—Tengo otra pregunta —agregué.
—Adelante.
—Tu anuncio decía: «Ha de tener verdadero deseo de salvar el mundo».
—¿Y bien?
—¿Qué hace uno con verdadero deseo de salvar el mundo?
Ismael me miró durante un buen rato a través de los barrotes con el ceño fruncido.
—¿Quieres un programa?
—Por supuesto que quiero un programa.
—Pues aquí tienes un programa: Hay que invertir el relato del Génesis. En primer lugar, Caín debe dejar de asesinar a Abel. Eso es esencial si queréis sobrevivir. Los Dejadores son la especie en peligro de extinción más importante, y no porque sean humanos sino porque sólo ellos pueden enseñar a los destructores del mundo que no hay una manera única de vivir. Y en segundo lugar, por supuesto, debéis escupir el fruto de ese árbol prohibido. Debéis abandonar para siempre la idea de que podéis decidir quién debe vivir y quién morir en este planeta.
—Sí, esto lo veo claramente, pero es un programa para la humanidad en su conjunto, no un programa para mí. ¿Qué es lo que tengo que hacer yo?
—Lo que tienes que hacer es enseñar a cien personas lo que yo te he enseñado, y animar a cada una de ellas a que enseñen lo mismo a otras cien. Así se ha hecho siempre.
—Sí, pero… ¿bastará con eso?
Ismael frunció el ceño.
—Por supuesto que no. Pero, si empiezas de otra manera, no habrá ninguna esperanza. Los de tu cultura pueden decir: «Vamos a cambiar la manera de portarnos con el mundo, pero no vamos a cambiar la manera de ver el mundo, ni la manera de interpretar las intenciones divinas para con el mundo, ni la manera de concebir el destino del hombre». Mientras los de tu cultura estén convencidos de que el mundo les pertenece y que el destino del mundo es, por designio divino, ser conquistado y gobernado por ellos, seguirán actuando como han venido actuando durante los últimos diez mil años. Seguirán tratando el mundo como si fuera propiedad de los humanos y seguirán conquistándolo como si fuera un adversario más. No se pueden cambiar estas cosas con leyes. Hay que cambiar la mentalidad de la gente. Ni se puede erradicar un conjunto de ideas nefastas y dejar simplemente un vacío en su lugar. Hay que ofrecer a la gente algo que tenga mayor importancia que lo que pierde, algo que tenga más sentido que el viejo y espantoso Hombre Supremo, que borra del planeta lo que no sirve directa o indirectamente a sus necesidades.
Sacudí la cabeza.
—Lo que tú dices es que tiene que surgir alguien que sea para el mundo de hoy lo que fue san Pablo para el imperio romano, ¿no?
—Sí, básicamente. ¿Es eso tan intimidante?
Estas palabras me hicieron reír.
—Intimidante no es una palabra suficientemente fuerte. Llamarlo intimidante es como llamar charco al océano Atlántico.
—¿Es realmente tan imposible en una época en la que un cómico de televisión llega a más gente en diez minutos que Pablo en toda su vida?
—Yo no soy un cómico.
—Pero eres escritor, ¿no?
—No de ese tipo.
Ismael se encogió de hombros.
—Entonces eres un hombre con suerte: estás eximido de toda obligación. Auto-eximido.
—Yo no he dicho eso.
—¿Qué esperabas aprender de mí? ¿Un encantamiento? ¿Una palabra mágica que acabara de un plumazo con toda la asquerosidad reinante?
—No.
—Al final, se diría que no eres diferente de los que dices despreciar: tú quieres algo para ti solo. Algo que te haga sentirte mejor cuando notes que se acerca el fin.
—No, no es eso. Tú no me conoces muy bien. Yo siempre actúo así. Primero, digo: «No, no, eso es imposible; ni hablar; se acabó», pero luego sigo haciendo lo mismo.
Ismael me miró de arriba abajo, poco convencido.
—Una cosa que sé que me va a decir la gente es: «No estarás sugiriendo que volvamos a ser cazadores-recolectores».
—Por supuesto que eso sería una sandez —glosó Ismael—. El estilo de vida de los Dejadores no tiene nada que ver con cazar y recolectar, sino con dejar vivir en paz al resto de la comunidad, y todo el mundo sabe que los agricultores pueden hacer lo mismo. —Hizo una pausa y sacudió la cabeza—. Yo me he esforzado al máximo para darte un nuevo paradigma de la historia humana. La vida de los Dejadores no es una cosa anticuada que esté «allá», no se sabe dónde. Vuestro cometido no consiste en volver al pasado, sino en seguir adelante.
—Pero ¿hacia dónde? No podemos apartarnos de nuestra civilización como hicieron, por ejemplo, los hohokam.
—Cierto, cierto. Los hohokam tenían esperándoles otro modo de vida, pero vosotros tenéis que ser inventivos por la cuenta que os trae, si es que os importa sobrevivir. —Me dirigió una mirada apagada—. Vosotros sois un pueblo inventivo, ¿no? Al menos os vanagloriáis de serlo, ¿no?
—Sí.
—Pues inventad.