius. El joven se encontraba conectado a un complicado sistema de soporte vital—. Tengo la impresión de haber envejecido siglos en un solo día —añadió.

Qruze soltó una risa sin alegría.

—¿Eso es todo? Vive tanto tiempo como yo y te darás cuenta de que lo que importa no son los años, sino la distancia que viajas.

Garro apartó la vista de su camarada.

—Pues si es por eso, todavía soy más viejo.

—Con el debido respeto, eres un jovenzuelo, capitán de batalla Garro.

—¿Eso crees, lobo lunar? Te olvidas de la naturaleza del universo por el que pasamos. Estoy seguro de que si ajustáramos nuestros días de vida desde nuestros nacimientos según el calendario imperial, sería tan anciano como tú, hermano, si no mayor.

—Imposible —bufó el otro astartes.

—¿Lo es? El tiempo se mueve con ritmos distintos en Terra y en Cthonia. En el espacio disforme, se convierte en algo maleable e imprevisible. Cuando pienso en los años que he pasado de viaje a través de ese lugar infernal que es el espacio disforme o en la pequeña muerte que es la hibernación en viajes por debajo de la velocidad de la luz… Puede que no tenga tu mismo número de días, pero en cuestión de cronología, el asunto es muy distinto. —Volvió a fijar la mirada en Decius—. Veo a este pobre joven insensato y me pregunto si vivirá lo suficiente para conocer la gloria y adquirir la experiencia que yo he conocido y adquirido. Hoy me siento más cansado de lo que jamás me he sentido. Pensar en todos esos días de huida y de muertes pospuestas me agota. Su peso amenaza con hundirme.

La actitud de temperamento sufridor que era tan habitual en Qruze desapareció por un momento, y el viejo guerrero le puso una mano en el hombro a Garro.

—Hermano, ése es el peso que llevamos todos los días de nuestra vida, la carga que el Emperador decidió entregar a los astartes. Debemos llevar sobre nuestras espaldas el futuro de la humanidad y del Imperio, mantenerlo a salvo y devolvérselo como una ofrenda. Hoy, esa carga pesa más que nunca, y hemos visto que algunos de los nuestros ya no son capaces de soportarla. Eligieron… —Qruze respiró profundamente antes de continuar hablando—. Horus eligió dejarla a un lado y convenirse en un traidor a su juramento, así que debemos soportarla sin él. Debes soportarla, Nathaniel. El aviso que llevamos no puede quedar sin ser oído aquí, en la oscuridad. Haz todo lo que creas que es necesario para advertir a Terra. Todas las demás preocupaciones, nuestras vidas y las de nuestros hermanos, siguen siendo absolutamente secundarias en esta misión.

—Sí —le contestó Garro tras unos pocos instantes—. Dices en voz alta lo mismo que yo pienso, pero me ayuda oír a otra persona decirlo.

El Que se Oye a Medías por fin es escuchado, ¿no? Es una pena que haya tenido que suceder todo esto para que sea así.

—Acepto mi responsabilidad en la misión —dijo el capitán de la Guardia de la Muerte mientras se llevaba la mano al pergamino con el juramento de combate que llevaba sellado a la placa pectoral de la servoarmadura—. Sin embargo, no la comprendo.

—La comprensión no es necesaria, tan sólo la obediencia —le respondió Qruze, citando un viejo axioma.

—No es cierto —le replicó Garro—. La obediencia, la obediencia ciega, nos habría hecho seguir el estandarte de Horus y marchar contra el Emperador. Lo que me gustaría comprender es el porqué, Iacton. ¿Por qué le ha hecho algo semejante a su padre, el padre de todos nosotros?

—No dejo de pensar en ello una y otra vez. —El rostro del capitán de los Lobos Lunares se ensombreció por unos momentos—. Que me maldigan, Nathaniel. Que me maldigan si no lo vi venir pero tuve demasiado orgullo como para aceptarlo.

—Las logias.

—Y más que eso —añadió Qruze—. Al echar la mirada atrás, veo detalles triviales que significaron muy poco en esos momentos… Miradas y expresiones de mis camaradas. Ahora, bajo la luz que proporciona lo que ha ocurrido, de repente todo adquiere un nuevo aspecto. —Se quedó pensativo unos momentos—. La muerte de Xavyer Jubal en 63-19, la quema del Interes… Davin. Fue en Davin donde todo comenzó a cambiar, donde el impulso tomó una dirección. Horus cayó, y después se levantó, curado por métodos arcanos. Lo supe en aquel entonces, aunque no me atreví a pensar en todo lo que implicaba. Algunos individuos tomaron la naturaleza buena y abierta de nuestra hermandad y la transformaron poco a poco para que sirviera a sus propios fines. Unas sombras siniestras se apoderaron de los corazones de guerreros que habían sido fieles y devotos, astartes a los que yo había visto crecer a partir de jóvenes inexpertos hasta convertirse en excelentes soldados. Cuando por fin hablé de todo ello, pensaron que era un viejo bobo que no tenía nada más que ofrecer que batallitas y un blanco para sus burlas. —El lobo lunar apartó la mirada—. Mi crimen, hermano, mi crimen fue que les dejé hacerlo. Tomé el camino más fácil.

Garro negó con la cabeza.

—Si eso fuera cierto, no estarías aquí. Si todo lo ocurrido en estos últimos días me ha enseñado algo, es que llega un momento en el que todos y cada uno de nosotros es puesto a prueba. —Al decirlo, se acordó de nuevo de Euphrati Keeler—. Lo que ocurre en ese momento es lo que demuestra nuestra verdadera valía, Jactan. No podemos venirnos abajo, amigo mío. Si lo hacemos, estaremos condenados.

Qruze se rio en voz baja.

—Es extraño, ¿verdad? Me refiero a que escojamos esa palabra. Un término tan cargado de connotaciones religiosas, tan opuesto a la verdad secular que hemos jurado servir.

—La creencia no es siempre una cuestión de religiones —contestó Garro—. La fe es tanto cosa de los dioses como de los hombres.

—¿Eso crees? Quizá, entonces, deberías aventurarte en una de las cubiertas inferiores y visitar el depósito de agua vacío que hay en el piso número cuarenta y nueve. Allí podrás compartir tu opinión con los que se reúnen en ese lugar.

Garro frunció el entrecejo.

—No te entiendo.

—Me he enterado de que hay una iglesia en tu nave, capitán —le explicó Iacton—. Y la congregación de asistentes crece cada día que pasa.

* * *

Sindermann levantó la vista cuando Mersadie le dio unos golpecitos en el hombro. Dejó a un lado la electropluma y la placa de datos. Vio que había un par de jóvenes con ella, dos oficiales con los uniformes de la división de ingeniería. La rememoradora dudó un momento, y uno de ellos habló:

—Hemos venido a ver a la santa.

Kyril echó un vistazo a lo largo de la improvisada capilla. Vio que Euphrati estaba al otro extremo, sonriendo y hablando.

—Por supuesto —les contestó—. Aunque quizá tengáis que esperar.

—No importa —dijo el otro joven—. No estamos de servicio, pero no nos dio tiempo a llegar al… sermón.

El iterador sonrió levemente.

—Ni siquiera se le puede llamar así. No era más que un grupo de gente que piensa lo mismo, charlando. —Le hizo un gesto con el mentón a la mujer de piel oscura—. Mersadie, ¿por qué no te llevas a estos dos caballeros arriba? —Se palpó los bolsillos—. Creo que debo tener un ejemplar por algún lado…

—Ya tenemos uno —le informó el joven que había hablado en primer lugar.

Le mostró a Sindermann un desgastado cuadernillo con la clase de impresión que se conseguía con una maquinaria vieja y oxidada. No era el tipo de panfleto que había visto con anterioridad, nada parecido a los ejemplares que circulaban en el Espíritu Vengativo. Al parecer, el Lectio Divinitatus había conseguido llegar a la Eisenstein antes que el propio iterador.

Oliton se llevó a los dos oficiales y Kyril se quedó contemplando cómo se alejaban. Al igual que todos ellos, sólo ahora se daba cuenta Mersadie del camino que tenía que recorrer. Sindermann sabía que se mantenía fiel a su vocación de rememoradora, sólo que las imágenes y relatos que almacenaba en los rollos de memoria que tenía implantados en la cabeza no pertenecían ya a la Gran Cruzada o a los hechos gloriosos de Horus. Mersadie había adoptado con tranquilidad la función de documentalista de su naciente credo. Eran los relatos de y sobre Euphrati Keeler los que almacenaba y entretejía para que tuvieran una entidad coherente. Kyril bajó la mirada a la placa de datos donde había estado intentando organizar sus propias ideas, y reflexionó profundamente. ¿Cómo podía haber esperado formar parte de algo como aquello? A su alrededor crecía una Iglesia. Se estaba concretando un sistema de creencias que ganaba adeptos y poder bajo la sombra de la rebelión del Señor de la Guerra. ¿Cómo podría haber decidido el destino que él, Kyril Sindermann, iterador principal de la Verdad Imperial, era el más adecuado para esa función? Y sin embargo, allí estaba, transcribiendo las palabras de Keeler, dándoles forma para que las congregaciones las oyeran mientras Mersadie estaba a su lado, parpadeando para grabar las imágenes y registrar cada hecho de la vida de Euphrati.

Sindermann recorrió, y no por primera vez, la serie de acontecimientos que lo habían llevado hasta allí y se preguntó qué habría pasado si hubiera dicho otra cosa, pensado otra cosa. No tenía duda alguna de que, a esas alturas, ya estaría muerto, acribillado en la exterminación en masa de rememoradores que se había producido a bordo de la nave de combate de Horus. Únicamente la intervención del camarada de Loken, Iacton Qruze, les había salvado la vida. El eco del miedo que había sentido al presenciar el bombardeo de Istvaan III lo recorrió de nuevo. La muerte les había pasado muy cerca, y a pesar de ello, Euphrati no había mostrado preocupación alguna. Ella sabía que sobrevivirían, lo mismo que había sabido guiarlos hasta aquella nave y a su huida. Antaño rechazaba la idea de la existencia de poderes divinos y de los llamados santos que estaban en comunión con ellos. Euphrati Keeler había barrido ese escepticismo con su tranquila autoridad y le había obligado a cuestionarse la luz secular de la razón inmutable al servicio de la cual había dedicado toda su vida.

Todos habían cambiado desde aquel día en la cordillera de las Cabezas Susurrantes, cuando Jubal se había transformado en algo que desafiaba cualquier clase de categorización en la mente de Sindermann. ¿Un demonio? Al final, Kyril fue incapaz de encontrar otro término con el que explicarlo. La luz de la lógica huyó de su cerebro y su apreciada Verdad Imperial no le sirvió de nada. Después, el horror volvió para destruirlos a todos.

Pero habían sobrevivido, y lo habían hecho gracias a Euphrati. Sindermann había presenciado cómo ella derrotaba el poder de monstruo engendrado en el espacio disforme con nada más que un aquila de plata y su fe en el Emperador de la Humanidad. La necesidad que el iterador sentía de negar todo aquello desapareció ese día, al igual que la odiosa criatura. Sindermann vio la verdad, la auténtica verdad. Keeler era un instrumento de la voluntad del Emperador. No existía otra explicación para ello. En su grandeza… No, en su divinidad, el Emperador le había concedido a la imaginista una fracción de su poder. Todos habían cambiado, era cierto, pero Euphrati Keeler era la que más había cambiado de todos ellos.

La joven desafiante pero sin rumbo en la vida, la rememoradora cuyas imágenes habían captado los momentos históricos que se producían a su alrededor, había desaparecido por completo. En su lugar, había una criatura nueva, una mujer que al mismo tiempo descubría y forjaba el camino que todos ellos debían seguir en la vida. Kyril debería haber sentido miedo. Debería haber estado aterrorizado ante la posibilidad de que murieran durante la huida de la perfidia de Horus. Una simple mirada a Keeler hacía que todos esos temores desaparecieran. La contempló mientras hablaba con los dos ingenieros, sonriendo y asintiendo, y notó que lo recorría una cálida sensación. «Esto es fe —se dijo a sí mismo—. ¡Es una sensación tan embriagadora!». Si eso era lo que sentían, no era de extrañar que los creyentes que se habían encontrado a lo largo de la cruzada se hubiesen resistido tanto.

En esos momentos, Kyril encontraba la misma clase de fuerza en el Lectio Divinitatus. Su lealtad y amor por el Imperio jamás habían desaparecido. Si algo así era posible, sentía una devoción todavía mayor hacia el Señor de la Humanidad. Estaba dispuesto a entregarse por el Emperador, no sólo en corazón y mente, sino también en cuerpo y alma.

No era el único con ese sentimiento. El culto a Terra, como se lo llamaba a veces, era cada vez más fuerte. El panfleto que el ingeniero tenía en las manos, la facilidad con la que Mersadie encontró aquel depósito de agua vacío en el que montar su improvisada capilla, todo ello mostraba que el Lectio Divinitatus existía en la nave. Y si estaba en aquella pequeña fragata sin importancia, entonces quizá también estaría en otros lugares, no sólo ya en las naves de la flota de Horus, sino quizá más lejos, en planetas y naves dispersos por todo el Imperio. Aquella fe estaba a punto de convertirse en algo que se había creado a sí mismo, y lo único que necesitaba era un icono al que seguir: una santa viviente.

Euphrati hizo el signo del aquila, y los dos ingenieros la imitaron. El estado de ánimo inquieto que había visto en los ojos de ambos cuando llegaron había desaparecido. Se alejaron con pasos firmes, con una nueva confianza en sus ánimos.

—El Emperador protege —dijo el más joven de los dos al pasar al lado del iterador al mismo tiempo que hacía un gesto de asentimiento para darle las gracias.

Kyril respondió al gesto. La muchacha les había proporcionado fe y los había tranquilizado en sus temores, lo mismo que había hecho con decenas de otras personas. Al principio, el número de hombres y mujeres que buscaban el camino hasta la improvisada capilla había sido escaso, pero cada vez llegaban con más asiduidad para oírle hablar o, simplemente, para estar en el mismo lugar que la joven. Sindermann se quedó impresionado de cómo se había extendido la noticia de la presencia de Keeler.

—¡Sindermann! —Se dio la vuelta y vio que Mersadie corría velozmente hacia él, con el bello rostro contraído por una mueca de terror—. ¡Alguien viene!

El temor no verbalizado en sus palabras le trajo recuerdos de las reuniones en secreto que habían organizado a bordo del Espíritu Vengativo, y de los guerreros que habían acudido con bólters y mazas por orden del Señor de la Guerra para acabar con todos.

—Uno de los centinelas acaba de avisarnos —añadió—. Es sólo uno. Un solo astartes.

Sindermann se puso en pie. Distinguió el ruido de los pasos de unas botas pesadas que resonaban en el pasillo de servicio que había al otro lado de la compuerta que daba al depósito de agua. Cada vez sonaban más cerca.

—¿El centinela vio alguna arma? ¿Viene armado?

—¿Cuándo no lo están? —le soltó Oliton—. Incluso cuando no empuñan una espada o una pistola, ¿cuándo están desarmados?

Su respuesta apenas se oyó cuando la compuerta se abrió de repente y golpeó contra la pared. La reverberación hizo que todos los demás sonidos de la capilla desaparecieran. Un enorme individuo protegido por una armadura de color blanco mármol se inclinó para entrar en el compartimento. Sindermann llegó a ver el brillo del bronce pulido de un pectoral con una cabeza de águila grabada. El iterador dio un paso adelante y le hizo una leve reverencia al guerrero de la Guardia de la Muerte mientras se esforzaba por controlar su nerviosismo.

—Bienvenido, capitán Garro. Es el primer astartes en venir aquí.

* * *

Garro bajó la vista para mirar al diminuto hombrecillo. Era un individuo delgado y de aspecto agitado, poco más que un puñado de palos secos dentro de una túnica de iterador, pero tenía una mirada firme y la voz no le tembló.

—Sindermann —dijo Garro.

Miró a su alrededor, al interior del depósito. Era un amplio espacio cilíndrico de unos dos puentes de alto, con pasarelas de suelo de rejilla a distintos niveles y un entramado de cañerías y conductos que morían en la estancia. De las paredes salían unas altas hojas de metal que actuaban como deflectores internos cuando el depósito estaba lleno de agua, pero cuando estaba vacío, como ocurría en esos momentos, le proporcionaban al lugar un aspecto de capilla de paredes metálicas desgastadas. Varias plataformas de carga sacadas de la cubierta de servicio hacían las funciones de asientos improvisados, y el altar lo constituía un contenedor de células de combustible.

—¿Es usted quien ha creado todo esto?

—Tan sólo soy un iterador —le replicó Sindermann.

—¿Qué está haciendo aquí? —le exigió saber Garro. En su interior notaba un conflicto entre la rabia y la frustración que sentía—. ¿Qué es lo que espera conseguir?

—Ésa es una pregunta que deberías hacerte a ti mismo, Nathaniel.

La imaginista, la mujer a la que ellos llamaban «la santa», se acercó a él hasta quedar bajo la luz de una serie de globos de brillo.

—Keeler —dijo Garro con un tono de voz precavido—. Tú y yo tenemos que hablar.

—Por supuesto —le respondió ella, asintiendo y haciéndole un gesto para que la siguiera.

—¡No le hará daño! —le soltó la otra rememoradora, la que Qruze había identificado como Mersadie Oliton. Sus palabras eran a medias una amenaza y un grito de desesperación. Garro alzó una ceja ante su temeridad.

Keeler habló de nuevo, y su voz llegó a todos los miembros de la congregación que observaban en silencio.

—Nathaniel ha venido porque no es diferente a cualquiera de nosotros. Todos buscamos un camino en la vida, y quizá yo pueda ayudarlo a encontrar el suyo.

Y con aquello, el soldado y la santa buscaron un lugar tranquilo en una esquina envuelta en penumbra y se sentaron el uno frente al otro en los límites de la luz.

* * *

—Tienes preguntas —le dijo ella mientras servía un par de tazas de agua—. Las responderé si puedo.

El capitán hizo una mueca y tomó la diminuta taza en una mano.

—Este culto va contra la voluntad del Imperio. No deberías haber traído tus creencias a este lugar.

—No he podido evitar hacerlo, del mismo modo que tú no puedes traicionar a tus hermanos, Nathaniel.

Garro soltó un gruñido antes de beberse la taza de un trago y luego sonreír con amargura.

—Y sin embargo, algunos dirían que eso es exactamente lo que he hecho. He huido del campo de batalla, ¿y para qué? Horus y mi propio primarca proclamarán que soy un traidor por hacerlo. He abandonado a un destino incierto a hombres a los que había jurado ayudar, e incluso he fallado en la huida que he iniciado.

—Te pedí que nos salvaras, y lo has hecho —le comentó Keeler con amabilidad—. Y volverás a hacerlo. Eres todo lo mejor que representa tu legión. Nos has protegido de la muerte. No hay fracaso alguno en ello.

Garro quiso considerar las palabras de la imaginista una adulación y acusarla de proclamar alabanzas huecas, pero no pudo evitar sentirse agradecido por sus elogios. Se obligó a sí mismo a dejar a un lado aquellos pensamientos y sacó de una de las cartucheras que llevaba en el cinto los papeles de Kaleb. Estaban sujetos con la cadena del icono de bronce.

—¿Qué significado tiene todo esto, mujer? El Emperador es una fuerza contra todas las falsas deidades, y sin embargo, tu doctrina habla de él como si fuera un dios. ¿No es una contradicción?

—Has respondido a tu propia pregunta, Nathaniel —le contestó ella—. Has hablado de «falsas deidades», ¿no es así? La verdad, la auténtica Verdad Imperial, es que el Señor de la Humanidad no es un falso dios. Es un dios de verdad. Si reconocemos eso, él nos protegerá. —Garro soltó un bufido despectivo, pero ella siguió hablando—. En el pasado, los sacerdotes exigían que se tuviera fe basándose simplemente en las palabras de un libro. —Señaló con un gesto el manojo de papeles que había sacado el capitán—. ¿Es eso lo que te pide el Emperador? Respóndeme a esta pregunta, astartes: ¿de verdad no has sentido su espíritu en ti?

A Garro le costó un verdadero esfuerzo responder.

—Sí, lo he hecho…, o eso creo. No estoy seguro.

Keeler se recostó hacia atrás y su actitud tranquila y relajada desapareció por completo. Su rostro pareció concentrarse y mostrar un aspecto muy serio, dejando a un lado la santa serenidad que se esperaba de ella.

—No te creo. En realidad, creo que estás seguro, pero estás tan aferrado a tus ideas y costumbres que decirlo en voz alta te da miedo.

—Soy un astartes —le contestó Garro con un gruñido—. No le tengo miedo a nada.

—Hasta hoy. —Ella lo miró fijamente—. Tienes miedo de esta verdad, porque es de tal magnitud que te convertirás en alguien nuevo para siempre. —Keeler le puso una mano sobre un guantelete—. De lo que no te das cuenta es de que ya has cambiado. Lo único que ocurre es que tu mente va por detrás de tu espíritu. —La imaginista lo observó con atención—. ¿En qué crees?

Garro respondió sin dudarlo ni un instante.

—En mis hermanos, en mi legión, en mi Emperador y en el Imperio. Pero algunas de esas creencias me han sido arrebatadas.

Euphrati le dio unos cuantos golpecitos en la placa pectoral.

—No de aquí. —Dudó un momento—. Sé que los astartes poseéis dos corazones, pero tú ya me entiendes.

—Lo que he visto… —Garro suavizó el tono de voz—. Me arranca de raíz la razón. Me estoy cuestionando todo lo que consideraba una verdad absoluta. La criatura alienígena infantil que vio mi interior se burló de mí hablando sobre lo que estaba a punto de ocurrir… Grulgor, muerto pero vuelto a la vida por alguna clase de repugnante infección…, y tú, a quien vi en mis sueños cuando estaba casi muerto. —Hizo un gesto negativo con la cabeza—. Estoy tan a la deriva como esta nave. Dices que estoy seguro de algo, pero a mí no me da esa sensación. Lo único que veo son caminos que llevan a la destrucción; un laberinto de dudas.

La mujer dejó escapar un suspiro.

—Sé cómo te sientes. Nathaniel. ¿Crees que yo quería todo esto? —le dijo mientras se tiraba de la túnica que llevaba puesta—. Yo era imaginista, y muy buena, por cierro. Retrataba los hechos históricos tal y como ocurrían. Mi arte era conocido en un millar de mundos. ¿Crees que quería sentir la mano de un dios sobre mí, que soñaba con que algún día me convertiría en una profeta? Lo que somos es tanto a donde nos lleva el destino como lo que hacemos durante el trayecto —Keeler le sonrió—. Te envidio, capitán Garro. Posees algo que yo no tengo.

—¿El qué?

—Un deber. Sabes lo que debes hacer. Puedes utilizar esa claridad de visión, una misión a la que puedes aferrarte y luchar por cumplir. ¿Yo? Mi tarea cada día es nueva, un desafío distinto, una lucha constante por encontrar la senda adecuada. De lo único que puedo estar segura es de que tengo una aspiración, pero todavía no puedo verle la forma.

—Tienes un propósito en la vida —murmuró el astartes.

—Los dos lo tenemos —contestó Keeler mostrándose de acuerdo—. Todos lo tenemos. —Luego, alargó una mano y le tocó en la mejilla con suavidad. La sensación de sus dedos contra la piel encallecida y llena de cicatrices envió una descarga cosquilleante por los nervios de Gano—. Desde que salvaste a la nave de los ataques del espacio disforme, algunos miembros de la tripulación han estado rezando para que un milagro nos salve. Me preguntaron por qué no me unía a sus oraciones para pedirlo, y les contesté que no había necesidad. Les dije: «Ya nos ha salvado una vez. Lo único que tenemos que hacer es esperar a que el guerrero del Emperador encuentre el modo de hacerlo».

—¿Eso es lo que soy? ¿La voluntad divina del Emperador hecha carne?

Ella le sonrió de nuevo, y con aquel gesto, Garro sintió otra vez la poderosa emoción que lo había embargado cuando estaba a solas en los barracones.

—Mi querido Nathaniel, ¿cuándo has sido otra cosa?

* * *

—Estado de la situación —le preguntó Qruze a Sendek, que estaba en la consola de control.

El guardia de la muerte miró al lobo lunar y le hizo un gesto de asentimiento cargado de cansancio.

—Sin cambios —contestó. Luego miró a su alrededor en el puente de mando, a ver si alguno de los oficiales tenía algo que añadir.

Carya lo miró a su vez e hizo un gesto negativo con la cabeza. Muchos de los tripulantes del puente de mando, incluida la oficial Vought, gozaban de una suspensión temporal de sus deberes ante el vacío espacial en el que se encontraban. Los que se habían quedado eran los siempre despiertos astartes, mientras los demás se tomaban un pequeño respiro.

—Las máquinas de comunicación continúan enviando señales de forma cíclica por el aparato de corta distancia, aunque, siendo optimistas, se calcula que no alcanzarán ningún lugar habitado por humanos hasta dentro de mil años al menos.

El veterano guerrero frunció el entrecejo.

—¿No tienes nada constructivo que añadir?

Sendek asintió.

—En interés de la posteridad, he comenzado a cartografiar este sector del espacio. De este modo, si se da la casualidad de que recuperan esta nave en el futuro, los datos les podrán ser de utilidad a aquellos que nos encuentren.

Qruze chasqueó los dientes.

—¿Todos los de la Guardia de la Muerte son así de pesimistas? Todavía no somos cadáveres.

—Prefiero pensar que soy realista —le replicó Sendek malhumorado.

Ambos se dieron la vuelta cuando la compuerta que daba paso al puente de mando se abrió para permitir la entrada del apotecario Voyen. A Sendek todavía le costaba trabajo perdonarle a Voyen su pertenencia a las logias, por lo que apartó la mirada. El apotecario se dio cuenta de que Qruze se había percatado de la tensión entre ambos, pero se limitó a observarlo todo en silencio.

—¿Dónde está el capitán de batalla? —preguntó Voyen.

—En las cubiertas inferiores —contestó Qruze—. Yo tengo el mando. Puedes dirigirte a mí, hijo.

—Como desees, tercer capitán. He completado un inventario de las existencias de suministros y provisiones. Si organizamos un racionamiento a un nivel de subsistencia, calculo que la tripulación de la Eisenstein dispone de provisiones para poco más de cinco meses y un tercio.

Carya se acercó a ellos y se atrevió a sugerir algo.

—¿No podríamos poner en suspensión vital a todos los tripulantes que no fueran esenciales?

Voyen asintió.

—Es una posibilidad, pero con las instalaciones de las que dispone esta nave, eso nos daría un mes más, quizá dos como mucho. También he examinado las posibilidades de otros métodos de emergencia, como efectuar una selección, pero los resultados no difieren mucho.

El capitán de la nave torció el gesto.

—¡No vamos a elegir tripulantes para una ejecución voluntaria, si eso es lo que está sugiriendo!

—Siete meses a velocidad sublumínica en mitad del vacío —dijo Sendek al mismo tiempo que se abría de nuevo la compuerta de entrada—. Y Horus anda por ahí fuera, con capacidad para atacar Terra, que sigue sin estar al corriente de su traición.

Garro entró con paso firme en el puente de mando.

—Eso no ocurrirá si puedo evitarlo. Hemos llegado demasiado lejos como para que ahora nos quedemos sentados esperando a que la muerte venga por nosotros. Tenemos que poner manos a la obra. —Señaló con un gesto del mentón a Carya—. Capitán, ordene a la tripulación del enginarium que carguen los motores de disformidad a toda potencia.

—Capitán, a menos que a esa santa que está ahí abajo cantando himnos le haya crecido un tercer ojo y esté dispuesta a guiamos a Terra, no podremos atravesar ninguna distancia interestelar —el tono de voz de Voyen era tenso y sarcástico—. ¡No tenemos un navegante, mi señor! Si entramos en el espacio disforme, ¡nos perderemos para siempre y las criaturas que nos atacaron la última vez dispondrán de toda la eternidad para acabar con nosotros!

—En ningún momento he dicho que vayamos a regresar al espacio disforme —le replicó Garro con frialdad—. Carya, ¿cuánto tardarán esos motores en estar a máxima potencia?

El oficial estudió los datos de la consola.

—Unos pocos momentos, señor. —Dudó un momento antes de continuar—. Capitán, lo que dice su apotecario es cierto. No veo razón alguna para poner de nuevo en marcha esos motores.

Garro no contestó a la pregunta implícita.

—Quiero que los motores sublumínicos estén preparados para efectuar una aceleración de combate máxima en cuanto dé la orden. Haga sonar la alarma general y prepare los escudos de vacío para la activación inmediata.

Voyen hizo un gesto señalando todo el puente de mando mientras empezaban a sonar las sirenas de alarma.

—¿Ahora motores y escudos? Nathaniel, ¿esto es alguna clase de sesión de entrenamiento? ¿Alguna clase de tarea improvisada para mantener ocupada a la tripulación? ¿O es que la chica profeta esa te ha dicho que estamos a punto de sufrir un ataque?

—Cuidado con lo que dices —le advirtió Garro—. Mi paciencia tiene un límite.

—Motores sublumínicos preparados —le informó Carya—. Escudos preparados para la activación.

—Esperen mi orden —dijo el capitán de batalla.

Qruze, que seguía al otro lado del puente de mando, se frotó la barbilla con una mano.

—¿Vas a contarnos de una vez a qué viene toda esta actividad, muchacho? Confieso que me estoy enterando tan poco como el sierrahuesos.

Carya levantó la mirada.

—Motores de disformidad a toda potencia. Los sistemas de baterías están al límite de su capacidad. ¿Qué quiere que haga con ellas?

—Despeje los compartimentos de los motores de disformidad y arme los sistemas de liberación de esos compartimentos. Cuando dé la orden, desactivará los mecanismos de control de esos motores y lanzará al espacio los compartimentos. Después, alzará los escudos y pondrá los motores sublumínicos a toda potencia.

Qruze soltó una breve risotada.

—¡Eres tan audaz como temerario!

—¿Lanzar los motores de disformidad al espacio? —Sendek se quedó con la boca abierta—. ¡Con toda esa energía en su interior, estallarán como una supernova!

Garro asintió con gesto solemne.

—Un destello de disformidad. La explosión resonará tanto en el immaterium como en el espacio real. Actuará como una baliza de socorro para cualquier nave en un radio de cien pársecs.

—¡No! —el grito de Voyen recorrió todo el puente de mando—. ¡Por Terra, no! ¡Has ido demasiado lejos! ¡Eso es una sentencia de muerte!

Garro lo miró con dureza.

—¡Abre los ojos de una vez, Meric! ¡Todo lo que hemos hecho desde que desafiamos la voluntad del Señor de la Guerra es una sentencia de muerte y, sin embargo, seguimos vivos! —Alargó una mano y se la puso en el hombro al apotecario—. Confía en mí, hermano. Saldremos de ésta.

—No —repitió Voyen, y con un rápido movimiento, el veterano de la Guardia de la Muerte desenfundó la pistola bólter y la colocó apuntando a la frente de Garra—. No permitiré que lo hagas. ¡Nos matarás a todos, y todo lo que hemos sacrificado no servirá para nada! —la voz le temblaba por el temor—. ¡Dile a Carya que revoque esas órdenes o te pego un tiro aquí mismo!

Sendek y Qruze hicieron ademán de desenfundar sus armas, pero Garro se lo impidió con una orden tajante.

—¡Quietos! Esto es entre Meric y yo, y nosotros solos lo arreglaremos. —Miró fijamente a los ojos al apotecario—. Capitán Carya, ejecute mis órdenes dentro de sesenta segundos a partir de… ahora —dijo el capitán de batalla.

—S… sí, señor —tartamudeó el oficial.

Al igual que todos los demás que estaban presentes en el puente de mando, era plenamente consciente del peligro que comportaban las órdenes que había dado Garro. El apotecario tenía razón. Podía significar la destrucción de la nave si los motores sublumínicos de la Eisenstein no lograban alejarla lo suficiente del radio de impacto de la explosión de disformidad.

Voyen amartilló el percutor de la pistola.

—¡Capitán, por favor, no me obligues a hacerlo! Obedeceré todas las órdenes que me des, menos ésta. Has dejado que esa mujer te nuble el sentido.

La negra bocacha del arma no se movió ni un milímetro y continuó apuntando al entrecejo de Garro. A una distancia tan corta, bastaría con un solo proyectil del arma para convertir la desprotegida cabeza del capitán de la Guardia de la Muerte en una neblina rojiza.

—Meric, no importa si me matas o no. Sucederá de todos modos y la nave será rescatada. Nuestro mensaje de aviso le llegará al Emperador. Yo no lo veré, pero moriré contento porque sé que sucederá. Tengo fe, hermano. ¿Qué tienes tú?

—Treinta segundos —informó Qruze—. Armados los cierres de liberación. Los circuitos de control están apagados. La sobrecarga se ha iniciado.

—¡Tú eres el que me ha obligado a hacer esto! —le gritó Voyen—. Muerte, muerte y más muerte, hermanos enfrentados a hermanos… ¿Cómo puedes estar seguro de que no nos corromperemos como lo hicieron Grulgor y sus hombres? ¡Nos convertiremos en lo mismo que ellos! ¡En abominaciones!

Garro extendió una mano.

—Eso no nos pasará. No tengo ninguna duda al respecto.

—¿Cómo puedes saberlo? —gritó de nuevo el apotecario, pero la pistola le tembló en la mano.

Garro alargó un brazo con cuidado y tomó en su mano la pistola.

—El Emperador protege —dijo simplemente.

—Cero —anunció el lobo lunar.