SIETE
Un aterrizaje brusco
Devoradoras de vida
La decisión
El honor de ser los primeros Adeptus Astartes en poner pie en la superficie de Istvaan III en aquella misión de recuperar el planeta para el Imperio le correspondió a la Guardia de la Muerte. El corazón de Ullis Temeter se llenó de orgullo marcial al saber que tanto él como los guerreros de su compañía se encontrarían en primera línea de la punta de lanza. La cápsula de desembarco del capitán se estrelló con un sólido estampido de tierra arrancada contra una de las pequeñas planicies embarradas situadas al lado de la línea de trincheras de la Ciudad Coral. La onda expansiva del aterrizaje se repitió una y otra vez cuando centenares de cápsulas de desembarco se hundieron a medias en el suelo después de caer como una lluvia torrencial dejando tras de sí llameantes estelas anaranjadas.
La fuerza de invasión la componían miles de efectivos, con guerreros de todo rango y condición abatiéndose con una furia fría y decidida contra la superficie. La mente de todos y cada uno de los astartes albergaba rabia y odio contra los rebeldes. Las tropas de la Guardia de la Muerte no eran más que una parte de las múltiples brigadas de guerreros y de máquinas de combate que se habían enviado contra Istvaan III.
Los costados de la cápsula de Temeter salieron despedidos, impulsados por los mecanismos de apertura explosivos. El capitán inhaló profundamente su primera bocanada del aire del planeta para comenzar a dar órdenes a sus guerreros.
—¡Por Terra y por Mortarion!
Temeter hizo salir a su escuadra de mando del cráter poco profundo que había abierto la cápsula al aterrizar y de inmediato abrió fuego. La descarga de proyectiles trazadores abatió a un grupo de soldados traidores que se habían acercado demasiado para observar.
Vardus Praal había preparado bien sus defensas. Había talado por completo el bosque que antaño crecía en ese lugar y lo había sustituido por una llanura mortífera repleta de trincheras, túneles y búnkers bajos. Al otro lado, a unos cuantos kilómetros de distancia, empezaban las afueras de la Ciudad Coral en sí. La fría luz solar blanco-azulada diurna hacía que todo brillara y reluciera. Temeter divisó unas cuantas estelas anaranjadas descender sobre la propia ciudad, en dirección a las impresionantes siluetas del palacio del Señor del Coro y el Sagrario de la Sirena. Se trataba de los elementos de asalto de los Devoradores de Mundos, de los Hijos del Emperador y de los Hijos de Horus.
Sonrió. La Guardia de la Muerte se encontraría con ellos dentro de muy poco tiempo, pero primero tenían que llevar a cabo un buen castigo. Los traidores soldados de Praal se habían levantado en desafío a la orden del Emperador para que se sometieran de nuevo. El deber del capitán Temeter era mostrarles lo muy equivocados que estaban. Habría sido muy sencillo para la fuerza de invasión astartes dejar atrás todas aquellas trincheras y el sistema de defensa, pero hacerlo habría dado la impresión equivocada. Hubiera implicado que aquellas fortificaciones eran, en cierto modo, un desafío para el poder imperial, cuando era evidente que no se trataba más que de una molestia sin apenas importancia. Así pues, Temeter y la Guardia de la Muerte se adentrarían en los corredores de disparo de las líneas istvaanianas para anularlas y destruir todas las defensas para luego seguir su camino hacia la Ciudad Coral y demostrar a aquellos idiotas ilusos cuál era la realidad. Nada podía oponerse a la voluntad del Emperador.
Los astartes avanzaron por encima del barro oscuro formando una sólida línea de armaduras de colores gris mármol y verde. Era una impresionante oleada de ceramita y flexiacero que atravesaba rollos de alambre de espino y barreras formadas por troncos de árboles sin desbastar. Caminaron entre zonas delimitadas de tiro e hicieron caso omiso de los proyectiles sólidos que les rebotaban contra la armadura. Algunos astartes se detuvieron aquí y allí al descubrir escotillas ocultas que se encargaron de cerrar de forma definitiva con granadas de fusión.
El capitán echó un vistazo atrás y vio al venerable dreadnought Huron-Fal avanzando por su flanco derecho. Las garras desplegadas de las patas del enorme guerrero blindado lanzaban una lluvia de barro cada vez daba un paso. Las ráfagas de fuego disparadas por los cañones acoplados que llevaba montados en el brazo derecho levantaron grandes surtidores de tierra en las líneas enemigas y lanzaron por el aire a los soldados enemigos.
Los defensores de la Ciudad Coral llevaban puestos uniformes de un color gris apagado semejante al tono del barro que los rodeaba, pero aquellos patéticos intentos de camuflarse no sirvieron para nada, ya que los cascos de los astartes llevaban incorporados lentes de intensificación de imagen y funciones de búsqueda infrarroja. Dio la orden en el lenguaje de signos de batalla para que la línea se dividiera en grupos de escaramuza y contempló cómo los guerreros se separaban por escuadras.
Temeter conocía a la mayoría de los guerreros de su destacamento por el nombre, aunque también había miembros de la Guardia de la Muerte junto a los que no había luchado jamás. El plan de despliegue que el Señor de la Guerra había elaborado para el asalto era sensato, pero no era el que el propio Temeter hubiera confeccionado. En vez de seguir las líneas tradicionales de unidades por división de compañías, Horus había peinado las legiones en busca de elementos incluso a nivel de escuadras individuales, por lo que había reunido una fuerza que incluía guerreros procedentes de docenas de compañías diferentes.
Por lo que Temeter sabía, aquello no había ocurrido sólo en la Guardia de la Muerte, sino también en los Devoradores de Mundos, en los Hijos del Emperador y en la propia legión de Horus. Tuvo que admitir que el trasfondo estratégico de semejante despliegue selectivo estaba más allá de su comprensión, pero si el Señor de la Guerra lo había ordenado así, sin duda debía existir una razón para ello. Lo cierto era que, en su fuero interno, el capitán de la Cuarta Compañía estaba contento de, para variar, estar al mando del campo de batalla y de poder combatir sin tener que contemplar la fanfarronería de Grulgor o de obedecer las brutales tácticas de Typhon.
El enemigo se estaba reagrupando después de recuperarse de la sorpresa del desembarco inicial, y sus disparos ya no eran tan dispersos. El agudo sentido del oído de Temeter captó por encima del estampido de los disparos unos sonidos atonales e intermitentes que le recordaron a alguien cantando. Había leído los informes posteriores al combate en Istvaan Extremis, por lo que conocía la existencia de los llamados «cantores de guerra» y su extraña magia coral. Por lo que parecía, allí, en el tercer planeta, el poder arcano de su peculiar música también tenía influencia. Temeter alzó su combi-bólter y comenzó su propia sinfonía.
* * *
La Eisenstein era una nave de aspecto muy común. Se trataba de un diseño antiguo, dentro del rango del tonelaje de una fragata, de poco más de dos kilómetros de longitud de proa a popa. Mostraba cierta semejanza con las nuevas fragatas de la clase Sword, pero sólo porque la mayoría de las naves imperiales compartían una filosofía de diseño muy parecida. Casi todas las naves al servicio del Señor de Terra se construían basándose en elementos similares: una proa en forma de daga, un bloque gigantesco con los motores sublumínicos y de disformidad y, entre ambas partes, un casco cubierto de almenas y complejas estructuras de acero.
—No parece gran cosa —comentó Voyen en voz baja mientras miraba a través de uno de los escotillones del Stormbird que los trasladaba desde la Resistencia. Todavía se comportaba con cierta cautela con respecto a Garro, y se le notaba en la voz.
—No es más que una nave —le contestó el capitán de batalla—. Aquí o allá, cumpliremos nuestro deber sin importarnos el lugar.
Llegaron al muelle de atraque de la fragata, que parecía abarrotado y estrecho en comparación con el de la Resistencia. El capitán de la nave había acudido para cumplimentar a la Guardia de la Muerte con un grupo de oficiales.
—Baryk Carya —les dijo con un acento cerrado y un saludo enérgico al recibirlos—. Comandante Grulgor, capitán de batalla Garro. Tal como nos ha ordenado el primarca, esta nave es suya hasta la muerte o nueva orden.
Carya era un individuo achaparrado y de tez oscura, con una mata de cabello gris que le rodeaba la cabeza y la barbilla. Garro se fijó en el brillo de la placa de carbono que llevaba implantada en la mejilla y vio el manojo de cables terminados en clavijas de conexión que colgaba formando una cola en la parte posterior del cráneo. Mostraba un comportamiento un tanto lacónico hacia ellos, pero no lo suficiente como para que se considerara un desacato.
Carya era la máxima autoridad cuando no había un oficial del Adeptus Astartes a bordo, y Garro estaba seguro de que el capitán tenía un cierto resentimiento contra ellos por tener que abandonar el mando debido a su llegada. El capitán naval miró a su acompañante, una mujer delgada de cara enjuta. Garro reconoció las insignias de oficial de mando en las hombreras.
—Mi oficial de puente, Racel Vought.
La mujer se inclinó y les hizo el signo del aquila.
Grulgor aprovechó ese momento para soltar un bufido de leve desprecio.
—Puede continuar con sus tareas, capitán. Cuando el capitán Garro o yo necesitemos sus servicios, se lo haremos saber.
Carya y Vought saludaron y se marcharon. Garro contempló cómo se marchaban mientras pensaba que Grulgor ya estaba intentando colocarse en posición de superioridad sobre él, y todavía no llevaban ni un minuto a bordo de la Eisenstein.
Miró hacia atrás, hacia el campo que mantenía fuera el vacío del espacio, en el preciso instante en que un último Stormbird entraba en el muelle de desembarque impulsado por unos chorros azules y viraba para aterrizar al lado de los transportes destinados a los componentes de la Segunda y de la Séptima. Garro frunció el entrecejo debido a una repentina incertidumbre. Contó los Stormbirds. Estaba seguro de que el que acababa de llegar no era necesario. Tampoco es que los dos oficiales astartes se hubieran llevado a todas sus escuadras de mando con ellos.
La nave se posó y plegó las alas de ave rapaz, que se pegaron al fuselaje. El capitán la vigiló con el rabillo del ojo, a la espera de que se abriera la escotilla de desembarco y salieran más guerreros de Grulgor, pero no se movió. Quizá no había pasajeros a bordo. Quizá la nave no transportaba más que carga inerte.
Grulgor se puso delante de él y le sonrió sin humor alguno.
—Voy a realizar una inspección general de la nave para asegurarme de que se encuentra en completo estado operativo para la batalla.
—Muy bien.
El comandante le hizo una señal a un grupo de sus guerreros y se alejó sin mirar atrás. Garro dejó escapar un suspiro y se dio la vuelta hacia Kaleb. El asistente estaba a su espalda, ya inclinado en una reverencia.
—Supervisa que los servidores de la Eisenstein descarguen las armas y el equipo. —Se quedó callado un momento—. Y consigue toda la información que puedas sobre la carga que lleva el último Stormbird que ha llegado.
—Sí, mi señor. Haré que los servidores instalen el equipo en las zonas de armado de la fragata.
Garro se volvió hacia el sargento Hakur.
—Andus, llévate a los hombres y encuentra un buen alojamiento antes de que los de Grulgor se queden con los mejores espacios. —Tras despedir con un saludo al veterano, el capitán de batalla se dio la vuelta hacia su escuadra de mando—. Me voy al puente de mando. Decius, Sendek, venid conmigo.
Voyen lo miró fijamente.
—¿Mientras Grulgor merodea por las cubiertas inferiores? Perdóneme, mi señor, pero encuentro su actitud algo inquietante.
—¿Y quién no? —comentó Sendek.
—Es tu superior, apotecario —le replicó Garro con más dureza de la que pretendía—. Tiene autoridad para hacer lo que quiera, dentro de lo razonable. —Nathaniel le hizo un gesto con la mano—. Vete con Hakur. No estoy de humor para andar con especulaciones inútiles.
Garro, acompañado por sus hombres, se dirigió a la plataforma del elevador que los llevaría hasta los puentes centrales de la fragata. Mantuvo el rostro sin expresión alguna, pero lo cierto era que Voyen había tocado una fibra sensible. Habría sido inapropiado y contraproducente que el capitán de batalla hubiera hablado de forma abierta delante de los astartes rasos, pero lo cierto era que también él sospechaba que Grulgor se traía algo entre manos.
«¿A esto hemos llegado? —La idea le dio vueltas en la cabeza—. ¿A que los guerreros de la misma legión no puedan mirarse el uno al otro sin sentir desconfianza? Una cosa es la rivalidad entre camaradas y otra es la enemistad… Y esto… ¿Qué es lo que estoy presintiendo?».
* * *
—¡Capitán! —Temeter alzó la mirada y vio a uno de sus oficiales recién ascendidos—. Señor, el avance por el flanco norte se ha quedado atascado en un cuello de botella. Los defensores tienen un cañón cuádruple acoplado que barre toda la zona. Está emplazado en el interior de un búnker de ferrocemento. ¿Doy la orden de rodearlo?
Temeter soltó un bufido.
—Somos la Guardia de la Muerte, muchacho. Cuando nos encontramos con una roca en nuestro camino, no la rodeamos como si fuéramos agua. ¡La golpeamos y la destruimos! —Se puso en pie y llamó con un gesto de la mano a su escuadra de mando—. Enséñame ese obstáculo.
Avanzaron semiagachados por el terreno ondulado y cruzaron de un salto las trincheras repletas de cadáveres istvaanianos y casquillos de proyectil. A pesar de que el estampido y el silbido de los disparos sonaba por doquier, Temeter también captó el doliente e irritante canto fúnebre del enemigo. El capitán pasó por encima de una leve inclinación y abandonó la cobertura para aplastar a pisotones un altavoz que se había caído de un mástil de apoyo. El artefacto soltó una lluvia de chispas y quedó en silencio.
—Allí, mi señor —le indicó el oficial.
Se trataba de un hexágono liso enclavado profundamente en el barro gris. El tono claro del ferrocemento indicaba que la construcción no tenía más que unos pocos años de existencia. En las paredes exteriores habían aparecido una serie de agujeros debido a los disparos que los tiradores más expertos de la Guardia de la Muerte efectuaban desde sus posiciones. Tal y como había dicho el joven astartes, los temibles cañones cuádruples del arma disparaban un chorro interminable de proyectiles trazadores en todas las direcciones de aproximación. Un puñado de cuerpos destrozados en mitad de la zona de tiro mostraba el punto hasta donde los hermanos de batalla habían llegado para morir en el intento. Temeter frunció el entrecejo.
—Los disparos de bólter o los cohetes no servirán. Que vengan los lanzallamas y las armas de plasma.
Transmitieron de inmediato la orden, y una sección de la Guardia de la Muerte equipada con lanzallamas avanzó hasta ellos. Temeter entregó su combi-bólter al joven oficial y le hizo un gesto a uno de los recién llegados para que se acercara.
—Dame tu arma —le ordenó. El capitán se colocó el lanzallamas y lo sacudió. Escuchó satisfecho el gorgoteo del tanque de combustible, casi lleno de promethium líquido—. Que los bólters llamen su atención. ¡Lanzallamas, dadles calor!
Los astartes abrieron fuego y, tal como se esperaba Temeter, el cañón cuádruple giró hacia ellos para responder a los disparos. Sus hombres habían comprendido el plan a la perfección sin necesidad de que se lo explicara con detalle. En el momento que el cañón enemigo apuntó hacia otro lado, las escuadras equipadas con lanzallamas y armas de plasma salieron de su cobertura y dispararon chorros de líquido ardiente y de gas sobrecalentado contra los laterales del búnker hasta que inundaron el interior. Los defensores no pudieron apuntar con la rapidez suficiente el cañón, y, a los pocos momentos, Temeter ya había conducido a sus hombres hasta la pared de baja altura del blocao. Para asegurarse el objetivo, hizo que uno de los sargentos lanzara un puñado de granadas perforantes a través de una de las aspilleras antes de saltar y colocarse sobre el tejado del búnker.
Temeter echó a correr y luego se plantó de un salto sobre el túnel de entrada en forma de S. Al hacerlo, aplastó con un desagradable crujido de huesos a uno de los soldados encapuchados contra el suelo de ferrocemento. Oyó la confusión que había en el interior del reducto y se apresuró a entrar. Todo estaba lleno de humo negro, y las paredes cubiertas de llamas. El calor procedente del emplazamiento del cañón era muy intenso. El capitán apretó el gatillo del lanzallamas que le habían prestado y llenó todo el lugar de líquido ardiente. Un llameante chorro de color rojo atravesó el aire a la altura del pecho. Los soldados se convirtieron en antorchas, y las cajas de la munición que todavía no se había utilizado, situadas en compartimentos del piso inferior, comenzaron a estallar en resonantes explosiones. Uno de los soldados istvaanianos se lanzó contra él, aullante y envuelto en llamas, y se abrazó a Temeter. El capitán soltó el lanzallamas y despedazó literalmente al individuo, partiéndolo en dos mitades. Luego, apagó a manotazos las llamas que se le habían quedado prendidas a la armadura y sonrió cuando vio que el resto de sus tropas entraban en tromba y acababan la tarea.
Una vez silenciado el búnker, Temeter miró las bocas de los túneles que bajaban partiendo de allí.
—Sellad todos esos ramales —ordenó—. No quiero que salgan ratas de ahí después de que nuestra línea avance y dejemos esto atrás. —Al quedar en silencio el cañón del búnker, el capitán comenzó a oír de nuevo el sonsonete cansino y enervante procedente de un altavoz que tenía cerca. Se aproximó y lo destrozó de un puñetazo—. Destruid todos los repetidores como éste que os encontréis. Este puñetero ruido me está sacando de quicio —añadió Temeter.
—¡Señor! —lo llamó uno de sus hombres al mismo tiempo que señalaba hacia fuera a través de una de las rendijas de visión del búnker.
Temeter distinguió una inmensa sombra que bajaba hacia el horizonte sobre unas columnas de fuego producidas por retrocohetes, y un momento después, sintió temblar la tierra del mismo modo que lo haría una campana al ser tañida. Todos los astartes del interior del búnker se despegaron del suelo por un instante y oyeron crujir el techo de ferrocemento debido a la onda de choque. El capitán se asomó un poco y distinguió a lo lejos un inmenso cilindro de pie envuelto por una nube de vapor, algo más allá de la zona donde se habían posado las cápsulas de desembarco. Tenía prácticamente el mismo tamaño que un bloque de habitáculos de una ciudad colmena. Las aletas de guiado todavía brillaban con un resplandor carmesí debido al calor de la entrada en la atmósfera. Se oyó un tremendo chirrido de metal tensado y los costados del cilindro cayeron a los lados arrastrando tras de sí tuberías flexibles y chorros de vapor blanco. Del interior de la monstruosa cápsula de desembarco surgió el rugido ulularte de una sirena de batalla, y un momento después, de entre el humo surgieron unas placas de hierro y de acero que acabaron convirtiéndose en un gigante cubierto de blindaje y de armas. El suelo resonó con cada paso cuando el titán de la clase Imperator empezó a caminar hacia la Ciudad Coral.
—El Dies Irae —comentó Temeter, poniéndole nombre a la gigantesca máquina de guerra—. Nuestros primos de la Legio Mortis se han decidido a dar un paseo con nosotros. —Se quedó contemplando unos instantes la inmensa construcción bélica, pero volvió a la realidad casi de inmediato—. Comunicaciones, que se pongan en contacto con el princeps del Dies Irae y le actualicen todos los datos sobre la batalla.
El joven oficial astartes le devolvió el combi-bólter a Temeter. Su rostro mostraba una expresión preocupada.
—Mi señor, hay un problema con las comunicaciones.
—Explícate —exigió saber Temeter.
—Tenemos dificultades para ponernos en contacto mediante algunos canales, incluidos los de comunicaciones con el titán y nuestras naves en órbita.
Temeter alzó la mirada.
—¿Nos están interfiriendo los rebeldes?
El joven astartes negó con la cabeza.
—No lo creo, capitán. La anulación es demasiado selectiva como para que sea eso. Da la impresión de que… Bueno, de que ciertas frecuencias de comunicación estuviesen apagadas.
El capitán aceptó la explicación con un seco gesto de asentimiento.
—Bueno, pues seguiremos sin ellos, entonces. Si el problema empeora, avísame. En caso contrario, continuaremos con el plan de ataque ya establecido. —Temeter se apresuró a salir del achicharrado interior del búnker destruido—. ¡A la Ciudad Coral! —gritó.
Una amplia sombra le pasó por encima y el capitán levantó la mirada. Lo que vio fue la planta del pie del Dies Irae mientras pasaba sobre él para luego posarse sobre otro búnker que estaba un poco más lejos. Los pesados impactos de artillería empezaron a converger sobre el lugar. Los proyectiles descendían dejando tras de sí una estela de humo.
—¡Guardia de la Muerte! —gritó al mismo tiempo que empuñaba con más firmeza el bólter—. ¡Que el gigante soporte el ataque de los grandes cañones! ¡A las trincheras, hermanos! ¡Limpiad todo el terreno de esa escoria traidora!
* * *
Carya se dio la vuelta cuando las hojas de bronce de la puerta del puente de mando se abrieron para dejar paso a Garro y a dos de sus guerreros. El hombre echó una rápida mirada nerviosa a la oficial Vought, pero luego se apresuró a mostrar la misma expresión de autoridad hosca que ya le habían visto cuando los recibió.
—Capitán de batalla en el puente —exclamó; luego, saludó.
Garro aceptó el trato de honor con un gesto de asentimiento.
—Ya cumplimos con las ceremonias en el muelle de atraque, capitán Carya. No suframos esa pesada carga aquí también. Será mejor que nos ciñamos a lo que es necesario, ¿no le parece?
—Como desee, capitán. ¿Va a tomar el mando?
El capitán de batalla hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, si no tengo un buen motivo para hacerlo.
Garro estudió con detenimiento el diseño del puente de mando de la nave. Carecía de ornamentación alguna, tal como correspondía al estilo sencillo y directo de una nave al servicio de la Guardia de la Muerte. A diferencia de lo que ocurría en algunas naves estelares, donde las paredes estaban cubiertas con paneles decorativos de madera o de metal, los conductos y los mecanismos operativos de la Eisenstein estaban a plena vista. Los manojos de cables, incluso los tubos de alimentación, cruzaban el puente de mando completamente visibles, agrupándose alrededor de las consolas de los cogitadores y las portillas de observación. A Garro le recordaron las nudosas raíces de un árbol viejo.
Vought pareció captar lo que Garro estaba pensando.
—Puede que la nave no sea una belleza, capitán, pero tiene un corazón resistente. Ha sido un siervo del Emperador de fidelidad inquebrantable desde el día que zarpó de los astilleros de Luna, antes de que yo naciera.
El capitán de batalla se dio cuenta de que la oficial se esforzaba por no mirarle directamente la pierna artificial. El agarrotamiento de su manera de andar era evidente incluso con la servoarmadura puesta, y hacía evidente que había sufrido una herida grave recientemente.
Garro puso una mano sobre el podio central navitrix y estudió la brújula etérica encerrada dentro de una esfera de cristal y de unos campos de suspensión. Una pequeña placa metálica fijada a la base del podio indicaba el nombre de la nave, el tipo y los detalles de construcción de la fragata. Nathaniel la leyó con cuidado y sonrió divertido.
—Es fascinante. Por lo que parece, la Eisenstein zarpó por primera vez al espacio el mismo año en que yo me convertí en un astartes. —Miró a Vought—. Ya tengo un cierto parentesco con esta nave.
La oficial de puente le devolvió la sonrisa y, por primera vez, Garro notó una sensación de verdadera camaradería con un miembro de la tripulación.
—Eisenstein —musitó Sendek, casi paladeando la palabra—. Es un término procedente de un antiguo dialecto de Terra, el de los germani. Significa «piedra de hierro». Es apropiado.
Carya asintió.
—Vuestro hombre está en lo cierto, capitán Garro. También comparte el nombre con dos individuos notables de la época de Terra. Uno era un rememorador, el otro, un científico.
—Tanta historia para una simple fragata —comentó Decius.
En los ojos del capitán de la nave asomó un destello de rabia.
—Con el debido respeto, mi señor, en toda la flota del Señor de la Guerra no existe nada semejante a una «simple» fragata.
—Disculpe a mi hermano de batalla —le contestó Garro con voz conciliadora—. Se ha acostumbrado demasiado a la comodidad de los amplios camarotes de la Resistencia.
—Una nave excelente —contestó Carya—. Nos esforzaremos por conseguir el registro de honores de una nave tan ilustre.
Garro sonrió levemente.
—No hemos venido aquí para ganarnos elogios, capitán. Únicamente para cumplir con nuestro deber —le contestó. Luego se acercó a la parte frontal del puente de mando, donde las hileras de consolas y de púlpitos de operador relucían con el brillo azul actínico de las pantallas pictográficas—. ¿Cuál es nuestro estado operativo?
—Mantenemos la posición —contestó Vought—. Las órdenes del Señor de la Guerra fueron que nos quedáramos en estas coordenadas hasta que todos los astartes estuvieran a bordo, y que después esperáramos nuevas órdenes.
El capitán de batalla asintió.
—Me temo que hoy no haremos mucha historia. Nuestro primarca nos ha ordenado que nos mantengamos en órbita aquí, en un punto de anclaje elevado y que nos dediquemos a la búsqueda de naves enemigas que quieran intentar escapar de Istvaan III aprovechando la confusión del asalto terrestre.
Apenas acababa Garro de decir aquello cuando sonó un campanilleo apagado en un rincón oscuro del lado de estribor del puente ele mando. La pesada cortina a prueba de sonido que cubría la entrada estaba echada a un lado y anudada con un grueso cordón plateado. Se trataba de un nicho de comunicaciones, un lugar reservado donde se podían recibir las comunicaciones importantes con una privacidad relativa en situaciones de combate. Un oficial joven y de aspecto desgarbado, que llevaba puesto un complejo collar de señales, salió a la luz con una placa de datos en la mano y se puso en posición de firmes.
—¡Mensaje recibido, código prioris, expedido de forma inmediata! —Se quedó dudando, mirando de forma alternativa a Carya y a Garro, inseguro de a quién debía dirigirse—. ¿Señor?
El capitán naval alargó una mano abierta.
—Démelo a mí, señor Maas. —Carya miró luego a Garro—. Capitán, ¿me permite?
Nathaniel asintió y se quedó mirando cómo Carya revisaba con rapidez el contenido de la placa.
—Ah —dijo al cabo de unos momentos—. Por lo que parece, lord Mortarion ha decidido darnos una utilidad diferente. Vought, ponga los motores impulsores en situación de preparado.
Garro cogió la placa mientras la oficial se apresuraba a obedecer la orden.
—¿Hay algún problema?
—No, señor. Tan sólo son nuevas órdenes.
El capitán se inclinó sobre uno de los servidores del timón y comenzó a emitir una serie de órdenes precisas.
El mensaje de la placa de datos era breve e iba al grano. Llegaba directamente desde el centro de comunicaciones del Espíritu Vengativo y estaba marcado con las runas de sello del Señor de la Muerte y del palafrenero de Horus, Maloghurst. Las nuevas órdenes de la Eisenstein eran que partiera del punto de navegación donde se encontraba en ese momento y bajara a un rumbo orbital de menor altitud.
Como todos los astartes de rango superior, Garro había recibido entrenamiento y tenía experiencia en operaciones navales estelares. Se concentró para recordar, mientras leía, todo el conocimiento que le habían grabado en la mente mediante el hipnocondicionamiento y calculó el nuevo estado operativo de la fragata cuando llegara a las coordenadas establecidas.
Frunció el entrecejo. Typhon le había dicho que la Eisenstein se iba a encargar de actuar como nave interceptora en busca de posibles fugitivos ístvaanianos, pero cuando llegara a su nuevo puesto, la fragata estaría demasiado cerca del borde de la atmósfera del tercer planeta como para poder reaccionar con la rapidez suficiente. Para llevar a cabo de un modo correcto la misión que se le había encomendado, la fragata debía permanecer en una órbita elevada para proporcionar el tiempo necesario a las dotaciones de artillería para poder detectar, apuntar y destruir a las naves enemigas. Con la bajada de altitud, lo único que se conseguía era reducir su campo de disparo. Luego estudió las coordenadas planetarias correspondientes y su preocupación no hizo sino aumentar. El cambio orbital colocaría a la Eisenstein directamente sobre la Ciudad Coral, y Garro estaba completamente seguro de que allí abajo no había quedado ninguna clase de nave espacial operativa.
Le devolvió la placa de datos a Maas. La expresión de preocupación de su rostro se acentuó. Si la Eisenstein transportara cápsulas de desembarco y astartes para una segunda oleada de ataque, la razón de la orden habría estado muy clara. Sin embargo, la fragata no estaba pensada para ese tipo de operaciones. Era, en el sentido más básico, una plataforma artillera. Estaba equipada con varios puentes repletos de baterías de armas que le sobresalían por los flancos como si fuera un erizo. La única función que podía desempeñar la Eisenstein estando tan cerca de la superficie era la de un bombardeo planetario, pero semejante acción era impensable. Después de todo, el propio Horus había desestimado en el consejo de guerra la demanda de Angron de reducir la Ciudad Coral a cenizas. Sin duda, el Señor de la Guerra no habría cambiado de opinión con tanta rapidez, y aunque ese fuera el caso, había cientos de guerreros leales allí abajo.
Garro se dio cuenta de que Carya lo estaba mirando fijamente.
—¿Capitán? Si no tiene nada en contra, ahora mismo procederé a ejecutar las órdenes.
Garro asintió con aire ausente mientras un escalofrío indefinido le recorría el cuerpo.
—Proceda, capitán Carya.
El capitán de la Guardia de la Muerte se acercó a la portilla de observación principal y se quedó mirando a través del cristal blindado. Bajo él, la atmósfera cargada de nubes de Istvaan III comenzó a acercarse.
—¿Pasa algo malo, mi señor? —le preguntó Decius con un susurro subvocal para que ninguno de los tripulantes cercanos pudiera oírlo.
—Sí —le contestó el capitán de batalla, y la repentina sinceridad de su respuesta lo sorprendió—. Pero, por Terra, no sé lo que es.
* * *
Kaleb se cubrió más con la túnica de trabajo de la nave y avanzó con cuidado a lo largo del borde de la pasarela de servicio. Con los años se había convertido en todo un experto en ser invisible a plena vista, y para cualquiera que se fijara en él, el asistente no habría sido más que otro servidor humano. El emblema que mostraba su fidelidad a la Guardia de la Muerte y a la Séptima Compañía estaba tapado por el ropaje de color gris. Una parte de su mente no dejaba de dar vueltas y lanzarle advertencias contra lo que estaba haciendo, pero Kaleb se dio cuenta de que era incapaz de dejar de seguir avanzando a pesar de todo ello.
¿Cómo había cambiado tanto? Lo que estaba haciendo era sin duda un acto criminal de alguna clase, ya que se estaba haciendo pasar por un tripulante de la Eisenstein en vez de caminar de forma abierta con su identidad bien visible. Sin embargo, sentía que era lo correcto. Desde que el Emperador había respondido a las plegarias de Kaleb en la enfermería y había salvado a su señor, el asistente se había envalentonado. Sus órdenes procedían de una autoridad superior. Quizá siempre había sido así, pero sólo desde entonces era consciente de ello. El capitán de batalla le había ordenado que siguiera la carga que transportaba el último Stormbird, y se había puesto manos a la tarea. Si era el deseo de Garro, entonces era una misión del Emperador, y Kaleb estaba haciendo lo correcto al cumplirla.
Después de que los guerreros de la Séptima Compañía abandonaran el muelle de atraque, Kaleb se había colocado donde podía dar órdenes a los servidores de la fragata, pero también desde donde pudiera vigilar al Stormbird. Pasaron pocos minutos antes de que uno de los guerreros de Grulgor regresara allí. Se trataba de Mokyr, el grosero. Había apartado a un puñado de servidores de sus tareas y los había puesto a descargar la nave. Kaleb contempló cómo bajaban unos bidones de acero y aspecto pesado por la rampa. Luego, los servidores los colocaron en unas vagonetas de carga unidas entre sí para llevárselas en dirección a la popa. Todos los recipientes eran iguales: de un metal apagado, arañado y desgastado por el uso, marcados con el aquila imperial y con unas runas de advertencia de color amarillo brillante. Kaleb no fue capaz de leer desde aquella distancia lo que decía el manifiesto de carga fijado en los flancos.
Observó con interés lo que ocurrió cuando a uno de los grupos de servidores se le escapó uno de los cilindros y casi se soltó de los anclajes. Cayó un metro antes de que los miembros del grupo consiguieran agarrar con fuerza los cables sueltos e impidieran que se estrellara contra la cubierta del puente. Mokyr se abalanzó contra el encargado del grupo y lo derribó de una tremenda bofetada. Kaleb no logró distinguir lo que decía debido al constante ruido del muelle, pero era evidente el tono de furia en la voz del guerrero de la Guardia de la Muerte.
Los contenedores se alejaron a bordo del tren de carga, y Kaleb se quedó mirando, dubitativo. Había recibido órdenes de supervisar la transferencia del equipo de la Séptima Compañía, pero el capitán Garro también le había ordenado que investigara en qué consistía el cargamento que transportaba el último Stormbird. Kaleb se convenció de que esa última orden era la más importante.
De modo que, manteniéndose a una distancia prudente, el asistente recorrió las entrañas de la Eisenstein sin perder de vista el convoy de carga, pero al mismo tiempo, procurando no ponerse en la línea de visión de Mokyr. El tren de carga se detuvo en las vías de servicio que había a lo largo de la fragata. A cada lado del túnel de acero estaban los mecanismos de carga y alimentación de las armas principales de la nave. Las grandes recámaras de los cañones se alineaban por toda la pasarela, preparadas para recibir los proyectiles de combate de los depósitos de munición que se alzaban por encima de ellas. Los servidores trasladaban los contenedores sólo a las zonas de distribución del costado de babor. Kaleb se quedó confuso por unos momentos. Siguió con la mirada todo el recorrido del enorme cañón hasta que salió por la tronera blindada del casco. En ella vio el leve reflejo de la superficie del planeta, que flotaba en la oscuridad.
Los grupos de carga habían abierto algunos de los contenedores, así que Kaleb se acercó un poco para ver mejor. Pasó por encima de una de las ranuras de las mamparas de sellado, que bajarían de inmediato formando una barrera de seguridad de emergencia en el caso de que alguno de los proyectiles de artillería estallase en el transporte o en la recámara al ser disparado. La consternación de Kaleb aumentó al reconocer las siluetas fornidas y altas de algunos miembros de la Guardia de la Muerte, que estaban supervisando las tareas de los siervos. El comandante Grulgor, cuya expresión de concentración era visible al no llevar el casco puesto, no dejaba de impartir órdenes con movimientos bruscos de la mano. El contenedor que estaba más cerca de Grulgor se abrió como una caja de sorpresas soltando un siseo de descompresión. En el interior había varias estructuras hexagonales, y sobre ellas, una docena de esferas de cristal. Cada una tenía al menos un metro de diámetro, y estaban repletas de un espeso fluido químico de color verde bilioso.
En cada cápsula habían pintado un símbolo negro compuesto por anillos rotos entrelazados, y alguna clase de instinto animal hizo que Kaleb se agarrara con fuerza a la barandilla detrás de la cual se estaba escondiendo. Hizo un rápido cálculo mental. Si todos los contenedores transportaban el mismo número, habría un total de más de cien esferas de aquellas en la carga que Grulgor había llevado a la nave. Todo empezaba a encajar: la repentina furia de Mokyr, la presencia del comandante en la descarga, el exagerado cuidado con el que los tripulantes movían la carga… Fuese lo que fuese el líquido que contenían, las esferas de cristal representaban una amenaza absolutamente mortífera.
La idea se le formó a Kaleb en la mente con tanta fuerza que se puso en pie de golpe. De repente, toda la valentía que había sentido hasta ese momento gracias a su inteligente disfraz desapareció por completo. El miedo le recorrió todo el cuerpo. Se dio la vuelta para echar a correr y se estampó contra un servidor que llevaba un recipiente lleno de herramientas. El esclavo mecanizado de patas de pistón no pudo mantener el equilibrio y se derrumbó, esparciendo por todas partes el equipo que transportaba. Las piezas y las herramientas provocaron un tremendo repiqueteo que llamó la atención de Grulgor y sus astartes. Kaleb vio que Mokyr se dirigía presuroso hacia donde él estaba escondido. El asistente echó a correr en dirección a las sombras más densas.
El miedo lo envolvió de forma tan completa como los ropajes que llevaba. Cuando por fin la vista se ajustó a la oscuridad en la que se había adentrado, el asistente se dio cuenta de que se había metido en un hueco amplio, pero que no tenía salida. Aquel callejón acababa en una enorme pared metálica que formaba parte del casco y de la que colgaban una serie de pasarelas a las que no podría llegar aunque lo intentase. Lo atraparía. Lo atraparía y sabrían quién era y quién lo había enviado. Las piernas le temblaron incontroladas debido a los nervios. Grulgor lo mataría, de eso estaba completamente seguro. Recordó la mirada que le había lanzado el comandante a bordo de la Resistencia, todo el desprecio que sentía. Sin embargo, la muerte no sería nada comparada con el tremendo fracaso que representaba. Kaleb Arin moriría, y lo haría después de haberle fallado tanto a su señor directo como al Señor de la Humanidad.
Mokyr lanzó una mirada de reojo al servidor cuando pasó a su lado y siguió caminando en línea recta hacia Kaleb. Llevaba una mano apoyada en la empuñadura del cuchillo de combate. El asistente se puso a rezar en silencio.
«Emperador, Señor de la Humanidad, protégeme y sálvame de los enemigos de tu Divina Voluntad que…».
Un momento después, sintió que alguien lo levantaba en vilo. Unas manos fuertes lo alzaron alejándolo del suelo. Kaleb pataleó antes de acabar cara a cara con un rostro serio apenas visible en la penumbra.
—¿Voyen? —susurró.
El apotecario se llevó un dedo a los labios y agarró con firmeza a Kaleb. El asistente bajó la mirada desde la pasarela y vio a Mokyr echar un simple vistazo al lugar. Luego, soltó un bufido y regresó a donde se encontraba Grulgor. Voyen soltó a Kaleb y dejó que se apoyara en el suelo de la pasarela.
—¿Mi señor? —le dijo el asistente sin dejar de susurrar—. ¿Qué está haciendo aquí?
La voz de Voyen era poco más que un suave rugido.
—Al igual que tú, todo esto me hizo sospechar, pero a diferencia de ti, mi capacidad para moverme en silencio es razonable.
—Gracias por salvarme, mi señor. Si Mokyr me hubiera encontrado aquí…
—No te habría ido nada bien.
Era evidente que el apotecario estaba muy preocupado. Kaleb volvió a mirar a los cargadores y a los orbes de cristal.
—¿Qué son esas esferas?
Los grupos de operarios se estaban esforzando para sacar las cabezas de guerra de las bombas guiadas para poder cambiar las cargas explosivas por los glóbulos llenos de líquido.
Voyen intentó hablar, pero a Kaleb le dio la impresión de que las palabras se le habían atascado en la garganta, que eran demasiado desagradables como para pronunciarlas.
—Son cápsulas de las que llamamos Devoradoras de Vidas —logró decir por fin—. Es una cepa vírica creada de forma artificial, y de una capacidad tan mortífera que tan sólo se puede utilizar en las circunstancias más extremas, y únicamente se usa contra los alienígenas más recalcitrantes.
Voyen apartó la mirada y a Kaleb le entró el pánico al ver el semblante del apotecario. Si un astartes temía aquello de ese modo…
—Es una de las armas de destrucción más definitiva, una asesina de planetas. Tan sólo la pueden llevar las naves de combate de mayor importancia.
—¿Y la han traído aquí desde la Resistencia? —Kaleb parpadeó sorprendido—. ¿Por qué, mi señor? ¿Por qué lo están cargando en los cañones para disparar contra el planeta?
Voyen lo miró con dureza.
—Kaleb, escúchame con atención. Ve al capitán y cuéntale todo lo que has visto. Corre todo lo que puedas. Vamos. ¡Vamos!
Kaleb echó a correr.
* * *
—¿Qué es esto?
Decius captó el tono de advertencia en la voz de Carya y levantó la vista de la imagen hololítica para mirar hacia el otro lado del puente. El capitán de la nave le estaba hablando a Maas, el encargado de las comunicaciones.
—No hay movimientos previstos en este sector de combate. ¿Se ha alterado el plan de despliegue sin que yo haya sido informado?
—Negativo, señor —le contestó Maas—. No ha habido cambios registrados. A pesar de ello, la señal procedente del Señor de Hyrus es muy clara. Tenemos una nave del Andronius en nuestros visores, y no presenta un plan de vuelo autorizado.
—El Andronius es la nave de Eidolon —comentó Sendek—. Quizá de repente le han entrado muchas ganas de unirse a nuestros hermanos de batalla en la superficie del planeta.
—A lo mejor es que el olor a la gloria que están consiguiendo allí abajo le ha resultado demasiado tentador —añadió Decius.
El capitán Garro se acercó cojeando desde el otro extremo de la estancia. Sonreía levemente.
—¿Está seguro de eso? —preguntó, dirigiéndose al oficial de comunicaciones.
Maas asintió y le entregó una placa de datos.
—Completamente seguro, capitán. Una Thunderhawk de los Hijos del Emperador está atravesando nuestra zona de control de disparo.
—Un modo estupendo de que te derriben —murmuró Sendek, provocando un gesto de asentimiento irónico en Decius.
El astartes pulsó varios controles de la placa para que le mostrara los datos precisos del informe de Maas y abrió los ojos de par en par. No sólo había una Thunderhawk lanzada a toda velocidad hacia el área de intercepción asignada a la fragata, sino que además la seguía una escuadra de interceptores de la clase Rayen en formación de ataque delta.
Garro se dirigió a Vought.
—Esto me huele a problemas. Ponga rumbo de intercepción.
Decius se quedó mirando a su capitán mientras la oficial de puente comunicaba la orden de Garro.
—Mi señor, ¿esto es alguna clase de prueba? Primero nos sacan del punto de anclaje asignado y ahora nuestras propias naves zarpan sin autorización… ¿Qué ocurre?
—No sé qué decirte.
—¡Capitán! —lo llamó Sendek con urgencia—. Los cazas que están persiguiendo a la Thunderhawk… acaban de abrir fuego contra ella.
Por el tono de voz era evidente que estaba asombrado.
—¿Un disparo de advertencia? —sugirió Carya.
Vought hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No. Los cogitadores detectan explosiones de energía en el casco de la Thunderhawk. La nave de desembarco está sufriendo impactos.
El ya familiar campanilleo sonó de nuevo, y Maas salió del nicho de comunicaciones.
—Capitán de batalla Garro, acaba de llegar un mensaje sin codificar por el canal de comunicación general.
—¿Qué dice? De prisa —le ordenó Garro.
—Del comandante general Eidolon, nave estelar de combate Andronius. El mensaje dice: «la Thunderhawk fugitiva actúa en contra de las órdenes del Señor de la Guerra y se la debe considerar una renegada. Se ordena a todas las unidades de la flota que la destruyan en cuanto puedan».
—¿Destruir una de nuestras propias naves? —Estaba claro que Sendek se sentía horrorizado simplemente con pensar en ello—. ¿Es que se ha vuelto loco?
—La Thunderhawk ha virado —informó la oficial de puente—. Ha visto que nos dirigimos hacia ella. Confirmado, la Thunderhawk se dirige hacia nosotros. —Levantó la cabeza para mirar a Garro—. Se encuentra dentro del alcance de los cañones láser, mi señor.
Carya no movió ni un músculo del rostro, y un tenso silencio se apoderó del puente de mando.
—¿Cuáles son sus órdenes, capitán Garro? —preguntó finalmente.
El capitán de batalla lo miró y después se volvió hacia Maas.
—¿Puede ponerme en comunicación directa con la Thunderhawk?
—Sí, señor.
—Pues hágalo ahora mismo.
—Pero, mi señor, las órdenes son… —empezó a decir Decius.
Garro lo miró con firmeza.
—Eidolon puede dar todas las órdenes que quiera, pero no dispararé contra un camarada astartes sin conocer el motivo. —El capitán de batalla se acercó cojeando al puesto de Maas y tomó el comunicador de mano que le pasó el oficial—. ¡Thunderhawk en rumbo de aproximación al Eisenstein, identifíquese!
La ansiosa respuesta le llegó a través de los chasquidos de las interferencias.
—¿Nathaniel? —Decius vio cómo la cara de Garro palidecía cuando reconoció la voz—. Soy Saúl. ¡Me alegro de oírte, hermano mío!
—Saúl Tarvitz —musitó Sendek—. El primer capitán de los Hijos del Emperador. Pero ¡es imposible! ¡Es un hombre de honor! ¡Si se ha convertido en un traidor, es que toda la galaxia ha enloquecido!
Decius se dio cuenta de que no podía apartar la mirada del asombrado rostro de Garro.
—Quizá sea así.
Decius tardó un largo momento en percatarse de que quien había dicho aquello había sido él mismo.