Aquella noche, antes de caer dormido en mi cama del motel, perfilé mi plan. Era un plan malo, yo lo sabía, pero no se me ocurría otro mejor. Le gustara o no a Ismael (yo sabía que no), tenía que rescatarlo de aquella feria de mala muerte.
Mi plan era malo en cuanto que dependía enteramente de mí y de mis escasos recursos. No me quedaba más que una carta, y, si la enseñaba, me daba la espina de que iba a ser una carta birriosa.
A las nueve de la mañana del día siguiente, mientras entraba en una pequeña población situada a mitad de camino con la esperanza de encontrar algún lugar donde desayunar, vi encenderse en el salpicadero el piloto de la temperatura, lo que me obligó a parar el coche. Abrí el capó y comprobé el aceite: normal. Comprobé el depósito del agua: seco. Bueno, no importaba demasiado: como conductor prevenido que soy, llevo siempre un bidón lleno de agua en el maletero. Llené el depósito, arranqué y, dos minutos después, volvió a encenderse la luz roja. Me dirigí a una estación de servicio que tenía un taller al lado, pero no había nadie en aquel momento. No obstante, el de la gasolinera, que sabía de coches treinta veces más que yo, aceptó echarle un vistazo.
—No funciona el ventilador del radiador —me comunicó unos quince segundos después. Me lo enseñó y me explicó que eso suele ocurrir cuando se circula mucho por ciudad.
—¿No podría ser un fusible fundido?
—Podría —asintió, pero descartó esta posibilidad al poner uno nuevo y ver que todo seguía igual—. Voy a ver una cosa —me dijo mientras empuñaba un detector en forma de bolígrafo para comprobar la clavija que conectaba el ventilador al sistema eléctrico—. Le llega corriente al ventilador —me dijo—, así que debe ser el mismo ventilador lo que se ha estropeado.
—¿Dónde puedo conseguir uno nuevo?
—No en este pueblo. Es sábado, ya sabe.
Le pregunté si podía seguir hasta mi casa tal y como estaba el coche.
—Creo que sí —contestó—, si no tiene que atravesar mucha ciudad hasta llegar a su casa. Ah, y pare el coche para que se enfríe el motor cada vez que se encienda el piloto.
Volví a casa hacia las doce del mediodía y dejé el coche en un taller de guardia, pese a que me aseguraron que no lo mirarían antes del lunes por la mañana. Sólo tenía un recado que hacer, que no era otro que acudir a un pequeño y bonito cajero automático para sacar todo el dinero de que disponía: cuenta corriente, ahorros, tarjetas de crédito. Volví a mi apartamento con dos mil doscientos dólares, pero, al margen de esa cantidad, estaba completamente pelado.
No quería pensar en los problemas subsiguientes, que eran de por sí bastante gordos. ¿Cómo sacar a un gorila que pesa media tonelada de una jaula que él no quiere abandonar? ¿Cómo meter a un gorila que pesa media tonelada en el asiento trasero de un coche que se para cada dos por tres? Pero, sobre todo ¿puede moverse un coche con un gorila que pesa media tonelada en el asiento trasero?
Como se puede ver, yo soy de los que afrontan los problemas según llegan. Un improvisador. Primero haría lo que fuera para acomodar a Ismael en el asiento trasero de mi coche y luego ya se me ocurriría algo. Y, si conseguía llevarlo hasta mi apartamento, ya vería lo que hacía después. Mi experiencia me dice que nunca conoces realmente el alcance de un problema hasta que no lo tienes delante.