UNO
Reunión
Una espada magnífica
Señor de la Muerte
Las naves se reunieron en el vacío. Los recargados buques y sus infinitamente ornamentadas formas parecían una congregación de edificios góticos que se desplazaran lentamente por la silenciosa oscuridad. Se asemejaban a catedrales en su complejidad, y viajaban por el espacio porque alguien las había arrancado de la superficie de sus respectivos mundos para colocarlas encima de las naves de guerra. Las proas, finamente esculpidas, con filigranas que llegaban a convertirse en puntas de flecha, apuntaban majestuosa y letalmente hacia la oscuridad en perfecta formación. En algunas ardían fuegos que parecían desafiar al vacío espacial. Fuegos plasmáticos que dibujaban rastros de color blanco-anaranjado compuestos por gases turbulentos vomitados por las chimeneas situadas a lo largo de los kilométricos cascos de metal. Esos faros se iluminaban únicamente en los instantes previos a un combate. Las descargas de brillante calor servían de advertencia al enemigo.
Os traemos la sabiduría de la iluminación.
La nave que avanzaba a la cabeza de la flotilla había sido construida con un acero del color de un cielo tormentoso, y llevaba la proa pintada de oscuro color verde oceánico. Se movía como podía hacerlo una daga en manos de un asesino paciente, de forma inexorable e infalible. Apenas mostraba ornamentación. Sus únicos adornos eran de tipo marcial. Grabados en el espolón de proa con letras del tamaño de un hombre había largas hileras de nombres que recordaban las batallas en las que había tomado parte, los mundos por los que había pasado y los oponentes que había destruido. Únicamente presentaba dos ornamentos destacables: una dorada águila de dos cabezas con las alas desplegadas situada frente al puente de mando, y un gran icono hecho de una aleación de hierro y níquel que representaba un cráneo, observante y amenazador, inscrito en un marco de acero con forma de estrella situado en el borde del puntiagudo espolón.
Las naves adoptaron una formación detrás de ella muy similar a la de punta de lanza de sus adversarios. Como eco de la determinada resolución de estos guerreros, la nave mostraba orgullosa su nombre en alto gótico de forma prominente en su casco: Resistencia.
Detrás de ella había otras naves de su mismo tipo, de distintos diseños y tamaños: Voluntad Indómita, Aguijón de Barbarus, Señor de Hyrus, Terminus Est, Inmortal, Espectro de la Muerte y otras.
Ésta era la flota que se reunió en la umbra del sol Iota Horologii para llevar la Gran Cruzada y la voluntad del Emperador de la Humanidad a uno de los gigantescos mundos cilíndricos de los jorgall. Transportados a millares por las naves que servían a su legión, los instrumentos de esta voluntad habían de ser los astartes de la XIV Legión, la Guardia de la Muerte.
* * *
Kaleb Arin recorría rápidamente los pasillos de la Resistencia, sosteniendo con fuerza el objeto envuelto en trapos que apretaba contra su pecho. Años de servicio le habían enseñado a desplazarse de forma que resultara prácticamente invisible a la vista de las enormes figuras de los astartes. Era un experto en pasar desapercibido entre ellos. Hasta ese momento, y a pesar de los muchos años de servicio que demostraban los ribetes de su gargantilla, Kaleb no había logrado evitar esa sensación de pavor que sentía al encontrarse junto a aquellos que se habían ocupado de él desde el mismo instante en que había doblegado la rodilla ante la XIV Legión. Las arrugas de su tez pálida y las canas de su cabello mostraban su edad, pero todavía se desplazaba con la vitalidad de un hombre mucho más joven. La fuerza de su convicción, y otras razones que se guardaba mucho de mostrar en público, lo habían espoleado a lo largo de todo su voluntario e incuestionable servicio.
Pensaba que había pocos hombres en la galaxia que pudieran sentirse tan contentos como él. La verdad que nunca le abandonó la veía ahora tan clara como la había visto décadas atrás, cuando encontrándose bajo una fuerte lluvia de tóxicas nubes de tormenta, había aceptado sus propias limitaciones, sus propios fallos. Aquellos que seguían luchando por lo que jamás podrían alcanzar, aquellos que se castigaban a sí mismos por caer de las vertiginosas alturas a las que nunca podrían llegar, eran almas que no lograrían alcanzar la paz en toda su vida. Kaleb no era como ellos. Kaleb entendió su lugar en el esquema general de las cosas. Él sabía dónde se suponía que debía estar y qué se suponía que debía hacer. Su lugar estaba allí, en ese momento, sin hacerse preguntas, sin que le costara trabajo aceptarlo, tan sólo haciéndolo.
Además, se sentía orgulloso de ello. Qué hombre, se preguntaba, puede esperar andar por donde él andaba, entre semidioses creados a partir de la sangre del propio Emperador. El servidor no dejaba de maravillarse ante ellos. Se mantenía en los bordes de los corredores, esquivando a los gigantescos guerreros mientras éstos se preparaban para el combate.
Los astartes eran estatuas vivientes, grandes mitos de piedra descendidos de su plinto para andar entre los hombres. Caminaban protegidos por sus armaduras de color mármol con ribetes verdes e incrustaciones doradas; algunos equipados con los últimos diseños, otros, con los modelos más antiguos mostrando abolladuras en los cascos. Eran hombres imposibles, las manos vivientes del Imperio realizando su misión envueltos por el miedo y el asombro como si fuera una capa. Jamás entenderían la forma en que los mortales los veían.
Kaleb sabía que, a pesar de su dedicación, algunos miembros de la Legión lo despreciaban, considerándolo una criatura irritante en el mejor de los casos, equiparándolo a uno de los servidores semimecánicos sin cerebro, en el peor. Él lo aceptaba como parte de su destino, con la misma estoicidad y tenacidad que el código de la Guardia de la Muerte. Jamás se engañaría a sí mismo pensando que era uno de ellos. Esa posibilidad ya se le había presentado a Kaleb y había fracasado. Pero en el fondo de su corazón sabía que vivía para seguir el mismo código que ellos y que su frágil cuerpo humano moriría por esos ideales si ello servía al Imperio. Kaleb Arin, aspirante fracasado, sirviente y asistente del capitán, estaba tan satisfecho de su vida como cualquier hombre pudiera llegar a estarlo.
La carga era difícil de llevar en su envoltorio, a pesar de que la sostenía apretada contra el pecho. Jamás se habría atrevido a dejar que tocara el suelo o pasara demasiado cerca de un obstáculo. Le llenaba de orgullo el mero hecho de sostenerla, incluso a través del grueso paño de terciopelo verde oscuro. Encontró su camino a través de los recurrentes y retorcidos corredores, a través de las pasarelas que atravesaban las malolientes y ensordecedoras cubiertas de los cañones. Salió a los niveles superiores en los que la tripulación de la nave no podía entrar, a una sección de la nave de acceso exclusivo a los astartes. Si quisiera entrar en esa zona, incluso el capitán del Resistencia debería pedir permiso a los oficiales de la Guardia de la Muerte para hacerlo.
Kaleb sintió un escalofrío de satisfacción, e inconscientemente pasó la mano por sus ropas y el cierre en forma de cráneo de su gargantilla. El aparato era del tamaño de la palma de su mano y estaba hecho de algún tipo de peltre. Los mecanismos de su interior eran tan útiles como un pase certificado para las máquinas de control y vigilancia de la nave. En cierta forma era el símbolo de su posición. Kaleb imaginaba que el símbolo era tan antiguo como la propia nave, tal vez incluso tan antiguo como la Legión. Había sido utilizado por centenares de servidores que habían alcanzado la muerte en el mismo puesto que ahora él ostentaba, e imaginaba que también lo sobreviviría a él.
O tal vez no. Las antiguas costumbres estaban empezando a desaparecer, y entre los hermanos de batalla más veteranos ya eran pocos los que se preocupaban por mantener vivas las tradiciones de la Legión. Los tiempos y los Adeptus Astartes estaban cambiando. Kaleb había visto cómo las cosas iban variando a lo largo del tiempo, gracias a los tratamientos rejuvenecedores que le habían prolongado la vida y proporcionado una parte de la longevidad de sus amos.
Eternamente ligado a los astartes, pero aun así manteniéndose a distancia de ellos, había sido testigo de su lento cambio de actitud. Había empezado pocos meses después de la decisión del Emperador de retirarse de la Gran Cruzada y conceder el honor de nombrar Señor de la Guerra al noble primarca Horus. Seguía inmóvil, todo a su alrededor en silencio, moviéndose lenta y gélidamente, como un glaciar. En sus momentos de mayor pesadumbre, Kaleb se encontraba a sí mismo preguntándose hacia dónde les llevarían a él y a su amada legión la nueva y emergente forma de hacer las cosas.
El semblante del sirviente se entristeció, pero se deshizo del repentino ataque de melancolía con una mueca. No era el momento de aventurar efímeros futuros y preocuparse por lo que podría llegar a pasar. Estaban en los instantes previos a una batalla que, una vez más, reforzaría el derecho de la humanidad a viajar por las estrellas sin temor ni peligro.
Mientras se aproximaba a la armería, miró por la reforzada claraboya y observó las estrellas. Kaleb se preguntaba cuál de ellas sería el mundo de los jorgall, o si los alienígenas tenían algún indicio de la tormenta que estaba a punto de caerles encima.
* * *
Nathaniel Garro levantó a Libertas hasta la altura de los ojos y observó detenidamente su filo. El metal denso y pesado de la espada brilló a la azulada luz de la sala y despidió reflejos irisados a medida que inclinaba el filo. No había ninguna imperfección visible en su matriz cristalina de monoacero. Garro ni siquiera miró a su sirviente mientras éste esperaba con una medio reverencia.
—Es un trabajo excelente. —Le hizo un gesto al hombre para que se incorporara—. Estoy satisfecho.
Kaleb recogió el paño de terciopelo.
—Creo entender que el servidor que se hizo cargo de vuestra arma era un herrero-máquina o un hacedor de espadas en su vida anterior. Algunos elementos de su anterior artesanía todavía prevalecen.
—Así es.
Garro dio varias estocadas con Libertas, moviéndose rápidamente y con facilidad dentro de los confines de su servoarmadura MARK IV. Dejó entrever una pequeña sonrisa en su enjuto rostro. Las melladuras que el arma había sufrido durante la pacificación por parte de la legión de las lunas de Carinea le habían preocupado, especialmente las consecuencias de un error suyo que le había hecho golpear un pilar de hierro en vez de clavarse en la carne de su enemigo. Era bueno volver a sentir su arma favorita en la mano. La considerable masa de la ancha espada le complementaba, y la idea de dirigirse al combate sin ella preocupaba ligeramente a Garro. Jamás se permitiría decir en voz alta palabras como «suerte» o «destino» excepto como parte de una broma, pero aun así, sin sentir a Libertas en su funda, había de confesar que se sentía un poco… menos protegido.
El astartes vio su propio reflejo en el metal pulido: unos viejos ojos en una cara que, a pesar de su habitual seriedad, parecía demasiado joven para él; una cabeza desprovista de pelo y con diversas cicatrices. Un aspecto patricio que delataba sus raíces de dinastías guerreras en la antigua Terra. Una tez muy pálida, pero sin llegar a la palidez de sus hermanos de la Guardia de la Muerte que lo habían jaleado en el frío y letal Barbarus. Garro levantó la espada a modo de saludo y volvió a deslizar a Libertas en la vaina que llevaba en el cinturón. Se quedó mirando a Kaleb.
—Es incluso anterior a mí, ¿lo sabías? Por lo que me han dicho, algunos de sus elementos fueron fabricados en la vieja Tierra antes de la Era de los Conflictos.
El servidor asintió.
—Entonces, mi señor, puede afirmarse que es más que correcto que un hijo de la Tierra sea quien la empuñe.
—Lo único que importa es que se encuentre al servicio del Emperador —replicó Garro entrechocando los guanteletes.
Kaleb abrió la boca para responder, pero un movimiento junto a la puerta le llamó la atención e inmediatamente el sirviente de Garro se inclinó respetuosamente.
—Una espada magnífica —dijo una voz.
El astartes se dio la vuelta para observar cómo se aproximaban un par de sus hermanos. Mientras las figuras se acercaban resistió el deseo de esbozar una sarcástica sonrisa.
—Es una lástima que no se encuentre en manos de un guerrero más joven y vigoroso —dijo el interlocutor.
Garro estudió al hombre que había hablado. Al igual que muchos de los guerreros de la Guardia de la Muerte, el recién llegado llevaba el cráneo afeitado, pero al contrario que la mayoría, lucía una cola de caballo en la parte posterior de la cabeza, con mechones negros y grises, que se balanceaba sobre sus hombros. Su cara tenía las facciones muy marcadas y estaba cubierta de surcos, pero los ojos mostraban una mirada irónica.
—La imprudencia de la juventud —replicó Garro sin reparos—. ¿Estás seguro de que podrías llegar a blandirla, Temeter? Quizá necesitarías la ayuda de Hakur para lograrlo. —Garro señaló al segundo hombre, una figura enjuta de rasgos muy finos y un ojo cibernético.
La tosca muestra de humor degeneró en una explosión de risas secas.
—Disculpadme, capitán —replicó Temeter—, tan sólo pensaba en que podríais cambiarla por algo más acorde con vos…; tal vez ¿un bastón para ayudaros a caminar?
Garro exageró un gesto de reflexión haciendo ver que estudiaba la propuesta del otro hombre.
—Tal vez tengáis razón, pero ¿cómo podría dejar mi espada a alguien a quien el aliento todavía le huele a la leche de su mamá?
Las risas resonaron por toda la estancia y Temeter levantó la mano simulando haber sido vencido.
—No me queda más opción que inclinarme ante la edad y experiencia de nuestro gran capitán.
Garro avanzó un paso y cogió con fuerza el guantelete de su hermano de armas.
—Ullis Temeter, perro de guerra. ¡En tu cuenta personal tienes pocos años menos que yo!
—Cierto, pero son los suficientes para marcar la diferencia. En cualquier caso, no cuentan los años, sino la calidad de los mismos.
El otro miembro de Guardia de la Muerte, que estaba al lado de Temeter, mantuvo un gesto de seriedad en el rostro imperturbable.
—Entonces cabe aventurar que el capitán Temeter tiene una gran carencia.
—No lo apoyes, Andus —le replicó Temeter—. ¡Nathaniel tiene suficientes recursos sin necesidad de que tú lo ayudes!
—Simplemente estoy al lado del comandante de mi compañía, como todo buen sargento debe hacer —dijo el veterano acompañándose con un gesto de cabeza.
Cualquiera que no hubiera conocido a Andus Hakur tan bien como su capitán podría haber pensado que el veterano había insultado deliberadamente a Temeter, y de hecho Garro escuchó la fuerte respiración de su sirviente ante esas palabras; pero la expresión de Hakur era tan seca que podría considerarse árida.
Por su parte, el capitán Temeter se rio del comentario. Tanto él como Garro habían servido con el viejo guerrero años antes de llegar a dirigir sus propias compañías. Todavía era motivo de discusión entre ellos el que Garro hubiera persuadido al viejo astartes para que se uniera a su grupo en vez de al de Temeter.
Garro devolvió el saludo a Hakur y se puso al lado de Temeter.
—No esperaba veros hasta después de la asamblea en el Terminus Est. Todavía estaba aquí esperando esto —dijo al mismo tiempo que golpeaba la empuñadura de la espada—. No quería abordar la nave de Typhon sin ella.
Temeter dirigió una mirada inquisidora al sirviente y sonrió ligeramente.
—Estoy de acuerdo, no es una nave a la que ir sin una cierta protección, ¿verdad? Pero entonces, ¿debo suponer que no te has enterado de las noticias?
Garro miró de reojo a su viejo amigo.
—¿Qué noticias, Ullis? Vamos, no te hagas el interesante conmigo. Habla.
Temeter bajó la voz.
—Nuestro estimado señor de la Primera Gran Compañía, el capitán Calas Typhon, ha abandonado el mando de la operación de asalto a los jorgall. Algún otro nos dirigirá.
—¿Quién? —insistió Garro—. Typhon no dejará el mando a ningún astartes. Su orgullo no se lo permitiría.
—Y no te equivocas —continuó Temeter—, no ha renunciado ante ningún astartes.
La repentina revelación de la verdad golpeó a Garro como una tormenta de hielo.
—Quieres decir que…
—Sí. El primarca está aquí, Nathaniel. Mortarion en persona ha decidido tomar parte en esta batalla. Ha adelantado la cuenta atrás.
—¿El primarca? —las palabras salieron de la boca de Kaleb en un susurro, mostrando su temor y expectación en cada sílaba.
Temeter lo miró como si se diera cuenta por primera vez de la presencia del servidor de Garro.
—De hecho, pequeño humano, mientras hablamos está caminando por los pasillos de la Resistencia.
Kaleb cayó de rodillas e hizo el signo del águila con unas manos visiblemente temblorosas.
Muy a su pesar, su amo sintió que se le secaba la garganta. Hasta las noticias de Temeter, Garro, como la mayoría de la legión, estaba convencido de que el espectral líder de la Guardia de la Muerte se encontraba en cualquier otro lugar, en alguna misión importante para el propio Señor de la Guerra. Su repentina y secreta llegada lo había dejado anonadado. Saber que Mortarion avanzaría al frente de ellos contra los jorgall le hacía sentir una mezcla de euforia e inquietud.
—¿Para cuándo se ha convocado la reunión? —preguntó sin apenas voz.
Temeter sonrió abiertamente. Estaba disfrutando con placer del instante de inquietud del habitualmente estoico Garro.
—Ahora mismo, viejo amigo. Estoy aquí para convocarte al cónclave. —Se le acercó y con voz de conspiración añadió algo más—: He de advertirte que el primarca ha traído con él una compañía muy interesante.
* * *
La sala de la asamblea no tenía nada de destacable. De hecho, no era más que un rectangular espacio vacío en la parte frontal del casco de la Resistencia, abierto a las estrellas por su extremo más alejado por medio de dos ventanales ovalados de cristal blindado para mantener la presión. Los ventanales estaban protegidos por unos postigos que dejaban pasar reflejos blanquecinos cuando la luz de una nebulosa próxima incidía de forma adecuada.
El techo formaba un arco con los extremos del costillar de hierro del armazón de la nave allí donde se unía a las ribeteadas placas de acero del blindaje. No había sillas ni asientos en los que reposar. No tenían ninguna función en aquel lugar. No era una sala en la que fueran a tener lugar largos debates o discusiones, sino el lugar en el que se impartían órdenes concisas, se comunicaban directivas y se exponían de forma directa los planes de batalla. Los únicos ornamentos eran unos pocos estandartes de batalla colgados de las vigas de metal.
La sala estaba cubierta de sombras. Los cubículos que se formaban entre las vigas de la superestructura estaban oscuros como el azabache. La iluminación creaba nuevas sombras, moldeadas por los reflejos amarillo-blanquecinos del sol del sistema. En el centro de la sala, un tanque hololítico conformaba un fantasmagórico cubo azulado flotando en el aire. Los miembros del Adeptus Mechanicus, apiñados junto al proyector en forma de disco que había bajo el cubo, se movían en órbitas unos alrededor de los otros, pero jamás a más de un palmo de distancia.
—Tal vez —murmuró Garro—, temen alejarse y entremezclarse con los guerreros que hay congregados aquí.
El capitán miró a su alrededor, fijándose en las caras de los oficiales superiores de la flota y representantes designados del resto de naves de la flotilla. La comandante de la Resistencia, una mujer enjuta con la cara muy seria, captó su mirada y lo saludó respetuosamente. Garro le devolvió el saludo y siguió con su observación.
—¿Dónde está Grulgor? —le preguntó Temeter, a su espalda, con un susurro.
—Allí, con Typhon —le respondió Garro, señalando con un gesto de la barbilla.
—Ah —dijo Temeter asintiendo—. No debería sorprenderme.
Los capitanes de la Primera y Segunda Compañías de la Guardia de la Muerte estaban hablando en voz baja. El murmullo de sus voces era tan bajo que ni siquiera los agudos sentidos de un astartes eran capaces de captar lo que decían. Garro vio que Grulgor se había dado cuenta de su llegada y, como era habitual, hacía caso omiso de su presencia, pese a la falta de protocolo que representaba no saludarlo.
—Nunca llegará a ser amigo tuyo, ¿verdad? —aventuró Temeter, que también se había dado cuenta—. Ni siquiera por un solo instante.
Garro le dedicó un apenas perceptible encogimiento de hombros.
—No es algo que me preocupe. No ascendemos de rango por lo bien que nos llevamos. Es una cruzada lo que estamos ganando, no un concurso de popularidad.
Temeter inspiró, falsamente ofendido.
—Habla por ti. Yo soy extremadamente popular.
—No dudo en absoluto que te lo creas.
Typhon y Grulgor se separaron bruscamente y se dieron la vuelta para reunirse con sus cohortes a medida que ellos se acercaban. El primer capitán de la Guardia de la Muerte, señor de la Primera Compañía y mano derecha del primarca, era una figura impresionante enfundada en su armadura de exterminador del color del hierro. Una melena de cabello oscuro le cubría los hombros y la barbuda cara del individuo quedaba enmarcada por la pesada capucha del uniforme. El casco, con un único cuerno surgiendo de la frente, lo llevaba bajo el brazo. Fueran cuales fueran las emociones que albergaba, las disimulaba muy bien, aunque no tanto como para ocultar las profundas líneas de preocupación que tenía alrededor de los ojos.
—Temeter, Garro. —Typhon les dedicó una mirada directa, calculadora; su voz era como un gruñido suave.
El despreocupado talante que había acompañado a Temeter hasta ese momento desapareció de repente, evaporado bajo la penetrante mirada del primer capitán. Garro únicamente podía aventurar la rabia que se ocultaba bajo esos oscuros ojos, que todavía se mostraban resentidos por haber sido usurpado de su derecho a dirigir el ataque contra los jorgall en la onceava hora.
—Grulgor y yo estábamos discutiendo los cambios en el plan de ataque —prosiguió Typhon.
—¿Cambios? —repitió Temeter—. No he sido informado de que…
—Estás siendo informado ahora —lo interrumpió Grulgor con una ligera sonrisa burlona.
Pese a haber nacido en un mundo en el otro extremo de la galaxia, Ignatius Grulgor tenía un aspecto físico similar a Garro, con la cabeza afeitada y parecida colección de cicatrices; pero allí donde Garro era estoico y mesurado, Grulgor se encontraba siempre al borde de la arrogancia, gruñendo en vez de hablar, prejuzgando en vez de considerar las opciones.
—La Cuarta Compañía ha sido reasignada para realizar acciones de abordaje sobre los mundos satélite —terminó de decir Grulgor.
Temeter se inclinó, ocultando la irritación que Garro estaba seguro que sentía su camarada al habérsele negado una parte de la gloria de la misión.
—Como el primarca desee. —Levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Garro—. Gracias por informarme, capitán.
—Comandante —Grulgor escupió la palabra—. Te dirigirás a mí por mi rango, capitán Temeter.
Temeter frunció el ceño.
—Disculpa, comandante, evidentemente ha sido error mío. A veces olvido las tradiciones cuando mis pensamientos están ocupados en otras cosas.
Garro vio cómo la mandíbula de Grulgor se tensaba. Como todas las legiones astartes, ellos tenían hábitos y costumbres que les eran característicos. La Guardia de la Muerte se diferenciaba de sus legiones hermanas, por ejemplo, en su estructura de mando y sus rangos. La tradición dictaba que la XIV Legión nunca estaría compuesta por más de siete grandes compañías, aunque estas divisiones estaban formadas por muchos más hombres que las cohortes de otros astartes, como los Lobos Espaciales y los Ángeles Sangrientos; y mientras que muchas legiones mantenían la tradición de otorgar el título honorífico de primer capitán al comandante de la Primera Compañía, la Guardia de la Muerte también incluía dos títulos privilegiados más, que se otorgaban a los capitanes de la Segunda y la Séptima Compañías, respectivamente. Por tanto, aunque no había ninguna superioridad jerárquica entre ellos, Grulgor podía ostentar el cargo de comandante si así lo deseaba, al igual que Garro era conocido como capitán de batalla. Según tenía entendido Garro, este rango honorífico en particular se remontaba a las Guerras de la Unificación, cuando uno de los oficiales de la XIV había sido especialmente distinguido por el Emperador en persona. Siglos después, él estaba muy orgulloso de poder ostentarlo.
—Nuestras tradiciones son las que nos hacen ser lo que somos —intervino Garro con serenidad—. Es correcto y es bueno que las mantengamos.
—Con moderación, tal vez —corrigió Typhon—. No podemos permitirnos quedar anquilosados por unas reglas del pasado que ya no es más que polvo.
—Ciertamente —añadió Grulgor.
—Ah —terció Temeter—. Así pues, Ignatius, ¿mantienes la tradición con una mano, mientras con la otra la apartas de tu camino?
—Las tradiciones son buenas y correctas siempre que sirvan a un propósito. —Grulgor lanzó una gélida mirada a Garro—. Ese sirviente mascota que conservas es una «tradición», pese a que no tiene razón de ser. Es una tradición sin valor alguno.
—He de disentir, comandante —replicó Garro—. El sirviente realiza sus funciones de forma impecable.
Grulgor gruñó.
—Hace tiempo tuve uno de ésos. Creo que lo perdí en alguna luna helada en algún lugar. Se murió de frío, esa cosa debilucha. —Miró hacia la distancia—. A mí me parece que conservarlo es algo sentimental, Garro.
—Como siempre, Grulgor, prestaré a tus comentarios toda la consideración que se merecen —le replicó Garro.
Se apartó en cuanto vio con el rabillo del ojo una figura dorada que se movía a través de la columna de luz.
Temeter miró en la misma dirección que Garro y dio un par de golpecitos en la hombrera de su armadura.
—Te dije que Mortarion se había traído compañía.
* * *
Kaleb se mantuvo ocupado con el paño de la espada, plegando el terciopelo verde en un cuadrado perfecto. En la sala de armas, el equipo de combate del capitán Garro estaba perfectamente alineado a su alrededor, colocado en sus colgantes y estantes. En uno de los muros, apoyado en delgados soportes de acero, se encontraba el pesado bólter de su amo. Había sido pulido hasta alcanzar un brillo mate; los detalles de latón relucían bajo la tenue luz biolumínica de los globos de brillo.
El sirviente volvió a colocar el paño en su lugar y se retorció las manos sumido en sus pensamientos. Le era difícil mantener la concentración con la idea de que el primarca estaba tan sólo unos niveles por encima de él dándole vueltas en la cabeza sin cesar. Kaleb contempló el techo de acero y se imaginó lo que vería si la Resistencia tuviera un techo de cristal. ¿Irradiaría Mortarion frío y oscuridad, como algunos afirmaban? ¿Sería posible que un hombre normal como él pudiera llegar a mirar al Señor de la Muerte a los ojos sin que su corazón dejara de latir? El sirviente respiró profundamente para tranquilizarse. Tenía muchas cosas que hacer, y la distracción le dificultaba realizar sus tareas habituales. Mortarion era hijo del propio Emperador, y el Emperador… el Emperador era…
—Kaleb.
Se dio la vuelta y vio a Hakur. El veterano sargento era uno de los pocos astartes que llamaban al sirviente por su nombre.
—¿Si, mi señor?
—Ocúpate de tu trabajo. —Señaló hacía el techo, al lugar que Kaleb había estado mirando—. Ver a través del acero es un privilegio reservado al primarca.
El siervo logró esbozar una débil sonrisa y se inclinó, recogiendo la gamuza de pulir y un poco de cera. Bajo la neutral mirada de Hakur se dirigió al centro de la alcoba y se puso a trabajar en la pesada coraza de ceramita y latón que había allí. Era la pieza ornamental que Garro llevaba únicamente en combate o en ocasiones formales. En conjunción con su rango honorífico de capitán de batalla, la coraza decorativa mostraba un águila con las alas desplegadas y el pico entreabierto, esculpida en bronce como si estuviera a punto de levantar el vuelo. En la parte posterior había una segunda águila que protegía la cabeza cuando se llevaba por encima del generador dorsal de la servoarmadura astartes.
Lo que hacía única a esa pieza era que las águilas diferían del águila del Emperador. Mientras que el símbolo del Imperio de la Humanidad tenía dos cabezas, una ciega para poder ver el pasado, y otra para ver el futuro, las águilas del capitán de batalla eran singulares. Kaleb pensaba que eso significaba que únicamente veían lo que estaba a punto de ocurrir, que tal vez eran algún tipo de amuleto que permitía saber si un disparo o un ataque iba a ser letal antes de que se produjera. Una vez había expresado en voz alta esta idea, sólo recibió el escarnio y la mofa de los guerreros de Garro. Estos pensamientos, le había dicho más tarde el sargento Hakur, eran supersticiones que no tenían cabida en el interior de una nave de la cruzada del Emperador. «La nuestra es una guerra para acabar con las fábulas y la falsedad bajo la fría luz de la verdad, no para propagar los mitos. —El veterano había tocado las águilas con un dedo—. No son más que figuras inanimadas de bronce, al igual que nosotros no somos más que hueso y carne».
Aun así, Kaleb no podía evitar llevar colgada del cuello una cadena con un símbolo de bronce, oculto entre los pliegues de su túnica, donde nadie pudiera verla.
* * *
La figura era básicamente femenina, esbelta y ágil, vestida con un brillante mono parecido a una piel de serpiente, hecho a base de una densa cota de malla y una placa de armadura dorada similar a un corpiño. Una media máscara le colgaba abierta del cuello, lo que dejaba al descubierto un rostro de porte elegante. A Garro muchas veces le resultaba difícil estimar la edad de alguien que no fuera un astartes, pero calculó que esa mujer no podía tener más de treinta años solares. El cabello, de un color negro purpúreo, lo llevaba recogido en una cola que sobresalía de la afeitada cabeza adornada con el tatuaje de un águila roja. Era muy bella, pero lo que le llamó la atención fue la forma en que se movía sin hacer ruido por el suelo de hierro de la sala. Si no la hubiera visto emerger de entre las sombras, el astartes habría pensado que la mujer era un holofantasma, una imagen muy bien detallada y creada por un proyector.
—Amendera Kendel —aclaró Typhon, con un deje de desprecio—. Una detectora de brujas.
Temeter hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—De la unidad Tormenta de Dagas. Está aquí comisionada por la Hermandad Silenciosa, aparentemente siguiendo órdenes directas del propio Sigilita.
Grulgor torció la boca en un gesto de desagrado.
—Aquí no hay psíquicos. ¿Qué utilidad puede tener esta mujer en la batalla que se avecina?
—El regente de Terra debe de tener sus razones —sugirió Typhon, aunque su tono demostraba claramente lo que pensaba de ello.
Garro observó a la detectora de brujas deambulando por la estancia. Sus habilidades eran encomiables. Se movía de forma extremadamente sigilosa, incluso siendo su presencia obvia a la vista, pasando entre los oficiales de la flota de una forma aparentemente aleatoria, aunque los entrenados sentidos de Garro le permitieron comprobar lo contrario.
Kendel estaba observando. Estaba estudiando las reacciones de la gente reunida en la sala de la asamblea, catalogándolos para una revisión posterior. Al astartes le hizo pensar en un explorador examinando el terreno antes de la batalla, observando los puntos débiles y los objetivos. Anteriormente jamás se había encontrado con una hermana del silencio, únicamente había oído hablar de sus éxitos al servicio del Imperio.
Su nombre, pensó, lo tenían bien merecido. Kendel era silenciosa, como el viento al cruzar por un cementerio, y al pasar al lado de los presentes en la sala, notó que algunos de ellos no podían evitar sentir un inconsciente escalofrío. Era como si la buscadora proyectara a su alrededor un aura invisible que obligara a los mortales a detenerse por un instante.
Garro la observó atravesar la entrada de la sala y su mirada se fijó en el brillante bronce y acero de dos figuras gigantescas que permanecían en pie a cada lado de la escotilla. Con una voluminosa placa de armadura corporal considerablemente decorada y más altos que Typhon, los dos gigantescos centinelas bloqueaban las puertas de acero con sus guadañas de combate entrecruzadas, el arma característica de los guerreros de élite de la Guardia de la Muerte. Únicamente los pocos que eran favorecidos por el propio primarca podían portar esos artefactos. Se las conocía como «segadoras de hombres», y habían sido forjadas con cierta similitud a la guadaña de siega común con la que se decía que Mortarion había luchado en su juventud. El primer capitán llevaba una, pero Garro reconoció aquellas dos armas de forma inmediata.
—Guardias del Sudario —susurró.
Aquellos dos astartes formaban la guardia de honor personal del primarca, condenados a no mostrar jamás su rostro a nadie que no fuera el propio Mortarion, incluso después de su muerte. Se decía que los guerreros denominados Guardias del Sudario eran elegidos en secreto por Mortarion entre los guerreros de la legión y se les hacía pasar por muertos en combate. Eran sus guardianes sin nombre, a los que jamás se les permitía aventurarse a más de cuarenta y nueve pasos de su señor. Garro sintió un escalofrío al darse cuenta de que no había sido consciente de la entrada en la sala de los Guardias del Sudario.
—Si ellos están aquí, ¿dónde está nuestro señor? —se preguntó Grulgor.
Una fría sonrisa de comprensión apareció en los labios de Typhon.
—Siempre ha estado aquí.
Al otro extremo de la sala, una sombra gigantesca se separó de la penumbra que había junto a una de las ventanas ovales. Sus fuertes pisadas hicieron enmudecer la sala mientras avanzaba. Con una de cada dos pisadas llegaba también el pesado sonido metálico de la base de un bastón de hierro golpeando en la distancia. Los músculos de Garro se tensaron cuando el sonido hizo que varios de los oficiales de la flota se apartaran del holoproyector.
En antiguas leyendas terráqueas que habían sobrevivido de entre las historias de naciones-estado como Mérica, la Vieja Rus y Oseania, existía la leyenda de una criatura que andaba en la oscuridad para reclamar los muertos recientes, un individuo esquelético, una encarnación que cosechaba las almas de sus cuerpos como el campesino cosecha el trigo durante la siega. No eran más que mitos, meras especulaciones de los supersticiosos y los temerosos, y pese a ello, en ese lugar y momento, a billones de años luz del origen de esas leyendas, el reflejo de esa criatura se mostró en el claroscuro de la Resistencia, alto y cadavérico bajo una capa tan gris como el hielo marino.
Mortarion se detuvo y tocó las placas del suelo con la empuñadura de su guadaña de combate, una cabeza más alta que el propio primarca. Únicamente los Guardias del Sudario permanecieron en pie; el resto de asistentes, humanos o astartes, se arrodillaron. La capa de Mortarion se abrió al alzar su mano libre con la palma hacia arriba.
—Levantaos —les dijo.
La voz del primarca era baja y firme, en consonancia con la pálida y afeitada cabeza que sobresalía del pesado collar que llevaba al cuello. Hilos de gas blanco se arremolinaban alrededor del collar, emisiones de los gases que podían hallarse en la atmósfera de Barbarus. Garro captó su olor y, por un instante, su memoria sensorial lo condujo de regreso a aquel planeta torvo, con sus letales cielos siempre cubiertos de nubes.
Los asistentes a la asamblea se volvieron a poner de pie, pero aun así, el primarca siguió dominando la habitación. Bajo su capa gris había un guerrero enfundado en brillante bronce y desnudo acero. El cráneo y la estrella ornamentales de la Guardia de la Muerte destacaban en su placa pectoral, y en su cintura, al nivel del pecho de un astartes, Garro vio la funda en forma de tambor en que portaba la Linterna, una pistola de energía de extraordinaria manufactura artesanal shenlongui.
El otro único ornamento de Mortarion era una cadena de incensarios globulares de latón. Éstos también contenían muestras de la venenosa atmósfera superior del mundo adoptivo del primarca. Garro había oído que Mortarion a veces los cataba, como un experto cata un vino, y que en ocasiones los lanzaba en combate como si fueran granadas para que el enemigo se asfixiara y muriera.
El capitán de batalla se dio cuenta que había estado conteniendo la respiración, e inspiró cuando Mortarion dirigió su mirada a la concurrencia. El silencio fue total cuando su señor comandante empezó a hablar.
* * *
—Alienígenas —Pyr Rahl convirtió sin esfuerzo la palabra en una maldición, tamborileando con sus dedos sobre el cañón del bólter—. Me pregunto de qué color será la sangre que derramemos. ¿Blanca? ¿Púrpura? ¿Verde? —Miró a su alrededor y se pasó la mano por el corto cabello—. Vamos, ¿quién quiere hacer una apuesta conmigo?
—Nadie quiere, Pyr —respondió Hakur, haciendo un gesto negativo con la cabeza—. Estamos hartos de tus apuestas triviales. —Echó un vistazo a la coraza en el que el sirviente de Garro estaba trabajando.
—De todas formas, ¿con qué podríamos apostar? —añadió Voyen, uniéndose a Hakur en el armario de las espadas.
Los dos veteranos eran muy diferentes en su aspecto físico. Voyen era ancho de hombros mientras que Hakur era enjuto, y aun así se mostraban de acuerdo en la mayoría de cosas que afectaban a la escuadra.
—¡No somos trabajadores ni soldados avariciosos por obtener ganancias!
Rahl frunció el entrecejo.
—No es una apuesta por dinero, apotecario, nada tan vulgar como eso. Estas cosas sirven únicamente para llevar una cuenta. Jugamos por el derecho a tener razón.
Solun Decius, el miembro más joven de la escuadra de mando, se acercó secándose con una toalla el sudor que le habían provocado sus ejercicios. Tenía una mirada dura que parecía fuera de lugar en una persona de su edad. Sus ojos estaban iluminados por una energía apenas contenida, entusiasmado ante las posibilidades de gloria que la llegada del primarca había creado.
—Yo aceptaré tu apuesta si con eso te callas. —Decius miró a Hakur y a Voyen, pero sus superiores no le apoyaron—. Yo digo que roja, como los orkos.
Rahl soltó un bufido.
—Blanca como la leche, como los megarácnidos.
—Ambos estáis equivocados —repuso Tollen Sendek con su habitual tono de voz monótono. Estaba detrás de Rahl, con la cara enterrada en una placa de datos llena de mapas tácticos—. La sangre de los jorgall es de color carmesí oscuro. —El guerrero tenía unas cejas muy pobladas y unas bolsas bajo los ojos que le proporcionaban una eterna expresión somnolienta.
—¿Y cómo has llegado a esa conclusión? —le preguntó Decius.
Sendek alzó la placa de datos.
—Leo mucho, Solun. Mientras tú maltratas los dientes de tu espada sierra hasta dejarlos romos, yo estudio al enemigo. Estos textos sobre disecciones del Magos Biologis son fascinantes.
Decius gruñó.
—Todo lo que yo necesito saber es cómo matarlos. ¿Esos textos tuyos dicen algo acerca de eso, Tollen?
Sendek asintió categóricamente con la cabeza.
—Sí que lo dicen.
—Venga, cuéntanos. —Voyen indicó al severo astartes que se levantara—. No guardes esa información para ti solo.
Sendek suspiró y se puso en pie; su perpetuamente malhumorada expresión quedó iluminada por el brillo de la pantalla de la placa de datos. Se dio unos golpecitos en el pecho.
—Los jorgall prefieren utilizar implantes mecánicos para mejorar su forma física. Tienen algunos rasgos humanoides: cabeza, cuello, ojos y boca, pero al parecer, su cerebro y el sistema nervioso central no están situados aquí —dijo tocándose la frente—, sino aquí. —La mano de Tollen se situó, abierta, sobre el pecho.
—Entonces, ¿para matarlos es necesario un tiro al corazón? —preguntó Rahl, que recibió un asentimiento de Tallen como respuesta.
—Ah —exclamó Decius—, ¿como éste? —En un latido, el astartes había girado sobre sí mismo y había desenfundado su bólter. El arma vomitó un único proyectil que destrozó el torso de un maniquí de prácticas a pocos metros de la placa pectoral de Garro. El sirviente del capitán se estremeció al oír el estallido del disparo, provocando que Hakur soltara un chasquido con la lengua.
Decius se dio la vuelta, satisfecho de sí mismo. Meric y Voyen miraron de soslayo a Hakur.
—Cachorro arrogante. No entiendo lo que el capitán vio en él.
—Una vez dije lo mismo de ti, Meric.
—Velocidad y habilidad no tienen nada que ver con el autocontrol —replicó el apotecario con voz tensa—. Exhibiciones como ésta son más propias de petimetres como los Hijos del Emperador.
Estas palabras arrancaron una débil sonrisa a Hakur.
—Bajo la piel todos somos astartes, todos somos hermanos e iguales.
El humor de Voyen se esfumó rápidamente.
—Esto, hermano, es tan cierto como falso.
* * *
En el cubo hololítico se hizo visible la forma de la construcción jorgall. Era un cilindro grueso de varios kilómetros de longitud, con un extremo bulboso donde se alojaban los tubos propulsores, afilándose en el otro extremo hasta formar una proa cónica. Gigantescas velas en forma de pétalo cubiertas de paneles brillantes surgían de la popa del objeto, capturando la energía solar y reconduciéndola a través de gigantescas ventanas del tamaño de mares interiores.
Mortarion resiguió su forma con el dedo.
—Un mundo cilíndrico. Éste tiene el doble de masa que las construcciones similares encontradas y eliminadas en las órbitas de Tasak Beta y Fallaon, pero, al contrario que en esa ocasión, nuestro objetivo es la primera nave jorgall encontrada moviéndose por sí misma en el espacio profundo.
Uno de los tecnoadeptos presionó algunos conmutadores con sus mecadendritas y la imagen retrocedió, revelando un halo de naves con forma de lágrima en formación cerrada alrededor de la nave cilíndrica.
—Una fuerza considerable de naves de escolta viaja por delante de nuestro objetivo. El capitán Temeter dirigirá el ataque para incapacitar esas naves e interrumpir sus líneas de comunicaciones. —El primarca devolvió el saludo de Temeter—. Elementos de la Primera, Segunda y Séptima Grandes Compañías vendrán conmigo como punta de lanza contra el objetivo principal. Este tipo de campo de batalla es especialmente adecuado para nuestras habilidades. Los jorgall respiran una mezcla de oxígeno y nitrógeno con grandes concentraciones de cloruros, un veneno muy débil que nuestros pulmones pueden soportar sin ningún esfuerzo. —Como si quisiera remarcar este punto, Mortarion aspiró una bocanada de aire de su máscara—. El primer capitán Typhon apoyará mi ataque. El comandante Grulgor penetrará en el complejo propulsor y tomará el control de los sistemas de propulsión del cilindro. El capitán de batalla Garro neutralizará los criaderos.
Garro saludó con un movimiento firme, imitando el gesto de Typhon y de Grulgor. Se guardó para sí la desilusión por el objetivo asignado, muy lejos de la posición de ataque del primarca, y empezó a considerar los primeros elementos de su plan de batalla.
Mortarion dudó un instante, y Garro estuvo casi seguro de que notó el atisbo de una sonrisa en la voz del primarca.
—Como algunos de vosotros ya habréis deducido, esta batalla no la librará exclusivamente la Guardia de la Muerte. A petición de Malcador el Sigilita, tenemos con nosotros un grupo de investigadores de la División Astra Telepática, al mando de la Hermana Dama del Olvido Amendera. —El primarca inclinó la cabeza y Garro vio a la hermana del silencio inclinándose levemente en respuesta. Ella habló con el lenguaje de los signos, unos pequeños movimientos de dedos y muñeca.
—Estas honorables hermanas se nos unirán para seguir el rastro psíquico que nos ha traído hasta este mundo cilíndrico.
Garro se puso tenso. ¿Psíquicos? Ésta era la primera noticia que tenía al respecto sobre la nave jorgall, y se dio cuenta de que tan sólo Typhon parecía no sorprenderse por la noticia.
—Estoy convencido de que la gran importancia de esta misión está bien presente en todos vosotros —prosiguió el Señor de la Muerte con su profunda voz resonante—. Los jorgall penetran constantemente en nuestro espacio con sus naves generacionales, intentando colonizar mundos que pertenecen al Emperador. No podemos permitir que consigan establecerse en ninguno de ellos. —Giró la cabeza, que desapareció bajo la capucha—. A su debido tiempo, los astartes borrarán de los cielos de la humanidad a estas criaturas, y hoy vamos a dar un firme paso en esta dirección.
Garro y sus hermanos de batalla saludaron una vez más cuando Mortarion dio media vuelta y se alejó hacia las sombras. No vociferaron ningún grito de batalla ni rompieron el silencio con juramentos de ningún tipo. El primarca había hablado, y su voz era más que suficiente.