CAPÍTULO 4

CUATRO

Dos caras

Un grito en la oscuridad

Reunión de leyendas

La pantalla pictográfica era flexible, igual que un paño, y colgaba del techo de la armería igual que un tapiz. Los cables que salían de ella estaban sujetos a unas relucientes conexiones de bronce de las paredes. Los flujos de datos no cesaban de transmitir las imágenes a través de las redes de comunicación existentes entre las naves. La imagen que se veía en la pantalla era en directo, algo distorsionada por la interferencia de la estrella de Horologii, y aunque parecía estar produciéndose en ese mismo instante, en realidad llevaba unos cuantos minutos de retraso respecto a lo que ocurría en verdad. La transmisión se ralentizaba a causa de la física relativista, aunque tampoco es que aquel detalle fuera algo que importara a los astartes reunidos allí para observar lo que ocurría.

Las imágenes procedían de los pictógrafos de la proa del Aguijón de Barbarus, una fragata ligera a la que habían encomendado la tarea de seguir de cerca el mundo astronave de los jorgall en el último viaje que iba realizar. Las imágenes se estaban grabando para la posteridad. Sin duda las mejores se convertirían en noticias impactantes que se distribuirían por todo el espacio imperial.

Las toberas del mundo astronave brillaron enrojecidas cuando de las aberturas surgieron chorros de llamas de fusión, cada uno de ellos tan largo como el propio Aguijón. En el borde de las imágenes se veía el destello de otras naves de menor tamaño, lanzaderas y Thunderhawks, que escapaban de la astronave enemiga con los últimos miembros de las fuerzas imperiales a bordo. Los pictógrafos giraron para seguir a la gigantesca nave y los filtros de luz se activaron cuando el sol del sistema planetario apareció a la vista.

El mundo astronave aceleraba mientras se alejaba. Aumentaba de velocidad a cada momento que pasaba. Los mandos del sistema de propulsión, capturados por los guerreros de la Segunda Compañía de la Guardia de la Muerte, habían quedado desbloqueados gracias a los adeptos del Mechanicus. El Aguijón de Barbarus se mantuvo a una distancia segura mientras seguía a la astronave alienígena marcando la misma trayectoria hacia el sol. Alrededor del cilindro iridiscente empezaron a formarse grandes arcos restallantes de energía electromagnética cuando comenzó a entrar en la invisible cromosfera de la estrella. Los paneles solares de popa quedaron destruidos. Se chamuscaron y ardieron doblándose sobre sí mismos como las alas de un insecto expuesto a la llama de una vela. El mundo astronave cayó cada vez más y más de prisa en dirección al rugiente plasma de la capa fotosférica. El metal del casco se desprendió en tiras de un kilómetro de largo, lo que dejó al descubierto el costillar de la nave, que comenzó a fundirse y a derretirse. Finalmente, la nave alienígena se hundió en una reluciente protuberancia de la corona y desapareció para siempre en aquel alto horno estelar.

—Se acabó —murmuró el hermano Mokyr—. Ya son cenizas y polvo, lo mismo que todos los enemigos de la Guardia de la Muerte. Un final apropiado para semejante escoria alienígena.

Entre los guerreros de la Segunda Compañía allí reunidos se extendió un murmullo de satisfacción.

Fueron ellos quienes hicieron posible aquel descenso hacia el sol, ya que habían tomado a sangre y fuego las tremendamente bien defendidas cúpulas de motores de los jorgall. Era apropiado que fuesen ellos los testigos directos de los últimos momentos de la nave alienígena.

—Me pregunto cuántos supervivientes quedarían a bordo —comentó un sargento mientras contemplaba la burbujeante superficie de la estrella.

Mokyr soltó un gruñido.

—Ninguno. —Se dio la vuelta hacia el capitán de la compañía—. Una gran victoria. ¿No es así, mi comandante?

—Una gran victoria —contestó Grulgor con voz cargada de rencor—. Pero no lo bastante grande.

Tras decir aquello, miró enfurecido al otro lado del pasillo, donde Garro estaba hablando con el primarca.

—Aplaca tu cólera, Ignatius. Esfuérzate por una vez por no llevarla como un emblema sobre el pecho —le advirtió Typhon, que apareció de repente. Los astartes se apartaron para dejarle paso.

—Perdóneme, primer capitán —le replicó Grulgor—. Es que resulta que mi cólera, como la ha llamado usted, es más que apropiada cuando me veo forzado a presenciar cómo son recompensados aquellos que no se lo merecen.

Typhon alzó una ceja.

—¿Estás cuestionando una decisión tomada por el primarca? Cuidado, comandante, la sedición comienza con pensamientos como ése.

Grulgor se le acercó para que la conversación fuera más privada.

—Garro rescata a mujeres y mata a recién nacidos, ¿y por eso lo recompensan con un trago de la copa? ¿Es que las exigencias de la legión han caído tan bajo como para recompensar semejante comportamiento?

El primer capitán no hizo caso de aquella pregunta y le contestó con otra.

—Dime, ¿por qué reniegas de Nathaniel Garro con tanta vehemencia? Es un guerrero de la Guardia de la Muerte, ¿no? Es tu hermano de batalla, un astartes como tú.

—¡Garro el estricto! —la contestación burlona de Grulgor estaba cargada de furia—. ¡No merece ser un miembro de la Guardia de la Muerte! ¡Es arrogante y altanero, siempre mira por encima del hombro! Se cree superior a los demás guerreros de la legión. ¡Es demasiado orgulloso y demasiado bueno para el resto de nosotros!

—¿Nosotros? —inquirió Typhon, provocando al comandante para que dijera lo que se ocultaba bajo la superficie.

—Para los hijos de Barbarus, Calas. ¡Para ti y para mí, para hombres como Ujioj y Holgoarg! ¡Para aquellos de la Guardia de la Muerte que nacimos en nuestro puñetero planeta! Garro procede de Terra; nació allí. Hace gala de ello como si fuera una marca sagrada, ¡y siempre nos está recordando que es superior a nosotros porque ya luchaba por la legión antes de que se la entregaran a Mortarion! —Grulgor meneó la cabeza—. Desprecia sobremanera a mi compañía, a la hermandad y a la camaradería de nuestra logia. Es demasiado altanero como para mezclarse con el resto de nosotros fuera de los márgenes de los rangos de autoridad. ¿Y sabes por qué? ¡Porque ese preciado derecho de nacimiento es lo único que posee! ¡Si no se hubiese visto favorecido por el Emperador con esa maldita coraza con el águila que lleva puesta, ni siquiera le permitiría besarme el borde de la capa!

—Temeter también nació en Terra, lo mismo que Huron-Fal y Sorrak y tantísimos otros guerreros de nuestras filas —le replicó el capitán con voz Tranquila—. ¿Es que a ellos también los detestas?

—Ninguno de ellos anda arrastrando las antiguas costumbres como un fantasma cargado de cadenas. ¡Ninguno de ellos se cree superior a nosotros por su lugar de nacimiento! —Grulgor entrecerró los ojos—. Garro se comporta como si tuviera derecho a juzgarme. No toleraré que actúe de un modo condescendiente un individuo que vivió sin problemas de agua o de alimento, ¡cuando todo mi clan tuvo que luchar por cada brizna de aire puro!

—Pero ¿no es el propio Mortarion un nativo de Terra? —inquirió Typhon con una sonrisa taimada, en un claro desafío a Grulgor para que se atreviera a más.

—El lugar de nacimiento del primarca fue Barbarus —insistió el comandante, mordiendo así el anzuelo—. Él es, y siempre será, uno de los nuestros. Esta legión pertenece en primer lugar al Señor de la Muerte y, después, al Emperador. Alguien debería recordarle eso a Garro, no alabarlo de un modo que no se merece.

—Unas palabras atrevidas —comentó Typhon—, pero me temo que vas a sufrir otra decepción. Nuestro señor no sólo le ha concedido a Garro el honor de compartir las copas hoy, sino que, además, se lo llevará como ayudante de campo al consejo de guerra que se celebrará cuando lleguemos a nuestro nuevo destino.

La pálida cara de Grulgor enrojeció de furia.

—¿Has venido a mofarte de mí, Typhon? ¿Te divierte contarme todos los favores que recibe Garro?

Typhon apretó la mandíbula con fuerza.

—Cuidado con tu tono, comandante. No te olvides de con quién estás hablando. —Typhon apartó la mirada—. Grulgor, eres un verdadero guerrero de la Guardia de la Muerte. Eres una herramienta tajante, letal e incansable, y eres leal a tu primarca.

—Jamás lo pongas en duda —le advirtió Grulgor casi con un gruñido—, o te arrancaré la cabeza, sin importarme que seas el primer capitán.

La amenaza divirtió a Typhon.

—Jamás me atrevería a hacer algo así, pero quiero hacerte una pregunta: ¿hasta dónde llegarías por esa lealtad que dices sentir por Mortarion?

—Hasta las puertas del infierno, y a cruzarlas si él me lo ordenara.

La respuesta de Grulgor fue inmediata y enfática. Typhon lo observó con atención.

—¿Incluso sí con ello se fuera contra una autoridad superior?

—¿Como el Sigilita? —replicó Grulgor—. ¿O esos haraganes que llenan el Consejo de Terra?

—O incluso superior.

El comandante se rio con un bufido despectivo.

—En primer lugar, al Señor de la Muerte y, después, el Emperador. Ya lo he dicho, y lo decía en serio. Si eso me convierte en un individuo de menor valía que Garro, entonces, quizá lo sea.

—Al contrario —contestó Typhon, asintiendo—. Hace que tu valía aumente. Ignatius, existen ciertos poderes que están a punto de aparecer, y harán falta hombres de tu calibre cuando llegue ese momento.

Grulgor lanzó una mirada despectiva hacia Garro.

—¿Y qué hay de él?

Typhon se encogió de hombros, un gesto muy peculiar debido a las gruesas placas de la armadura que llevaba puesta.

—Nathaniel Garro es un excelente guerrero y comandante, y goza del respeto de muchos astartes, tanto de su legión como de otras. Que alguien como él, un individuo tan apegado a Terra, estuviera al lado del primarca cuando llegara el momento de tomar decisiones…, sería muy importante.

Grulgor soltó una risa burlona.

—Garro tiene metida por atrás una barra de acero. Se rompería antes de arrodillarse ante nada que no fuera el gobierno de Terra.

—Razón de más para que el primarca lo tenga vigilado de cerca —la voz áspera de Typhon se convirtió en un susurro—. Sin embargo, veo la verdad que hay en tus palabras, Ignatius. Cuando llegue el momento de escoger y Garro no tome la decisión correcta…

—Es posible que se necesite una herramienta tajante, ¿no es así?

Typhon asintió.

—Así es.

Los dientes del comandante quedaron al descubierto cuando sonrió con ferocidad.

—Gracias, primer capitán —le contestó en un tono de voz más elevado—. Vuestro consejo ha aplacado sobremanera el mal humor que sentía.

* * *

La Resistencia surgió de la enloquecida vorágine que era el espacio disforme y entró de nuevo de golpe en la realidad corpórea, a la cabeza de la flota de la Guardia de la Muerte, que se dirigió en línea recta hacia la formación en rombo abierto de la Sexagésimo Tercera Expedición. Garro, equipado de nuevo con la armadura y las insignias honoríficas, se encontraba a un lado del primarca mientras éste contemplaba las fuerzas del Señor de la Guerra desde la sala de reuniones. Mortarion, flanqueado por los dos miembros de la Guardia del Sudario, se encontraba apoyado con una mano contra la gruesa ventana de cristal blindado que formaba la cuenca ocular derecha del gigantesco cráneo de piedra situado en la proa de la nave.

—Mi hermano quiere impresionarnos —comentó Mortarion en voz alta—. Es evidente que los Hijos de Horus han reunido una tremenda fuerza de combate en este lugar.

Garro tuvo que admitir que pocas veces había visto algo semejante, y desde luego, nunca desde que el Emperador había dejado de dirigir la Gran Cruzada en persona. La oscuridad estaba repleta de naves de todo tipo y tonelaje, y el espacio que se abría entre ellos estaba saturado de naves auxiliares, lanzaderas y cazas de combate en vuelos de patrulla. La formación en punta de flecha de la flota gris y verde de la Guardia de la Muerte se deslizó por el vacío con suavidad hasta el hueco que había dejado precisamente con esa finalidad. Por estribor, a lo lejos, al otro lado de la nave insignia de Typhon, el Terminus Est, divisó la recargada silueta púrpura y dorada de un crucero de la III Legión, los Hijos del Emperador y, por encima de ella, en un punto de anclaje distinto, una nave con el esquema de color azul y blanco de la XII Legión, los Devoradores de Mundos.

Sin embargo, lo que en seguida captó su atención fue el enorme y solitario acorazado que orbitaba por delante de todos ellos, con su propio halo de espacio abierto alrededor y protegido por una pantalla de ágiles interceptores de la clase Rayen. El Espíritu Vengativo del Señor de la Guerra era un pesado lingote de hierro repujado, algo de lo que emanaba un aura de poder oculto. Garro fue capaz de distinguir incluso desde aquella distancia los cientos de torretas artilleras y las siluetas de los enormes pero esbeltos cañones de aceleración, de un tamaño del doble de la longitud de la Resistencia. Mientras que la nave de la Guardia de la Muerte mostraba el emblema del cráneo y la estrella, la nave insignia de Horus lucía un enorme anillo dorado atravesado por la mitad por una estrecha elipse. El ojo del propio Señor de la Guerra, siempre abierto y sin parpadear para ver todo lo que ocurría. No pasaría mucho tiempo antes de que Garro subiera a bordo de esa nave, llevando consigo el honor de su compañía.

Las luces de un panel de control situado bajo las ventanas parpadearon y cambiaron para indicar que la Resistencia se había colocado en la posición que le habían asignado. Garro miró al primarca.

—Mi señor, ya se ha preparado un Stormbird en el hangar de despegue para vuestro traslado. Estamos listos para responder al llamamiento del Señor de la Guerra en cuanto queráis.

Mortarion se limitó a asentir y se quedó donde estaba, contemplando la escena en silencio.

Tras unos momentos, Garro se sintió obligado a hablar de nuevo.

—Mi señor, ¿no nos ordenaron acudir a la presencia del Señor de la Guerra en cuanto llegáramos?

El primarca sonrió con gesto forzado.

—Verás, capitán, es que hemos pasado del campo de batalla al terreno de la política. Sería una falta de educación por nuestra parte acudir demasiado pronto. Somos la XIV Legión, así que debemos respetar el orden con respecto a nuestros hermanos. Hay que permitir que los Hijos del Emperador y los Devoradores de Mundos lleguen en primer lugar. En caso contrario, mis hermanos se enfadarían conmigo.

—Somos la Guardia de la Muerte —barbotó Garro—. ¡No somos unos segundones!

La sonrisa de Mortarion se ensanchó.

—Por supuesto —dijo, mostrándose de acuerdo—. Sin embargo, debes entender que, en ocasiones, es mejor permitir que nuestros camaradas piensen que lo somos.

—No… no le veo el sentido a eso, mi señor —admitió Garro.

El primarca apartó la mirada del espectáculo que estaba observando.

—Pues entonces, mira y aprende, Nathaniel.

* * *

Garro se sintió de nuevo empequeñecido por el tamaño de su comandante cuando entraron en el reducido espacio del compartimento de transporte del Stormbird. Mortarion se sentó enfrente de él, al otro lado del estrecho pasillo, y tuvo que mantenerse agachado hacia adelante, por lo que la cabeza le quedó a un palmo escaso de la del capitán. El Señor de la Muerte le habló en un tono paternal y Garro lo escuchó con atención, absorbiendo cada palabra mientras la pequeña nave cruzaba el vacío entre la Resistencia y el Espíritu Vengativo.

—Nuestra función en el consejo de guerra es muy importante —le explicó Mortarion—. Los datos que llevas en la mano son la mecha que encenderá el infierno que está a punto de devorar el sistema Istvaan. —Al oír aquello, Garro abrió la mano y contempló el grueso rollo de cable memorístico que llevaba en la mano—. Tenemos la responsabilidad de llevar la mala nueva de esta perfidia al Señor de la Guerra, lo mismo que lo fue la de nuestros hermanos de batalla el traernos el aviso de que el sistema Istvaan se ha vuelto contra el Emperador.

Garro examinó de forma detenida el rollo de cable y pensó que se trataba de un objeto demasiado inocuo para contener algo tan potencialmente volátil. El pequeño artefacto no parecía capaz de representar la sentencia de muerte de mundos enteros. Antes de partir desde la Resistencia, el primarca le había mostrado a Nathaniel el registro pictográfico que contenía el rollo, y las imágenes le causaron una impresión tan tremenda que todavía no había logrado superarla.

Lo vio todo de nuevo. El recuerdo era reciente y fácil de rememorar. Garro contempló otra vez el aterrorizado rostro de una mujer en la pantalla hololítica de la sala de reuniones, una silueta de sombras difusas similar a uno de aquellos espíritus míticos que se dedicaban a acosar a los vivos. Era una oficial de bajo rango del ejército, una mayor. Al menos, llevaba uniforme de mayor. Garro distinguió unas barricadas de piedras entre las sombras vacilantes, a la luz anaranjada y titilante de una vela química. Las gotas de sudor hacían que su enjuto rostro brillara, y la estrecha llama se reflejaba en sus nerviosos ojos verdes. Cuando habló, lo hizo con la voz de una persona con el ánimo destrozado por el recuerdo de unos horrores que ningún ser humano debería haber contemplado jamás.

—Es una revuelta —empezó diciendo la mujer. Las palabras le salieron de entre los labios como si fueran una maldición desesperada. Siguió farfullando algo sobre el «rechazo» de la población y una «superstición», sobre cosas en las que ningún soldado de primera línea como ella debería haber creído—. Praal ha enloquecido y los cantores de guerra están con él —dijo finalmente.

Garro frunció el entrecejo al oír aquel nombre, y el primarca detuvo la grabación para explicárselo.

—El noble barón Vardus Praal es el gobernador escogido para administrar Istvaan III, el mundo capital del sistema, en nombre del Imperio.

—¿Él es…? ¿Está diciendo que el gobernador de todo un planeta se ha rebelado contra Terra y se ha unido a unos paganos idólatras? —Nathaniel parpadeó. La idea de que un individuo de semejante rango imperial hiciera algo así le resultaba algo del todo inconcebible—. ¿Por qué? ¿Qué clase de locura le ha afectado para cometer un acto como ése?

—Eso es lo que mi hermano Horus nos tendrá que aclarar a todos —le respondió el primarca.

El astartes se quedó contemplando fijamente la borrosa cara de la mujer, que se había quedado parada de perfil para mirar algo que quedaba fuera del ángulo de visión de la lente del pictógrafo.

—Mi señor, también desconozco el significado de la expresión «cantores de guerra» que ha utilizado.

Garro se preguntó si sería alguna clase nombre coloquial, o incluso un título honorífico.

—Se trata de una leyenda local según los archivos de la Vigésimo Séptima Expedición, la que sometió el sistema hace más de un decenio. Al parecer son un grupo de chamanes guerreros de fantásticos poderes. Sobre su existencia no se encontraron más que pruebas circunstanciales.

El primarca se mantuvo callado unos momentos antes de pulsar con un delgado dedo uno de los mandos de la pantalla hololítica para que continuara mostrando la grabación.

La mujer desenfundó con una violencia repentina una pistola y disparó hasta matar algo borroso que se distinguía en uno de los lados de la imagen. Se acercó de nuevo al pictógrafo y llenó la imagen. El pánico que se había apoderado por completo de ella les llegó a través de la pantalla.

—Envíen a alguien, a quien sea… —les suplicó—. Sólo hagan que esto se detenga…

Entonces se oyó el aullido.

La increíble naturaleza antinatural del sonido, la característica alienígena de semejante asonancia hizo que a Garro se le encogiera el estómago. Los dedos se le cerraron de forma automática alrededor del gatillo de un bólter que no llevaba en la mano. El ímpacto sónico derribó a la mujer y dañó el control de imagen del pictógrafo, que pasó a mostrar una serie de escenas inconexas que se deslizaron a toda velocidad. Nathaniel vio sangre, piedras, piel desgarrada y, después, una oscuridad silenciosa.

—No ha llegado noticia alguna del sistema Istvaan desde que recibimos esto —explicó Mortarion en voz baja mientras le daba algo de tiempo a Garro para que comprendiera y aceptara lo que acababa de ver—. Ni transmisiones de voz, ni mensajes de pictógrafo ni comunicaciones astropáticas.

El capitán asintió con gesto rígido. El grito lo había atravesado como la hoja de un cuchillo, y el eco tuvo el mismo efecto que un arma cuya punta se retorciera en el interior de su corazón. Garro se estremeció para sacudirse la extraña sensación y se dio la vuelta hacia su señor. Mortarion le explicó que, por pura casualidad, la señal de socorro la había captado la tripulación del Valle de Halos, una nave mercante dedicada al transporte de suministros y puesta al servicio de la XIV Legión. El mercante había sufrido unas peligrosas fluctuaciones en el campo Geller mientras se encontraba de camino hacia la Sexta Flota de la Guardia de la Muerte, desplegada en Arcturan, así que había salido del immaterium para efectuar las reparaciones oportunas.

Había sido allí, mientras la nave flotaba en el espacio al borde del plano eclíptico del sistema Istvaan, donde el desesperado mensaje había encontrado por fin un receptor. Los tecnoadeptos analizaron los datos que mostraban el ritmo de pérdida de energía, de atenuación de claridad y conceptos similares, y determinaron que el mensaje se había lanzado al espacio más de dos años antes. Garro pensó en la aterrorizada oficial que había visto en el hololito y se preguntó cuál habría sido su destino. Los últimos y terribles momentos de su vida habían quedado grabados y conservados para siempre, mientras que sus huesos yacían en algún lugar del planeta, olvidados y putrefactos.

—¿La tripulación de la nave detectó algo más que tuviera importancia, mi señor? —le preguntó—. Quizá si los tripulantes fueran interrogados…

Mortarion apartó la mirada por un momento y después se volvió de nuevo hacia él.

—El Valle de Halos fue una de las naves que perdimos en los combates de la zona de Arcturan. Murieron todos los tripulantes. Por suerte, esta grabación de la señal procedente de Istvaan fue enviada al Terminus Est antes de ese lamentable incidente.

El primarca dijo aquello en un tono de dar por finalizado el asunto que Garro se vio obligado a aceptar. El Señor de la Muerte colocó la bobina en la mano de Garro.

—Lleva esta carga por mí, Nathaniel. Y recuerda: observa y aprende.

* * *

El interior del Espíritu Vengativo no era menos impresionante que el exterior visto desde lejos. El amplio espacio del hangar de aterrizaje era de tales dimensiones que Garro se imaginó que una nave estelar de pequeño tamaño, del tipo de una corbeta, podría atracar allí, y todavía sobraría espacio. La guardia de honor dispuesta en el lugar saludó llevándose un puño al pecho. El viejo saludo marcial resonó por doquier. El gesto de llevarse la mano al pecho había sustituido al tradicional saludo de las palmas cruzadas formando la señal del aquila.

El capitán Garro bajó detrás de Mortarion y los guerreros de la Guardia del Sudario. A Garro lo seguía un contingente de astartes de la Primera Compañía de Typhon. El sonido de las pisadas retumbó de forma rítmica, igual que un trueno antes de estallar, cuando los guerreros de la XIV Legión desembarcaron en la nave insignia del Señor de la Guerra. Garro no pudo evitar mirar a su alrededor para contemplar todo lo que pudo de la nave de Horus, procurando memorizar todo lo que veía. Se dio cuenta de que había otros Stormbirds en los sustentáculos de aterrizaje, y que los estaban preparando para los vuelos de regreso. Uno de ellos llevaba pintado el morro con unas fauces rugientes y llenas de colmillos, propio de los Devoradores de Mundos, mientras que otra iba decorada con rebordes de color púrpura y las alas doradas de los Hijos del Emperador.

—Mi hermano Fulgrim no nos ha concedido la gracia de su presencia —murmuró Mortarion, refiriéndose con un sarcasmo apenas disimulado al Stormbird decorado de púrpura—. Qué propio de él.

Garro se fijó con más atención y se dio cuenta de que la nave no llevaba los estandartes que se solía mostrar cuando se transportaba a un primarca. De hecho, se acordó de que no había visto por ninguna parte al Pájaro de Fuego, la nave de asalto de Fulgrim. No formaba parte de aquella Ilota de combate.

Se preguntó si esa ausencia tenía algo que ver con esos elementos de política de los que le había hablado su comandante. Frunció el entrecejo. Siempre se había imaginado que los primarcas formaban una fraternidad inquebrantable, que eran camaradas de un modo tan superior que estaban por encima de cualquier clase de emoción mezquina como la rivalidad o la envidia. Sin embargo, de repente se sintió muy ingenuo. Los guerreros astartes como él o como Grulgor estaban muy por encima de los humanos normales, y a pesar de ello, disentían en muchos aspectos y asuntos, más a menudo de lo que le hubiera gustado. Entonces, ¿por qué le sorprendía que los primarcas, que se encontraban tan por encima de los astartes normales como éstos de los humanos, tuvieran el mismo tipo de emociones y defectos?

Garro pensó que quizá aquello era algo bueno. Si los primarcas se acercaran demasiado a la condición de deidades, era posible que perdieran de vista que se trataba del Imperio de la Humanidad y que estaban luchando por el bien de la gente común de toda la galaxia, que servían al Emperador.

El contingente de la Guardia de la Muerte, con un miembro de los Hijos e Horus a la cabeza, atravesó el cavernoso hangar hasta el punto donde les esperaba un transporte neumático para llevar a Mortarion hasta las cubiertas principales de proa del Espíritu Vengativo y a la Corte de Lupercal. Garro miró hacia arriba, hacia el complejo entramado de puentes y pasillos voladizos. Algunos estaban repletos de grúas o de artillería, mientras que otros mostraban numerosas pasarelas de servicio para la tripulación y los servidores mecánicos. Le dio la impresión de que todo era demasiado normal para tratarse de una nave estelar que se estuviera preparando para una operación de combate a gran escala. El capitán esperaba haber encontrado decenas de personas apiñadas en las galerías superiores para contemplar la llegada de los primarcas. Era muy raro, incluso a bordo de una nave tan ilustre como la nave insignia del propio Señor de la Guerra, coincidieran representaciones no ya de dos, sino de hasta tres legiones al mismo tiempo. Observó con mayor atención todavía, a la espera de ver algunos astartes de la legión de Horus contemplando el espectáculo, pero lo único que vio fueron los tripulantes de cubierta, y nadie más. Garro negó con la cabeza. Estaba completamente seguro de que si las circunstancias hubieran ocurrido a la inversa y el encuentro se hubiera llevado a cabo a bordo de la Resistencia, todos los astartes a bordo de la nave habrían querido ver algo como aquello. Le dio la impresión de que faltaba algo.

—¿Qué es lo que te preocupa, Nathaniel? —El primarca se había detenido al lado del transporte neumático y estaba contemplándolo mientras lo esperaba.

Garro respiró profundamente y, de repente, cayó en la cuenta de qué era lo que le acuciaba desde el fondo de la mente.

—Mi señor, había oído decir que la Sexagésimo Tercera Expedición llevaba con ella un numeroso contingente de rememoradores. Si se tiene en cuenta la importancia de una reunión como ésta, me parece muy extraño no ver ni uno solo de ellos para registrar el acontecimiento —le explicó mientras hacía un gesto de barrido con un brazo.

Mortarion alzó una pálida ceja.

—Capitán, ¿es que estás preocupado de que tu heroico perfil no se vea reflejado de forma correcta en los ripios de algún poeta? ¿Que tu nombre no aparezca bien escrito, o alguna otra clase de indignidad semejante?

—No, mi señor, pero esperaba que inmortalizaran un acontecimiento tan poco habitual como éste. ¿No es ésa su función?

El primarca frunció el entrecejo. Los hijos del Emperador no habían acatado de buena gana el edicto imperial que había promulgado y que los obligaba a que todo un ejército de artistas, desde escultores y compositores hasta poetas y escritores, pasando por toda clase de individuos creativos, acompañase a las flotas de la Gran Cruzada. A pesar de la insistencia desde Terra de que los hechos gloriosos de los Adeptus Astartes debían registrarse para la posteridad, tan sólo unas cuantas legiones estaban dispuestas a aceptar de buen grado la presencia de aquellos civiles. Al propio Garro no le interesaba mucho la idea, pero comprendía de un modo abstracto el valor que para las futuras generaciones de la humanidad podría tener el verdadero relato de los éxitos de sus misiones. Por lo que se refería a su propia legión, el Señor de la Muerte había tenido buen cuidado de que las naves de la XIV siempre estuvieran enzarzadas en campañas lejos de ellos, en algún punto más allá del alcance de las delegaciones de rememoradores que formaban parte de las flotas expedicionarias de mayor tamaño.

La personalidad de Mortarion, como la de la legión, era reservada, poco comunicativa y recelosa de aquellos que no conocía. El Señor de la Muerte consideraba a los rememoradores como poco más que unos intrusos.

—Garro —le dijo al capitán—, esas bandas de escribas de dedos manchados de tinta y de intelectuales de salón están aquí, pero no controlan el destino de esta flota. El Señor de la Guerra me informó de que hace pocos días se produjo un… incidente. Algunos rememoradores murieron porque se aventuraron en zonas que no eran seguras para ellos. Por ese motivo, se han establecido controles de tránsito más estrictos respecto a su libertad de movimientos. Todo en aras de su propia seguridad, por supuesto.

—Ya veo —contestó Garro—. Es por su bien, entonces.

—Exacto —replicó Mortarion antes de entrar en el vehículo—. Después de todo, lo que hablemos hoy quedará anotado en nuestros archivos. No hay necesidad de escribas o de copistas que lo inmortalicen. La historia lo hará por nosotros.

Garro echó un último vistazo a su alrededor mientras subía por la rampa, y con el rabillo del ojo captó un repentino movimiento que le llamó la atención. Distinguió a la figura apenas durante un momento, pero el ocuglobo, el implante que llevaba en el ojo, permitió que el cerebro de Nathaniel procesara cada detalle de ese instante con una claridad increíble. Se trataba de un individuo de avanzada edad vestido con la túnica de un iterador de rango superior, alguien bastante fuera de lugar entre las vigas de acero y los raíles de atraque del hangar. Se movía con rapidez y de un modo furtivo, manteniéndose entre las sombras, decidido a llegar a un determinado lugar, pero con aspecto de sentirse temeroso de hacerlo. El iterador llevaba en una de las manos una hoja de papel. Quizá se trataba de un pase, o de un certificado de alguna clase. El anciano jadeaba por el esfuerzo, y casi en el mismo instante en que Garro captó su presencia, desapareció en un pasillo que se adentraba en las profundidades de a nave.

El capitán de la Guardia de la Muerte torció el gesto antes de entrar en el vehículo. Aquel curioso momento no hizo más que aumentar la sensación de inquietud que se había apoderado de su ánimo desde el mismo momento en que había llegado al Espíritu Vengativo.

¿Qué se podía pensar de un lugar al que se le llamaba la Corte de Lupercal? El título transmitía un gran sentimiento de vanidad. Los Hijos de Horus la mencionaban con un leve tono de burla, como si la estancia fuera en cierto modo una imitación de la gran corte que el Emperador tenía en Terra. Garro avanzó en la posición que le correspondía. El pecho no le cabía en el interior de la adornada placa de la armadura que lo cubría por la tensión expectante que sentía. No sabía qué esperar de lo que iba a ocurrir. El capitán no había visto al Señor de la Guerra en persona más que una vez, y fue sólo un momento, cuando encabezaba a la Séptima Compañía en el desfile posterior al encuentro en Ullanor.

Y allí estaba él, sentado en un trono negro situado sobre un estrado y bajo numerosos estandartes sombríos y desconocidos para Garro. Estaba seguro de que había otras personas en la estancia, pero no eran más que simples reflejos de luz y de color bajo el brillo que emanaba de la presencia de Horus. Garro notó un curioso cosquilleo en las piernas, casi como si un recuerdo implantado en los músculos lo impulsara a ponerse de rodillas.

El Señor de la Guerra. Era sin duda cada partícula de ese título, la escultura perfecta del astartes ideal sentado en un trono de piedra, alguien bello y poderoso que irradiaba poder contenido. El asiento estaba cubierto por unas telas con hilos de oro blanco y de cobre entretejidos. El ropaje se extendía como una cascada sobre la estructura de basalto del trono. Horus llevaba puesta una armadura que Garro tan sólo había visto plasmada en obras de arte. La componían unas placas de flexiacero teñido de verde con unos intrincados motivos decorativos. Los avambrazos eran de color negro carbón.

Ciertas partes del equipo de combate de Horus recordaban a elementos de la Mark III, la llamada «armadura de hierro», y a la Mark IV en uso en esos momentos, la armadura imperial del tipo Maximus. Algunas partes daban la impresión de ser tecnológicamente más avanzadas que ninguna de las piezas utilizadas por la Guardia de la Muerte. El Señor de la Guerra llevaba al cinto una pistola de aspecto exótico fabricada a base de una sustancia que se asemejaba al cristal, y que llevaba guardada en una funda de piel de animal. Sin embargo, la armadura de Horus no daba la sensación de ser capaz de contenerlo, ya que daba la sensación de que si el Señor de la Guerra flexionaba con fuerza los hombros, la capa de ceramita y metal que lo cubría se partiría en varios trozos que saldrían despedidos por los aires.

Incluso en un momento de reposo como aquél, el señor de todas las legiones era una supernova hecha carne, preparada para entrar en acción en cualquier instante. El brillo de la pupila partida del Ojo de Horus le relucía en el pecho al reflejar la apagada luz de los globos de brillo flotantes. Nathaniel apartó la mirada del mítico ser que tenía ante él con esfuerzo y contuvo la tremenda emoción que sentía. No era el momento de sentirse aturdido o de quedarse pasmado, boquiabierto como un neófito. «Observa y aprende», le había ordenado Mortarion. Garro se aprestó a hacerlo.

Su mirada se cruzó con la de uno de los astartes que se encontraba sobre el estrado y que llevaba puesta la armadura verde de la rebautizada legión de Horus. Era Garviel Loken, a quien dirigió un rápido gesto de asentimiento a modo de saludo. Garro había compartido en una ocasión un búnker con Loken y sus guerreros, durante los combates por la invasión orka de Krypt. Los guerreros de la Guardia de la Muerte y de los Lobos Lunares habían luchado juntos durante una semana a lo largo de las heladas llanuras, donde habían cubierto la superficie de hielo azul de manchas oscuras con la sangre alienígena.

Loken le sonrió, y aquel simple gesto le sirvió a Nathaniel para relajarse un poco. Cerca de Loken vio a los demás miembros del círculo interno de Horus, el Mournival, y se sintió sorprendido. El lenguaje corporal de los cuatro capitanes era muy sutil, pero no tanto como para que Garro no fuese capaz de captarlo. Había mucha tensión allí, con Loken y Torgaddon en un bando y Aximand y Abbadon en el otro. Se dio cuenta por el modo en que evitaban mirarse a los ojos y por la ausencia de la sensación de camaradería, algo que Garro había acabado por considerar una característica clave de la legión del Señor de la Guerra. ¿Habría alguna clase de enemistad oculta en el seno de los Hijos de Horus? El astartes almacenó aquella información para pensar en ella más tarde.

Su primarca había acertado al adivinar que el señor de los Hijos del Emperador no iba a asistir a la reunión. En su lugar había un oficial superior al que Garro conocía por experiencias de primera mano, cuando se habían cruzado en varias batallas, y lo cierto era que en esas ocasiones se había confirmado la mala reputación de aquel individuo. El comandante general Eidolon y sus tropas llevaban puestas unas armaduras tan elegantes que hacían que la Guardia de la Muerte, con su equipo de combate de color gris y verde, parecieran de menor categoría por comparación. Los miembros de esa legión tenían fama de presumidos, de que se dedicaban a pulir la armadura y a decorarla más todavía mientras los demás astartes ansiaban entrar en combate. Sin embargo, el martillo de feroz aspecto que portaba Eidolon y las espadas que mostraban sus guerreros indicaban a las claras su valía como combatientes. A pesar de ello, Garro no pudo evitar pensar que los Hijos del Emperador se habían arreglado demasiado para la ocasión.

La otra presencia en la cámara era casi tan imponente como el propio Horus. Garro tampoco pudo evitar comparar al primarca de los Devoradores de Mundos con su propio señor mientras ambos intercambiaban una mirada neutral. Mientras que Mortarion era de estatura elevada y tenía una complexión fibrosa, el primarca Angron era bajo y fornido. El rostro pálido del Señor de la Muerte era todo lo contrario de la cara del Ángel Rojo, que parecía un puño, con los ojos casi cubiertos por un entramado de cicatrices. La simple presencia de Angron sugería la posibilidad de una explosión de feroz violencia incontrolada que se extendería por toda la cámara.

Mientras que Mortarion representaba la tenaz y siempre presente promesa de la muerte, su hermano primarca personificaba la pura agresión más asesina. La ancha y mortífera silueta del señor de los Devoradores de Mundos estaba cubierta por una armadura de bronce y a la espalda llevaba una capa de cota de malla que dejaba en el aire el olor a sangre reseca. A su lado había un grupo escogido de guerreros de su legión, encabezados por un astartes al que Garro sólo conocía por su reputación. Era Khârn, el comandante de la Octava Compañía. A diferencia de Eidolon, que era conocido por sus bravuconadas, el nombre de Khârn era sinónimo de brutalidad en el campo de batalla. Corrían tales rumores sobre las matanzas que Khârn había llevado a cabo que hasta los guerreros de la Guardia de la Muerte más encallecidos las encontraban difíciles de aceptar sin torcer el gesto.

Garro se detuvo en seco cuando Horus empezó a hablar. La voz del Señor de la Guerra atrajo toda su atención.

—Con la llegada de nuestro hermano Mortarion, ya estamos todos —exclamó Horus.

El Señor de la Guerra se puso en pie y Garro tuvo que reprimir de nuevo el impulso de ponerse de rodillas. Un servidor sin labios que se encontraba en un nicho envuelto en sombras que había cerca de donde se encontraba Nathaniel tocó unos mandos y el brillo de las lámparas de la estancia disminuyó de intensidad al mismo tiempo que un hololito tomó forma ante ellos. Reconoció el planeta Istvaan III por las placas pictográficas que había visto en manos de Mortarion. Eran tomas orbitales captadas por los aparatos de visión a larga distancia. Algunas estaban borrosas debido al brillo del satélite de mayor tamaño del planeta, la Luna Blanca. Así pues, ése era el mundo en el que la vil semilla de la traición de Vardus Praal había echado raíces.

Horus les habló en un tono de voz premioso. Sus palabras resonaron por toda la estancia mientras repetía los detalles que Mortarion le había comentado a Garro a bordo del Stormbird. Les contó cómo el primarca Corax y su Guardia del Cuervo habían sometido al planeta y habían dejado Istvaan preparado para convertirse al modo de vida imperial.

—¿Debemos asumir entonces que la Verdad Imperial no arraigó en la población? —lo interrumpió Eidolon con voz altanera y sarcástica.

Garro le lanzó una mirada de desprecio. Por lo que se veía, los malos modales del comandante de los Hijos del Emperador no habían mejorado desde la última vez que lo había visto. Horus no hizo caso al deslenguado astartes y, en vez de ello, le hizo un gesto a Mortarion, quien tomó la palabra y empezó a explicar el asunto de la señal de socorro. Nathaniel supo lo que se esperaba de él en ese momento y procedió a entregarle la espiral de memoria a un servidor que la estaba esperando. El servidor se ocupó de cargarla en la consola del hololito.

El mensaje se cargó en la consola y los guerreros allí reunidos lo vieron. Garro no quiso volver a presenciar aquellas escenas, por lo que se dedicó a pasear la mirada entre los rostros de sus hermanos astartes para estudiar su reacción ante el terror y el pánico de aquella mujer. La expresión de Khârn reflejaba la de su primarca Angron: un rostro impasible en el que sólo de vez en cuando se distinguía una leve mueca de desdén cuando alzaban un poco la comisura del labio. El gesto altanero de Eidolon no cambió ni un ápice, sin que aparentemente le importara el estado de suciedad y abandono que mostraba la mensajera. El rostro de Horus era inescrutable, ya que su expresión se mantenía tan inalterable como una estatua de piedra.

Garro miró a su alrededor y posó la vista en los guerreros del Mournival. Tan sólo Torgaddon y Loken parecían afectados por el contenido del mensaje, y de los dos, Garviel era el que peor expresión mostraba. Cuando resonó el horrible grito asesino, Garro ya estaba preparado, pero a pesar de ello, sintió que se le revolvía el estómago. En ese preciso momento estaba mirando a Loken, y vio que el Hijo de Horus se estremecía, lo mismo que le había ocurrido a él a bordo de la Resistencia. Garro compartía por completo la sensación de inquietud de su camarada. El siniestro mensaje que acompañaba a aquella llamada de socorro no era una simple petición de ayuda, una apelación a los Adeptus Astartes para que se apresuraran a defender a los inocentes. Se trataba de algo mucho más profundo, algo mucho más siniestro que eso. La grabación procedente de Istvaan hablaba de un engaño de la peor clase, de la más repugnante, que hacía que los ciudadanos del Imperio volvieran a la negra senda de la ignorancia, y lo habían hecho de forma voluntaria.

La simple idea de que ocurriera algo semejante provocaba una tremenda sensación de repugnancia en el capitán de la Guardia de la Muerte. Lo que se encontraría en Istvaan y contra quienes tendría que combatir no serían alienígenas o criminales, o personas que no conocían la Verdad Imperial. El enemigo había formado antaño parte de sus camaradas al servicio del Emperador. Lucharían contra individuos corrompidos, contra renegados y desertores: contra traidores. La sensación de repugnancia que notaba en el estómago se convirtió en furia.

Garro volvió a concentrarse en lo que ocurría en ese momento, ya que el Señor de la Guerra les estaba mostrando un holograma de la Ciudad Coral, la sede de gobierno del tercer planeta del sistema y el origen de la llamada de socorro. El ataque iba a ser inmenso, con elementos de las cuatro legiones, regimientos de soldados normales e incluso máquinas de guerra, como los titanes, organizados para converger sobre la base de operaciones de Vardus Praal, el palacio del Señor del Coro. Nathaniel absorbió todos y cada uno de los detalles del plan, memorizando los elementos para repasarlos más tarde. La mención del nombre de su primarca le llamó la atención de nuevo.

—Tu objetivo será enfrentarte al contingente principal del ejército de la Ciudad Coral —dijo Horus dirigiéndose a Mortarion.

Garro no pudo evitar sentirse lleno de orgullo cuando su señor le respondió al comandante supremo tras escuchar las órdenes.

—Me siento agradecido por este desafío, mi Señor de la Guerra. Es el campo de batalla natural de mi legión.

Tan sólo había una misión que cumplir antes de que comenzara el asalto final a la Ciudad Coral, y era la incursión con la que destruirían las estaciones de vigilancia situadas en Istvaan Extremis, el planeta más alejado del centro del sistema y base de todo un entramado de sensores. Una vez cegados, los defensores de Istvaan III sólo sabrían que el castigo ya se encontraba en camino. Lo que no sabrían era cuándo o por dónde llegaría.

—Sí —murmuró Garro para sí mismo mientras estudiaba con atención el hololito y la compleja distribución urbana que mostraba. La Ciudad Coral iba a ser un campo de batalla bastante exigente, pero eso era algo que Nathaniel estaba ansioso por comprobar en persona.

El resto del orden de combate quedó expuesto con rapidez. Los Hijos del Emperador y los Devoradores de Mundos se encargarían de tomar el palacio y la legión del Señor de la Guerra atacaría un centro religioso importante que se encontraba al este, un vasto complejo catedralicio llamado el Sagrario de la Sirena. Aquel nombre le resonó en la mente una y otra vez, y Garro no dejó de darle vueltas a aquellas extrañas palabras.

Sagrario de la Sirena… cantor de guerra…

Aquellas frases alienígenas le provocaron de nuevo una creciente intranquilidad, que no fue capaz de impedir, acompañada de una fría sensación de premonición.