CAPÍTULO 9

NUEVE

Una oración

Lluvia de muerte

Refugiados

Estaba solo en los barracones. Hakur y los demás astartes estaban dispersos por toda la nave, cumpliendo sus órdenes de tomar bajo control la Eisenstein. Distraído, Garro pensó que oía los débiles ecos de los bólters y frunció los labios. Sólo quedaba un puñado de hombres de Grulgor a bordo de la fragata. Al igual que su Séptima Compañía, la mayoría de las tropas del antiguo comandante de la Segunda estaban dispersas por la flota, y sólo quedaban unas pocas escuadras para oponerse a los planes de Garro. La disposición favorable de Carya a efectuar el juramento de combate le había asegurado la confianza en el capitán de la nave, y a través de él, tenía el control de los oficiales del puente. Estaba seguro de que habría gente descontenta entre el personal de la flota, pero volverían a la normalidad en cuanto los astartes empezaran a darles órdenes, y si se negaban, no podrían hacerlo durante demasiado tiempo.

En realidad, Garro debería haber estado allí fuera, ayudando a tomar el control de la nave con su presencia, pero la intensa oleada de emociones que lo invadía le impedía toda posibilidad de concentrarse. Necesitaba un momento a solas consigo mismo para centrarse de cara a los acontecimientos que se habían puesto en marcha.

Pensaba una y otra vez en los hombres junto a los que había luchado en las huestes de la Guardia de la Muerte y se preguntó cuándo y cómo se habrían apartado del Emperador. La mayor parte de sus hermanos eran hombres buenos y honorables, y Garro había pensado que conocía el interior de su corazón, pero en esos momentos, ya no estaba tan seguro. La terrible certeza de todo aquello no era que sus hermanos pudieran desobedecer las órdenes del Emperador y cometer traición, sino que la mayoría de ellos eran simplemente utilizados como armas. No se detendrían cuando recibieran órdenes, aunque esas órdenes estuvieran más allá de su comprensión.

La misión de cualquier astartes es simplemente hacer lo que le ordenen, no cuestionar las órdenes, y lo acongojó el convencimiento de que Horus jugaría con esa ciega lealtad hasta su amargo final. Durante un breve instante había considerado la posibilidad de abrir todos los canales de comunicación de la Eisenstein a máxima potencia y proclamar aquella traición por toda la Sexagésimo Tercera Flota. En ella había muchos hombres nobles, estaba seguro de ello, guerreros como Loken y Torgaddon, de la propia legión del Señor de la Guerra, o como Varren, de los Devoradores de Mundos… Si al menos pudiera contactar con ellos, salvar sus vidas; pero hacerlo significaba condenar al suicidio a todos los que se hallaban a bordo de la fragata.

Cada minuto que se mantuviera en silencio era un minuto ganado para el plan de Garro de escapar para avisar a Terra. Hombres como Loken y los demás tendrían que buscar su propio camino a través de aquella pesadilla. El mensaje era mucho más importante que las vidas de un puñado de astartes. Garro sólo esperaba que, una vez cumplida su misión, pudiera volver a verlos, bien de regreso a Terra al final de su huida, o una vez más allí, con una flota de castigo a sus espaldas. De momento, esos guerreros estaban solos, como lo estaban Garro y sus hombres.

El capitán de batalla se dirigió a la cabina que Kaleb había preparado para él, y allí encontró la coraza con el águila en su soporte. Estaba pulida y en perfecto estado, como si acabara de salir de un museo, y no como si hubiera tomado parte en un combate hacía menos de una semana. Pasó la mano por la fría ceramita y dejó que lo invadiera la pena por la muerte de su sirviente.

—Moriste con honor, Kaleb Arin —dijo en voz alta—. Honraste a la Guardia de la Muerte y a la Séptima.

Garro deseó poder prometer alguna forma de tributo a la memoria del hombre. Le hubiera gustado poner el nombre del sirviente en el Muro de la Memoria de Barbarus, otorgándole así el honor que habría recibido un hermano de batalla, pero eso no sucedería, no por ahora. Garro dudaba que pudiera volver a ver los húmedos y fríos cielos del planeta natal de la Guardia de la Muerte después de lo sucedido en Istvaan. El espíritu de Kaleb debería conformarse con la estima de su señor.

Los labios de Garro se curvaron en una mueca.

—Aquí estoy, pensando en espíritus, hablando conmigo mismo en una habitación vacía. —Negó con la cabeza—. ¿Qué me está pasando?

Junto a su coraza, había un bólter cuidadosamente colocado sobre una tela verde plegada. Al igual que la coraza, su estado era prístino y sin mácula, recién salido de los artificieros de la legión. Garro se quitó un guantelete y pasó el dedo por el arma. Estaba cubierta de inscripciones en alto gótico, de honores de batalla y nombres de campañas en las que había tomado parte. En distintos lugares, escritos con tinta esmeralda oscura, figuraban los nombres de los hermanos de batalla que lo habían empuñado en combate y perecido con él en las manos. El arma de Garro se había perdido en Istvaan Extremis, destruida por el brutal ataque sónico de la cantora de guerra. No habían quedado más que fragmentos de metal retorcido. Este bólter debería ser, pues, su nueva arma, y fue con el más amargo orgullo que lo cogió y lo colocó preparado para revista. Había un nuevo nombre recién inscrito: Pyr Rahl.

—Gracias, hermano —susurró Garro—. Con él mataré docenas de enemigos en tu nombre.

Como era habitual en los astartes, el equipo de Rahl fue recuperado para que pudiera seguir siendo utilizado por la XIV Legión. Así era como los astartes mantenían viva la memoria de los suyos hasta mucho tiempo después de haber muerto. Los ojos de Garro se fijaron en una bolsa de transporte hecha con lana tosca que estaba tirada en el suelo de la alcoba. Se puso en cuclillas y la recogió.

Las pertenencias de Kaleb. Suspiró. Cuando un astartes moría, siempre había un hermano dispuesto a recoger las escasas posesiones que pudiera haber dejado atrás y cuidar de ellas. Garro sintió una tristeza poco familiar por la muerte de Kaleb. No era la rabia que había sentido por la muerte de Rahl o de los otros cientos que había visto caer. Sólo ahora que Kaleb ya no estaba entendía lo mucho que apreciaba al pequeño hombre, como consejero, como sirviente, como camarada. Por un instante, el capitán consideró la posibilidad de tirar el saco por la compuerta más cercana, pero eso habría sido innoble. En vez de ello, con una gentileza impensable a la vista de sus gigantescas manos, Garro estudió las pertenencias de Kaleb: cuchillas de usos variados y herramientas para cuidar de las armaduras, algunas mudas de ropa, un amuleto hecho con un proyectil de bólter…

Dio la vuelta al objeto entre sus dedos y lo puso a contraluz. Un aguafuerte del Emperador le devolvió la mirada, benefactor y omnisciente. Se guardó el amuleto en un bolsillo. En la bolsa también había unas hojas muy manoseadas unidas por una correa muy ajada. En algunos lugares, allí donde se había roto, había sido anudada. Parte de las páginas eran de diferentes tipos de papel; algunas estaban escritas a mano, otras, toscamente mimeografiadas con palabras borrosas de tanto reproducirlas. Garro encontró bocetos que no le decían apenas nada, aunque podía reconocer elementos como la iconografía del Emperador, de Terra, repetidos una y otra vez.

Lectio Divinitatus —leyó en voz alta—. ¿Era esto lo que me ocultabas, Kaleb?

Garro conocía la secta. Había gente común que, a pesar de la constante luz de la secular Verdad Imperial, había llegado a pensar que el propio Emperador era una criatura divina. ¿Quién, argumentaban, tiene el derecho de acabar con el culto a cualquier otro dios, si no una auténtica divinidad? ¿No era el Emperador una entidad singular, divina?

A pesar de su abierto rechazo de estas creencias, el Emperador inspiraba tal dedicación y devoción. Inmortal y omnipresente, poseedor del mayor intelecto y potencial psíquico de toda la humanidad, a los ojos del Lectio Divinitatus, ¿qué otra cosa podría ser sino un dios?

Sí, ahora Garro lo comprendía, se dio cuenta que la conexión de Kaleb con el culto al Dios Emperador siempre había estado allí, flotando bajo la superficie. Un centenar de medias palabras y hechos tomaron de repente un nuevo significado a la vista de su descubrimiento. Había insultado a Grulgor en el puente artillero por proferir blasfemias contra el Emperador, y en la semiinconsciencia de su coma sanador, Garro había oído la invocación de labios de Kaleb, la súplica de protección.

—Eres una persona decidida —dijo con voz átona. Le volvieron a la mente las últimas palabras del sirviente—. El Dios Emperador así lo ha querido. Su mano rige todos nuestros destinos. El Emperador… el Emperador protege.

Sabía que no podía ir más allá, que iba contra la letra de la Verdad Imperial a la que había dedicado toda su vida, pero Nathaniel Garro siguió leyendo, absorbiendo las palabras, página tras ajada página.

Aunque nunca lo habría demostrado abiertamente, las horas transcurridas le habían afectado hasta la médula. Siempre se había imaginado como la espada en la mano del Emperador, o como una flecha en el carcaj de la raza humana, preparada para atravesar el corazón de los enemigos de la humanidad, pero ¿qué era ahora? Todas las espadas habían chocado entre ellas, las flechas estaban partidas por el asta.

La firmeza de las creencias de Garro estaba a punto de convertirse en arenas movedizas bajo sus pies. ¡Era demasiado para soportar su mero pensamiento! Sus hermanos, su comandante, incluso el Señor de la Guerra, todos se habían puesto en su contra; la sangre de la Guardia de la Muerte manchaba su espada, y aún habría de verter mucha más; las predicciones palidecían delante de sus pensamientos; el augurio de la estrella ciega, la arrogante profecía de la infantil criatura alienígena muerta y la última voluntad de Kaleb.

—¡Es demasiado! —gritó Garro, que cayó de rodillas sujetando con fuerza los papeles.

La horrible mácula de su conocimiento era el veneno que amenazaba con acabar con su alma. Nunca, en siglos de servicio, se había sentido el capitán de batalla tan absoluta y totalmente vulnerable, y en ese preciso momento comprendió que sólo había una persona a la que podía recurrir.

—¡Ayúdame! —gritó, dirigiendo sus súplicas a la oscuridad—. Estoy perdido. —Las manos de Garro actuaron de un modo inconsciente y formaron el gesto del aquila, con las palmas abiertas sobre el pecho—. Emperador —jadeó—, dame fe.

Bajo sus ojos, Garro sintió algo que se liberaba de repente en su interior, una inundación de energía. Fue incapaz de describirlo, y en la semipenumbra de su aposento sintió el eco de una voz que le llegaba de los límites de su psique. Era una mujer llorando, pálida y diminuta, fuerte y delicada a la vez, que lo estaba llamando. Era la voz de sus sueños.

—Sálvanos Nathaniel.

Garro gritó, tambaleándose hacia atrás mientras luchaba por recuperar el equilibrio. Las palabras habían sido tan claras y próximas como si la voz procediera de la misma habitación, junto a su oreja. El guardia de la muerte recuperó la compostura y, respirando dificultosamente, volvió a incorporarse. Notó un peculiar y oleoso sabor que se desvanecía a medida que era consciente de él. El impacto en sus pensamientos había sido tan fuerte como la invasión jorgall en su mente, pero diferente. Lo sobresaltó por su intimidad, pero aun así no le desagradó como el toque telepático del alienígena. Ese instante se vaporizó tan rápidamente como había llegado.

Aún estaba mirando el puñado de páginas que tenía en las manos cuando Decius entró de sopetón en la habitación, con la rabia reflejada en la cara.

* * *

Solun Decius observó cómo su comandante se guardaba apresuradamente un puñado de papeles en una cartuchera del cinturón y apartaba la mirada, como si no estuviera preparado para mirarlo a los ojos.

—Decius —logró decir—, informa.

—Hemos encontrado resistencia —dijo con gruñido—. Yo… Nos hemos enfrentado con lo que quedaba de los hombres de Grulgor. Hicieron un intento de llegar al muelle de carga. Sufrirnos algunas bajas mientras los repelíamos. —En la cara de Decius se formó una mueca—. Fue una carnicería.

Garro se lo quedó mirando.

—Ellos habrían hecho lo mismo con nosotros si hubieran tenido la oportunidad. ¿Por que crees que Typhon nos colocó tanto a Grulgor como a mí en esta nave, si no para acabar conmigo en el momento adecuado?

Decius quería dar rienda suelta a los pensamientos que le bullían en la cabeza, decir que tal vez tenía razón, pero que quizá Garro era el único en la lista de víctimas. Miró con furia al suelo. Lo que más le exasperaba era que no había tenido la opción de elegir. Su destino estaba ahora ligado al del capitán de batalla, pasara lo que pasara. Sí, tal vez esto habría sido lo que Decius habría elegido si hubiera tenido la oportunidad de hacerlo, pero el hecho de no haber podido decidir era lo que le hacía rebelarse.

Su mentor leyó la emoción en su rostro.

—Habla libremente, hijo.

—¿Qué quiere que diga? —protestó acaloradamente Decius.

—La verdad. Si no lo haces aquí y ahora, no volverás a tener la oportunidad —replicó Garro manteniendo su tono habitual—. Quiero que me digas exactamente qué piensas, Solun.

Se produjo una larga pausa mientras Decius intentaba ordenar las ideas que provocaban su resentimiento.

—Acabo de matar a tres hombres que llevaban mi mismo uniforme —dijo, señalando con la cabeza hacia el corredor y el resto de la nave—. No eran alienígenas ni mutantes, sino Guardias de la Muerte, ¡mis hermanos astartes!

—Esos hombres dejaron de ser nuestros hermanos en el instante en que eligieron seguir el camino de Horus en vez de el del Emperador —respondió Garro con un suspiro—. Comparto tu dolor por lo sucedido, Solun, más de lo que piensas, pero se han convertido en traidores…

—¿Traidores? —La ira explotó en su interior—. ¿Quién es para decidir eso, capitán de batalla Garro? ¿Qué autoridad posee para decidir tal cosa, señor? ¡No es el Señor de la Guerra, ni un primarca, ni siquiera el primer capitán! ¡Pero aun así, ha tomado una decisión por todos nosotros! —Garro lo observó sin responder. Decius sabía que osar dirigirse en ese tono a un oficial superior era motivo de reprimenda y castigo, pero, a pesar de ello, no podía controlar su rabia—. ¿Qué sucedería si… si resulta que somos nosotros los traidores, capitán? Horus no dudará en clasificarnos de tales en cuanto sepa lo que hemos hecho.

—Tú has visto lo que yo he visto —dijo su comandante sin inmutarse—. Tarvitz, Grulgor, las órdenes de matar de Eidolon y de Typhon… Si existe alguna explicación que pueda justificar todo esto, que permita olvidar todo lo sucedido, me gustaría mucho conocerla.

Decius avanzó un paso.

—Hay una cosa que no habéis tenido en cuenta. Preguntaos una cosa, señor. ¿Y si Horus tiene razón?

Apenas había acabado de formular la pregunta cuando las sirenas de alarma empezaron a aullar.

* * *

—¡Repite! —insistió Temeter, acercándose al astartes que sostenía hacia él el receptor del comunicador de largo alcance.

Con el constante repiqueteo de los proyectiles entre la fuerza de asalto de la Guardia de la Muerte y los defensores de Istvaan era difícil oír lo que le decía el hombre. Otra abrasadora andanada de munición pesada procedente del Dies Irae rugió sobre sus cabezas, ahogando cualquier otro sonido mientras el titán proseguía su lento avance.

—Señor, tenemos señales fragmentarias. No puedo ubicarlas ni seguirlas.

—Simplemente dame lo que tengas —dijo Temeter, acuclillándose tras un bloque de ferrocemento, ignorando los aullidos de los proyectiles de aguja y el crepitar de los carmesíes rayos láser.

—Todavía no hay señal de los elementos orbitales —prosiguió el guardia de la muerte—. He interceptado una comunicación para los Hijos de Horus, escuadra Lachost, de Lucius, de los Hijos del Emperador.

—¿Lucius? ¿Y qué ha dicho?

—Todo sonaba muy confuso, señor, pero he podido entender perfectamente la expresión «armas biológicas».

Temeter entrecerró los ojos.

—¿Estás seguro? En el informe de misión no había ninguna referencia que indicara que los istvaanianos disponían de esta capacidad. Después de todo, ésta es su ciudad santa. Por qué querría desplegar algo que…

Temeter calló de repente y miró hacia arriba. Para él, el sonido de la batalla se había convertido en un mero ruido de fondo, un constante intercambio de disparos y explosiones, pero de repente, algo había cambiado.

Era el titán. El Dies Irae se encontraba a unos centenares de metros de la posición de Temeter, quien se había acostumbrado a los temblores que provocaba con cada pisada, anticipando su ritmo, pero la gigantesca máquina humanoide se había detenido y permanecía inmóvil, como una gigantesca ciudadela, con sus junturas silbando y repiqueteando. Los proyectiles de mortero le pasaron por encima, impactando sin causar daños en el pecho del Dies Irae, a lo que la tripulación del titán no respondió. Los poderosos cañones del titán seguían apuntando directamente a las líneas enemigas, pero permanecían en silencio.

—Por lo más sagrado, ¿qué está haciendo ese loco? —se preguntó Temeter con un gruñido—. ¡Pon en marcha el titán! ¡Llamad por el comunicados al princeps Turnet y que explique qué está haciendo!

El capitán de la Cuarta Compañía escaneó el casco de la máquina de guerra con sus sistemas ópticos. No había ningún daño aparente de una magnitud suficiente que pudiera explicar el motivo por el que el titán se había detenido. Temeter no podía ver ninguna razón que justificara que se hubiera parado. Su línea de visión pasó por las escotillas de acceso del casco y vio que todas estaban cerradas. Temeter encontró las rejillas de ventilación en el grueso blindaje del mecanismo. Normalmente estarían vomitando los gases de refrigeración usados, pero estaban selladas. Un escalofrío de aprensión le recorrió el espinazo.

—No recibo respuesta del Dies Irae —dijo el otro hombre—. ¿Por qué no responden? ¡Han de ser capaces de oírnos!

—Un arma biológica. —Temeter repasó y comprobó los sellos de su cuello con una angustiosa sensación de turbación. El capitán echó la cabeza hacia atrás y recorrió con la mirada el amarillento cielo por encima de los gigantescos hombros de hierro del titán. Observó algunos brillos aquí y allí, reflejos atravesando la atmósfera superior con rastros de vapor blanco tras ellos. Lo que vio hizo que se pusiera en movimiento de inmediato.

—¡Abre ahora mismo un canal con todas las escuadras! —gritó—. ¡A todos los Guardias de la Muerte, retiraos y buscad cobertura! ¡Alerta de arma biológica! ¡Dirigíos al complejo de búnkers que hay al oeste!

El otro astartes retransmitió sus órdenes por los comunicadores mientras él y Temeter se apartaban de su insignificante cobertura.

Temeter vio al dreadnought Huron-Fal girando sobre su posición.

—¡Ullis Temeter! —El sintetizador de voz del venerable guerrero resonó con un ruido fuerte y áspero—. ¿Quién ha hecho esto?

—Ahora no hay tiempo, viejo amigo —dijo mientras corría—. Simplemente haz entrar a los hombres, ¡ahora!

Con cada paso que daba, una parte de la mente de Temeter vacilaba ante la gravedad de lo que estaba sucediendo. Las bombas empezaron a caer, y únicamente las había podido enviar una persona.

* * *

Garro y Decius subieron por la rampa hacia las ventanas desde las que podría observarse la sala de los barracones a tiempo para ser testigos de cómo las naves del Señor de la Guerra abrían fuego sobre Istvaan III. Una miríada de estelas plateadas, casi demasiado rápidas para poder seguirlas con la vista, pasaron entre las pequeñas naves que, como la Eisenstein, estaban atracadas a poca altura por encima de Ciudad Coral. Aunque no eran más que borrones, Garro no necesitó verlos claramente para saber qué eran: cabezas pesadas clase Atlas modificadas para ataques espacio-tierra, misiles guiados por cerebros servidores cargados con munición penetrante de impactos múltiples. Parecía que la Eisenstein era la única nave cuyos cañones permanecían en silencio, pues hasta la última nave de la Sexagésimo Tercera Flota estaba tomando parte en aquel acto brutal. Las bombas produjeron una sólida lluvia de muerte, convergiendo sobre objetivos predeterminados por todo el planeta. Desde ese terrible punto de observación de la masacre, la mancha blanco-grisácea sobre la Ciudad Coral era fácilmente visible.

Garro observó con horror cómo los instrumentos de la traición de Horus brillaban con un color rojo al traspasar la atmósfera antes de caer sobre sus hermanos de batalla. A su lado, la cara de Decius demostraba una peculiar y grotesca fascinación mientras trataba de comprender la magnitud de la destrucción.

* * *

Temeter y Huron-Fal se encontraban en la cresta baja de la colina que había delante de la compuerta de acero del búnker, gritando a sus hermanos que corrieran y corrieran, que corrieran sin mirar atrás. Temeter sintió una punzada de miedo, no por él, sino por sus hombres. Todos habían respondido perfectamente a sus órdenes, retrocediendo ordenadamente y alejándose del enemigo siguiendo las líneas de trincheras que ya habían despejado. Cientos de ellos ya estaban en los búnkers, sellándose en su interior ante el inminente bombardeo, pero había muchos más que no lograrían alcanzar las puertas. Volvió a mirar hacia el enfermizo cielo y Temeter se sintió desgarrado por dentro. «¿Quién nos ha traicionado? se preguntó a sí mismo, repitiéndose la pregunta del viejo dreadnought: ¿Por qué, en el nombre de Terra, por qué?».

—¡Ullis! —graznó el viejo guerrero golpeando el suelo a su lado—. ¡Entra ya! ¡Sólo tenemos unos segundos!

—¡No! —replicó—. ¡Mis hombres primero!

—¡Idiota! —le espetó Huron-Fal, olvidándose totalmente del protocolo—. ¡Yo me quedaré! Nada puede penetrar mi pellejo. Márchate, ¡ahora! —Empujó a Temeter con su gigantesca garra mecánica—. ¡Maldita sea, entra de una vez!

Ullis Temeter trastabilló un paso hacia atrás, pero su mirada todavía estaba fija en el cielo.

—¡No! —dijo, mientras unos destellos de luz brillante teñían el firmamento de un blanco cegador.

A gran altura por encima de ellos, la primera andanada de cabezas víricas detonaron en serie; un muro de explosiones que liberaron una intensa lluvia negra de destrucción. Las cepas víricas, capaces de producir cambios mutacionales increíblemente rápidos y con un coeficiente de propagación casi exponencial, acabaron con todas las bacterias nativas de la atmósfera. La tenue y oscura nube de muerte empezó a asentarse sobre Ciudad Coral en el momento en que lanzaron la segunda oleada. Los explosivos no detonaban hasta llegar al suelo, cubriendo distritos enteros de la ciudad, campos abiertos y líneas de trincheras con oleadas de neblina aniquiladora.

El Devorador de Vida hizo el trabajo para el que lo habían diseñado. Cuando una de sus moléculas entraba en contacto con una forma orgánica, propagaba al instante su muerte putrefacta. En la Ciudad Coral, cada ser viviente, cada humano, animal, planta, cada organismo hasta el nivel de los microbios, fue aniquilado por el virus. Eliminó las diferencias entre las especies en un segundo, acabando con toda la vida del planeta. La carne se corrompió y la sangre hirvió. Los huesos se rompieron y se volvieron frágiles. Istvaanianos y astartes murieron por igual, gritando, unidos en la muerte por el imparable germen.

Temeter vio a los guerreros corriendo hacia él, muriendo a sus pies. Algunas figuras se fundieron con el barro cuando sus cadáveres se convirtieron en un rojizo claro esencial de fragmentos de carne y fluidos viscosos que se derramaron a través de las junturas de sus servoarmaduras. Sabía que había esperado demasiado tiempo, y gritó con todas sus Fuerzas.

—¡Cerrad la compuerta! ¡Cerradla!

Los hombres del búnker hicieron lo que les ordenó mientras ya notaba el sabor de la sangre en la boca y la piel le ardía anticipando graves lesiones.

La puerta de metal se cerró y el sello de presión siseó, dejándole a él fuera. Temeter confiaba en que hubieran sido lo suficientemente rápidos. Con un poco de suerte, todavía no habría logrado penetrar ningún virus en el interior. Logró dar un par de temblorosos pasos antes de caer. Los músculos de sus piernas se quejaron, agónicos.

Huron-Fal lo sostuvo.

—Te dije que corrieras, idiota.

El capitán se quitó el casco en un último y agónico gesto de desafío. Ya era totalmente inútil, porque el virus había penetrado sin ningún problema por la rejilla del respirador y había llegado a sus pulmones. Pasó la mano por el metálico flanco del dreadnought y notó un oscuro rastro de fluidos. Aun a pesar del dolor, Temeter lo entendió. Había una pequeña fractura en la coraza de ceramita del viejo guerrero, no lo suficientemente grave como para haberle frenado en combate, pero mucho más de lo que necesitaba el virus para llegar al interior del dreadnought y acabar con el organismo de su ocupante.

—Tú… me mentiste.

—Prerrogativa de los veteranos —logró replicar—. Parece que al final nos iremos juntos. ¿Vamos? —preguntó Huron-Fal, sosteniendo el cuerpo de Temeter contra el suyo y alejándose con toda la rapidez que pudo del búnker.

Temeter necesitó reunir hasta el último ápice de fuerza para asentir. Ya ciego, notó cómo los tejidos de los ojos le ardían y desaparecían en su cabeza, y cómo la carne de sus labios y su lengua se disolvía.

Los sistemas de Huron-Fal estaban a punto de desconectarse cuando cayó a una distancia segura, deteniéndose del todo.

—Esta muerte —susurró el altavoz—, esta muerte es nuestra. Nosotros la hemos elegido. Os negamos la victoria.

Con un único impulso nervioso, la mente del guerrero en el corazón del dreadnought desactivó los controles de seguridad de su generador de fusión y dejó que se sobrecalentara. Por un instante, una diminuta estrella brilló en las asoladas llanuras del exterior de Ciudad Coral, indicando el punto donde habían desaparecido dos vidas más en medio de la tormenta de destrucción.

* * *

Garro apartó la mirada de la oscuridad que envolvía al mundo moribundo y observó a su protegido.

—¿Ahora lo crees? Con un planeta totalmente privado de vida, ¿no tienes suficientes pruebas de esta locura?

Decius respondió en un suspiro de sobrecogimiento.

—Es… es increíble. Tanto poder de destrucción.

Garro sintió que le fallaban las piernas y se apoyó con una mano en las ventanas de vidrio blindado.

—Todavía no ha terminado. Aún falta una andanada más antes de acabar con la masacre.

—Pero el virus está consumiendo todo el planeta…, toda la vida, en todas partes. ¿Qué mayor devastación puede crear el Señor de la Guerra?

Las palabras de Garro sonaron fatigadas y huecas.

—Con tantos muertos, tan rápidamente, el Devorador de Vida se agota con rapidez, pero la masa de cadáveres que deja atrás se pudre y descompone. —El rostro se le contrajo en una mueca de asco—. Los… restos se convierten en podredumbre gaseosa. Imagínate, Solun, un mundo entero convertido en un gigantesco tanatorio. La atmósfera apestará con el hedor de los muertos.

Las naves de la flota estaban cambiando de posición para permitir que una única nave pudiera colocarse en la posición de disparo predeterminada. Era la nave insignia del Señor de la Guerra. La brillante nave en forma de espada, el Espíritu Vengativo.

—Evidentemente —dijo con amargura Garro—. Horus. Viene a asestar el definitivo golpe de gracia. Debería haberlo supuesto. —Garro deseaba cerrar los ojos, mirar hacia otro lado, pero mirara donde mirara, veía las caras de los hombres que había dejado a su suerte allí abajo. Vio a Temeter y Tarvitz, los imaginó agonizando en la masacre, esperando, incluso rezando para que hubieran sobrevivido a la primera andanada—. Ahora deben sobrevivir al golpe de gracia.

El Espíritu Vengativo se detuvo y giró con amenazadora lentitud para apuntar con la proa hacia Istvaan III. En medio del silencio, se produjo un destello de luz a lo largo de las mandíbulas de las dos lanzas de energía que recorrían los laterales de la nave. Los rayos de fuego cegador alcanzaron la atmósfera del planeta, que se tiñó de un nuevo color. El naranja de una tormenta de fuego.

—Como poner una cerilla bajo un puñado de madera seca —dijo Decius—. Los vapores de los muertos se han incendiado. Las llamas engullirán todo el planeta.

—Todo esto es obra de Horus —afirmó Garro, tratando de alejar la tristeza de su corazón.

Permanecieron allí durante lo que les parecieron horas, observando cómo el fuego atravesaba continentes y asolaba ciudades mientras la nave insignia de Horus, el único artífice de la destrucción de Istvaan III, orbitaba por encima de todo ello. El tiempo transcurrió implacable mientras los dos astartes eran testigos de la distante masacre.

Al cabo de un rato, un fuerte campanilleo resonó en la sala a través del sistema de comunicaciones de la nave.

—Capitán Garro, acuda al puente. —Era la voz de Carya, baja y átona—. Tenemos un problema.

Nathaniel finalmente se apartó de la ventana y se alejó. Decius permaneció unos segundos más, con un extraño brillo en los ojos, antes de seguirle, corriendo para alcanzar a su comandante.

* * *

Baryk Carya no podía apartar la mirada del ventanal delantero del puente. La lenta muerte del planeta que tenía a la vista era una aberración para él, un acto brutal contra el que se rebelaba hasta la última fibra de su ser. No había realizado su juramento de lealtad para formar parte de ese horror. Observó la sala y vio cómo Maas lo estaba mirando desde la sala de comunicaciones, sosteniendo todavía la nota que el capitán le había dado. Se dirigió hacia el oficial, tratando de mantener su máscara de autoridad.

—¿Ya está hecho? —le preguntó.

—Yo… —Maas hizo una mueca—. Yo he enviado la señal que me ordenó enviar, señor.

La desazón del joven era evidente en su cara, aunque a Carya no le preocupaba en absoluto su reticencia a enviar el mensaje de lo que evidentemente era una mentira. El capitán le arrancó el papel de la mano y lo rompió en mil pedazos. El mensaje había sido enviado al Terminus Est con la runa de mando de Grulgor cuidadosamente falsificada por Vought. Con frases bruscas que esperaba imitaran la forma de hablar del astartes, Carya había informado al primer capitán Typhon que la Eisenstein había sufrido una avería en el sistema de armamento que le había impedido disparar sobre Istvaan III. Era una excusa muy pobre, tan débil como el papel en el que estaba escrita, pero probablemente les haría ganar tiempo.

—Lo que ha hecho le va a costar el puesto —susurró Maas con voz débil—. Se encuentra al borde del amotinamiento contra una orden del Señor de la Guerra.

—Sé un poco más preciso con lo que dices —replicó Carya—. Un motín es cuando la tripulación toma el control de una nave. Cuando lo hace el capitán, se llama traición.

—¡Se llame como se llame, está mal!

—¿Mal? —La rabia de Carya se desató en un instante y cogió a Maas por el cuello, sacándolo violentamente de la sala de comunicaciones y arrastrándolo por el puente—. ¿Quieres ver lo que está mal? ¡Mira eso! —Carya obligó al oficial de comunicaciones a mirar por los ventanales hacia la distante masacre. Le dio un débil empujón y le dijo—: ¡Vuelve a tu maldito puesto y guárdate bien de volver a decir lo que piensas!

Vought se puso a su lado.

—Con su permiso, señor. La otra nave; lo he confirmado. Está en vector de aproximación, acercándose a plena potencia de avance.

—¿Está al alcance de los cañones?

Ella asintió.

—Me he tomado la libertad de considerar las opciones de una respuesta armada, aunque quizá el truco no funcione esta vez. Si los destruimos, toda la flota lo verá.

La compuerta del puente se abrió y el capitán de la Séptima entró acompañado por uno de sus hombres. Sus ojos parecían desprovistos de toda vida.

—Capitán —dijo Garro gravemente—, ¿hay alguna emergencia?

El capitán de la nave asintió.

—La hay. Racel, muéstraselo.

Vought manipuló los controles del proyector hololítico para mostrar una visión cercana del espacio alrededor de la fragata. Una punta de flecha roja se movía rápidamente hacia la nave.

—Otra Thunderhawk —explicó ella—, en vector de intercepción.

—¿Tarvitz? —preguntó el otro astartes, el que se llamaba Decius—. ¿Ha estado en órbita todo este tiempo, o ha regresado de la superficie?

Racel negó con la cabeza.

—No, el código de identificación de esta nave es diferente. Su designación es nueve-delta. Pertenece a los Hijos de Horus, asignada al Espíritu Vengativo.

—Él lo sabe —gimió la voz del oficial de comunicaciones—. Horus sabe lo que ha sucedido aquí. Viene para…

—¡Cállate, Maas! —le espetó Carya.

—Puede que tenga razón —afirmó Decius.

Garro hizo caso omiso del hololito y se dirigió a los ventanales, buscando el transporte directamente con la vista.

—¡Allí, ya lo veo! —señaló después de unos instantes.

—Capitán, ¿cuáles son su órdenes? —El capitán de la nave se sentía incómodo, perturbado por la extraña sensación de que las situaciones se repetían. Así era como había empezado todo, con una única Thunderhawk, con Tarvitz y su advertencia.

Una emoción que Carya no podía identificar cruzó la cara de Garro como una nube cubriendo el sol. Entonces se dio media vuelta y se dirigió al panel de comunicaciones. Sin preámbulo alguno, cogió el comunicador y habló:

—Cañonera Thunderhawk, identifíquese. —Garro miró a Vought y le lanzó una mirada para que estuviera preparada.

Una voz gutural con acento chtoniano gruñó en el comunicador:

—Mi nombre es lacton Qruze, anteriormente de los Hijos de Horus.

—¿Anteriormente? —respiró Garro.

—Sí, anteriormente.

Decius asintió a su comandante.

—Lo conozco, señor. Es un viejo soldado al que le ha pasado su tiempo, el tercer capitán de Horus. Ellos lo llaman «El que Se Oye a Medias».

Garro aceptó la explicación sin ningún comentario.

—Explíquese —exigió. Carya se dio cuenta de que el capitán apretaba con fuerza los puños, tanto que, con la tensión, no le llegaba la sangre a los nudillos.

Captó la agonía que contenían las siguientes palabras del veterano, incluso entre los chasquidos del canal de comunicaciones.

—Ya no formo parte de la legión. No quiero tener nada que ver con lo que el Señor de la Guerra está haciendo.

El capitán de batalla soltó el comunicador y se frotó la cara.

—Puede ser una treta —insistió Vought—. ¡Ese transporte puede estar cargado de astartes de la nave de Horus!

—Dejémosles venir —gruñó Decius—. Prefiero una batalla honesta a todo este subterfugio.

—O tal vez una bomba…

—No. —Las palabras de Garro hicieron callar a los demás—. Ella está a bordo. Él no miente.

—¿Ella? —Las cejas de Carya se fruncieron—. ¿De quién está hablando?

—Hay refugiados en esa nave, estoy seguro. Abran el muelle de atraque y prepárense para recibir la Thunderhawk a bordo —ordenó.

* * *

La pesada nave maniobró con dificultad hacia la grúa de captura y los retropropulsores se encendieron. Con unos fuertes gemidos, los servidores del muelle accionaron los brazos manipuladores para llevar la Thunderhawk a la misma plataforma a la que Garro y sus hombres habían llegado hacía menos de un día. Hakur y su escuadra estaban preparados con los combi-bólters amartillados y dispuestos, pero Garro se negó a desenfundar su arma. Vio a Voyen y los otros observándolo detenidamente con la misma pregunta reflejándose en sus caras. Todos ellos pensaban que estaba loco haciendo esto. Él habría dicho lo mismo si hubiera estado en su lugar.

No se lo reprochaba, pero ellos no veían lo mismo que él. Incluso a Garro le resultaba difícil expresar en palabras la sensación que notaba en el corazón. Él tenía el conocimiento. Eso era. Aunque no podía explicarlo, sabía con absoluta certeza que esa nave llevaba consigo una carga tan valiosa como la advertencia que él se había comprometido a entregar. El sueño… Todo estaba en el sueño.

La compuerta frontal de la Thunderhawk se abrió vomitando nubes de gases, y desembarcaron cuatro figuras. Al frente iba un arrugado y anciano guerrero con la servoarmadura de los Hijos de Horus. Andaba con la misma orgullosa arrogancia que Garro había visto en cientos de astartes chtonianos, pero su expresión era de pesar, la de un soldado que ha visto demasiadas cosas. Mostraba signos evidentes de un combate reciente, con heridas aún abiertas y manchas de sangre fresca, pero parecía no hacerles ningún caso.

—Así que eres Garro —dijo—. El joven Garviel habló de ti una o dos veces. Él decía que eres un hombre bueno.

—Y tú eres lacton Qruze. Me gustaría decir que sois bienvenidos, capitán, pero eso está muy alejado de la verdad.

Qruze asintió con fuerza.

—Entiendo. —Hizo un momento de pausa, y después miró directamente a Garro—. Entonces, supongo que quieres esto. —El viejo guerrero levantó su bólter y los demás astartes se pusieron alerta por el movimiento—. Tómalo, hijo. Si quieres acabar con nosotros, hazlo, si es así como han de ir las cosas. No podemos correr más.

Garro tomó el bólter y se lo entregó a Sendek.

—Haré que lo limpien y te lo devuelvan —dijo—. Me temo que en las próximas horas voy a necesitar a todos los hombres capaces de luchar. —El capitán de batalla se adelantó y le ofreció su mano a Qruze—. Tengo la misión de avisar de la pérfida acción de Horus a Terra y al Emperador. ¿Te unirás a mí?

—Lo haré —dijo Qruze, aceptando el gesto—. Me someto a tu autoridad en esta misión. Pero me temo que lo único que tengo para ofrecerte de la Tercera Compañía es un lobo lunar bien entrado en años.

—¿Un lobo lunar? —repitió Decius—. Vuestra legión…

Los ojos del viejo guerrero ardieron de rabia.

—Nunca más seré conocido como un Hijo de Horus, recuérdalo, muchacho.

Garro esbozó una leve sonrisa.

—Está bien, capitán Qruze. Te doy la bienvenida a la variopinta tripulación de la nave espacial Eisenstein. Somos menos de un centenar de hermanos de batalla.

—Más que suficiente si el destino nos sonríe.

Garro señaló las heridas de Qruze.

—¿Necesitas asistencia médica?

El lobo lunar restó importancia a la pregunta con un gesto de la mano y se dio la vuelta para señalar a los otros pasajeros de la cañonera.

—He sido descuidado. Loken me pidió que pusiera a salvo a estas personas, y eso he hecho trayéndolas aquí. Deberías darles también la bienvenida.

Nathaniel vio a un hombre viejo, al que reconoció en seguida.

—A usted le conozco.

El anciano llevaba las ropas de un iterador de alto rango, no en todo su esplendor, pero aun así mantenía las formas de su puesto bajo su preocupada expresión. Logró esbozar una pequeña sonrisa.

—Es un honor, capitán de batalla. Soy Kyril Sindermann, iterador primario de la Verdad Imperial. —Las palabras salieron de su boca de forma rutinaria, pero la respuesta formal murió cuando siguió diciendo—: O al menos lo era. Me temo que en los últimos días he alcanzado un momento de transición.

—Como todos nosotros —asintió con un murmullo—. Recuerdo haberle visto a bordo del Espíritu Vengativo, atravesando el muelle de atraque. Se estaba dirigiendo a alguna parte. Parecía preocupado.

—Ah, sí. —Sindermann miró a los otros dos pasajeros—. Mi vanidad es tal que pensaba que me habría conocido por mis discursos, pero no importa —dijo mientras se serenaba. Era evidente que la huida de la nave de Horus se había cobrado un alto precio en él. Sindermann colocó una cautelosa mano en el antebrazo de Nathaniel—. Gracias por el santuario que nos ha proporcionado, capitán Garro. Por favor, permítame presentarle a mis compañeros. La señorita Mersadie Oliton, una de las documentalistas del Emperador…

—¿Una rememoradora? —Nathaniel observó con interés la cabeza de la mujer de piel de ébano que emergía por debajo de una tosca capa de viaje.

Tenía un cráneo peculiar que se extendía por debajo del cuello mucho más que el de un humano normal, y que relucía como el cristal. Inmediatamente pensó en el psíquico jorgall, pero donde el niño alienígena había sido el resultado del azar, de una horrenda mutación, la documentalista era delicada y llena de gracia, incluso bajo esas agotadoras circunstancias. Garro se sorprendió de su mirada y asintió.

—Señora, perdóneme, jamás había estado en presencia de una contadora de historias. —Ella era muy diferente de lo que se había imaginado. Oliton parecía que estuviera hecha de cristal, y él tenía miedo de tocarla, por temor a romperla.

—Me recuerda a Loken —dijo Oliton de repente, con una fuerza que pareció sorprenderla incluso a ella—. Tiene los mismos ojos.

Garro asintió nuevamente.

—Muchas gracias por el cumplido. Si el deseo del capitán Loken es que estuviera a salvo, ése será también mi deseo. No tema.

Sindermann se dio cuenta de la debilidad que ella sentía en ese momento y gentilmente la apartó a un lado.

—Otro refugiado, capitán.

Nathaniel vio la última figura y sintió que la garganta se le agarrotaba. Era una mujer con ropas muy sencillas. Parpadeó, incapaz de discernir si lo que tenía ante los ojos era real o algún tipo de visión extraña.

—Tú —logró llegar a decir.

Garro la conocía a pesar de que jamás se habían encontrado. Él había notado el salado toque de sus lágrimas en la cara, el fantasma de su voz en lo más profundo de su trance sanador, y una vez más, en su aposento.

—Mi nombre es Euphrati Keeler —dijo ella. La mujer le puso la palma de la mano sobre la placa pectoral y le sonrió con calidez—. Sálvanos, Nathaniel Garro.

—Lo haré —dijo él, distante, por momentos perdiéndose en la brillante mirada de la mujer. Con gran esfuerzo logró volver en sí y ordenó a sus hombres que bajaran las armas. Garro aspiró profundamente y llamó a Voyen con una seña—. Conducid a estas personas a los niveles interiores, donde estarán a salvo. Cuida de que estén cómodos y vuelve a informar.

Qruze se puso a su lado.

—¿Tienes un plan de acción, hijo?

—Nos abriremos paso luchando —dijo Hakur mientras se acercaba—. Abriremos un paso y saltaremos a la disformidad.

—Hum, brutal y directo. Característico de la Guardia de la Muerte.

Hakur se quedó mirando al lobo lunar.

—Muchas veces hemos oído decir lo mismo de vuestra legión.

El viejo astartes asintió.

—Es verdad. La forma de ser de nuestras hermandades es muy parecida. —Miró a Nathaniel—. ¿Vamos, pues, a la batalla?

Garro observó cómo Keeler y los otros se alejaban, con sus pensamientos en conflicto.

—¡A la batalla! —respondió.