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Hacia las tres de la tarde, la lluvia cesó, y la feria bostezó, se desperezó y volvió a animarse y a rascarles el bolsillo a los lugareños. Sin saber qué hacer una vez más, me di una vuelta sin rumbo, desprendiéndome de algunos dólares. Finalmente, tuve la idea de buscar la pista del propietario de Ismael. Resultó ser un hombre negro, de mirada penetrante, llamado Art Owens. Medía aproximadamente uno sesenta y pasaba, a ojos vista, más tiempo levantando pesas que yo sentado ante el teclado. Le hice saber que estaba interesado en comprarle el gorila.

—¿Realmente? —preguntó sin parecer interesado pero tampoco desdeñoso.

Le dije que sí y le pregunté por cuánto me saldría.

—Le saldría por unos tres mil.

—No me interesa entonces.

—¿Hasta cuánto daría? —Preguntó por simple curiosidad, no por verdadero interés.

—Bueno, más de mil.

Esbozó una risita de conejo, pero tratando de no ser descortés. Por alguna razón, me caía bien aquel tipo. Era de los que tienen una licenciatura en Derecho por Harvard escondida en un cajón de la casa porque nunca han encontrado algo interesante que hacer con ella. Volví a la carga:

—Es un animal muy, pero que muy viejo, como todo el mundo puede ver. Lleva por aquí desde los años treinta.

Aquello llamó su atención. Me preguntó cómo lo sabía.

—Conozco a ese animal —repliqué lacónicamente, como si conociera a otros mil más como él.

—Podría bajar hasta dos mil quinientos —dijo.

—El problema es que no tengo dos mil quinientos.

—Mire, hace poco que he encargado un cartel a un pintor de Nuevo México —me hizo saber—. Le he adelantado doscientos.

—Mmmm. Tal vez podría subir hasta mil quinientos.

—No creo que pueda aceptar menos de dos mil doscientos, en serio.

En serio, si hubiera tenido dos mil en mano allí mismo, seguro que los habría aceptado encantado. Y tal vez incluso mil ochocientos. Le dije que lo pensaría.