CINCO
Decisiones tomadas
Presagios
In extremis
Nathaniel oyó por encima del estruendo y del bullicio de las maniobras de embarque cómo alguien lo llamaba por su nombre. Se dio la vuelta y vio que se trataba de un astartes con una armadura de color púrpura. Garro se quedó dudando un momento, y miró hacia atrás para comprobar si había roto algún protocolo menor al salirse de la formación. Vio a su primarca y al señor de los Devoradores de Mundos charlando. Decidió que disponía de unos momentos antes de que su comandante lo llamara.
El guerrero de los Hijos del Emperador siguió acercándose y Garro entrecerró los ojos. Durante la reunión, ni el comandante Eidolon ni ninguno de los miembros de su guardia de honor se habían dignado darse por enterados de la presencia del capitán de la Guardia de la Muerte, pero allí estaba uno de los Hijos del Emperador, llamándolo. No reconoció los emblemas de la armadura del individuo, pero estaba seguro de que ese astartes no había estado presente en la reunión celebrada en la Corte de Lupercal.
—Eh, guardia de la muerte —le dijo una voz burlona desde detrás del morro chato que formaba el filtrador respiratorio del casco—, ¿eres tan torpe que no haces caso de tus superiores?
La figura llegó a su lado y se quitó el casco. Garro sintió que lo embargaba la alegría, y sonrió por primera vez en muchos días.
—¡Por la sangre! Saúl Tarvitz… ¿Todavía estás vivo? Apenas se te puede reconocer debajo de tanta decoración.
El individuo en cuestión asintió levemente. El cabello le llegaba hasta los hombros y enmarcaba un rostro de rasgos nobles estropeado tan sólo por una placa de bronce que llevaba sobre la frente.
—Primer capitán Tarvitz, Nathaniel. He progresado en la vida desde la última vez que nos vimos.
Los dos astartes se saludaron agarrándose por las muñecas, y los antebrazos de las armaduras resonaron al entrechocar. En cada uno de ellos se veía grabada una pequeña águila tallada a punta de cuchillo. Era una señal de la deuda de combate que se debían el uno al otro.
—Eso veo —respondió Garro fijándose en las filigranas y los grabados de las hombreras de la armadura, que indicaban el nuevo rango de Tarvitz—. Te lo mereces, hermano.
Había pocas personas fuera de la Guardia de la Muerte a los que Garro hubiera distinguido con ese apelativo, pero Tarvitz era una de ellas. Se había ganado la amistad de Nathaniel durante la campaña de Preaxior, y le había demostrado que, a pesar de la fama de pavos reales que tenían los astartes de Fulgrim, había guerreros en las filas de los Hijos del Emperador que personificaban los ideales del Imperio.
—Me preguntaba si nuestros caminos se cruzarían aquí.
Tarvitz asintió.
—Haremos algo más que cruzarnos, amigo mío. Nuestras compañías formarán parte de la punta de lanza que se encargará de silenciar las estaciones de vigilancia.
—Sí, por supuesto.
Garro sabía que la Primera Compañía de la III Legión lucharía al lado de su propia unidad, la Séptima Compañía, pero saber que Saúl Tarvitz también participaría le hizo sentir más confianza todavía.
—Entonces, ¿eidolon te ha puesto al mando?
Tarvitz sonrió a medias.
—No, lo tendré pegado a la espalda. No es de los que dejan escapar ni una brizna de gloria. Me imagino que me azuzará para asegurarse de que la Guardia de la Muerte no se lleve la parte del león en las bajas causadas al enemigo.
La sonrisa de Garro se volvió más crispada.
—Me alegro mucho de verte, hermano de honor —le dijo de repente, sintiéndose emocionado por un instante.
Tarvitz también se dejó llevar por el momento.
—Conozco esa mirada, Nathaniel. ¿Qué es lo que te preocupa?
Garro hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Nada, no es nada. Estoy cansado, eso es todo. Quizá también un poco impresionado por… por todo esto —contestó al mismo tiempo que señalaba su alrededor.
El otro oficial se quedó mirando a los primarcas, que seguían enfrascados en su conversación.
—Sí, en eso estoy contigo. —Hizo una mueca—. ¿Es cierto lo que se rumorea? ¿Que el Señor de la Guerra puede detenerte el corazón en cuanto te mira?
—Es alguien impresionante, de eso no cabe duda —le confirmó Garro— pero ¿es que esperabas menos de uno de los Elegidos del Emperador? —Dudó por un momento—. Me sorprende que no hayas formado parte de la guardia de honor. ¿Es que tu rango no te hace merecedor de ello?
—Eidolon tiene más poder que yo —le contestó Tarvitz—, y jamás compartiría con otro oficial su momento de gloria bajo la mirada de Horus.
Garro soltó un gruñido.
—Si se vanagloria demasiado de ese momento, siempre puedes pedirle que te cuente cómo Angron lo hizo callar de un grito por su descaro y el Señor de la Guerra le dio la razón al primarca.
Tarvitz se echó a reír.
—¡Dudo mucho que llegue a contar esa parte de la reunión!
—No. —Garro se volvió para mirar otra vez a Mortarion y vio que el Señor de la Muerte le hacía en ese momento una leve reverencia al devorador de mundos—. Creo que ya nos marchamos. Entonces, ¿hasta la vista en el campo de batalla, Saúl?
—Hasta el campo de batalla, Nathaniel.
—Dile a Eidolon que intentaremos dejarle algo de gloria. Si nos lo pide de forma educada.
El capitán de batalla se despidió con un saludo y siguió a su comandante hacia el interior del Stormbird.
* * *
—¿De verdad crees que puedes ganarle? —le preguntó Rahl mientras se daba golpecitos con un dedo en la barbilla.
Decius no levantó la vista.
—Es una batalla como otra cualquiera, y estoy decidido a ganarla.
Rahl miró a Sendek, que permanecía a la espera, tranquilo y preparado.
—Va a machacarte hasta dejarte inmovilizado. —El astartes se acercó y se inclinó sobre el escenario del combate—. Mira. Tu magíster se encuentra amenazado por su castellano, tu dragonar está atrapado por su artillería y…
—Si quieres echar una partida, tendrás que esperar a que haya acabado con Sendek —lo cortó en seco Decius—. Hasta entonces, si quieres seguir mirando, quédate callado. Necesito pensar.
—Y por eso perderás —le replicó Rahl.
—Déjalos jugar tranquilos, Pyr —intervino Hakur. El veterano apartó a Rahl del tablero de regicida cuando vio brillar la rabia en los ojos de Decius—. No los distraigas más.
Rahl dejó que el veterano lo apartara.
—¿Te parece bien que apostemos por el resultado?
Hakur sonrió.
—No me gustaría dejarte en evidencia otra vez.
Rahl sonrió.
—Andus, Solun va a perder. Es tan obvio como esa nariz en tu cara.
Hakur le sonrió a su vez.
—¿De verdad? Muy bien. Aunque no soy tan hermoso como tú, tengo la ventaja de la sabiduría, y fíjate bien en lo que te digo: Solun Decius no es el tonto que tú crees que es.
—Nunca he dicho que fuera tonto —respondió Rahl a la defensiva—. Es que Sendek es el pensador de los dos, y el regicida es un juego de inteligencia. He visto lo que Solun es capaz de hacer en las jaulas de prácticas, y ahí es donde radica la fuerza del chaval, en sus puños.
Andus se echó a reír.
—No deberías subestimarlo. No formaría parte de la escuadra del capitán de batalla si fuera un bruto sin cerebro.
El veterano echó un vistazo en dirección a la mesa, donde Decius acababa de mover un soldado para tomar uno de los iteradores de su adversario.
—Admito que es joven, pero es alguien muy prometedor. Ya he visto a otros como él antes. Si los dejas que sigan sin guía alguna, toman el camino equivocado y acaban convertidos en cadáveres. Sin embargo, si te preocupas por enseñarles, con cuidado y atención, al final terminas con un hermano capaz de convertirse en capitán algún día.
Rahl parpadeó.
—Creí que no te caía bien.
—¿Por qué? ¿Porque me meto con el chaval? Es parte de mi encanto. —Andus se acercó a Rahl y bajó la voz—. Por supuesto, si le cuentas algo de lo que te he dicho, lo negaré por completo y, después, te romperé las piernas.
Se oyó un golpe seco y decisivo de madera contra madera y Rahl se dio la vuelta a tiempo de ver cómo Sendek tumbaba a la emperatriz sobre el tablero al mismo tiempo que le reconocía a Decius su victoria con una sonrisa, aunque a regañadientes.
—Bien jugado, hermano. Eres un rival muy curioso.
—¿Lo ves? —dijo Hakur.
—Ah, es que debe de haberle dejado ganar —contestó Rahl sin convicción—. Ha sido compasivo.
—La compasión es para los débiles —dijo Voyen, apareciendo de repente en la estancia. Sin embargo, pronunció el axioma de combate con falsa solemnidad—. ¿Quién pide compasión? —preguntó mientras se echaba hacia atrás la capucha de la túnica de descanso.
Andus le señaló con un gesto al astartes que tenía al lado.
—El hermano Rahl. Se ha demostrado una vez más que estaba equivocado y eso, sin duda, le escuece.
Rahl dejó al descubierto los dientes para mostrar que empezaba a sentirse molesto.
—No me obligues a hacerte daño, anciano.
Hakur puso los ojos en blanco.
—¿Y qué hay de ti, Meric? ¿Dónde has estado?
La cuestión no tenía mayor importancia, pero Rahl captó un brevísimo momento de tensión en la mirada del apotecario.
—Enfrascado en ciertos asuntos, Andus, nada más. —Voyen se apresuró a cambiar el tema de conversación para que se dejara de hablar de él—. Qué, Pyr, ¿estás preparado para la próxima batalla? Creo que el tanteo sigue a mi favor.
Rahl asintió. Él y Voyen mantenían una competición informal sobre cuál de los dos lograría matar antes a un enemigo en cada misión.
—Recuerda que tan sólo cuentan los combatientes. El último no era más que un servidor.
—Un servidor de armamento —lo corrigió Voyen—. Me habría matado si le hubiera dejado. —Echó una mirada a su alrededor—. Creo que tendremos oportunidades más que suficientes de poner a prueba la valía de esos traidores de Istvaan. La ofensiva se va a realizar en múltiples frentes. Lo primero será un desembarco para eliminar las estaciones de vigilancia situadas en el planeta más exterior del sistema. Después iremos a por los planetas del interior en una ofensiva a gran escala.
Hakur torció el gesto.
—Estás muy bien informado. El capitán Garro todavía no ha regresado de la nave del Señor de la Guerra, pero tú ya conoces los detalles de la misión.
Voyen dudó por un momento.
—Es algo que casi todo el mundo sabe —contestó, pero el tono de voz le había cambiado. Era más precavido.
—¿De verdad? —comentó Rahl, sintiendo que algo iba mal—. ¿Quién te lo contó a ti, hermano?
—¿Acaso importa? —respondió el apotecario a la defensiva—. La información simplemente me llegó. Creí que querríais saberla, pero si preferís quedaros en la ignorancia…
—No es eso lo que Rahl ha dicho —le hizo notar Andus—. Venga, Meric, ¿dónde te has enterado de todo eso? ¿Fue alguien en la enfermería que se puso a balbucear bajo la influencia de los anuladores de dolor, o un astrópata charlatán?
Rahl se dio cuenta de que los demás guerreros presentes en la estancia se habían quedado callados y estaban contemplando atentamente la conversación. Incluso el asistente de Garro estaba allí, y también le observaba. Voyen se fijó en él y le lanzó una mirada furiosa.
—Te he hecho una pregunta, hermano —insistió Hakur, pero se lo dijo con el tono de voz que siempre utilizaba en el campo de batalla, el tono en el que daba órdenes y esperaba que se le obedeciera al instante.
Voyen apretó las mandíbulas.
—No sé decirte.
Rodeó al veterano y se dirigió hacia su armario de equipo. Sólo dio unos pocos pasos. Hakur lo agarró del brazo y lo detuvo.
—¿Qué es lo que llevas en la mano?
—Nada que sea asunto suyo, sargento.
Hakur probablemente doblaba en edad al apotecario, pero a pesar de todos esos decenios transcurridos, las habilidades de combate del viejo astartes no se habían embotado. Atrapó con facilidad la muñeca de Voyen y aplicó presión en un centro nervioso. Los dedos de Meric se abrieron por su propia voluntad todos vieron que en la palma llevaba un emblema de bronce.
—¿Qué es esto? —le preguntó el sargento en voz baja.
—¡Ya sabes lo que es! —le replicó Voyen—. No te hagas el tonto conmigo.
El apagado metal del disco mostraba el sello de la legión.
—Una medalla de logia —murmuró Rahl—. ¿Estás metido en las logias? ¿Desde cuándo?
—¡No sé decirte! —le respondió Voyen casi a gritos un momento antes de soltarse del agarrón de Hakur y dirigirse al armario donde guardaba sus escasos efectos personales—. No me preguntéis nada más.
—Ya sabes lo que opina nuestro capitán de batalla respecto a ese asunto —le advirtió Andus—. Él se niega a asistir a cualquier clase de reunión clandestina…
—Él se niega —lo interrumpió Meric—. Yo no. Si el capitán Garro decide permanecer al margen de la fraternidad de las logias, está en su derecho, lo mismo que vosotros si queréis hacerle caso, pero yo no. Yo pertenezco a una. —Soltó un resoplido—. Ya está. Ya lo he dicho.
Decius se puso en pie.
—Todos formamos parte de la Séptima Compañía —dijo con un gruñido—. ¡Además, somos la escuadra de mando! ¡Garro nos da ejemplo, y todos deberíamos seguirlo sin cuestionarlo en lo más mínimo!
—Si al menos se tomase la molestia de escucharnos, lo entendería todo. —Meric meneó la cabeza y señaló con un gesto la medalla—. Todos vosotros entenderíais que no es ninguna clase de sociedad secreta, sino tan sólo un lugar donde los guerreros pueden hablar con total libertad.
—Eso parece —comentó Sendek—. Por lo que has dicho, da la impresión de que en esa logia tuya se puede hablar incluso de la información militar más secreta sin problema alguno.
Furioso, Voyen hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No es así en absoluto. ¡No tergiverses lo que he dicho!
—Debes salirte inmediatamente de esa logia, Meric —le ordenó Hakur—. Júramelo aquí y ahora, y dejaremos de hablar de esto.
—No pienso hacerlo —le respondió a la vez que agarraba con fuerza la medalla—. Todos me conocéis. ¡Somos hermanos de batalla! ¡Os he curado a todos y cada uno de vosotros! ¡Incluso le he salvado la vida a más de uno! Soy Meric Voyen, vuestro amigo y camarada de armas. ¿De verdad creéis que tomaría parte en cualquier plan sedicioso? —Soltó un bufido—. Creedme, si vierais los rostros de la gente que va allí, ¡comprenderíais que sois tú y Garro quienes se encuentran en minoría!
—Lo que Grulgor y Typhon hagan con sus compañías es asunto suyo —lo interpeló Decius.
—¡Y el resto! —insistió Voyen—. ¡No soy ni de lejos el único guerrero de la Séptima Compañía que asiste a las reuniones!
—¡No! —replicó Hakur.
—Jamás te mentiría, y si tener este emblema en la mano me hace menos respetable a tus ojos, entonces… —se calló durante un largo momento, y después bajó la mirada—. Entonces no eres el camarada que yo creía que eras.
Cuando Voyen alzó la vista de nuevo, alguien se había unido al grupo de guerreros de la estancia.
Rahl captó la furia contenida en la voz del capitán Garro cuando les dio la orden.
—Que todo el mundo salga de aquí.
Cuando se encontraron completamente a solas, después de que Kaleb sellara la puerta a sus espaldas, Garro se dio la vuelta para mirar con dureza a su subordinado. Tenía las manos convertidas en puños a causa de la rabia.
—No te oí entrar —murmuró Voyen—. ¿Cuánto has oído?
—No lo niegues —le contestó el capitán—. Me quedé un rato en el pasillo antes de entrar.
—Ah —el apotecario soltó una risotada sin humor—. Creí que el que se dedicaba a espiar era tu asistente.
—Lo que Kaleb me cuenta de lo que oye por ahí lo hace guiado por su conciencia, no porque yo se lo haya ordenado.
—Entonces, él y yo nos parecemos.
Garro apartó la mirada.
—Así pues, según tú, han sido tus principios los que te han hecho unirte a la logia, ¿no es así?
—Sí, eso es. Soy el sanador principal de la Séptima Compañía. Parte de mi deber es conocer los sentimientos de los guerreros que forman parte de ella. En ocasiones, hay asuntos de los que un individuo hablará con su camarada de logia y no con su apotecario. —Voyen bajó la mirada al suelo—. ¿Debo suponer que me enviarás a otra compañía después de enterarte de todo esto?
Garro pensaba que explotaría hecho una furia, pero lo único que sintió en ese momento fue decepción.
—Reniego de las logias, y después me encuentro con que un amigo en el que confío y forma parte de mi núcleo de mando se ha unido a una de ellas. Algo así podría ser considerado una debilidad o una profunda falta de visión por parte de ciertas personas.
—No, no —le refutó el apotecario—. ¡Por favor, no entré en la logia para minar tu autoridad! Lo único que ocurre es que fue… la decisión correcta para Meric Voyen.
Garro se quedó callado durante un largo instante.
—Hemos sido hermanos de armas desde hace decenios, y en más de un millar de campos de batalla. Eres un buen guerrero, y un excelente sanador. No habría permitido que te unieras a mi escuadra de mando si no fuera así. Pero esto… es algo que nos ocultaste a todos, y despreciaste nuestra camaradería. Meric, si permaneces bajo mi mando, no te resultará fácil recuperar la confianza que hemos perdido en ti. —Volvió a mirarlo fijamente a los ojos—. Vete o quédate. Toma la decisión que sea correcta para Meric Voyen.
—Si quisiera quedarme, ¿sería una condición para ello que me apartara de la logia?
El capitán hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No te obligaré a abandonarla. Sigues siendo mi hermano de batalla, a pesar de que algunas de tus decisiones no estén de acuerdo con las mías. —Garro se le acercó y le ofreció una mano—. Pero sí te exigiré algo: que me prometas ahora mismo que si la logia intenta obligarte en alguna ocasión a hacer algo que te haga traicionar el Emperador de la Humanidad, destruirás esa medalla y renegarás de ellos.
El apotecario le estrechó la mano a Garro.
—Te lo juro, mi señor. Por la propia Terra. Te lo juro.
* * *
El asunto quedó zanjado por el momento, así que Garro reunió a los miembros de la compañía allí presentes y les informó de los planes de batalla que les había expuesto el Señor de la Guerra. Siguiendo su ejemplo, nadie reprendió a Voyen, pero éste se mantuvo en silencio y algo apartado. Nadie preguntó por qué Voyen seguía con ellos, pero Garro captó las miradas de prevención en los ojos de Rahl, Decius y los demás.
Una vez acabó, Garro dejó que Kaleb se ocupara de su equipo de combate y se quedó pensando a solas. Habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo. Le daba la sensación de que apenas había sido ayer cuando había estado revisando las simulaciones de ataque a un mundo astronave jorgall, y las legiones astartes ya se encontraban reunidas para el primer ataque contra Istvaan Extremis, al mismo tiempo que Garro descubría un conflicto en el seno de su propia compañía.
¿Había hecho lo correcto permitiendo que Voyen se quedara en la compañía? Recordó la conversación que había mantenido con Mortarion antes del consejo de guerra, donde también habían hablado al respecto de las logias. Al capitán le preocupaba no ser capaz de ver un camino claro entre todos aquellos pensamientos. A veces, se preguntaba si no sería culpa suya, si no se estaría equivocando por ser tan conservador, por mantener las tradiciones y el espíritu de la legión mientras los tiempos cambiaban.
Porque algo estaba cambiando. El cambio de ambiente en la Resistencia era leve, pero era casi palpable ante sus entrenados sentidos. Era todavía más evidente a bordo de la nave del Señor de la Guerra. Una tremenda inquietud le acechaba en el límite de esos pensamientos, como las lejanas y amenazantes nubes de una tormenta. No lograba quitarse de encima la sensación de que había algo maligno esperando allí fuera, donde estaba reuniendo fuerzas y esperando el momento adecuado para actuar.
De modo que Garro hizo lo que se había convertido en un íntimo hábito personal, algo que le servía para aclarar la mente y concentrarse en la batalla que se avecinaba. En lo más alto del dorso del casco de la Resistencia se encontraba la cúpula oval del observatorium de la nave, un lugar aparte donde la tripulación podría efectuar lecturas estelares de emergencia en el caso de que los cogitadores de la nave quedasen fuera de servicio. También servía como algo puramente decorativo, aunque muy pocos miembros de la Guardia de la Muerte lo utilizaran por un motivo tan trivial.
Garro disminuyó la potencia de todos los globos de brillo que había en el lugar y se sentó en la consola de mandos. La silla de la consola se inclinó hacia atrás mediante un silencioso sistema hidráulico. Finalmente, el capitán quedó sentado de modo que captaba de un solo vistazo todo el paisaje estelar.
El sol blanco azulado de Istvaan brillaba con fuerza en el cuadrante inferior, aunque el destello se encontraba atenuado por la polarización del vidrio blindado. Apartó la mirada de esa estrella y dejó que la oscuridad lo rodeara. Notó cómo, poco a poco, la tensión que sentía en ciertos músculos disminuía. A Garro le pareció que flotaba en aquel mar de estrellas, acunado en la burbuja de aquella atmósfera artificial. Miró más allá de los destellos plateados de los cascos de las naves, hacia el frío vacío, y se preguntó, no por primera vez, dónde se encontraría exactamente su hogar.
Oficialmente, el mundo natal de la XIV Legión era Barbarus, una esfera envuelta en nubes situada cerca del borde del sector Gótico. De ese yermo planeta de donde procedían la mayoría de los guerreros de la Guardia de la Muerte, individuos como Grulgor, Typhon, Decius y Sendek, incluso Kaleb. Garro había aprendido a sentir respeto por ese planeta y su dura naturaleza, pero jamás sería su hogar.
Garro había nacido en Terra y había sido iniciado en las legiones astartes antes incluso de que la humanidad conociera la existencia de Barbarus. En aquellos tiempos, la XIV era conocida por otro nombre, y no tenían primarca, tan sólo al Emperador. Garro sintió que se le henchía el pecho al recordar esa época. Eran los Incursores del Crepúsculo. Se les conocía por ese nombre porque su táctica preferida era atacar al enemigo después de la puesta de sol. En aquel entonces, la armadura que llevaban no lucía el reborde verde que después sería típico de la legión. El equipo de los Incursores del Crepúsculo era de color blanco mármol, pero llevaban el hombro y el brazo derecho pintados de rojo carmesí. El simbolismo de la armadura mostraba a sus enemigos lo que eran en realidad: la roja mano derecha del Emperador, incansable e imparable. Muchos enemigos habían arrojado las armas en cuanto el sol se ponía bajo el horizonte ante la perspectiva de tener que luchar contra ellos.
Pero eso también había cambiado. Cuando los hijos clónicos del Emperador, los grandes primarcas, fueron arrancados de su lado y quedaron dispersos por toda la galaxia, los Incursores del Crepúsculo se unieron a sus legiones hermanas y a su señor en la Gran Cruzada con la que comenzó la Edad del Imperio. Garro estaba allí, siglos atrás.
No parecía tanto tiempo, y sin embargo, se trataba de incontables años medidos en escala terránea los que había pasado perdido en la confusión del espacio disforme, en estasis criogénico y a través de la extraña física de los viajes casi a la velocidad de la luz. Garro estaba junto al Emperador cuando éste cruzó la galaxia a la búsqueda de sus hijos perdidos entre las estrellas: Sanguinius, Ferrus, Guilliman, Magnus y los demás. En cada encuentro, el Señor de la Humanidad había entregado a sus hijos parte de las fuerzas de combate que habían sido creadas a su imagen y semejanza. Cuando el Emperador llegó por fin a Barbarus y se encontró con un guerrero enjuto que dirigía a un pueblo oprimido, supo que había localizado al progenitor de la XIV Legión.
En Barbarus, que era donde Mortarion había acabado después de atravesar el torbellino caótico de una tormenta de disformidad, el niño primarca se había encontrado con un planeta donde los colonizadores humanos estaban sometidos a la tiranía de un clan de señores de la guerra mutantes. Creció hasta enfrentarse a ellos y liberar al pueblo. Para ello, creó su propio ejército de valientes guerreros que encabezaran el ataque contra las cimas llenas de aire venenoso donde se guarecían los señores mutantes. Mortarion llamó a aquellos hombres la Guardia de la Muerte.
Y así fue como, cuando por fin el Emperador y Mortarion se reunieron y derrotaron al siniestro jefe de los señores de la guerra mutantes, Barbarus quedó liberado y el primarca aceptó un lugar en la cruzada de su padre, a la cabeza de la XIV Legión. Las primeras palabras de Mortarion a su nuevo ejército quedaron grabadas en un arco de granito instalado sobre la compuerta estanca principal de la barcaza de combate Guadaña del Segador, en recuerdo de ese momento. Había acudido a la llamada del Emperador con la élite de sus cohortes, y con cientos más en camino. Garro había sido testigo del acontecimiento, aunque en esas fechas no era más que un simple astartes de tropa. Fue entonces cuando oyó por primera vez hablar al nuevo primarca.
—Sois mis espadas invencibles —les dijo—. Sois la Guardia de la Muerte.
Y con esas palabras desaparecieron los Incursores del Crepúsculo. Las cosas cambiaron.
El día del nombramiento del primarca como comandante, la mayor parte de la XIV Legión la formaban individuos como Garro, hombres que habían nacido en Terra o en los confines del sistema solar, pero ese número se había ido reduciendo poco a poco, ya que los nuevos reclutas que se incorporaban a la Guardia de la Muerte procedían exclusivamente de Barbarus. En esos momentos, en el cuadragésimo primer milenio, en la legión tan sólo quedaba un puñado comparativamente escaso de terráneos. En los momentos que se sentía más deprimido, Nathaniel se imaginaba que llegaría un momento en el que no quedaría ninguno de ellos en la XIV Legión, y con sus muertes, desaparecerían por completo las antiguas costumbres de los Incursores del Crepúsculo. Temía ese momento, porque cuando se produjera, una parte del noble carácter de la legión moriría también.
La memoria era para Garro una compañera muy curiosa. En algunos casos, debido a una serie de implantes colocados en el cerebro de los astartes, los recuerdos fragmentados de su pasado más lejano le resultaban más nítidos que los de las batallas que había librado hacía pocos meses. Se acordó de un momento cuando era un crío, en Albia. Estaba delante de un memorial en recuerdo de guerreros muy anteriores al décimo milenio. Se trataba de un gran arco de piedra blanca con figuras de metal negro. Las superficies se habían desgastado, pero después las habían protegido con una capa de diamante sintético. Recordó también una noche en Barbarus, cuando se encontraba en la cima de sus montañas más elevadas. Estaba mirando hacia el cielo y la capa de nubes se despejó en una de las escasas ocasiones que lo hacía, lo que permitió a Nathaniel encontrar, como acababa de hacer en la cúpula de cristal, el solitario punto de luz que estaba buscando en mitad de la gran oscuridad.
En ese momento, lo mismo que en el pasado, se quedó contemplando la lejana estrella y se preguntó otra vez si aquél era su hogar. ¿Sería capaz el Emperador, en su infinita capacidad, de concentrar una mínima parte de su prodigiosa mente hacia donde él se encontraba? ¿O era una simple muestra de la vanidad de Garro pensar que merecería siquiera una brizna de la atención del Señor de la Humanidad?
Al siguiente latido, la respiración se le agarrotó en la garganta cuando vio que la luz destellaba con fuerza durante un momento, para después desvanecerse y apagarse ante sus ojos. La estrella, al desaparecer, dejó un negro velo sobre el ánimo de Nathaniel.
* * *
Decius abrió la palma de la mano y la levantó para atrapar unos cuantos de los copos de nieve que flotaban en el aire a su alrededor. Debido a la baja gravedad de Istvaan Extremis, las partículas de nitrógeno helado bajaban flotando en lento descenso hacia el gris monocromo de la superficie del planeta. Sonrió, algo divertido por el momento, y cerró la mano hasta convertirla en un puño. Aunque era el equivalente de su mano derecha, no tenía ni de lejos el tamaño del monstruoso puño de combate con rebordes de color verde y pequeños relámpagos pintados con paciencia. Movió los gruesos dedos mecánicos en ademán de prueba. En realidad, la pericia de Decius con el puño de combate era tal, que podía tomar una flor entre los dedos y aplastar un cráneo con la misma facilidad.
La verdad era que no había flora de ninguna clase en aquella bola de hielo y piedra. Sin embargo, lo que sí había era un gran número de cabezas que aplastar. De eso estaba seguro. La idea hizo que a Decius se le ensanchara la sonrisa de oreja a oreja. Miró por encima del hombro, hacia la ondulante llanura cubierta de cráteres que se extendía hacia el oeste. Los guerreros de la Guardia de la Muerte esperaban en la sombra de cada saliente, detrás de cada roca y cada peñasco, en silencio y preparados. El tono apagado de sus armaduras era casi el equivalente del color del paisaje grisáceo, y únicamente las líneas de verde jade de los bordes de las hombreras y las placas pectorales rompían un poco su camuflaje.
Estaban en silencio, haciendo honor al nombre de la legión, y preparados para entrar en acción. Decius captó un destello dorado: el capitán Garro estaba pegado al sargento Hakur, casco con casco, y le estaba diciendo algo. Hakur a su vez se acercó a Rahl, a quien le transmitió el mensaje. Éste se lo pasó a otro guerrero y así sucesivamente, por lo que la orden se extendió como la susurrante onda de la superficie de un estanque.
La Séptima Compañía había mantenido en silencio los comunicadores desde que habían desembarcado de las Thunderhawks, que se habían posado más allá del horizonte del planetoide, fuera del alcance de las torres de sensores de la estación de vigilancia. Los guerreros se comunicaban entre ellos mediante susurros o señales del lenguaje de batalla mientras avanzaban con sigilo hacia la muralla escudo que protegía el lado occidental del entramado enemigo de cúpulas. Lo habían hecho así para que los istvaanianos estuviesen con la atención puesta en otro lado, hacia los Hijos del Emperador, que con sus llamativas y muy visibles armaduras, avanzaban por el otro flanco. Ya estaban cerca, y todos se encontraban a la espera desde hacía horas, o eso le parecía a Decius. El ataque era inminente.
Sendek se inclinó sobre Decius y le habló al aparato de escucha que llevaba incorporado en el casco.
—Preparado para la orden.
Asintió para mostrar que lo había oído y le pasó el mensaje al astartes que tenía al lado, un guerrero que llevaba al hombro un lanzacohetes, una silueta rematada en forma de cabeza de cobra. La escasa atmósfera de Istvaan Extremis no transmitía muy bien las ondas sonoras, pero era tal el estruendo que se estaba produciendo al otro lado de la base rebelde que, a pesar de ello, lo captaban. Decius distinguió el tableteo de los bólters de asalto y el estampido sordo de las explosiones de las granadas perforantes. Aquellos sonidos hicieron que le entrara un cosquilleo de impaciencia en la palma de las manos.
Un momento después, oyó por el canal principal cómo el capitán Gano rompía el silencio de comunicaciones.
—Séptima. En posición.
La voz del capitán de batalla sonó algo pesimista y sombría. El comandante de Decius no había sido el mismo desde que regresó del Espíritu Vengativo, y Solun se había preguntado en más de una ocasión qué era lo que habría ocurrido a bordo de la nave insignia del Señor de la Guerra. Además, estaba aquel asunto relacionado con Voyen… Apartó de la mente todos aquellos pensamientos.
Decius observó con atención las almenas de la muralla oeste a través de los amplificadores de visión de su casco, y estudió las idas y venidas de las siluetas negras que la patrullaban. Daban vueltas de un modo confuso, como si no estuvieran seguras de dónde deberían estar en realidad. El ataque de los Hijos del Emperador estaba cumpliendo su función al atraer a la mayoría de los defensores hacia aquella zona.
—Al menos, sirven para algo —murmuró Decius para sí mismo. Siempre había creído que la III Legión era demasiado autocomplaciente comparada con las demás.
Una voz resonó en el canal principal y pronunció una única palabra, llena de la exaltación del combate.
—¡Adelante! —les ordenó Eidolon, y los guerreros de la Guardia de la Muerte salieron al unísono de sus escondites para formar una tremenda oleada de armaduras de color gris tormenta.
—¡Contad con la Séptima! —gritó una voz, y Decius repitió el grito. Después, lo oyó una y otra vez por toda la línea de combate lanzada a la carga. Los guerreros de la XIV Legión ya no tenían por qué guardar silencio.
Algunos de los guardias de las murallas habían quedado convertidos en despojos sanguinolentos después de caer desde sus puestos y estrellarse contra el suelo tras ser acribillados por los disparos de bólter desde media distancia. Varias andanadas de cohetes de pequeño calibre, disparados desde lanzadores portátiles, cruzaron el aire por encima de Decius antes de estrellarse contra los puntos de la muralla donde los aparatos detectores habían descubierto debilidades en la estructura. Los astartes vieron movimiento en la base de la propia muralla. Diversos búnkers autosellados surgieron de la barrera de piedra, todos equipados con armas láser. Unas delgadas líneas de color carmesí unieron por unos instantes las cápsulas ovoides y los guerreros atacantes. La ceramita quedó cubierta de rastros de quemaduras y unos pocos desafortunados recibieron los disparos delante de la cara, por lo que quedaron cegados por los rayos.
Aquella defensa no logró en absoluto detener el avance de la Guardia de la Muerte. En cuanto se lanzaban a la carga, era prácticamente imposible pararlos. La aplastante carga de infantería pasó por encima de las piedras y de las placas de hielo rotas sin dejar de disparar con sus armas. Decius descargó su bólter contra la posición enemiga más cercana y oyó a través de la tronera un grito ahogado procedente del interior. Luego colocó un nuevo cargador sin dejar de correr, sin ni siquiera cambiar de paso.
El hermano de batalla que llevaba el lanzacohetes al hombro seguía a su lado. La placa pectoral de su armadura mostraba una fea muesca provocada por la quemadura de un rayo láser, pero aparte de eso, estaba indemne. Decius vio cómo se apoyaba sobre una rodilla y apretaba el gatillo. El cargador del arma chasqueó varias veces a medida que alimentaba la recámara con los cuatro proyectiles que disparó. Los cohetes impactaron formando un agrupamiento perfecto y destrozaron la posición enemiga más cercana. El techo salió disparado cuando la bola de fuego provocada por la explosión interna se esforzó por abrirse paso. Por increíble que pareciera, varias figuras ennegrecidas salieron trastabillando de los restos humeantes, algunas de ellas envueltas en llamas, pero todas blandiendo armas.
Decius les disparó con el bólter apoyado en la cadera. Mató a un puñado de ellos y luego entró en tromba en las ruinas para acabar con el último superviviente en combate cuerpo a cuerpo. Decius le propinó un golpe en el pecho y la fuerza del puño de combate lanzó al istvaaniano directamente contra las piedras del muro. El soldado enemigo se despegó del muro y cayó a los pies de Decius convertido en un guiñapo sanguinolento.
Oyó un siseo, y el astartes se inclinó para averiguar de qué se trataba. Al soldado enemigo se le había caído el microrreceptor que llevaba al oído y estaba tirado en el suelo, a su lado. Decius lo recogió y escuchó con atención. Lo único que se oía era un ruido estridente, una cacofonía de gritos chirriantes. Lo arrojó a un lado y se puso en pie de nuevo.
Decius miró a su alrededor y vio a los demás búnkers móviles destruidos o envueltos en llamas. Luego le dio al cadáver que tenía delante unos cuantos golpes suaves con la punta del pie. El rostro hinchado por la muerte reciente le devolvió la mirada. Uno de los ojos asomaba a través de la lente de color rojo de un sistema de puntería.
—No serás mi última presa —le dijo al cadáver del soldado.
—¡Retroceded a distancia de seguridad! —gritó Garro a pleno pulmón—. ¡Las cargas van a estallar!
El astartes que llevaba el lanzacohetes le dio un par de palmadas en el hombro.
—Vámonos, hermano. Van a hacer volar la muralla.
Decius retrocedió a la carrera unos cientos de metros, hasta la línea donde la Guardia de la Muerte se estaba reagrupando de forma ordenada. Vio a Tollen Sendek, que lo seguía de cerca, con un signum de activación de minado en la mano.
—¡Listo! —gritó Sendek.
El casco de Garro hizo un gesto afirmativo.
—Hazlo.
Sendek apretó con fuerza una tecla reluciente y Decius oyó un rugido siseante procedente de la fortificación de piedra. Un segundo después, les llegó el sonido de las torturadas moléculas de aire impulsadas a gran velocidad al mismo tiempo que un gran tramo de la muralla se venía abajo, convirtiéndose en polvo y cascotes.
—¡Tomad la cúpula! —Garro desenvainó la espada de energía y lanzó un tajo al aire—. ¡Por Terra y por Mortarion!
Decius corrió para colocarse en un flanco del capitán de batalla y se sumergió en la cegadora nube de polvo de roca. Los aparatos ópticos del casco convirtieron de forma automática el terreno que se extendía ante él en un entramado de líneas que se superpuso al espectro de visión habitual. En vez de la munición perforante más común, y en contra de las prácticas que seguían las doctrinas de combate convencionales, Sendek había utilizado unas potentes cargas cortadoras de cascos diseñadas para su uso en los abordajes de naves. La sobrepresión resultante de aquella explosión, incluso en una atmósfera tan leve como la de Istvaan. Extremis, había provocado el derrumbamiento de una gran parte de la muralla occidental, abriendo un gran agujero en la cúpula central que se alzaba detrás de las defensas. A Decius no le hizo falta fijarse en los detalles para recordar la forma del edificio objetivo. Los había memorizado durante el trayecto desde la Resistencia y los tenía fijados en el subconsciente, tanto la silueta hemisférica y achatada como el entramado de extrañas torres parecidas a tuberías.
Las botas crujieron al aplastar los cuerpos de los soldados enemigos, que habían quedado casi convertidos en pulpa por las cargas de demolición. Alrededor de los astartes se alzaban las retorcidas vigas de metal de refuerzo. De algunas de ellas todavía colgaban trozos de ferrocemento parecidos a perlas polvorientas. Garro echó la espada hacia atrás para cortar unas cuantas y abrirse paso, pero Decius se puso delante.
—No, mi señor. Permítame hacerlo a mí —le dijo.
Decius empezó a golpear con el puño de combate y propinó cuatro tremendos mazazos a las piedras. El último golpe derribó los restos que les bloqueaban el paso. El astartes sonrió. No todos los días una persona tenía la oportunidad de propinarle puñetazos a un edificio.
La Guardia de la Muerte se desplegó a partir de la brecha y entró en el recinto propiamente dicho de la cúpula. Aquel espacio interior estaba repleto de figuras cubiertas con armaduras de color blanco pálido. Decius también vio unas siluetas encapuchadas y vestidas de negro que surgían a través del humo y del polvo como hormigas enfurecidas, y detrás de ellas… Parpadeó y miró asombrado lo que tenía ante los ojos, abarcando y asumiendo la estructura que dominaba el interior de la cúpula. Los informes de los astartes indicaban que lo que podían encontrar era la plataforma de sensores común en el Imperio, con quizá algunas modificaciones recientes, pero nada más. Decius se había imaginado que al entrar en la cúpula verían hileras de cogitadores y de monitores de onda, o algo parecido. No podía estar más equivocado.
Habían retirado todas y cada una de las bancadas de los niveles interiores de la cúpula y dejado el espacio central completamente despejado. En mitad de aquella estancia envuelta en humo se alzaba una construcción que parecía estar construida con piedra, aunque no de la variedad planetaria local, de color gris y salpicada de mica. Era una pirámide escalonada compuesta por bloques tallados a partir de diferentes minerales de todos los colores. Era obvio que las piedras procedían de otros planetas, pero ¿por qué? ¿Qué razón habría para levantar algo como aquello en un lugar tan remoto, donde nadie más que un puñado de traidores podrían verlo?
En la cara interior de la cúpula había un entramado de líneas y discos que parecían no tener fin, y que confundían la vista con ilusiones ópticas de profundidad y de movimiento cuando en realidad no había nada de aquello. Luego se percató de la luz y del sonido, el mismo ruido discordante que había oído por el microrreceptor caído. Tenía su origen en la cima de la construcción, y bajaba por los lados de la pirámide en lentas oleadas insufribles. Allí arriba había una figura que flotaba en el aire…
Varios rayos láser de color rojo pasaron a poca distancia de la cabeza de Decius, lo que le apartó la atención de la pirámide y le hizo volver al combate que se estaba desarrollando. Los efectivos de la fuerza de la Guardia de la Muerte eran numerosos, pero habían subestimado el número de traidores que habría en el interior de la cúpula. Decius oyó la furiosa voz de Rahl por el comunicador.
—¡Fuerte resistencia en el objetivo!
Decius mató de un solo golpe a un soldado enemigo. El impacto lo lanzó hacia un grupo de camaradas traidores, a los que derribó al aterrizar sobre ellos. El capitán Garro atravesó las líneas enemigas abriéndose paso a tajos con Libertas, que relucía por los restos sanguinolentos que la cubrían. El bólter que empuñaba en la otra mano mataba a un oponente con cada uno de los proyectiles disparados con puntería letal. Solun mantenía el ritmo de su comandante, y logró que Rahl y Sendek se unieran a ellos. Hakur y su escuadra mantuvieron los flancos protegidos mientras avanzaban hacia los pies de aquella arcana construcción. Decius se echó a reír. Sentía el ansia del combate recorriéndole las venas. Mató a una docena más de enemigos a corta distancia con los disparos de bólter, hasta acabar con la armadura cubierta de salpicaduras de sangre. Ya estaban en la base de la pirámide escalonada cuando un estallido sordo rugió por el interior de la cúpula y las hojas de una puerta de contención interiores se doblaron hacia dentro con un crujido torturado. Varios gigantes de color dorado y púrpura se abrieron paso entre los restos y se lanzaron a por los individuos de capuchas negras.
—Los chicos de Fulgrim nos han honrado por fin con su presencia —dijo Garro, dejando al descubierto los dientes en una mueca feroz—. ¡No permitamos que Eidolon llegue a la cima antes que la Guardia de la Muerte!
La momentánea confusión que los defensores sufrieron ante la repentina llegada de los Hijos del Emperador fue suficiente para que los guerreros de la Séptima dispusieran del hueco que necesitaban. El capitán de batalla se apresuró a dirigir su escuadra al asalto definitivo de la pirámide.
Decius alzó la vista y recorrió con la mirada la ladera de aquel peculiar montículo hasta llegar de nuevo a la cima. Entonces lo vio con más claridad. Era cierto. Allí arriba había una mujer, y de algún modo, conseguía flotar en el aire, envuelta en un halo luminoso. La luz chasqueaba y se enroscaba alrededor de su silueta reluciente. Cada diminuto destello, potente como un rayo de sol, iba acompañado de nuevos sonidos, de más aullidos, de un ruido mortífero que les martilleaba en los oídos.
—¡Por la sangre! —gritó, aunque aquellas palabras apenas fueron audibles por encima de la horrísona cacofonía—. ¡En nombre de Terra! ¿Qué es eso?
Garro lo miró por encima del hombro.
—Un cantor de guerra —contestó con repugnancia.