SEIS
Hasta el límite
Una tríada de cráneos
Nuevas órdenes
Carro echó un vistazo hacia abajo, hacia la empinada ladera de la pirámide escalonada, y vio el salvajismo de la batalla que se estaba desarrollando a sus pies. Todo el interior de la amplia cúpula se había convertido en un mar de guerreros completamente enfrascados en la tarea de matarse los unos a los otros. Las figuras cubiertas por capuchas negras se abalanzaban contra las formas blancas y púrpura de los astartes. Los disparos láser relucían en una cadena de relámpagos rojos que destacaban entre los destellos de los fogonazos amarillentos procedentes de las bocachas de los bólters. Los Hijos del Emperador también estaban escalando la pirámide aprovechando el hueco que la escuadra de Garro iba abriendo al avanzar. El polvo y los fragmentos de piedra salían disparados hacia los lados con cada pisada de las pesadas horas, y la peculiar construcción levantada con restos de otras resonaba con cada insoportable estrofa de la cantora de guerra.
Garro siguió adelante utilizando para ello los gruesos dedos del guantelete de la armadura, que clavaba con fuerza en la piedra para encaramarse al siguiente nivel. Vio mientras ascendía que los bloques eran de granito rojo, de pizarra frágil y extraños trozos de estatuas. El grueso de los bloques no parecía tener una regularidad, ni en el diseño ni en el propósito.
Ya estaban cerca de la mujer, y el astartes sintió de un modo vago unas voces en el comunicador, pero los ensordecedores aullidos de la líder enemiga las anularon con su rugido indescifrable. La cantora de guerra seguía firme e inmóvil mientras unos extraños retazos de luz y de color la rodeaban. Tenía las palmas de las manos pegadas al pecho y la cabeza completamente inclinada hacia atrás mientras seguía lanzando aquella terrible antífona hacia el tejado. El cántico era interminable, y no se detenía ni para tomar aire o cambiar de ritmo, con cada nota encadenándose a la siguiente y frenando los intentos de Garro por pensar de forma coherente. Era algo ultraterreno. Ninguna garganta humana podía ser capaz de emitir ese sonido, ni unos pulmones humanos lograrían proporcionarle semejante potencia. Alguna clase de energía contenida en la chirriante melodía arrancaba las partículas del propio aire y cortaba la materia de todo aquello que estaba cerca. La parte superior de la cúpula se ondulaba como una superficie de agua que se estuviese transformando.
La mujer movió una de las manos con un gesto indolente, como algo que hiciera más por aburrimiento que por crueldad, y lanzó una reluciente descarga de energía sónica pirámide abajo. Las formas ondulantes rodearon a Pyr Rahl y lo despegaron de la piedra, haciendo que diera media vuelta sobre sí mismo en el aire. Del interior de la armadura comenzó a surgir ceniza al mismo tiempo que las piezas de protección se doblaban en los lugares más inapropiados. Rahl dejó escapar un grito ahogado, que se cortó en seco al sonar un tremendo crujido de huesos cuando la armadura implosionó. Los restos del guerrero de la Guardia de la Muerte cayeron rebotando hacia el combate que se libraba en el suelo. Garro lanzó un rugido de rabia por el modo casi despreocupado con que la cantora de guerra había matado a su hermano de batalla, y cargó hacia ella.
Un momento después, de un modo casi inesperado, llegó a la cima. El capitán de batalla dejó caer el bólter, que se quedó colgando de la cinta de amarre que llevaba unida a la cadera, y, empuñando firmemente a Libertas con las dos manos, atacó a la cantora de guerra. Se dio cuenta de que Decius estaba a su lado proporcionándole fuego de cobertura, pero también se percató de que estaba enfurecido porque los proyectiles de bólter rebotaban y salían desviados al chocar con la increíble energía de la muralla de sonido.
La cantora de guerra se dio la vuelta al notar la presencia de Garro y en su rostro se formó una mueca de resentimiento al verse atacada en su propia posición. El capitán vio cómo volvía todo el cuerpo. La melena de largos cabellos formó una sinuosa máscara al pasar por delante del aullante rostro. Garro se aferró a la rabia que sentía ante la cruel muerte de su subordinado y blandió la espada con todas sus fuerzas para hacerla chocar contra el escudo sonoro. El ruido del impacto sonó igual que el de la punta de un cuchillo al rascar con fuerza una superficie de cristal. Su enemiga absorbió sin esfuerzo alguno aquel sonido y lo entretejió en su propia cacofonía, incorporándolo al enloquecido coro.
Garro se dio cuenta de la verdadera naturaleza de aquel enemigo en un repentino destello de comprensión. A la cantora de guerra no se la podría vencer con energía lumínica, cinética o calorífica. Tan sólo el sonido más feroz podría acabar con ella.
La cantora de guerra escogió del terrible mantra que llenaba el espacio de la cúpula una única línea de griterío estridente y la enroscó hasta convertirla en un puño de resonancia deslumbrante. Garro adivinó el golpe que se avecinaba y echó a un lado a Decius antes de saltar para apartarse de ella. La cantora de guerra se movió a la velocidad del sonido y, con un estampido sónico que provocó una estela de vapor blanco en el aire, golpeó a Garro con un martillazo compuesto de salmos.
Ensordecido. En caída libre. Dolor.
* * *
La mente de Decius quedó ofuscada simplemente por sufrir el impacto de refilón. Quedó limitada a las reacciones más simples, apenas capaz de procesar la tremenda oleada de violencia que acababa de recibir. La cúpula giró a su alrededor y notó cómo la rugosa superficie de la pirámide escalonada ascendía hasta golpearlo cuando cayó de espaldas a lo largo de ella. El puño de combate de Decius cayó boca abajo con la palma abierta sobre una pieza sobresaliente de una gárgola desgastada. Los dedos se cerraron sobre ella con un fuerte chasquido.
La estatua de piedra se agrietó, pero aguantó, deteniendo la peligrosa caída. La cabeza le resonaba como si dentro de ella estuvieran tañendo campanas. Notó una extraña presión borrosa que se le concentraba en los ojos. Decius soltó una imprecación gutural típica de Barbarus y se incorporó para ponerse en pie. Sus sentidos hiperampliados le indicaron las contusiones que sufría, además de algunas pequeñas roturas de hueso, pero no era nada que no se le fuera a pasar en unos cuantos instantes. Garro… El capitán Garro le había salvado la vida al empujarlo fuera del límite efectivo del ataque de la cantora de guerra.
Sintió que algo rebullía en su interior, una emoción nerviosa e impaciente, que era lo más cercano al pánico que un astartes podía sentir. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba el capitán de batalla? Decius acabó de ponerse en pie y se sintió aliviado al descubrir que seguía teniendo el bólter a mano, unido a la muñeca por la cinta de seguridad. Un momento después, mató de un puñetazo a un istvaaniano que lo atacó con torpeza. Echó a correr por el flanco de la pirámide hasta localizar a su comandante. La armadura gris mármol del capitán Garro estaba llena de salpicaduras de la brillante sangre roja de los astartes. Un guerrero de los Hijos del Emperador estaba a su lado. Tarvitz, recordó Decius al reconocerlo. Garro le había hablado muy bien de aquel individuo. A pesar de ello, sintió una punzada de orgullo herido en el pecho ante la idea de que un miembro de la III Legión hubiese llegado antes a ayudar a un guerrero de la Guardia de la Muerte, fuese o no su hermano de honor.
Decius hizo caso omiso del tremendo dolor que le provocaba el roce entre los huesos rotos y subió corriendo por la ladera de la pirámide escalonada, recuperando parte del terreno que había perdido al salir disparado en su caída. Cuando estuvo más cerca, captó un fragmento de la conversación que mantenían.
—Aguanta, hermano —decía Tarvitz.
—Tú mátala por mí —respondió Garro entre toses. Tenía los labios manchados de sangre, con la cabeza al descubierto debido a que el ataque de la cantora de guerra le había partido en dos el casco.
—Lo tengo —dijo Decius colocándose a su lado—. Conmigo estará a salvo.
Tarvitz se limitó a asentir antes de comenzar de nuevo el ascenso.
El astartes se volvió hacia su comandante con el estómago encogido ante el olor de tanta sangre Fresca. El olor le era a la vez familiar y odioso. El capitán tenía parte del pecho y del brazo izquierdo aplastados. Había perdido el bólter en algún punto de la caída, pero en la otra mano, en la sana, continuaba empuñando a Libertas con fuerza, como sí la espada fuera alguna clase de talismán. Varios trozos afilados de granito y de obsidiana le sobresalían del abdomen. El gel sellante rodeaba cada fragmento tapando los puntos donde habían atravesado la capa de ceramita de la armadura del capitán como si fueran proyectiles de bólter. Sin embargo, la herida más grave estaba en la pierna.
En el rostro de Decius, tapado por el casco, apareció una expresión de profunda preocupación, y se alegró de que su comandante no fuera capaz de verla. El muslo de la pierna derecha de Garro apenas sobresalía un palmo de la cadera, y el extremo no era más que un muñón compuesto de jirones sanguinolentos de carne rasgada y hueso quemado. Estaba claro que lo único que mantenía consciente al capitán era el flujo de potentes coagulantes, agentes neuroquímicos y drogas anuladores del dolor procedentes de las glándulas implantadas en su cuerpo.
El simple hecho de pensar en el tremendo dolor que debía provocar aquella carnicería dejó por un momento sin habla a Decius. La cantora de guerra no le había arrancado la pierna de la articulación. Se la había cortado con una hoja serrada de puro sonido.
—¿Cómo me ves, muchacho? —le preguntó el capitán—. Seguro que no estoy tan guapo como los Hijos del Emperador.
—No está tan mal.
Garro soltó una risa salpicada de dolor.
—Eres un mentiroso muy malo, chaval —le dijo antes de hacerle un gesto—. Ayúdame a levantarme. Saúl acabará lo que nosotros empezarnos.
—No está en condiciones de luchar, mi señor —le contradijo Decius.
Garro se incorporó utilizando a su subordinado como muleta.
—¡Maldita sea, Decius! ¡Un guerrero de la Guardia de la Muerte puede luchar mientras tenga aliento para respirar! —Miró a su alrededor, aunque se tambaleó un poco por el fuerte dolor—. ¿Dónde está mi maldito bólter?
—Lo ha perdido, mi señor —le indicó Decius mientras lo ayudaba a bajar.
El capitán de batalla escupió en un gesto de ira.
—¡Por Terra! ¡Ayúdame a ponerme a distancia de espada y mataré a estos imbéciles a tajos!
Decius y Garro bajaron a trompicones por uno de los lados irregulares de la pirámide dejando tras de sí un rastro de sangre, hasta que finalmente llegaron al suelo de la cúpula, donde se vieron envueltos en el feroz combate cuerpo a cuerpo. Decius captó una serle de cambios en la cantora de guerra, que seguía en la cima de la pirámide, pero estaba demasiado concentrada en matar a los enemigos que tenía más a mano. Se convirtió en el apoyo de su comandante, con las piernas abiertas para mantenerse firme en el torbellino del combate mientras abatía con los disparos de bólter a los individuos de capuchas negras. A aquellos que lograban acercarse demasiado los mataba con certeros golpes del puño de combate. Garro se mantuvo apoyado contra su espalda, sosteniéndose con el brazo herido y creando relucientes arcos letales con su centelleante espada. A los pies de ambos comenzó a formarse un charco de sangre, aunque también la del capitán se mezcló con la de los traidores istvaanianos.
Decius pidió asistencia médica a gritos por el comunicador, pero lo único que recibió por respuesta fue el chasquido de la estática. Lo más probable era que el impacto de la caída hubiera dañado el sistema de comunicaciones, y ni siquiera con toda la fuerza de los pulmones era capaz de lanzar un grito que se sobrepusiera a los aullidos de la cantora de guerra. Finalmente, Garro se derrumbó y casi cayó al suelo. El gigantesco esfuerzo y la pérdida de sangre acabaron siendo demasiado incluso para su resistencia de astartes. Decius ayudó al capitán de batalla a tumbarse antes de dejarlo apoyado contra la pared de ese nivel de la pirámide escalonada.
—Tome, señor —dijo mientras metía un cargador lleno en su propio bólter y se lo dejaba en el regazo.
—¿Adónde vas? —le preguntó su comandante con voz pastosa. A Garro empezaba a costarle enfocar la vista.
—Volveré pronto, capitán.
Decius dio media vuelta y se lanzó de cabeza al torbellino de la lucha, donde utilizó el puño de combate para abrirse paso entre las filas enemigas. Los soldados istvaanianos salieron despedidos en todas direcciones convertidos en guiñapos ensangrentados a medida que chocaba con ellos y creaba un breve pasillo entre la multitud de figuras encapuchadas de negro. El enemigo se movió como el agua, dejándolo pasar y rellenando luego el hueco que había abierto.
Decius vio por fin al individuo que estaba buscando.
—¡Voyen! ¡Aquí! —gritó con todas sus fuerzas.
El apotecario de la Guardia de la Muerte levantó la vista con rapidez del cuerpo de un hermano que había caído abatido por numerosos disparos láser.
—No puedo hacer nada más por él —dijo con voz sombría.
—¡El Emperador sabrá de su coraje por la lista de honor! —le contestó Decius a gritos—. ¡El capitán se unirá a este guerrero en la lista a menos que vengas conmigo ahora mismo!
—¿Garro? —exclamó Voyen, y se puso en pie de un salto inmediatamente—. ¡Llévame hasta él, de prisa! El capitán de la Séptima Compañía no perecerá si yo puedo evitarlo.
Se adentraron de muevo en el combate, luchando mientras avanzaban.
—¡Por aquí! —le indicó Decius.
—Sigue siendo mi comandante, ¿lo entiendes? —insistió Voyen—. No importa lo que diga o haga, eso jamás cambiará. ¿Lo entiendes, Decius?
—¿A quién estás intentando convencer, Voyen? ¿A mí, o a ti? —Decius lo miró con dureza—. Tú limítate a salvarlo. En este momento, tú y tu maldita logia me importáis un…
El resto de las palabras se perdieron en mitad de una increíble exacerbación aullante final procedente de la cúspide de la pirámide. Todos aquellos que pudieron se llevaron las manos a los oídos en un acto reflejo cuando la cantora de guerra lanzó su último y desesperado ataque antes de morir. Decius alzó la mirada y vio a dos figuras envueltas en una brillante radiación púrpura y una tercera decapitada cubierta por unos ropajes diáfanos que caía chocando de forma brutal y repetida contra los diferentes niveles de la pirámide escalonada.
—¡Eidolon! —gritó un astartes que estaba a su lado—. ¡Ha sido Eidolon quien la ha matado! ¡Esa cabrona ha muerto!
Un objeto ovalado cruzó el aire con unas tiras blancas vaporosas unidas a la parte posterior. Decius lo agarró antes de que se estrellara contra el suelo. Le dio la vuelta en la mano y se dio cuenta de que se trataba de una cabeza humana.
—La cantora de guerra —murmuró mientras la mantenía agarrada por las largas trenzas.
Le habían cortado el cuello de un solo tajo limpio. Sonrió con una mueca y se la arrojó a un guerrero de los Hijos del Emperador que estaba cerca de él. Luego siguió avanzando sin hacer caso de los gritos de victoria. Todos los encapuchados negros habían dejado de luchar al mismo tiempo. Algunos se habían dejado caer de rodillas y estaban sollozando balanceándose de delante a atrás. Otros se quitaron los mícrocomunicadores que habían llevado puestos hasta ese momento y se quedaron con ellos en el regazo, gimoteando ante la repentina desaparición de su valiosa canción. Sin embargo, la mayoría se limitó a quedarse en pie, dando vueltas sin rumbo como niños perdidos y abarrotando la cúpula con su ingente número.
—¡Quitaos de en medio! ¡Quitaos de en medio, escoria traidora! —aulló Decius mientras se abría paso a empujones entre el gentío gemebundo.
Se impacientó y comenzó a derribarlos a puñetazos. Los istvaanianos cayeron ante él como tallos segados por una guadaña. Otros astartes lo imitaron y aquello no tardó en convertirse en una matanza. Las órdenes del Señor de la Guerra no decían que hubiera que hacer prisioneros.
Para cuando Decius y Voyen consiguieron llegar a la base de la pirámide escalonada, Garro yacía en silencio y completamente pálido. A su lado estaba arrodillado un apotecario de la III Legión, con el entrecejo fruncido.
Voyen, con el rostro congestionado por la tensión, le lanzó una mirada a su colega médico.
—A un lado. ¡Ni lo toques!
—Le he salvado la vida, guardia de la muerte —fue la seca respuesta que recibió—. Deberías agradecerme que hiciera tu trabajo.
Voyen cerró los puños, enfurecido, pero Decius lo detuvo poniéndole una mano en el pecho.
—Hermano —dijo mientras se volvía hacia el otro apotecario—, te lo agradezco. ¿Sobrevivirá?
—Llevadlo a una enfermería en menos de una hora y puede que viva para luchar otro día.
—Así se hará. —El joven astartes lo saludó al antiguo estilo marcial—. Soy Decius, de la Séptima. Mi compañía está en deuda contigo.
El apotecario le sonrió levemente a Voyen y se levantó para marcharse.
—Soy Fabius, apotecario de los Hijos del Emperador. Considera mis cuidados hacia tu capitán como un regalo entre camaradas.
Voyen habló con voz cargada de veneno en cuanto Fabius se marchó.
—Cachorro arrogante, ¿cómo se atreve a…?
—¡Voyen! —lo cortó en seco Decius obligándolo a callarse—. Ayúdame a llevarlo.
* * *
Garro caía en un descenso sin fin.
El cálido vacío que lo rodeaba era espeso y pesado. Se trataba de un océano de aceite limpio y diluido, tan profundo como la memoria, y saber cuál era su límite se encontraba más allá de su capacidad de comprensión. Se hundió en él, con la tibieza envolviéndolo como si fuera un tejido de gasa que además le llenara la boca y la nariz, hasta el punto de inundarle la garganta y los pulmones y hacerle descender por el peso. Abajo y abajo, más y más profundamente. Cayendo. Sin cesar de caer.
Era consciente de un modo vago e impreciso de las heridas que había sufrido. Tenía algunas partes del cuerpo aisladas de su sensorium, con los nódulos nerviosos apagados y en silencio mientras los pacientes órganos de su fisiología astartes se esforzaban por mantenerlo con vida.
—Jamás se me curarán las heridas —dijo en voz alta, y las palabras pasaron burbujeantes por su lado mientras se solidificaban.
¿Por qué había dicho eso? ¿De dónde le había venido aquel pensamiento? Garro se lo preguntó con lentitud elefantiásica y se esforzó por cambiar de pensamientos, pero le resultaron imposibles de mover. Eran grandes como glaciares, y helados al tacto.
El trance. Una parte de su mente le proporcionó por fin aquel pequeño fragmento de dato. Sí, claro. Su cuerpo había cerrado todas las fronteras y lo había sellado en su interior, con todas las preocupaciones y asuntos externos relegados al último plano mientras sus implantes se esforzaban al unísono en detener a la muerte que lo acechaba. El astartes se encontraba en estado de estasis, en cierto modo. No se trataba de uno generado de forma artificial, donde se enfriaba el cuerpo de un modo extremo y se inyectaban agentes anticongelantes en la corriente sanguínea para los vuelos estelares de larga duración y bajo consumo. Aquello era un estado de semimuerte de un guerrero herido, de alguien casi fallecido.
Le resultaba curioso cómo al mismo tiempo era consciente y estaba inconsciente. Ésa era la función del nodo catalepsiano: desconectar zonas del cerebro del mismo modo que un servidor disminuía la potencia de las luces en las habitaciones vacías de una casa. Garro ya había pasado por algo semejante durante el alzamiento de Pasiphae, cuando el Inflexible sufrió un ataque suicida en la zona de lanzamiento de cápsulas que destrozó un costado de la barcaza de combate y provocó que unos cien guerreros sin protección salieran lanzados al vacío espacial. Había sobrevivido a aquello, con una nueva serie de cicatrices y tras meses de tiempo de los que no recordaba nada.
¿Sobreviviría a lo que le estaba sucediendo en esos momentos? Garro se esforzó por explorar sus pensamientos en busca de un recuerdo exacto de sus últimos momentos conscientes, pero lo único que encontró fueron percepciones difusas y fragmentadas además de descargas de un dolor brutal. Tarvitz. Sí. Saúl Tarvitz había estado allí, y el chaval, Decius. Y antes de eso… Antes de eso tan sólo había el zumbido del eco de una estática chillona que producía un dolor increíble. Dejó que aquel pensamiento desapareciera, que la sombra de esa agonía se desvaneciese. ¿Sobreviviría a aquello? Garro sólo lo sabría si lo conseguía. Si no, se limitaría a caer y caer, a hundirse y hundirse, hasta que el capitán de la Séptima Compañía se convertiría en otra alma perdida, en otra placa de acero con forma de cráneo engastada en la Pared de Hierro del Recuerdo levantada en Barbarus.
Descubrió que no le quedaba voluntad para vivir. Allí, en aquel no-lugar, encogido sobre sí mismo, simplemente era. Dejar pasar el tiempo, a la espera, curándose. Así había sido después de Pasiphae, y así era como debía seguir siendo.
Como debía seguir siendo.
Pero sabía que había algo diferente, incluso mientras pensaba en ello. El traumático dolor que había sufrido en la cúpula. Eso no se parecía en nada a lo que había padecido con anterioridad. Cientos de años de combate no lo habían preparado para el brutal ataque de la cantora de guerra. Garro se percató en esos momentos, cuando ya era demasiado tarde, que se trataba de un oponente de un calibre al que jamás antes se había enfrentado. De dónde sacaba su poder… La forma que tomaba ese poder… Todo aquello era algo nuevo para él, y ocurría en un universo donde los astartes se creían incapaces de verse sorprendidos. Eso le enseñaría a no ser auto complaciente.
A su modo, el capitán de batalla se quedó maravillado por todo lo ocurrido. Era increíble que hubiera sobrevivido el tiempo suficiente como para caer en el trance de curación. Otros guerreros de la Guardia de la Muerte, de los Hijos del Emperador, también se habían enfrentado a su poder y habían muerto. Pensó en el pobre Rahl, aplastado como un tubo de raciones ya vacío. Ya no habría más apuestas o juegos con él. Garro estaba vivo, aunque se mantenía así a duras penas, mientras otros de sus hermanos de batalla yacían muertos. «¿Por qué? —se preguntó—. ¿Por qué ellos sí y yo no? ¿Por qué Nathaniel Garro y no Pyr Rahl?».
¿Quién escogía aquello? ¿Qué balanza se utilizaba para pesar la decisión de si una persona vivía o moría? Esas preguntas lo engancharon con fuerza y le hicieron sentirse desconcertado. Era una estupidez preguntarse algo tan sin sentido en un universo al que no le importaba nadie. ¿Qué balanza? ¡No había balanza alguna, ni un gran árbitro del destino! Pensar en algo así era una idea pagana, una idolatría. Era insensato creer que la vida de las personas dependía de los mecanismos que manejaba cualquier clase de deidad. No. Él sabía la verdad. Era la Verdad Imperial. Las estrellas giraban y las personas morían sin que hubiera necesidad de la existencia de los planes de un creador para ellas. No había dioses, ni pasados ni presentes, y el único futuro era el que se forjaba cada uno. Garro y sus camaradas simplemente existían.
Y sin embargo…
A Garro le pareció que en aquel lugar de sueño de la muerte, donde todo era a la vez más claro y más confuso, a veces sentía una presión que procedía de un lugar muy lejano, más allá de sí mismo. En los límites de su sensorium distinguía un leve destello reluciente que tenía su origen a incontables años luz, un mínimo indicio de interés por parte de un intelecto que se alzaba muy por encima de él. La fría lógica le decía que aquello era hacerse ilusiones, una idea desesperada que surgía del primitivo centro animal de su propio cerebro, pero Garro no era capaz de evitar esa sensación, por la simple esperanza de que la voluntad de alguien superior estaba actuando sobre él. Si no estaba muerto, quizá era porque le habían permitido seguir viviendo. Era un pensamiento que aturdía, peligroso.
—Su mano está sobre todos nosotros, y todos y cada uno de nosotros le debemos devoción.
¿Quién había dicho esas palabras? ¿Había sido el propio Garro, u otra persona? Le parecían extrañas y nuevas, llegadas desde muy lejos.
—Él nos guía, nos enseña, nos exhorta a convertirnos en algo más grande de lo que somos —dijo la voz sin entonación alguna—, pero sobre todo, el Emperador protege.
Aquellas palabras intranquilizaron a Nathaniel. Hacían que se removiera y que se retorciera en el espeso océano, y que desapareciera la sensación de comodidad. Sintió la presión de unas siniestras tormentas que se estaban gestando en los imposibles espacios que lo rodeaban. Las visiones sobre esas tormentas le llegaron a la mente a través de los ojos de otra persona, a través de un alma que no estaba muy lejos de él. Sí, brillaba como un faro lejano, pero no era más que una vela comparada con la luz de un sol ardiente. Se trataba de unas nubes negras de emociones retorcidas, que palpitaban y empujaban por doquier en la urdimbre y la trama del espacio, en busca de un punto débil a través del cual pudieran escapar. El frente de la tormenta avanzaba de forma inexorable, imparable. Garro quiso dar media vuelta, pero no había ningún lugar de la flotante caída donde no le acechara. Deseó ponerse en pie y luchar, pero no tenía manos, ni cara, ni cuerpo.
Entre las cambiantes brumas sombrías había unas siluetas que se alzaban para luego caer. Algunas se asemejaban a las espirales de símbolos que había visto en el interior de la cúpula de Istvaan Extremis. Otras eran parecidas a los dibujos que tenían pintados los extraños estandartes de la Corte de Lupercal. El único símbolo que se repetía una y otra vez era un icono de tres partes que parecía buscarlo cada vez que Garro cambiaba su foco de atención. Se trataba de una tríada de cráneos, una pirámide de rostros aullantes, tres discos negros, un trío de sangrantes heridas de proyectil otras variaciones, pero siempre con la misma disposición de formas.
—El Emperador protege —dijo una mujer, y Garro sintió sus manos femeninas en las mejillas y el sabor salado de sus lágrimas en los labios.
Esas sensaciones le llegaron desde muy, muy lejos, y después lo atrajeron hasta sacarlo de aquella calima de tormentas amenazantes.
Nathaniel se alzó cada vez más y más de prisa. La tibieza que lo rodeaba se convirtió en frío al mismo tiempo que el dolor se le enroscaba alrededor de las piernas y el estómago. Había… había una mujer, alguien de cabello corto con la cabeza tapada por una capucha de penitente y…
Y el dolor agónico de despertarse.
—¡Por los Ojos de Terra! —exclamó Kaleb—. ¡Está vivo! ¡El capitán está vivo!
* * *
—Me gustaría verlo —dijo Temeter con voz tensa.
El sargento Hakur frunció el entrecejo.
—Mi señor, mi capitán no se encuentra en condiciones de…
Temeter lo hizo callar levantando una mano.
—Hakur, mi veterano amigo, por respeto a ti y a tus muchos años de servicio intachable no consideraré tu impertinencia como una falta de respeto a mi rango, pero no creas que lo que te he dicho es una petición. Quítate de en medio, sargento.
Hakur se inclinó levemente.
—Por supuesto, capitán. Le pido disculpas.
Temeter pasó al lado del veterano y entró con paso firme en la enfermería terciaria de la Resistencia. Saludó con gestos de asentimiento a los guerreros de su propia compañía que todavía se encontraban allí curándose de las heridas sufridas en el asalto al mundo astronave jorgall. La mayoría de ellos no volverían al estatus de «operativo para combate», y sufrirían la relativa ignominia de quedar destinados de forma permanente en la nave, como miembros de la tripulación. También era posible que los enviasen a Barbarus para convertirse en comandantes instructores de los novicios. Ullis Temeter tenía la esperanza de que Garro no acabase compartiendo un destino semejante. Si un día el capitán de batalla se viera obligado a abandonar la fuerza de combate, ese día perdería las ganas de vivir.
Entró en una celda médica de acceso restringido y encontró a su camarada en un trono de soporte vital, rodeado de los cables de bronce y los viales de fluido que dejaban caer un constante pero suave goteo en los huecos abiertos en el caparazón implantado de Garro. El asistente del capitán de batalla se sobresaltó cuando Temeter entró en la celda, y dio un brinco, sorprendido. Kaleb se llevó al pecho un puñado de papeles impresos que llevaba en la mano y parpadeó con los ojos llenos de lágrimas. A Temeter le dio de inmediato la impresión de que había pillado al sirviente haciendo algo que no debía, pero decidió dejar de lado aquel asunto de momento.
—¿Ha dicho algo?
Kaleb asintió mientras se guardaba los papeles en un bolsillo interior de la túnica.
—Sí, mi señor. El capitán habló bastantes veces mientras se estaba curando. No logré entender lo que decía, pero sí capté que pronunciaba varios nombres, sobre todo el del Emperador. —El asistente estaba muy nervioso—. No ha estado en contacto con nadie más que el personal médico y conmigo desde que salió de su coma sanatorio.
Temeter miró a Garro y se inclinó sobre él.
—¿Nathaniel? Nathaniel, viejo tontorrón. Si ya has acabado de dormir, resulta que hay una cruzada que librar. ¿O es que no te has enterado?
El tono de voz era alegre para ocultar la preocupación que sentía. La sonrisa se hizo genuina cuando Garro abrió los párpados y lo miró.
—Ullis, ¿es que no puedes apañártelas sin mí?
—Ja —replicó Temeter—. Por lo que veo, las heridas no te han embotado el ingenio. —Le puso una mano en el hombro—. Tengo un mensaje de parte de ese pavo real, Saúl Tarvitz. Ya ha regresado a bordo del Andronius, pero quería que te diera las gracias por ablandarle a la cantora de guerra.
El capitán soltó un gruñido de diversión, pero no dijo nada.
—Tu gente estaba preocupada —continuó informándole Temeter—. He oído decir que Hakur se temía que tendría que ponerse tu coraza del águila.
—Todavía podría ponérmela si esos sierrahuesos me dejaran marchar. —Garro torció el gesto cuando una oleada de dolor le recorrió todo el cuerpo—. Me curo mejor de pie.
Temeter miró hacia fuera de la celda, a la enfermería propiamente dicha. Voyen estaba allí, observando en silencio. Respiró profundamente.
—¿Cómo llevas la pierna, Nathaniel?
El rostro de Garro se puso un poco lívido cuando bajó la mirada. La extremidad derecha era deforme y no encajaba con el resto del cuerpo. En vez de una pierna fuerte y firme llena de músculos y tendones, lo que se veía era una estructura esquelética de acero denso y placas de bronce pulido que imitaban la forma del muslo y de la pantorrilla. La pierna artificial era de una calidad excelente, pero no por ello era menos impactante verla allí. En el rostro de Garro se enfrentaban diversas emociones.
—Servirá. Los apotecarios me han dicho que la conexión de los nervios se produjo sin incidente alguno. Según el hermano Voyen, con el paso del tiempo ni siquiera me daré cuenta de la diferencia.
Temeter captó el leve tono de incredulidad que había en la voz de su camarada, pero prefirió no responder a aquello.
—Ése es el capitán de batalla que yo conozco. ¿Qué otro individuo se iba a dejar un buen trozo de sí mismo en el campo de batalla e iba a regresar con ganas en busca de una revancha?
Garro sonrió con cierta sensación de orgullo y la voz le sonó con más tuerza.
—Espero que eso suceda pronto. Dime, hermano, ¿qué es lo que me he perdido mientras me estaba curando? ¿He dormido a lo largo de toda la pacificación de Istvaan y el resto de la Gran Cruzada?
—Ni por asomo —Temeter se esforzó por mantener un tono de voz alegre, aunque era consciente de que Garro hablaba en serio—. Las órdenes del Señor de la Guerra nos han llegado a través de lord Mortarion. Ahora mismo, la flota se encuentra anclada en órbita elevada sobre Istvaan III. Todas las estaciones orbitales de los traidores han sido eliminadas por los escuadrones de Ravens, y las naves de vigilancia que nos hemos encontrado son chatarra. Los cielos pertenecen a Horus.
—¿Y el ataque contra la Ciudad Coral? Si todavía estás aquí, supongo que aún no se ha producido.
—Dentro de poco, hermano. El Señor de la Guerra en persona ha escogido a los guerreros que formarán la punta de lanza contra las fuerzas de Vardus Praal.
Garro frunció levemente el entrecejo.
—¿Horus escoge en persona las unidades? Eso es… atípico. Normalmente suele ser tarea del señor de la legión.
—Es el Señor de la Guerra —le contestó Temeter con un punto de orgullo—. Lo atípico es su prerrogativa.
Garro asintió.
—Ha escogido tu unidad, ¿verdad? No me extraña que te sientas tan contento por que lo haya hecho. —El capitán sonrió—. Estoy impaciente por luchar a tu lado tan poco tiempo después del ataque contra los jorgall.
Y llegó el momento. Por mucho que Temeter se esforzó en no mostrar reacción alguna a aquel comentario, supo que no lo había logrado, y que Nathaniel se había dado cuenta en seguida.
La sonrisa de Garro se hizo más forzada.
—¿O no?
—Nathaniel —le dijo Temeter con un suspiro—. Creí que sería mejor que fuera yo quien te lo dijera antes de que ese idiota de Grulgor viniese a burlarse. Los apotecarios no te han declarado curado del todo, así que no estás en condiciones de participar en operaciones de combate. Tu mando queda reducido a un servicio limitado.
—Limitado —Garro escupió la palabra y dirigió una mirada llena de furia a Voyen, quien se apresuró a dar media vuelta y alejarse—. ¿Así es como debo considerarme? ¿Alguien limitado?
—No seas impertinente —le replicó Temeter, intentando aplacar la ira de su amigo lo antes posible—. Y no la tomes con Voyen. No hace más que cumplir su deber para con la legión. Si intentases ponerte al frente de la Séptima Compañía en estas condiciones, correrías el riesgo de fallarles, y ése es un riesgo que la Guardia de la Muerte no puede asumir. No vas a bajar a Istvaan III, Nathaniel. La orden procede directamente del primer capitán Typhon.
—Calas Typhon puede besarme la empuñadura de la espada —exclamó Garro con un bufido, y Temeter vio que su asistente parpadeaba con lentitud sorprendido por la imprecación que había soltado su habitualmente estoico capitán—. Quítame todos estos cacharros —añadió al mismo tiempo que empezaba a desconectarse de los monitores médicos y de los viales de diversos filtros.
—Espera, Nathaniel.
Garro se bajó con un gruñido de esfuerzo del trono de apoyo vital y se quedó de pie sobre la pierna de carne y la de metal. Dio unos cuantos pasos firmes.
—Si puedo moverme, puedo combatir. Voy a ver a Typhon y a decírselo en persona.
Garro salió de la celda esforzándose por no cojear con cada una de las poderosas pisadas que daba.
* * *
Kaleb contempló cómo su señor se levantaba de su lecho de convaleciente y se alejaba a grandes pasos. El acero y el bronce de su nueva pierna formaban ya parte de él, tanto como su voluntad de hierro por sobrevivir. Se quedó de nuevo a solas por unos momentos en la pequeña estancia y sacó el fajo de papeles que se había metido en el bolsillo. Los extendió con cuidado por encima del asiento del trono de apoyo vital. Después, el asistente se sacó con prudencia furtiva una cadena que llevaba al cuello y de la que colgaba un pequeño amuleto metálico tallado a partir de un casquillo de bólter. Era un objeto rudimentario, de formas toscas, pero que había sido creado con la clase de cuidado que únicamente la devoción es capaz de provocar. Bajo la luz de la estancia se veían con claridad las líneas de grabado y los entramados de agujeros diminutos que delimitaban una figura imponente rodeada de un halo de rayos de sol. Kaleb colocó el pequeño icono sobre los papeles y pasó las palmas de las manos sobre uno y otros.
Ya estaba completamente convencido, aunque resultaba ridícula la idea de que su fe necesitara más pruebas. Mientras su honorable amo, el capitán Garro, se debatía entre la vida y la muerte, Kaleb se había mantenido a su lado leyendo en susurros las palabras escritas en aquellas hojas ya desgastadas. «Su mano está sobre todos nosotros, y todos y cada uno de nosotros le debemos devoción. Él nos guía, nos enseña, nos exhorta a convertirnos en algo más grande de lo que somos, pero sobre todo, el Emperador protege».
Era innegable. El Emperador había protegido a Nathaniel Garro. Había respondido a las súplicas de Kaleb para que le salvara la vida a su señor y había sacado al capitán de la Guardia de la Muerte de las garras del abismo. Kaleb comprendió por fin lo que sólo había sospechado hasta ese momento: Garro tiene un propósito en la vida. El astartes vivía, pero no por suerte o por capricho del destino, sino porque el Señor de la Humanidad así lo había querido. Llegaría un momento, y el asistente sabía de forma instintiva que eso sería dentro de poco tiempo, en el que Garro tendría por delante una tarea que sólo él podría cumplir. Cuando llegase ese momento, la misión de Kaleb sería iluminarle el camino.
El asistente sabía que hablarle de todo aquello a su señor sería una equivocación. Había mantenido en secreto sus creencias durante todo ese tiempo, y todavía no había llegado la ocasión adecuada de hablar de ello con franqueza. Pero lo presentía. Estaba seguro de que Garro se acercaba poco a poco al mismo camino que Kaleb ya recorría, un camino que llevaba a Terra y al único ser verdaderamente divino de todo el cosmos, al Dios Emperador en persona.
En cuanto estuvo seguro de que nadie lo observaba, el asistente comenzó a rezar, con las manos extendidas sobre las páginas del Lectio Divinitatus, las palabras de la Iglesia del Sagrado Emperador.
* * *
La endurecida expresión del rostro de Garro mostraba la furia que estaba conteniendo. Sentía que lo asaltaba cada vez que la nueva pierna lo hacía cojear. Los diminutos mecanismos giroscópicos de la extremidad todavía tardarían algún tiempo en aprender los movimientos habituales de su cuerpo, y hasta que lo hiciesen, se vería obligado a cojear. Al menos, reflexionó, era capaz de caminar. La vergüenza de tener que confiar en un bastón o en alguna otra clase de apoyo habría sido difícil de soportar.
Temeter caminaba a su lado. El capitán de la Cuarta Compañía había dejado de intentar convencerlo de que regresara a la enfermería y lo acompañaba con gesto preocupado. La incertidumbre que mostraba el rostro de Temeter era claramente visible. El hermano de batalla de Garro jamás lo había visto de un humor semejante.
Llegaron a zona de mando de la Resistencia, un conjunto de estancias privadas, incluido el sanctorum, que su primarca utilizaba cuando estaba a bordo. Al cruzar el pequeño atrio que daba a la entrada, Garro vio a otro miembro de la Guardia de la Muerte que caminaba por delante de él, en dirección al mismo lugar. Se dio cuenta preocupado de que se trataba de Ignatius Grulgor. El comandante de la Segunda Compañía se dio la vuelta al oír el sonido del pie metálico al chocar contra el suelo de mármol y dirigió a Garro una mirada calculadora y despreciativa al mismo tiempo.
—No has muerto, entonces.
Grulgor se detuvo y cruzó los brazos antes de bajar la vista para mirarlo. Llevaba puesta la armadura de combate, mientras que Garro únicamente estaba vestido con una túnica.
—Espero que eso no resulte ser una decepción demasiado grande para ti —le replicó Garro.
—Nada más lejos de la verdad —le respondió Grulgor, mintiendo—. Pero dime, en tu actual estado de invalidez, ¿no sería mejor que te quedaras metido en cama? En una condición tan debilitada…
—Oh, cállate por una vez en la vida —lo interrumpió Temeter. La expresión del rostro de Grulgor se ensombreció.
—Cuidado con lo que dices, capitán.
Garro le hizo un gesto despreciativo con la mano.
—No tengo tiempo para perder contigo, Grulgor. Voy a hablar con el primarca.
Siguió caminando hacia la puerta.
—Llegas demasiado tarde —le contestó Grulgor—. Aunque no creo que el Señor de la Muerte se hubiese dignado dedicarle un minuto de su tiempo a un inválido. Mortarion ya no se encuentra a bordo de la Resistencia. Se encuentra de nuevo con el Señor de la Guerra, discutiendo asuntos relativos a la cruzada.
—Pues entonces, hablaré con Typhon.
Grulgor soltó una risa.
—Espera tu turno. Me hizo llamar hace un momento.
—Ya veremos quién espera —le espetó Garro, y abrió de par en par las puertas.
El primer capitán levantó la mirada con rapidez de los mapas de combate que tenía desplegados en la mesa de operaciones a la que estaba sentado. La enorme silueta blindada de Typhon estaba enmarcada por una gran vidriera que recorría un tramo de la parte dorsal de la nave de combate.
—¿Garro?
Parecía realmente sorprendido de ver en pie y caminando al capitán de batalla.
—Señor —le contestó Nathaniel—. El capitán Temeter me ha informado de que no he sido devuelto al estatus de combatiente.
Typhon hizo un leve gesto de la mano en dirección a Grulgor indicándole que esperara.
—Así es. Los apotecarios dicen que…
—Me importa muy poco lo que digan —lo interrumpió Garro, rompiendo por completo el protocolo—. ¡Solicito que mi escuadra de mando sea destinada de inmediato al asalto contra Istvaan III!
Typhon y Grulgor intercambiaron una mirada rápida, casi imperceptible, antes de que el primer capitán hablara de nuevo.
—Capitán Temeter, ¿por qué estás aquí?
Temeter dudó un momento, pillado por sorpresa por la pregunta.
—Mi señor, vine con el capitán Garro a… a apoyarlo.
Typhon señaló a Garro con un gesto de la mano.
—¿De verdad necesita apoyo, Temeter? Puede sostenerse solo sobre sus dos pies. —Señaló con un gesto seco de la barbilla las puertas de la estancia—. Puedes retirarte. Encárgate de tu compañía y de los preparativos para el desembarco.
El capitán de la Cuarta Compañía frunció el entrecejo, pero saludó y se marchó, no sin mirar a Garro antes de salir de la estancia. Cuando las puertas se hubieron cerrado de nuevo, Nathaniel miró a Typhon otra vez.
—Quiero que me dé una respuesta, primer capitán.
—Solicitud denegada.
—¿Por qué? —exigió saber Garro—. ¡Estoy en condiciones de dirigir! ¡Maldita sea! Me mantuve en pie y combatí en Istvaan Extremis con una pierna arrancada, ¿y no puedo enfrentarme a los enemigos del Emperador con esta prótesis de hojalata unida a mi cuerpo?
Typhon entrecerró los ojos ámbar de mirada dura.
—Si por mí fuera, te dejaría hacerlo, Garro. Te permitiría entrar dando tumbos en esa zona de guerra y vivir o morir con tu bravuconería, pero la orden procede directamente de su señoría. Mortarion ha dado una orden, capitán. ¿Vas a oponerte a la voluntad del primarca?
—Si estuviera aquí, sí, lo haría.
—Entonces, oirías de sus labios las mismas palabras. Si hubiera pasado el tiempo suficiente y tu herida estuviera curada por completo, quizá, pero a fecha de hoy, no.
Grulgor no pudo resistirse a la oportunidad de meter el dedo en la llaga.
—Te traeré un poco de gloria, terrano.
Garro sintió que la ira lo invadía, pero la voz ronca de Typhon sonó de nuevo antes de que pudiera contestarle.
—No, capitán Grulgor, no lo harás. He decidido que también permanecerás a bordo de la flotilla, en órbita, durante las operaciones en Istvaan III.
La arrogancia del comandante desapareció de inmediato.
—¿Qué? ¿Por qué, mi señor? Garro está herido, pero yo me encuentro listo para el combate y…
Typhon lo interrumpió.
—Te he llamado para darte la orden en persona antes de mi partida al Terminus Est. Iba a enviar un mensajero para que le llevara las órdenes al capitán Garro, pero ya que se ha presentado aquí, no veo motivo para no informaros a los dos al mismo tiempo.
El primer capitán se puso en pie y rodeó la mesa de operaciones hasta quedar delante de ellos. Habló de nuevo, pero con un tono de voz más formal y autoritario.
—Teniendo en cuenta los planes de batalla que su excelencia, el Señor de la Guerra Horus, y nuestro comandante, el Señor de la Muerte Mortarion, se ha determinado que vosotros seréis destinados, junto a vuestras escuadras de mando, a un puesto de servicio a bordo de una de las naves de combate imperiales. Se trata de un puesto de supervisión. El resto de vuestras compañías permanecerá en reserva. Durante el asalto a Istvaan III y a la Ciudad Coral, proporcionaréis apoyo táctico pasivo para la operación de despliegue de las cápsulas de desembarco, y permaneceréis en alerta para realizar tareas de intercepción de rápida respuesta.
Un servidor se acercó a Garro y le entregó una placa de datos que incluía todos los detalles del edicto oficial de combate.
—¿Intercepción contra qué? —exigió saber Grulgor—. ¡Al ejército de Praal no le queda nada que vuele! ¡Destruimos todos sus aparatos!
—¿Cuál de nosotros tendrá el mando operativo? —preguntó Garro en voz baja y tono resignado mientras revisaba el contenido de la placa de datos.
—Esa responsabilidad será compartida por igual —le aclaró Typhon.
Garro se sintió derrotado y vacío en cierto sentido, pero se consoló un poco al saber que no tendría que soportar a Grulgor dándole órdenes a Hakur y a los demás miembros de su escuadra de mando. En un instante, el ardiente descontento que le recorría todo el cuerpo se enfrió y desapareció. El comportamiento habitual del capitán de batalla, una resistencia terca y empecinada, volvió con facilidad y se impuso a la furia. Si Mortarion había dicho que así debía ser, ¿quién era él para decir lo contrario? Suspiró para sus adentros.
—Gracias por iluminarme, primer capitán. Si no le importa, deseo reunir a mis guerreros para informarles de esta nueva misión.
Typhon asintió.
—Puede retirarse, capitán Garro.
Nathaniel Garro dio media vuelta y se marchó. El repiqueteo del pie de acero contra el suelo se convirtió en un metrónomo de su disgusto. Grulgor también hizo ademán de marcharse, pero Typhon hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ignatius, espera un momento. —Cuando Garro salió de la estancia, se acercó al comandante—. Sé que piensas que te he ninguneado, hermano, pero créeme, es todo lo contrario.
—¿De verdad? —Grulgor no sonaba nada convencido—. Se trata de la batalla clave de esta campaña, ¿y me dices que debo contemplarla desde la órbita del planeta, metido en una lata con un puñado de idiotas mientras Garro juega a ser el mártir herido? ¡Por favor, mi estimado primer capitán, dígame cómo me honra de tan gran manera todo eso!
Typhon decidió no hacer caso del sarcasmo.
—Ya hemos hablado del deseo de nuestro señor de atraer a Garro desde el bando de Terra al del Señor de la Guerra, pero los dos sabemos que no cambiará. Es un guerrero demasiado fiel al Emperador.
Grulgor frunció el entrecejo.
—Istvaan III… ¿Podría ser éste el momento decisivo? —Typhon permaneció callado—. Quizá… —Asintió con lentitud mientras las ideas se abrían paso en su mente—. Creo que veo una intención en todo esto. El patrón inusual de asignación de unidades específicas de cada legión en vez de por compañías completas. Casi podría decirse que lord Horus quiere aislar a los elementos que no comparten sus ideas.
Typhon asintió.
—Cuando llegue ese momento decisivo, como tú lo llamas, Horus querrá que realices cierta misión —dijo con voz todavía más baja—. A pesar de lo benigno y paciente que Mortarion ha sido con él, estoy convencido de que Garro intentará traicionar a nuestro comandante y al Señor de la Guerra.
Grulgor asintió. Por primera vez, se dio cuenta de la posición que albergaba en el gran esquema del plan.
—No permitiré que eso ocurra.
* * *
Garro se quedó de pie en el centro de la armería y repitió las palabras de Typhon. Se obligó a sí mismo a dejar a un lado la fría impresión que le habían provocado aquellas nubes tormentosas y la creciente sensación de amenaza, de unos complots enormes y furtivos que rugían invisibles por encima de él. Garro se olvidó de todo aquello y se dirigió a los guerreros como su hermano y comandante para prepararlos para la batalla que se avecinaba. Hubo algunos murmullos de descontento, pero Hakur los acalló de inmediato, y las escuadras de astartes allí reunidas se pusieron de inmediato manos a la obra para iniciar los procesos de armado previos al embarque hacia su nuevo puesto.
—Respecto a esa nave, señor… —le preguntó Sendek—. La nave a la que vamos. ¿Sabe algo de ella?
—Es una fragata —contestó Garro—. Se llama la Eisenstein.