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Como era viernes por la noche, los jaraneros no empezaron a marcharse hasta pasadas las once, así que mi provecto sobornado no se presentó para coger sus veinte dólares hasta las doce. Ismael estaba dormido sentado, envuelto en sus mantas, pero no tuve ningún reparo en despertarlo. Tenía que apreciar las ventajas de una vida independiente.

Bostezó, estornudó dos veces, carraspeó para quitarse una masa de flemas y me miró con ojos legañosos y malévolos.

—Vuelve mañana —me conminó con el equivalente a un gruñido mental.

—Mañana es sábado. Imposible hacer nada.

Le fastidiaba, pero sabía que yo llevaba razón. Demoró un poco la entrevista inevitable componiendo la postura y ordenando la jaula y las mantas. Se sentó y me lanzó una mirada de odio.

—¿Dónde lo dejamos?

—Lo dejamos con un nuevo par de definiciones para los Tomadores y los Dejadores; a saber, aquéllos que conocen el bien y el mal, y aquéllos cuyas vidas están en las manos de los dioses.

Ismael gruñó.