Me llamaron el lunes a las nueve de la mañana para decirme lo que tenía el coche. El ventilador se había estropeado porque se había forzado demasiado; y se había forzado demasiado porque el dichoso circuito de refrigeración se había estropeado. La reparación necesitaba mucho trabajo, a unos seiscientos dólares la hora. Refunfuñé y les dije que… adelante. Me contestaron que probablemente estaría listo por la tarde, y que ya me llamarían. Yo les dije que no me llamaran, que iría personalmente a recogerlo en cuanto pudiera. En realidad, yo lo había dado por perdido: no podía pagar la reparación, y lo más probable es que ya no pudiera transportar a Ismael.
Alquilé una furgoneta.
Se preguntarán ustedes cómo diablos no se me había ocurrido antes aquella idea. La respuesta es: sencillamente, porque no se me había ocurrido. Yo soy un poco lento de reflejos, ¿vale? Estoy acostumbrado a hacer las cosas de una manera determinada, y entre ellas no figura el alquiler de furgonetas.
Dos horas después, mientras entraba en el recinto de la feria, exclamé:
—¡Mierda!
La feria se había ido a otra parte.
Algo, tal vez una premonición, me hizo salir a echar un vistazo. El solar parecía demasiado pequeño para haber contenido diecinueve atracciones, veinticuatro casetas y una carpa. Me pregunté si lograría encontrar el emplazamiento de la jaula de Ismael sin ayuda. Mis pies me llevaron solos cerca de allí, y mis ojos hicieron el resto, pues había un rastro inconfundible: las mantas que le había llevado formaban un montón desordenado junto con otras cosas, que también reconocí: algunos libros suyos, un bloc donde aún se veían los mapas y diagramas que había hecho para ilustrar los relatos de Caín y Abel, de los Dejadores y los Tomadores, y el póster de su despacho, ahora enrollado y sujeto con una goma.
Mientras revolvía azoradamente cuanto me encontraba, apareció el viejo al que había sobornado varias veces. Esbozó una sonrisa de conejo y sostuvo en el aire una bolsa de plástico negro para mostrarme lo que estaba haciendo: recoger parte de los cientos de kilos de basura que había dejado la feria a su paso. Luego, al ver el montoncito que había a mis pies, levantó los ojos y dijo:
—Ha sido la neumonía.
—¿Qué?
—Ha sido la neumonía lo que se lo ha llevado, a su amigo el mono, me refiero.
Me quedé paralizado, parpadeando incontinentemente, incapaz de comprender qué querría decir con aquello.
—El veterinario llegó el sábado por la noche y le puso una inyección así de grande, pero ya era demasiado tarde. Ha pasado a mejor vida esta mañana, hacia las siete o las ocho. Creo.
—¿Me está intentando decir que… ha muerto?
—Eso mismo, mi querido colega: muerto.
Y yo, egoísta como siempre, sólo había reparado en que parecía un poquito desmejorado…
Miré alrededor del vasto solar, donde, aquí y allí, el viento levantaba montones de papel y se los llevaba dando tumbos. Yo me sentí igual: un terreno baldío, vacío, inútil, cubierto de polvo.
Mi anciano compinche esperó, manifiestamente interesado en lo que iba a hacer este curioso amigo de los monos.
—¿Qué han hecho con él? —pregunté.
—¿Eh?
—¿Qué han hecho con el cuerpo?
—Ah. Pues llamar al Ayuntamiento, supongo. Lo han llevado a donde queman a los animales atropellados. Ya sabe.
—Ya. Gracias.
—De nada, hombre.
—No le importa que me lleve estas cosas, ¿verdad?
Por la mirada que me echó, colegí que nunca había visto a un tipo tan chalado como yo. Pero se limitó a decirme:
—Claro, ¿cómo no? De todos modos, todo va a ir a la basura.
Dejé las mantas, naturalmente, pero el resto me lo llevé bajo el brazo.