—¿Qué iba a hacer? ¿Pasar unos minutos con la mirada gacha junto al horno municipal donde queman a los animales atropellados? Otra persona habría actuado de manera diferente, probablemente mejor, demostrando un corazón más grande, una sensibilidad mayor. Yo me volví a casa.
Devolví la furgoneta, recogí el coche y volví a mi apartamento. Estaba extrañamente vacío, como un grado más vacío.
En una esquina de la mesa había un teléfono que me conectaba con un mundo lleno de vida y actividad; pero ¿a quién iba a llamar?
Curiosamente, se me ocurrió una persona, busqué su número y lo marqué. Tres tonos después, contestó una voz suave pero firme.
—Residencia de la señora Sokolow.
—¿Es el señor Partridge?
—Sí, el mismo.
—Soy el chico que le hizo una visita hace un par de semanas, intentando localizar a Raquel Sokolow.
Partridge esperó. Le comuniqué:
—Ismael ha muerto.
Una pausa.
—Lamento oír esa noticia.
—Podríamos haberlo salvado.
Partridge hizo otra pausa, pensando en la respuesta.
—¿Está seguro de que nos habría dejado?
No lo estaba, y se lo dije.