CAPÍTULO 3

TRES

«Aeria Gloris»

Un cáliz envenenado

Poner en duda

Las naves de la fuerza de combate de la Guardia de la Muerte se reagruparon entre los restos de sus enemigos y supervisaron la magnitud de la destrucción que habían provocado. Lo que quedaba de la flota jorgall era una nube de gases cristalizados, fragmentos de metal y muertos. Algunas de las naves alienígenas en forma de gota se mantenían relativamente intactas. Una a una fueron destruidas con cargas atómicas y reducidas a bolas de plasma radiactivo calientes como estrellas. En menos de un día terráqueo estándar no quedaría nada reconocible que mostrara el aspecto de un enemigo que la Guardia de la Muerte había arrasado de un modo tan completo.

Los Stormbirds de los equipos funerarios recorrían la zona del enfrentamiento, llena de restos, en busca de los astartes que habían sido lanzados a la oscuridad durante las operaciones de asalto. A los que encontraran, los enterrarían como a héroes una vez les hubieran extraído las glándulas progenoides. Aquella valiosa materia biológica de los muertos continuaría sirviendo a la legión tras su fallecimiento y pasaría a reforzar a los nuevos iniciados cuando comenzara la siguiente ronda de reclutamiento. En raras ocasiones, un hallazgo afortunado haría que a manos de las tripulaciones de recuperación llegara un hermano de batalla todavía con vida, durmiente en el interior de la armadura bajo la reconfortante cobertura de la membrana de ansus, pero eso ocurría en muy pocos casos.

Más allá de la zona donde las naves de la Guardia de la Muerte se congregaban como aves carroñeras alrededor de un cadáver, la gran nave jorgall efectuaba una lenta y renqueante maniobra de giro que la llevaría hasta el plano eclíptico del sistema Iota Horologii. A su paso dejaba un rastro que se asemejaba a la cola de un cometa, compuesto de piezas rotas y fragmentos desprendidos de los inmensos paneles solares agrietados. Los impulsores principales se encendían y apagaban en secuencia a medida que los motores de fusión se esforzaban por hacer virar la enorme masa de la nave-planeta. Varios miembros del destacamento de Adeptus Mechanicus que se encontraban a bordo de la nave de combate Espectro de Muerte se habían mostrado en desacuerdo y le habían solicitado a Mortarion unos cuantos días para saquear toda la tecnología posible de la nave alienígena. Sin embargo, el primarca, como era su derecho, se había negado a la petición. La misiva donde se incluían las órdenes de lord Malcador, y por tanto, por extensión, las del propio Emperador, era que la incursión jorgall en el sector debía ser, textualmente, exterminada. El señor de la Guardia de la Muerte tenía muy claro que no había lugar alguno para la duda en aquellas órdenes. No debía quedar nada en absoluto de los alienígenas.

Y sin embargo…

Nathaniel Garro contempló las diferentes maniobras de las naves de la flota desde la galería situada sobre el hangar principal de lanzamiento de naves de la Resistencia. Sobre él se extendía la gruesa cubierta de cristal blindado, y al otro lado, el espacio. Debajo de él se encontraban las estructuras de vigas de bronce y de rejilla que formaban la cubierta de aterrizaje y despegue. Bajó poco a poco la vista.

Allí abajo, entre los Stormbirds de aspecto grácil y las pesadas siluetas de las Thunderhawks, se encontraba una pequeña nave de transporte de personal de aspecto similar a un cisne. Las alas extendidas de la aeronave estaban pintadas de negro y dorado, por lo que destacaba entre los demás aparatos de los astartes, como un llamativo pájaro de caza posado en mitad de una bandada de aves rapaces.

A bordo de esa nave permanecería el único resto tangible de la incursión después de que todas las señales de la presencia de los jorgall en ese sector del espacio fueran borradas por completo. Se dio cuenta de que se estaba preguntando qué otras órdenes tendrían las Hermanas del Silencio, unas órdenes que no habían dejado de cumplir a pesar de las instrucciones precisas que había dado el primarca. Sin duda, que desobedecieran los deseos de Mortarion no era un desafío al primarca si lo que estaban haciendo era cumplir la voluntad del Emperador. No se trataba de que aquello fuera una desobediencia; no era más que un asunto trivial, algo que no tenía la más mínima importancia. Garro jamás había conocido el caso, y no podía imaginárselo siquiera, de que las órdenes del primarca y las del Emperador no coincidiesen.

Un siseo aceitoso le indicó que la escotilla de la galería se estaba abriendo. Garro alzó la mirada para ver quién había llegado para interrumpirle el habitual momento de soledad del que solía disfrutar después de un combate. Sonrió levemente cuando dos figuras aparecieron en la vacía y resonante galería. Hizo una leve reverencia cuando Amendera Kendel estuvo un poco más cerca de él. Una mujer más joven que ella, vestida con una versión menos adornada de la túnica de la buscadora de brujas, la seguía de cerca.

Kendel le dio a Garro la misma impresión que, supuso, él debía darle a ella: alguien recién llegado del campo de batalla, cansado, pero satisfecho de que el combate hubiera ido bien.

—Hermana —le dijo Garro a modo de saludo—. Espero que el día haya acabado de un modo satisfactorio para usted.

La mujer hizo unos cuantos gestos con las manos y la joven que estaba a su lado tradujo aquellas palabras sin sonido.

—Hermano de batalla Garro, me alegro de verle. Los objetivos del Imperio se han cumplido de la manera más satisfactoria.

Nathaniel alzó una ceja y miró fijamente a la joven. La observó con mayor detenimiento y se dio cuenta de que no llevaba ningún tipo de armadura ni mostraba arma alguna a la vista, a diferencia de Kendel.

—Discúlpeme, pero tenía entendido que las Hermanas del Silencio jamás hablaban.

La muchacha asintió, pero cambió levemente de actitud al contestar.

—Así es, mi señor. Ninguna hermana puede pronunciar una sola palabra mientras viva una vez haya hecho el Juramento del Silencio. Yo no soy más que una novicia, capitán. Todavía he de hacer ese juramento, por lo que aún puedo hablar. Las hermanas acompañantes como yo sirven a nuestra orden cuando es necesario comunicarse con personas ajenas a ella.

—Ya veo —respondió Garro, asintiendo—. Entonces, ¿puedo preguntarle a su señora qué es lo que quiere de mí?

Kendel realizó una nueva serie de gestos y la novicia volvió a actuar como intérprete, con un tono de voz totalmente formal.

—Deseaba hablar con usted, antes de que abandonáramos la Resistencia, sobre los combates en los que usted y sus guerreros tomaron parte a bordo del cilindro jorgall. El Emperador no desea que se hable de ello.

El capitán pensó en ello. Por supuesto… ¿Por qué otro motivo habría matado Kendel al psíquico alienígena con un disparo en el pecho en vez de a la cabeza? Para preservar los posibles secretos que aquella deforme cabeza pudiera contener. La gran obra iniciada por el Señor de la Humanidad para comprender el reino etéreo de la disformidad estaba más allá de la propia comprensión de un simple capitán. Si el Emperador requería el cadáver de un mutante alienígena para aumentar ese entendimiento, Nathaniel Garro no era quién para contradecirlo.

—Así se hará. El Emperador tiene sus tareas y nosotros las nuestras. Mis guerreros jamás han cuestionado algo así.

La hermana del silencio se le acercó un poco y lo contempló con atención. Le hizo una nueva serie de signos a la novicia, y ésta dudó por unos instantes. Hizo una pregunta a su señora antes de trasladarle sus palabras a Garro.

—La hermana Amendera quiere saber…, le gustaría preguntarle si la criatura le habló.

—No tenía boca —contestó Garro con mayor rapidez de la que pretendía.

Kendel se puso un dedo en los labios e hizo un gesto negativo con la cabeza. Después se llevó el dedo a la sien.

Nathaniel se miró las manos. Todavía tenía manchas de sangre alienígena en ellas.

—Estoy limpio de toda impureza —insistió—. Esa criatura no me contaminó.

—¿La criatura le habló? —repitió la novicia.

Tardó unos instantes en contestar.

—Sabía lo que yo era. Me dijo que era capaz de ver el mañana. Me dijo que todo lo que adoro moriría. —Garro dijo esto último acompañado de un bufido de desprecio—. Pero soy un astartes. No adoro nada en absoluto. No honro a ningún falso dios, tan sólo la realidad de la Verdad Imperial.

La respuesta pareció complacer a la hermana Amendera, quien inclinó la cabeza en un leve gesto de reverencia.

—Capitán, su lealtad, como la de todos los guerreros de la Guardia de la Muerte, no ha sido puesta en duda en ningún momento —le transmitió la novicia—. Es evidente que lo que la criatura buscaba era debilitar su voluntad. Hizo muy bien en resistirla.

La dama del olvido hizo el signo del aquila seguido de una reverencia. La novicia imitó los gestos de Kendel.

—Mi señora desea que usted y los guerreros de su compañía acepten las felicitaciones y la gratitud de las Hermanas del Silencio. Dice que presentará sus nombres al Sigilita en reconocimiento al servicio prestado a Terra.

—Es un honor —le contestó Garro—. Disculpe, pero me gustaría saber qué le ocurrió a su camarada, la doncella que quedó con la cabeza al descubierto durante el combate.

La novicia hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, la hermana Thessaly. Sufrió heridas graves, pero se recuperará. Nuestros médicos a bordo de la Aeria Gloris la curarán. Tengo entendido que uno de los suyos, el hermano Voyen, le salvó la vida.

Aeria Gloris —repitió Garro—. No conozco esa nave. ¿Forma parte de nuestra flota?

Los labios de Kendel formaron una sonrisa y le hizo nuevos gestos a la novicia.

—No, capitán, es parte de la mía. Véalo usted mismo.

La mujer señaló con la mano a través de la cúpula de cristal y Garro siguió la indicación con la mirada.

Una parte del vacío estelar se movió por delante de la proa de la Resistencia, cruzando el hueco que se abría entre la nave astartes y el lejano brillo de la estrella iotana. Mientras que las naves convencionales de las flotas del Imperio lucían inmensos gallardetes y luces de señalización a lo largo del casco, la recién llegada, la Aeria Gloris, se acercó envuelta en la oscuridad surgiendo de la profundidad interestelar igual que un depredador saldría a la superficie de un océano envuelto por la noche.

Garro jamás había visto en persona una de las naves negras. Eran las naves nodriza de las Hermanas del Silencio, que las llevaban de un extremo a otro de la galaxia en las misiones de cazas de brujos encomendadas por el Emperador. Era difícil distinguir algo más que los detalles básicos de la forma de la nave. La silueta del crucero de batalla se recortaba contra el brillo de Iota Horologii. Tenía un tamaño que rivalizaba con el acorazado insignia de la Guardia de la Muerte, el Voluntad Indomable. Carecía de la tradicional parte delantera en forma de espolón que poseían la mayoría de las naves imperiales, y la proa acababa en un morro chato y aplanado. Debajo de la popa se extendía una única y larga vela de borde afilado. Sobre ella había tallada un aquila de reluciente piedra volcánica. Donde la Resistencia y las demás naves de la flota del Adeptus Astartes eran las espadas utilizadas contra los enemigos de Terra, la Aeria Gloris era el martillo contra los brujos.

—Impresionante —murmuró Garro.

No había mucho más que decir. Se preguntó cómo sería deambular por las cubiertas de aquella nave. Le atraía y le repelía al mismo tiempo pensar en los secretos que aquella embarcación debía contener.

La hermana Amendera hizo otra reverencia y un gesto de asentimiento hacia la novicia.

—Debemos marcharnos, apreciado capitán —le dijo la joven—. Hemos de ponernos en camino hacia la Luna antes del final del día, y el espacio disforme cada vez es más turbulento.

—Buen viaje, hermanas —les deseó Garro, incapaz de apartar la mirada de la oscura nave estelar.

* * *

Kaleb guió el carrito por la cámara de la armería procurando mantenerse en la franja exterior de la enorme estancia. En la bandeja superior del carrito iba el bólter de su señor. El habitualmente pulcro acabado del arma estaba estropeado por los daños sufridos durante el enfrentamiento en la nave-planeta de los jorgall. Kaleb era el asistente de Garro, y uno de los deberes que le imponía su cargo era llevar el bólter a los servidores armeros y asegurarse de que el arma recuperaba todo su esplendor en el menor tiempo posible. Estaba decidido a no decepcionar a su capitán.

Pasó junto a grupos de miembros de la Guardia de la Muerte que estaban informando sobre el combate mientras dejaban allí las armas. Eran guerreros de la compañía de Temeter que conversaban de un modo animado sobre los momentos más complicados del asalto a la nave alienígena. También había astartes de la primera compañía de Typhon, todos de un humor agresivo. Al otro lado de la estancia distinguió a Hakur, que estaba hablando con Decius. El joven astartes le estaba relatando un momento del combate al veterano con un entusiasmo que el ceñudo superior evidentemente no compartía.

Los guerreros de la Legión XIV no solían celebrar sus victorias con grandes festejos. Kaleb había oído comentar que tales celebraciones eran más propias de los Lobos Espaciales o de los Devoradores de Mundos. Sin embargo, la Guardia de la Muerte también conmemoraba a su manera sus triunfos y honraba a los que habían caído en combate.

La Guardia de la Muerte ofrecía una imagen que las demás legiones se apresuraban a aceptar: la de unos guerreros brutales, implacables y duros de corazón; pero la realidad era más complicada que todo aquello. Era cierto que aquellos astartes rara vez parecían disfrutar de los combates en sí, pero no eran tan sombríos o deprimentes como creían casi todos. Comparada con los relatos que Kaleb había oído sobre legiones estoicas y carentes de pasión como los Ultramarines o los Puños Imperiales, la Guardia de la Muerte casi podía ser considerada escandalosa y descuidada.

El asistente se detuvo después de rodear una pilastra al oír las risotadas de la figura que había quedado al descubierto delante de él. Se quedó dubitativo unos instantes. El comandante Grulgor estaba en mitad del camino, charlando en voz baja pero distendida con un astartes de la segunda compañía. Los dos individuos se estrecharon las manos con un gesto firme y serio, y a pesar de la escasa iluminación del lugar, Kaleb distinguió la forma de una especie de amuleto redondeado de bronce entre los dedos de Grulgor antes de que pasara a la mano del otro astartes.

Se dio cuenta de inmediato que había interrumpido un encuentro privado, algo que sólo los guerreros del Adeptus Astartes podían compartir, algo que un simple sirviente como él no debía ver. Sin embargo, no tenía dónde ocultarse, y si se daba la vuelta, el traqueteo de las ruedas del carrito lo delataría, A pesar de no querer hacerlo, no le quedó más remedio que toser un poco. Fue un sonido muy leve, pero se produjo un silencio inmediato cuando el comandante se dio la vuelta y se fijó por primera vez en el asistente.

Kaleb estaba mirando fijamente al suelo, por lo que no pudo ver la expresión de absoluto desprecio con la que Grulgor lo atravesó.

—El pequeño esclavo de Garro —escupió el comandante—. ¿Estás escuchando lo que no deberías? —Dio un paso hacia el asistente, y Kaleb no pudo evitar retroceder. La voz de Grulgor tomó el tono de un profesor que está enseñando a un alumno, aprovechándose de un tercero para dar una lección a su costa—. ¿Sabes lo que es esto, hermano Mokyr?

El otro astartes lo contempló con gesto desdeñoso.

—No es un servidor, comandante. No hay suficiente acero ni pistones para que lo sea. Parece un hombre.

Grulgor hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, no es un hombre, sino un sirviente. —El énfasis que puso en el nombre del cargo iba cargado de desprecio—. Un capricho, una antigua práctica que data de tiempos antiguos. —El comandante lo señaló con ambos brazos—. Míralo bien, Mokyr. Mira bien este fracaso.

Kaleb se atrevió por fin a hablar.

—Mi señor, con su permiso, debo cumplir las tareas que…

No le hizo ningún caso.

—Antes de que nuestro primarca trajera nueva y poderosa sangre a la legión, existían numerosos rituales y costumbres que atenazaban a los Adeptus Astartes. La mayoría ya se han eliminado —Grulgor torció el gesto—. Algunos se mantienen debido a la terca fidelidad que les demuestran hombres que deberían actuar de otro modo.

Mokyr asintió.

—El capitán Garro.

—Sí, Garro. —El tono de voz de Grulgor era despreciativo—. Permite que el sentimentalismo nuble su buen juicio. Por supuesto que acepto que es un excelente guerrero, pero nuestro hermano Nathaniel es un anticuado, alguien demasiado atado a sus raíces terranas. —El astartes se inclinó sobre Kaleb y bajó la voz—. ¿O me equivoco en lo que pienso? Quizá Garro te mantiene cerca de él no como alguna clase de tradición desfasada, sino como un recordatorio, como un ejemplo vivo de lo que significa fallarle a la legión.

—Por favor —musitó el sirviente, quien apretaba con tanta fuerza el asa del carrito que los nudillos se le habían puesto blancos.

—No lo entiendo —comentó Mokyr, quien estaba realmente confundido—. ¿Cómo es posible que este esclavo sea un fallo?

—Ah —le empezó a responder Grulgor mientras se apartaba del sirviente—, pero es que si no hubiese sido por el destino, este desgraciado habría caminado entre los miembros de las legiones astartes. Podría haber estado a tu lado, hermano, con la armadura blanca y empuñando un arma por el Imperio. Aquí nuestro amigo, fue un aspirante a la Decimocuarta Legión, lo mismo que lo fuimos todos nosotros. Pero no fue lo bastante fuerte para superar las pruebas de aceptación, y quedó derrotado por su propia debilidad. —El comandante se dio unos leves golpes en la barbilla en un gesto pensativo—. Dime, siervo, ¿dónde perdiste la voluntad? ¿Mientras cruzabas las negras llanuras? ¿Fue en el túnel de los venenos?

Kaleb le contestó con apenas un susurro.

—Fue en el jardín de las espinas, mi señor.

El doloroso recuerdo le volvió a la mente, fresco y con todos los detalles a pesar de los años que habían transcurrido desde que aquello sucedió. El asistente frunció la expresión de la cara al acordarse de las punzantes púas venenosas que se le clavaban en la piel desnuda, con el cuerpo cubierto de regueros de sangre. Recordó el dolor y lo que fue todavía peor, la vergüenza de notar cómo le fallaban las piernas. Volvió a acordarse de su caída sobre la gruesa capa de barro, donde se quedó tirado, llorando, porque sabía que había perdido para siempre la oportunidad de convertirse en un guerrero de la Guardia de la Muerte.

—El jardín de las espinas, claro… —musitó Grulgor al mismo tiempo que se daba unos golpecitos con los dedos en uno de los avambrazos—. Han sido muchos los que se han desangrado finalmente en esa prueba. Que llegaras hasta allí fue toda una hazaña.

Mokyr alzó una ceja.

—Señor, ¿queréis decir que este… individuo fue un aspirante? Pero si los que fracasan, mueren…

—Sólo la mayoría de ellos lo hacen —le corrigió el comandante—. La mayoría perecen a causa de las heridas que han sufrido o por los venenos que no logran resistir durante los siete días de pruebas, pero hay unos pocos que fracasan y, sin embargo, consiguen sobrevivir. Casi todos prefieren elegir la Paz del Emperador al deshonor que supone volver a sus clanes. —Miró con frialdad a Kaleb—. Pero tampoco todos lo hacen. Algunos carecen de la fuerza de voluntad necesaria incluso para un honor semejante. —Grulgor se volvió para mirar a Mokyr y aspiró aire por la nariz con un gesto altanero—. Algunas legiones utilizan a estos desechos, pero en la Guardia no actuamos de ese modo. Sin embargo, Garro decidió invocar un antiguo derecho y le salvó la vida al sacar a este despojo del pozo de su propia incapacidad. —Grulgor soltó un bufido—. Qué noble.

Kaleb encontró el valor de responder.

—Tengo el privilegio de servir —le contestó.

—¿Lo es? —replicó el astartes con un gruñido—. ¿Te atreves a mostrar tus deficiencias entre nosotros, los elegidos de Mortarion? No eres más que un insulto. Nos imitas y te cuelgas de los faldones de nuestras capas mientras luchamos por el futuro de la humanidad. ¿Nos cuidas las armas y pretendes con eso ser merecedor de nuestra compañía? —Luego empujó el carrito de Kaleb contra la pared—. Acechas entre las sombras. No eres más que la mascota espía de Garro. ¡No eres nada! —La furia que Grulgor sentía le centelleó en la mirada—. Si yo fuera el capitán de la Primera Compañía, el ritual sin sentido que te permitió seguir existiendo se acabaría en un instante.

—Entonces, ¿resulta que el comandante de la Segunda Compañía se encuentra insatisfecho con su honroso puesto? —dijo una nueva voz.

—Apotecario Voyen —Grulgor saludó al recién llegado con un gesto de asentimiento algo precavido—. Por desgracia, existen muchas cosas con las que me siento insatisfecho —contestó al mismo tiempo que se apartaba del tembloroso asistente.

—La vida es un desafío constante en ese sentido —comentó Voyen con una voz cargada de forzada despreocupación, pero miró de reojo a Kaleb.

—Así es —admitió el comandante—. ¿En qué puedo ayudarte, hermano?

—Tal vez me podrías explicar por qué el asistente de mi capitán se ha visto retrasado durante el transcurso de sus obligaciones. El capitán de batalla regresará dentro de poco y querrá saber el motivo que ha impedido que sus órdenes se hayan cumplido.

Kaleb vio con toda claridad cómo se estremecía un nervio de la mandíbula de Grulgor en respuesta a la temeraria contestación de Voyen. Por un momento temió que el veterano astartes replicara de un modo furibundo al joven apotecario, pero ese momento se desvaneció cuando intercambiaron una mirada de entendimiento sobre algo que él no conocía.

Grulgor se apartó del paso de Kaleb con un gesto exagerado.

—El esclavo puede continuar con sus tareas —se limitó a decir, y con eso, el comandante les dio la espalda a los dos y se alejó del lugar. Mokyr lo siguió de cerca. Kaleb los contempló mientras se alejaban y distinguió de nuevo el brillo del extraño amuleto de bronce cuando el astartes se metió el objeto en una de las cartucheras de munición que llevaba en el cinto.

Inspiró de forma temblorosa y le hizo una reverencia a Voyen.

—Gracias, mi señor. Debo confesar que no logro comprender el motivo por el que el comandante me detesta tanto.

Voyen acompañó al asistente cuando éste reanudó el camino hacia la armería.

—Ignatius Grulgor lo odia todo con la misma intensidad, Kaleb. No deberías tomártelo como algo personal.

—Y a pesar de eso, algunas de las cosas que dice… Algunas de esas ideas las comparto.

—¿De verdad? Pues entonces, contéstame a esto: ¿crees que el capitán Garro, el jefe de la Séptima Compañía, te considera un insulto? ¿Que un hombre de honor como él pensaría siquiera en algo así?

Kaleb hizo un movimiento negativo con la cabeza.

Voyen puso una de sus enormes manos en el hombro del asistente.

—Es cierto que jamás serás uno de nosotros, pero a pesar de ello, sirves a nuestra legión.

—Pero Grulgor tiene razón —insistió Kaleb—. A veces, soy un espía. Voy por la nave y soy invisible a plena vista, pero yo veo y oigo. Mantengo a mi señor informado del ambiente en la legión.

La expresión del rostro del apotecario no cambió.

—Un buen comandante siempre debe estar bien informado. No hablamos de confabulaciones o de conspiraciones. No es más que tenerlo al corriente sobre el estado de ánimo y de lo que se habla. No deberías ver problema alguno en eso.

Llegaron al estrado del arsenal donde los servidores de armamento los estaban esperando. El sirviente les entregó el bólter del capitán. Kaleb notó cómo una tremenda tensión se soltaba en su interior al mismo tiempo que sentía los labios pugnando contra la necesidad de hablar. Voyen pareció darse cuenta de ello, así que se lo llevó hasta un rincón aislado, cerca de una portilla de observación.

—Es algo más que eso. He visto cosas. —Kaleb habló en voz baja, en tono casi conspirador—. Ocurre a veces en los compartimentos más apartados de la nave, por donde los miembros de la tripulación no suelen pasar. Hay reuniones de gente encapuchada, mi señor. Encuentros clandestinos entre individuos que no pueden ser más que vuestros hermanos de batalla.

Voyen se había quedado muy quieto.

—Me hablas de las logias, ¿verdad?

Kaleb se sintió sorprendido de que el apotecario hablara de un modo tan abierto de aquello. Las discretas congregaciones de guerreros de las legiones astartes no eran muy conocidas por las personas ajenas a aquel mundo, y, sin duda alguna, había ciertos asuntos sobre los que una persona como Kaleb no debería tener conocimiento.

—He oído mencionar esa palabra. —El asistente se frotó las manos en un gesto cargado de nerviosismo. Tenía las palmas sudorosas. Algo en su interior le decía que se callara, pero no pudo evitar seguir hablando—. Ahora mismo acabo de ver cómo el comandante Grulgor le pasaba un medallón al hermano Mokyr. Vi uno idéntico entre los efectos personales del fallecido sargento Raphim después de su muerte en combate en las lunas de Carinea. —Kaleb se pasó la lengua por los labios—. Es un disco de bronce que lleva grabados el cráneo y la estrella de nuestra legión, mi señor.

—¿Qué crees que es?

—¿Un emblema, señor? ¿Una señal de pertenencia a cualquiera de esos grupos de supersticiosos?

El astartes lo miró fijamente, sin mostrar emoción alguna.

—Temes que esas reuniones amenacen la unidad de la Guardia de la Muerte, ¿verdad? ¿Que en su seno se encuentre la semilla de la sedición?

—¿Y cómo es posible que no sea así? —le respondió sibilante Kaleb—. El secretismo es un enemigo de la verdad. ¡Y la verdad es lo que el Emperador y sus guerreros defienden! Si los guerreros se reúnen en las sombras… —Se calló de repente y parpadeó.

Voyen sonrió levemente.

—Kaleb, respetas al capitán Garro, y todos conocemos la grandeza de nuestro primarca. ¿Crees que unas personas tan poderosas como ellos se quedarían con los brazos cruzados y permitirían que una subversión semejante creciera ante sus propios ojos? —El apotecario volvió a apoyar una mano en el hombro del asistente y Kaleb notó una leve presión en la zona. Se dio cuenta del tamaño y de la fuerza del guantelete de ceramita del guerrero, que le cubría por completo el hombro—. Lo que has visto a hurtadillas y has oído en rumores no es nada que deba preocuparte y, desde luego, no es un asunto con el que debamos distraer al capitán. Confía en mí y haz caso de lo que te digo.

—Pero… —respondió Kaleb, que de repente notó la garganta reseca—, ¿cómo puede saber eso?

La sonrisa desapareció de los labios de Voyen.

—No sé decirte.

* * *

Nathaniel Garro seguía teniendo un aspecto imponente con una simple túnica de aspecto informal incluso entre sus guerreros, que todavía no se habían quitado la armadura de combate. Caminó entre los astartes que se encontraban en el extremo más alejado de la amplia cámara de la armería, en la zona de la larga estancia de hierro que pertenecía a la Séptima Compañía. Habló con cada uno de ellos, compartiendo una sonrisa o un gesto de asentimiento con aquellos que se encontraban de buen humor, o expresando una muestra de compasión hacia aquellos que habían perdido a un camarada en el combate contra los jorgall. Buscó a Decius hasta encontrarlo. Quería darle una leve reprimenda. El joven astartes estaba limpiando con un grueso paño su puño de combate, un guantelete de tamaño desproporcionado.

—Solun, el planteamiento táctico del ataque no estaba dirigido al combate cuerpo a cuerpo —le indicó—. Llevas un bólter por buenas razones.

—Si no le importa a mi capitán, ya he sido reconvenido por el hermano Sendek a ese respecto. Me informó, con todo lujo de detalles y de forma prolongada, sobre los puntos en los que me había equivocado en referencia a las reglas de enfrentamiento.

—Ya veo —dijo Garro sentándose a su lado en el banco—. ¿Y cuál fue tu repuesta?

El joven guerrero sonrió.

—Le dije que, con reglas o sin ellas, seguíamos vivos, y que la victoria es lo único con lo que se puede medir el éxito.

—¿Ah, sí?

—¡Por supuesto! —Decius siguió limpiando con gran cuidado el puño de combate—. En la guerra, lo que importa sobre todo lo demás es el resultado final. Si no se logra la victoria… —se quedó callado unos momentos mientas buscaba las palabras adecuadas—, no tiene sentido.

Andus Hakur, que estaba cerca de ellos, se pasó una mano por la barbilla, donde asomaban los pelos grises de una barba incipiente.

—¡Oír una agudeza táctica como ésa de labios de un cachorro! Me temo que me voy a marear de la impresión.

En los ojos de Decius apareció una mirada de enfado ante la burla del veterano, pero Garro se dio cuenta y se rio con suavidad para quitarle importancia al asunto.

—Solun, tendrás que perdonar a Andus. A su edad, su afilada lengua es la única arma que es capaz de manejar con soltura.

Hakur se llevó una mano al pecho en un gesto de dolor fingido.

—¡Oh, una flecha en pleno corazón, disparada por mi propio capitán! ¡Qué tremenda tragedia!

Garro mantuvo una sonrisa tranquila, pero lo cierto era que captaba el cansancio y el dolor en la forzada voz de su viejo amigo. Hakur había perdido varios hombres de su escuadra en el mundo astronave, y la pena que sentía se encontraba bajo la superficie.

—Todos luchamos bien hoy —le dijo el capitán. Las palabras le salieron solas, sin haberlas pensado—. Una vez más, los guerreros de la Guardia de la Muerte han sido las herramientas que graban la voluntad del Emperador en toda la galaxia.

Ninguno de los otros astartes le respondió. Todos y cada uno de ellos se quedaron en silencio mirando por encima del hombro de Garro. Los guerreros de la Séptima Compañía se pusieron de rodillas mientras él se daba la vuelta para saber el motivo.

Garro se sintió turbado por el hecho de que ni siquiera hubiera oído acercarse a su primarca. Al igual que había ocurrido en la cámara de reuniones antes del ataque, Mortarion tan sólo revelaba su presencia cuando a él le apetecía.

Garro hizo una profunda reverencia ante el señor de la Guardia de la Muerte. Se dio cuenta de que Typhon estaba al lado del primarca, y que detrás de la capa del primer capitán había medio oculto un servidor.

—Mi señor —lo saludó con respeto.

En el rostro de Mortarion apareció una fría sonrisa, visible a pesar incluso del ancho collar que le cubría el cuello y los labios.

—Las hermanas se han marchado. Alabaron mucho a la Séptima.

Garro se atrevió a alzar un poco la mirada. Al igual que él, el primarca ya se había quitado la servoarmadura de bronce y acero. Llevaba puesta la típica túnica que se utilizaba cuando no se estaba de servicio, aunque debajo llevaba parte de un equipo de combate. Incluso así, con una vestimenta tan simple, no había forma alguna de confundirlo con nadie más. Era un individuo alto y enjuto, un hombre creado a partir de músculos de acero tensado. Era tan alto con sus botas de suela lisa como Typhon equipado con la armadura de exterminador de la Primera Compañía.

Además, por supuesto, estaba la segadora. Llevaba el arma colgada a la espalda, y el arco de la pesada hoja negra se prolongaba por detrás de su cabeza como una curva oscura.

—Nathaniel, por favor, yérguete, es muy cansado mirar hacia abajo para hablar con mis hombres.

Garro se irguió por completo y miró fijamente a los ojos de color ámbar del primarca. Tuvo que hacer un esfuerzo por no dar un paso atrás. La ardiente mirada de Mortarion se le clavó profundamente, y al capitán le dio la impresión de que el primarca le sopesaba el corazón con sus largos y esbeltos dedos.

—Deberías tener cuidado, Typhon —comentó el Señor de la Muerte—. Este guerrero tendrá tu puesto algún día.

Typhon, siempre hosco, se limitó a sonreír sin alegría. Garro tenía ante sí a los dos miembros de la Guardia del Sudario, en los límites de su capacidad de visión; detrás, al primer capitán, y después, al primarca, por lo que se sentía como si se encontrara en el fondo de un pozo. Cualquier persona corriente probablemente se habría venido abajo ante semejante escrutinio.

—Mi señor, ¿qué servicio puede prestaros la Séptima? —preguntó.

Mortarion le indicó con un gesto que se acercara.

—Que su capitán venga a mi lado, Garro. Se ha ganado una recompensa.

Nathaniel hizo lo que se le ordenaba. Echó un rápido vistazo en dirección a Hakur, y recordó las palabras que le había dicho a las orillas del lago: «No buscamos elogios ni honores». Garro no tenía ninguna duda sobre lo que le estaría divirtiendo al sargento lo que estaba ocurriendo.

—Mi señor, no merezco ningún… —empezó a decir Garro.

—Supongo que no estaba a punto de negarse, ¿verdad, capitán? —lo cortó Typhon con una advertencia—. Una falsa modestia semejante no sería bien recibida.

—Soy un simple siervo del Emperador —logró contestar Garro—. Es un honor más que suficiente.

Mortarion le hizo un gesto al servidor para que avanzara. El capitán vio que lo que llevaba era una bandeja con cuencos y cálices.

—Bueno, pues en vez de eso, Nathaniel, quizá puedas honrarme compartiendo mi bebida.

Garro se puso tenso al reconocer las copas y el líquido que contenían.

—P… por supuesto, mi señor.

Se decía que no existía una toxina tan fuerte, ni un veneno tan poderoso ni una enfermedad tan letal como para que un Guardia de la Muerte no fuese capaz de resistirla. Los miembros de la Legión XIV habían sido desde sus comienzos los guerreros del Emperador más preparados para actuar en los ambientes más hostiles, capaces de combatir en mitad de nubes corrosivas o en atmósferas ácidas en las que ningún humano normal habría logrado sobrevivir. Barbarus, base de la legión y planeta adoptivo del propio primarca, había conformado esa característica. Y a los astartes de Mortarion les sucedía lo mismo que a su primarca. La Guardia de la Muerte era una legión resistente, invencible.

Se endurecían a través de un entrenamiento y de una preparación exhaustiva cuando eran neófitos astartes. Se exponían de forma voluntaria a agentes químicos y contaminantes, además de a cepas víricas letales y a venenos de mil tipos diferentes. Eran capaces de resistir a todo eso. Gracias a ello habían conseguido la victoria en Urssa, el planeta repleto de hongos, del mismo modo que se habían enfrentado a los enjambres de avispones de Ogro IV, y ése era el motivo por el que se les había elegido para enfrentarse a los jorgall, que respiraban cloro.

El servidor mezcló con habilidad los distintos líquidos oscuros y llenó las copas. A la nariz de Garro llegó el olor de los compuestos químicos. Se trataba de una mezcla del agente nervioso llamado magenta, alguna de las variedades del veneno del escarabajo espada y otras sustancias menos reconocibles. Ningún astartes al servicio de Mortarion se habría atrevido a llamar a aquello un ritual. Ese término evocaba conceptos de idolatría primitiva, un anatema para la pura lógica de la Verdad Imperial. Aquello simplemente era una costumbre, una tradición de la Guardia de la Muerte que había sobrevivido a pesar de las intenciones de individuos como Ignatius Grulgor. Las copas eran propiedad de Mortarion, y tras cada batalla en la que participaba en persona, el Señor de la Muerte escogía a uno de los guerreros que lo habían acompañado y compartía con él una copa de veneno. La beberían y vivirían, y de ese modo cimentarían la fuerza inquebrantable de la legión a la que representaban.

El servidor le ofreció la bandeja al primarca, quien tomó una de las copas. Luego le entregó otra a Garro y otra más a Typhon. Mortarion alzó su copa en gesto de saludo.

—Contra la muerte —brindó.

El primarca se llevó la copa a los labios y, con un rápido movimiento de la muñeca, la vació de un solo trago, apurándola hasta el fondo. Typhon sonrió a medias pero con ferocidad y también se la bebió de golpe para responder al brindis.

Garro vio que el rostro del primer capitán se enrojecía, pero Typhon no dio más muestra de sentirse incómodo. El capitán de la Séptima olfateó el contenido de la copa y los sentidos se le rebelaron. Dos de los órganos que le habían implantado, la neuroglotis y el preomnor, se revolvieron tan sólo con el olor que desprendía aquel brebaje nocivo. Sin embargo, rechazar la copa sería considerado un signo de debilidad, y Nathaniel Garro jamás permitiría que nadie lo acusara de algo semejante.

—Contra la muerte —respondió.

El capitán apuró la copa con un único movimiento y después la dejó boca abajo sobre la bandeja. Entre los guerreros de la Séptima Compañía se oyó un murmullo de aprobación, pero Garro apenas lo oyó. El palpitar de la sangre le retumbó en los oídos mientras una tremenda sensación de calor abrasador le quemaba la garganta y el esófago. Los poderosos mecanismos de su fisiología de astartes se apresuraron a contrarrestar las toxinas que había ingerido. Decius lo contemplaba con admiración, soñando sin duda en que llegaría el día en que sería su mano, y no la de Garro, la que sostendría esa copa.

La fría sonrisa de Mortarion se ensanchó.

—Una cosecha excelente y poco común, ¿no te parece?

Garro no podía hablar, ya que sentía el pecho envuelto en llamas, de modo que se limitó a asentir. El primarca se rio en voz baja, de buen humor. Por el efecto que le había causado, la copa de Mortarion bien podía haber contenido agua. Le puso una mano en la espalda al capitán.

—Ven, Nathaniel. Demos un paseo para bajar la bebida.

* * *

Typhon hizo una reverencia ante el primarca cuando llegaron a la rampa que llevaba a la balconada que se extendía por encima de la amplia estancia de la armería y le pidió permiso para retirarse. Luego se alejó hacia la zona donde el comandante Grulgor y la Segunda Compañía repasaban sus armas. Garro miró hacia atrás y vio a los dos miembros de la Guardia del Sudario que los seguían de cerca. Se movían con tanta precisión que más parecían dos autómatas que dos hombres.

—No te preocupes, Nathaniel —le comentó Mortarion—. Todavía no tengo planeado sustituir a mis guardianes. No voy a reclutarte como miembro de los muertos secretos.

—Como deseéis, mi señor —le contestó Garro tras recuperar el uso del habla.

—Sé que no te gustan las celebraciones como la de las copas, pero debes entender que, a veces, los actos honoríficos y de alabanza son necesarios —asintió para sí mismo—. Los guerreros deben saber que se les valora. El elogio… el elogio de tus iguales es necesario en el momento adecuado. Sin algo así, hasta el individuo de carácter más firme puede llegar a creer que no se lo valora.

Al decir aquello, en la voz del primarca apareció un leve tono de melancolía, pero fue tan breve y desapareció con tanta rapidez que Garro creyó que se lo había imaginado.

Mortarion se dirigió hasta el borde de la balconada y se quedaron contemplando la gran reunión de guerreros. Aunque la Resistencia no disponía del espacio suficiente para transportar a toda la legión, allí abajo había buena parte de las siete compañías de la Guardia de la Muerte, completas o en parte. Garro vio a Ullis Temeter, y su camarada lo saludó. Garro le respondió con un gesto de cabeza.

—Nathaniel, eres una persona respetada —le dijo el primarca—. No hay ni un solo capitán de la legión que no reconozca tu habilidad en combate —sonrió levemente de nuevo—; hasta el comandante Grulgor, aunque es posible que odie admitirlo.

—Gracias, mi señor.

—Y en cuanto a los hombres… Los hombres confían en ti. Se inspiran en ti para buscar fuerza de carácter, liderazgo, y tú se los das.

—No hago más que lo que me ordena el Emperador, mi señor —contestó Garro. El capitán se sentía inquieto. A pesar de todo lo honroso que era compartir un momento como aquél con el señor de la legión, lo incomodaba en igual medida. Aquello no era el escenario directo del combate, donde Garro tenía muy claro lo que se esperaba de él. Se encontraba en una situación muy extraña, en compañía de uno de los mismísimos Hijos del Emperador.

Si Mortarion se daba cuenta de su inquietud, no dio muestra alguna de ello.

—Para mí es importante que la legión tenga una unidad de propósito. Es tan importante para mí como lo es para mi hermano Horus que haya unidad entre todos los guerreros del Adeptus Astartes.

—El Señor de la Guerra —murmuró Garro.

A bordo de la Resistencia se habían oído rumores de que una parte de la flota de la Guardia de la Muerte partiría en una nueva misión tras acabar con los jorgall. El rumor que con más fuerza sonaba era el que implicaba que esa parte de la flota se reuniría con la Sexagésimo Tercera Flota Expedicionaria de la Gran Cruzada, bajo el mando nada menos del hijo preferido del propio Emperador, Horus, el Señor de la Guerra. En ese momento se dio cuenta de que era algo más que un simple rumor. Garro ya había combatido en el pasado al lado de los guerreros de la XIV Legión, la de Horus, y sentía una profunda admiración por individuos como Maloghurst, Garviel Loken y Tarik Torgaddon.

—He servido junto a los Lobos Lunares en el pasado, mi señor.

—Ahora son los Hijos de Horus —lo corrigió Mortarion con suavidad—. Lo mismo que los guerreros de la Guardia de la Muerte antaño fueron los Incursores del Crepúsculo. Mi hermano espera grandes hazañas de mi legión, capitán. Se avecina una batalla que nos pondrá a todos a prueba, desde el Señor de la Guerra hasta el más humilde asistente.

—Estaré preparado.

El primarca asintió.

—No lo pongo en duda, Nathaniel, pero estar preparado no va a ser suficiente. —Rodeó el pasamano de la barandilla de hierro con los dedos—. La Guardia de la Muerte debe pensar con la misma mente. Debemos tener un propósito único y común o fallaremos.

Garro se sintió más incómodo todavía y se preguntó si no estaría notando los efectos más tardíos del contenido de la copa.

—No… no estoy muy seguro de entenderos, mi señor.

—Nuestros guerreros deben tener confianza en las líneas de mando con sus superiores y con sus subordinados, pero también es importante que dispongan de un lugar donde las barreras creadas por los rangos desaparezcan. Deben disponer de libertad para pensar y para hablar sin trabas.

La claridad de ideas de la que Garro había carecido hasta ese momento le llegó de sopetón.

—Mi señor se refiere a las logias.

—Me han comentado que siempre te has negado a participar en ellas. ¿Por qué, Nathaniel?

Garro bajó la vista y se quedó mirando las planchas que formaban el suelo.

—¿Me está ordenando que forme parte de una de ellas, mi señor?

—No puedo dar órdenes a las logias, lo mismo que no puedo dar órdenes a las estrellas del firmamento —le respondió Mortarion con voz tranquila—. No, capitán, no te lo ordeno. Tan sólo te pido que me ilumines sobre el motivo.

Garro se quedó callado durante un largo rato antes de hablar de nuevo.

—Señor, somos Adeptus Astartes, con el camino señalado por el Señor de la Humanidad y la tarea encargada de reunir los fragmentos dispersos de esa humanidad para colocarlos bajo el manto del Imperio. Debemos iluminar a los perdidos al mismo tiempo que castigamos a los caídos y a los invasores. Sólo podremos lograrlo si tenemos la verdad de nuestra parte. Si lo hacemos de un modo abierto, bajo la fría luz del universo, no tengo ninguna duda de que al final expurgaremos a la galaxia de las falacias de los dioses y de las deidades…, pero no seremos capaces de llevar la verdad secular a ninguna parte si la más mínima parte de ella se encuentra oculta. Únicamente el Emperador puede mostrar el camino que debemos seguir. —Inspiró profundamente, aunque algo tembloroso, debido a que era muy consciente de la intensa mirada con la que el primarca lo estaba observando—. Esas logias, aunque tienen su valía, se basan en la ocultación, y no quiero formar parte de nada de eso.

Mortarion aceptó lo que decía con una leve inclinación de cabeza.

—¿Qué hay de aquellos de tus hermanos de batalla que piensan diferente?

—Es su elección, mí señor. No tengo derecho a tomar una decisión por ellos.

El primarca se irguió de nuevo.

—Gracias por tu sinceridad, capitán. No esperaba menos de ti. —Se calló un momento—. Tengo que pedirte algo más, Nathaniel, aunque me temo que esta vez sí es una orden.

—¿Sí, mi señor? —le preguntó Garro al mismo tiempo que notaba una extraña sensación en el pecho.

—En cuanto acabemos con los preparativos aquí, la flota se pondrá en marcha para reunirse en el sistema Istvaan con la nave de mando del Señor de la Guerra, el Espíritu Vengativo. Horus va a celebrar un consejo de guerra con miembros de los Devoradores de Mundos y de los Hijos del Emperador. Necesitaré un asistente para que vaya conmigo. El primer capitán Typhon estará ocupado con otros menesteres, así que te he escogido para que me acompañes.

Garro se quedó sin habla. Conceder semejante privilegio a un simple capitán era algo sin precedentes, y la idea hizo que le faltara el aire. Estar en presencia de Mortarion ya era bastante increíble, pero hacerlo a su lado en una asamblea de los propios Hijos del Emperador convocados por el Señor de la Guerra en persona…

Sería algo glorioso.