Al mencionar lo de «sobrevivir», Ismael empezó a tiritar y se tapó con las mantas exhalando una mezcla de suspiro y gemido. Durante un minuto, pareció hechizado por el incesante tamborileo de la lluvia contra la lona de la carpa; luego, carraspeó y prosiguió:
—Planteémoslo así. ¿Para qué fue necesaria la revolución?
—Fue necesaria para que el hombre consiguiera algo.
—Quieres decir para que el hombre tuviera calefacción central, universidad, teatros de ópera y naves espaciales, ¿no?
—Sí.
Ismael asintió.
—Esta respuesta la habría aceptado cuando empezamos nuestro trabajo, pero ahora quiero que ahondes un poco más en el tema.
—De acuerdo. Pero no sé qué quieres decir con «ahondar un poco más».
—Sabes de sobra que, para cientos de millones de vosotros, ciertas cosas, como la calefacción central, la universidad, el teatro de ópera o la carrera espacial pertenecen a un mundo remoto e inalcanzable. Cientos de millones de humanos viven en unas condiciones que la mayoría de los estadounidenses difícilmente podrían imaginar. Incluso en este país, hay millones de personas que carecen de hogar o viven en condiciones miserables y desesperadas en chabolas, cárceles o centros públicos que apenas son mejores que cárceles. Para estas personas, el comodín de la revolución agrícola carecería completamente de sentido.
—Cierto.
—Pero aunque estas personas no disfrutasen de las ventajas de vuestra revolución, ¿le volverían la espalda? ¿Cambiarían su miseria y desesperación por el tipo de vida que se llevaba en los tiempos prerrevolucionarios?
—Pues otra vez tengo que decir que no.
—Ésa es también mi impresión. Los Tomadores creen en su revolución aunque no disfruten de sus beneficios. No hay rezongadores, disidentes, contrarrevolucionarios. Todos creen en lo más profundo de su ser que, por mal que les vayan las cosas, esta vida es infinitamente preferible a la que había antes.
—Sí, yo diría lo mismo.
—Pues bien, hoy quiero que vayas hasta la raíz de esta creencia tan extraordinaria. Y, una vez que la hayas encontrado, tendrás una visión completamente distinta de vuestra revolución así como de la vida de los Dejadores.
—Muy bien. Pero ¿cómo puedo hacerlo?
—Oyendo lo que dice la Madre Cultura. Ésta lleva hablándote al oído desde el principio de tu más tierna infancia, y lo que has oído no se diferencia de lo que oyeron tus padres y abuelos, ni de lo que oye la gente todos los días en todo el mundo. En otras palabras, que lo que estamos buscando se halla enterrado en tu mente, en todas vuestras mentes. Hoy quiero que lo desentierres. La Madre Cultura os ha enseñado a aborrecer la vida que dejasteis atrás con vuestra revolución, y yo quiero que busques las raíces de dicho aborrecimiento.
—De acuerdo —convine—. Es cierto que sentimos cierto aborrecimiento hacia esa vida, pero el problema es que ese aborrecimiento no tiene para mí nada de reprochable.
—¿Ah, no? ¿Por qué no?
—No lo sé. Pero…, es una vida que, en mi opinión, no lleva a ninguna parte.
—Basta de respuestas superficiales. Escarba.
Suspiré, me acurruqué en mi manta y me dispuse a escarbar.
—Es curioso —dije unos minutos después—. Mientras yo estaba aquí pensando en cómo vivían nuestros antepasados, me vino a la cabeza una imagen muy concreta y muy clara.
Ismael esperó a que prosiguiera.
—Tiene algo que ver con un sueño. O con una pesadilla. Está anocheciendo, y un hombre avanza por el borde de una montaña escarbando de vez en cuando. En este mundo, siempre está anocheciendo. El hombre es bajito, delgado, piel oscura y está desnudo. Corre medio encorvado, buscando pistas. Está cazando y parece desesperado. Está cayendo la noche y no tiene nada que llevarse a la boca.
»Corre sin parar, como si estuviera en una cinta rodante. De hecho es una cinta rodante, pues, cuando anochezca al día siguiente, él seguirá corriendo. Pero hay otras cosas que lo empujan a correr, además del hambre y la desesperación. Está aterrorizado. Detrás de él, aunque a lo lejos, sus enemigos lo vienen persiguiendo por el borde de la montaña para hacerlo picadillo: los leones, los lobos, los tigres. Por eso tiene que seguir corriendo por la cinta rodante durante toda su vida, siempre a un paso detrás de su presa y a otro delante de sus enemigos.
»El borde de la montaña, por supuesto, representa el filo de la navaja de la supervivencia. El hombre vive en ese filo y tiene que pelear perpetuamente para no caer al abismo. De hecho, es como si, en vez de él, fueran el borde de la montaña y el cielo los que estuvieran moviéndose. Él está corriendo in situ, atrapado allí, sin llegar a ninguna parte.
—En otras palabras, que los cazadores-recolectores llevan una vida muy dura.
—Sí.
—¿Y por qué es tan dura?
—Porque es una lucha por mantenerse vivos.
—Pero, en realidad, no es nada de eso. Estoy seguro de que eso lo sabes, lo guardas en otra parte de la mente. Los cazadores-recolectores no viven en el filo de la navaja de la supervivencia como tampoco viven ahí los lobos, leones, gorriones o conejos. El hombre se hallaba tan perfectamente adaptado a la vida en este planeta como cualquier otra especie, y la idea de que viviera en el filo de la navaja de la supervivencia es una simpleza biológica. Como omnívoro que es, su abanico alimenticio es inmenso. Hay miles de especies que pasarían hambre antes que él. Su inteligencia y destreza le permiten vivir bastante bien en unas condiciones que resultarían completamente insoportables para cualquier otro primate.
»En vez de estar constantemente buscando algo que comer, los cazadores-recolectores son la gente mejor alimentada de la Tierra; pasan buscando comida sólo dos o tres horas al día, lo que les convierte en la gente más reposada, o menos trabajada, del planeta. En su libro sobre la economía de la Edad de Piedra, Marshall Sahlings la llama “la primera sociedad opulenta”. Por cierto, la caza de hombres por parte de los depredadores es prácticamente inexistente. Ello se debe, sencillamente, a que éstos no constituyen ni mucho menos su plato favorito. Como ves, pues, tu visión fantasmagórica y terrorífica de la vida de tus antepasados es otra paparrucha más de la Madre Cultura. Si te parece, puedes confirmar todo esto por ti mismo en cualquier biblioteca.
—De acuerdo —contesté—. ¿Y bien?
—Ahora que sabes que es una paparrucha, ¿sigues pensando igual acerca de ese tipo de vida? ¿Te parece menos repulsivo ahora?
—Un poco menos repulsivo, tal vez. Pero repulsivo al fin y al cabo.
—Planteémoslo de este modo. Supongamos que formas parte del batallón de los sin techo del país. Sin trabajo, sin cualificación; tu mujer está igual, y tenéis dos hijos. Nadie a quien acudir, sin esperanzas, sin futuro. Pero yo te puedo dar una caja provista de un botón. Lo aprietas y, de repente, te trasladas a los tiempos prerrevolucionarios. Puedes hablar la lengua, tienes la cualificación que tiene todo el mundo. No tienes ya que preocuparte por ti ni por tu familia. Todo eso te lo dan ya hecho, pues formas parte de esta primera sociedad opulenta.
—De acuerdo.
—Qué, ¿aprietas el botón o no?
—No sé. Tengo que pensarlo.
—¿Por qué? No vas a decir adiós precisamente a una vida maravillosa. Según esta hipótesis, la vida que llevas aquí es desgraciada, y no tiene visos de mejorar. Entonces, será porque la otra vida te parece peor todavía. No es que no puedas decir adiós a la vida que tienes, es que no puedes abrazar esa otra vida.
—Sí, eso es.
—¿Qué hace que dicha vida os parezca tan horrorosa?
—No sé.
—Parece que la Madre Cultura ha hecho un buen trabajo contigo.
—Parece.
—Muy bien. Planteémoslo ahora de esta otra manera. Siempre que los Tomadores se han acercado a los cazadores-recolectores con la intención de expulsarlos de la zona que ocupan, les han intentado explicar que deben abandonar su modo de vida y convertirse en Tomadores, más o menos con estas palabras: «Esa vida que lleváis no sólo es desgraciada, sino que además es un error. El hombre no está hecho para vivir de esa manera. Así que no peleéis contra nosotros. Uníos a nosotros, a nuestra revolución, y juntos convertiremos el mundo en un paraíso para el hombre».
—Cierto.
—Bien, tú harás este papel, el del misionero cultural, y yo haré el del cazador-recolector. Y ahora explícame por qué la vida que a mi pueblo y a mí nos parece satisfactoria desde hace miles de años es triste, asquerosa y repulsiva.
—¡Cáspita!
—Bueno, empezaré yo. Bwana, tú nos dices que la manera como vivimos es desgraciada, equivocada y vergonzosa; que ésa no es la manera como se supone que debe vivir la gente. Esto nos desconcierta bastante, bwana, pues durante miles de años nos ha parecido siempre una buena manera de vivir. Pero si vosotros, que subís a los astros y enviáis palabras por todo el mundo a la velocidad del pensamiento, nos decís lo contrario, entonces nosotros intentaremos ser sensatos y escuchar lo que tengáis que decirnos.
—Mmmm…, ya veo que os parece buena. Esto es porque sois gente ignorante, analfabeta y con pocas luces.
—Exactamente, bwana. Nosotros esperamos que nos iluminéis. Decidnos por qué nuestra vida es desgraciada, sucia y vergonzosa.
—Vuestra vida es desgraciada, sucia y vergonzosa porque vivís como animales.
Ismael frunció el ceño, desconcertado.
—No comprendo, bwana. Nosotros vivimos como vive todo el mundo. Nosotros tomamos lo que necesitamos del mundo y dejamos el resto en paz, como hacen los leones y los ciervos. ¿Acaso llevan una vida vergonzosa los leones y los ciervos?
—No, pero eso es porque ellos son sólo animales. No está bien que los humanos vivan de esa manera.
—Ah —exclamó Ismael—, eso no lo sabíamos nosotros. ¿Y por qué no está bien vivir de esa manera?
—Pues porque… viviendo de esa manera… no controláis vuestras vidas.
Ismael me miró de soslayo:
—¿En qué sentido no controlamos nuestras vidas, bwana?
—No controláis la cosa más básica y necesaria de todas: vuestro suministro alimenticio.
—Me desconciertas un poco, bwana. Cuando tenemos hambre, salimos en busca de algo que comer. ¿Qué mayor control se necesita?
—Tendríais mayor control si lo plantarais vosotros mismos.
—¿Cómo es eso, bwana? ¿Qué importa quién plante los alimentos?
—Si los plantáis vosotros, entonces sabréis con total seguridad que van a estar ahí.
Ismael dejó escapar una risita, manifiestamente divertido.
—Ciertamente, me dejas boquiabierto, bwana. Nosotros ya sabemos con total seguridad que van a estar ahí. Todo en la vida es alimento. ¿Crees que los alimentos van a fugarse por la noche? ¿Adónde irían? Siempre están ahí, día tras día, temporada tras temporada, año tras año. Si no fuera así, yo no estaría aquí hablando ahora contigo.
—Sí, pero si los plantarais vosotros, podríais controlar cuánta comida hay. Podríais decir: «Bien, este año tendremos más boniatos, este año tendremos más alubias, este año tendremos más fresas».
—Bwana, esas cosas crecen en abundancia sin el menor esfuerzo por nuestra parte. ¿Por qué vamos a quebrarnos la cabeza plantando lo que ya está creciendo?
—Sí, pero… ¿no sufrís nunca penuria? ¿No os ocurre nunca que os apetezca comer boniatos pero descubrís que no hay ninguno a la vista?
—Sí, supongo que sí. Pero ¿no es lo mismo para vosotros? ¿No queréis a veces boniatos pero descubrís que no está creciendo en vuestros campos?
—No, porque si queremos boniatos, vamos a la tienda y compramos una caja de boniatos.
—Sí, he oído hablar de ese sistema. Dime una cosa, bwana. La caja de boniatos que compráis en la tienda…, ¿cuántas personas trabajan para que llegue esa caja hasta allí?
—Ah, cientos de personas, supongo. Agricultores, segadores, transportistas, limpiadores, mecánicos, embaladores, otros transportistas, desempaquetadores, dependientes y así sucesivamente.
—Perdona, bwana, pero eso parece una cadena infernal. Hacer todo eso sólo para aseguraros de que nunca os vais a sentir defraudados si un día os apetece comer boniatos. En mi pueblo, cuando queremos un boniato, simplemente vamos y lo arrancamos del suelo, y si no encontramos ninguno, ya encontraremos alguna otra cosa igual de buena. Así que no obligaremos a cientos de personas a trabajar para poner boniatos en nuestras manos.
—No ves el quid de la cuestión.
—Sin duda, bwana.
Ahogué un suspiro.
—Mira, te diré cuál es el quid de la cuestión. Si no controlas el suministro de alimentos, vivirás a merced del mundo. No importa que siempre hayas tenido bastante. Ése no es el quid de la cuestión. No puedes vivir dependiendo del capricho de los dioses. Ésa no es la manera como deben vivir los hombres.
—¿Por qué no, bwana?
—Pues… escucha. Supón que sales en busca de comida y que cazas un ciervo. De acuerdo, eso está muy bien. Estupendo. Pero no sabías que allí había un ciervo, no tenías el menor control sobre este hecho, ¿verdad que no?
—No, bwana.
—Bien. Al día siguiente, sales a cazar y no hay ningún ciervo a la vista. ¿No os ha ocurrido eso nunca?
—Muchas veces, bwana.
—Ya, pues a eso iba. Como no tenéis control sobre los ciervos, no tenéis ningún ciervo. ¿Y qué hacéis ahora?
Ismael se encogió de hombros.
—Pues cazaremos un par de conejos.
—Exactamente. No tendríais necesidad de ir por conejos cuando lo que queréis es un ciervo.
—¿Y ésa es la razón por la que llevamos un género de vida vergonzoso, bwana? ¿Ésa es la razón por la que deberíamos dejar a un lado la vida que tanto amamos para ir a trabajar a una de vuestras fábricas? ¿Porque comemos conejo al no habernos topado con ningún ciervo?
—No. Déjame terminar. No tenéis ningún control sobre los ciervos, ni tampoco sobre los conejos. Supón que salís a cazar un día, y no hay ningún ciervo ni ningún conejo. ¿Qué hacéis, entonces?
—Pues entonces, bwana, comemos otra cosa. El mundo está lleno de comida.
—Sí, pero escucha. Si no controláis nada de eso… —Me puse más serio—. Escucha, no hay garantías de que el mundo vaya a estar siempre lleno de comida, ¿verdad? ¿Es que no habéis padecido nunca sequía?
—Sí que la hemos padecido, bwana.
—Bien, ¿y qué pasa en tales ocasiones?
—La hierba se marchita, todas las plantas se marchitan. Los árboles no dan frutos. El ganado desaparece. El número de depredadores disminuye.
—¿Y qué pasa con vosotros?
—Si la sequía es pertinaz, también nosotros disminuimos en número.
—Quieres decir que os morís, ¿no es eso?
—Sí, bwana.
—¡Ajá! He ahí el quid de la cuestión.
—¿Acaso es vergonzoso morirse, bwana?
—No… Escucha, te diré cuál es el quid de la cuestión. Morís porque vivís a merced de los dioses. Morís porque pensáis que los dioses van a cuidar de vosotros. Eso vale para los animales, pero los humanos debemos buscar otras salidas.
—¿No deberíamos confiar nuestras vidas a los dioses?
—Pues no señor. Debéis confiar vuestras vidas a vosotros mismos. Es así como viven los humanos.
Ismael sacudió la cabeza, ponderando mis palabras.
—Ésa es una noticia realmente triste, bwana. Desde tiempos inmemoriales, hemos puesto nuestras vidas en manos de los dioses, y nos ha parecido que vivíamos bien. Dejábamos en manos de los dioses la tarea de sembrar y cultivar mientras nosotros llevábamos una vida despreocupada, y nos parecía que siempre habría suficiente en el mundo para nosotros porque… Bueno, mira simplemente: aquí estamos.
—Ya —repuse con tono enfadado—. Ahí estáis, pero ved cómo estáis. No tenéis nada. Estáis desnudos y sin casa. Vivís sin seguridad, sin comodidad, sin oportunidades.
—¿Y eso es por haber dejado nuestras vidas en las manos de los dioses?
—Con toda seguridad. Estando en las manos de los dioses, no sois más importantes que los leones, los lagartos o las pulgas. En las manos de estos dioses, que cuidan de los leones, los lagartos y las pulgas, no sois nada de particular. Sois sólo una especie animal más que alimentar. Espera un momento —agregué mientras cerraba los ojos para pensar—. Como digo, esto es importante: los dioses no establecen ninguna distinción entre vosotros y las demás criaturas. No, no es exactamente esto lo que quería decir. Espera un momento. —Volví a reflexionar, y dije al final—: Ya está. Lo que dan los dioses es suficiente para vuestra vida como animales. Esto no lo discuto. Pero, para vuestra vida como humanos, sois vosotros los que debéis buscar soluciones. Los dioses no se meten en eso.
Ismael me lanzó una mirada llena de perplejidad.
—Quieres decir que los dioses no están dispuestos a darnos algunas de las cosas que necesitamos. ¿No es eso, bwana?
—Eso me parece a mí, sí. Ellos os dan lo que necesitáis para vivir como animales, pero no lo que necesitáis además para vivir como humanos.
—Pero ¿cómo puede ser eso, bwana? ¿Cómo pueden ser los dioses suficientemente sabios para crear el universo, el mundo y la vida que hay en él y, sin embargo, carezcan de la sabiduría necesaria para darnos a los humanos lo necesario para ser humanos?
—No sé explicarlo, pero así es. Es un hecho. La vida del hombre estuvo en las manos de los dioses durante tres millones de años y, al final de ese largo período, el hombre no estaba mejor ni más adelantado que al principio.
—Sin duda, bwana, ésta es una noticia muy extraña. ¿Qué tipo de dioses son ésos?
Yo solté una carcajada.
—Ah, mi querido amigo, son unos dioses incompetentes. Por eso no debéis poner vuestras vidas en sus manos. Debéis poner vuestras vidas en vuestras propias manos.
—¿Y cómo se hace eso, bwana?
—Como te he dicho, tenéis que empezar plantando vosotros mismos los frutos que vais a comer.
—Pero ¿qué puede cambiar eso, bwana? Los alimentos son alimentos, los plantemos nosotros o los planten los dioses.
—Ése es exactamente el quid de la cuestión. Los dioses sólo plantan lo que necesitamos, mientras que nosotros podemos plantar más cantidad que la que necesitamos.
—¿Con qué fin, bwana? ¿Qué hay de bueno en tener más alimentos de los que se necesitan?
—¡Mierda! —exclamé—. ¡Ya lo tengo!
Ismael sonrió y repitió:
—¿Qué hay de bueno en tener más alimentos de los que se necesitan?
—¡Ése es el maldito quid de la cuestión! Cuando tienes más alimentos que los necesarios, entonces los dioses ya no tienen poder sobre ti.
—Podemos hacerles burla, ¿no?
—Exactamente.
A pesar de todo, bwana, ¿qué vamos a hacer con todos estos alimentos si no los necesitamos?
—¡Los guardáis! Los guardáis para frustrar los planes de los dioses cuando decidan que os toca pasar hambre. Los guardáis para que, cuando os envíen sequías, podáis decir: «A mí no me afectará, ¡maldita sea! Yo no voy a pasar hambre, y vosotros no podréis hacer nada, pues mi vida está ahora en mis propias manos».