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La lluvia fina aún seguía, y, cuando llegué hacia las doce del día siguiente, no había aún nadie por allí a quien hubiera que sobornar. Yo había cogido de un almacén de la Marina dos mantas para Ismael —y otra para mí, para que no fuera a pensar…—. Aunque las aceptó con renuencia, pareció bastante contento de tener algo con que abrigarse. Pasamos un rato sumidos en el abatimiento, y luego, un tanto a regañadientes, Ismael decidió arrancar:

—Poco antes de mi mudanza, me preguntaste, no recuerdo bien qué fue lo que dio pie a la pregunta, cuándo íbamos a tratar de la historia representada por los Dejadores.

—Así es.

—¿Por qué estás interesado en conocer esa historia?

Aquella pregunta me pilló completamente desprevenido.

—¿Y por qué no iba a estarlo?

—Estoy preguntando cuál era el fundamento de tu pregunta. Sabes que Abel está prácticamente muerto.

—Ya, es cierto.

—Entonces, ¿para qué conocer la historia que estaba representando?

—Devuelvo la pregunta: ¿y por qué no la puedo conocer?

Ismael sacudió la cabeza.

—No me gusta seguir en este plan. Aunque no pudiera decirte por qué no te la puedo contar, no sería razón suficiente para tener que contártela.

Estaba obviamente de mal humor. Yo no se lo podía reprochar, pero tampoco podía simpatizar con él, pues era él quien estaba insistiendo en crear mal ambiente. Preguntó:

—¿Lo quieres saber por pura curiosidad?

—No, yo no diría eso. Tú dijiste al principio que aquí se han representado dos historias. Ya conozco una de ellas. Nada más natural que quiera conocer la otra.

—¿Natural? —repitió, como si aquella palabra no le gustara demasiado—. Me gustaría que dijeras algo con un poco de más enjundia. Algo que me dé la sensación de que no soy el único que está utilizando el cerebro.

—Siento decirte que no sé a dónde quieres ir a parar.

—Ya sé que no lo sabes, y eso es lo que me irrita. Te has convertido en un oyente pasivo; parece que desconectas el cerebro cuando estás sentado ahí y que lo vuelves a conectar cuando te levantas para irte.

—No creo que eso sea cierto.

—Dime entonces por qué no es una pérdida de tiempo conocer una historia que ya ha desaparecido prácticamente.

—Pues…, yo no considero eso una pérdida de tiempo.

—Eso no basta. No se hace algo simplemente porque no sea una pérdida de tiempo.

Me encogí de hombros, sin saber por dónde tirar.

Ismael sacudió la cabeza, manifiestamente disgustado.

—Está claro que para ti ese conocimiento sería completamente inútil. Eso está más que claro.

—Pues para mí no lo está tanto.

—Entonces, ¿tú crees que hay un fundamento para conocer esa historia?

—Pues… sí.

—¿Cuál es ese fundamento?

—¡Dios! Simplemente quiero conocerla, y punto.

—No. Yo no puedo seguir en ese plan. Yo quiero seguir, pero no simplemente para satisfacer tu curiosidad. Vete y vuelve cuando puedas darme alguna razón auténtica para continuar.

—¿Una razón auténtica, como qué? Ponme un ejemplo.

—Muy bien. ¿Para qué molestarse en conocer la historia que representan los de tu cultura?

—Porque la representación de esa historia está destruyendo el mundo.

—Cierto. Pero ¿para qué molestarse uno en conocerla?

—Porque es, obviamente, algo que debe conocerse.

—¿Quién debe conocerlo?

—Todo el mundo.

—¿Por qué? A eso vuelvo siempre. ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué deberían los tuyos conocer la historia que están representando mientras destruyen el mundo?

—Para poder dejar de representarla. Para no seguir con el estropicio actual. Para ver que se hallan involucrados en una fantasía megalómana, en una fantasía tan demencial como el Reich de los Mil Años.

—¿Eso es lo que hace que la historia merezca conocerse?

—Sí.

—Bien, me alegra oírlo. Y ahora vete y vuelve cuando puedas explicar qué es lo que hace que la otra historia merezca conocerse.

—No necesito irme. Te lo puedo explicar ahora.

—Adelante.

—La gente no puede abdicar de su historia así como así. Eso es lo que intentó hacer la juventud en los años sesenta y setenta. Intentó dejar de vivir como Tomadores, pero no encontró otro modo de vida alternativo. Fracasó porque no se puede dejar de estar en una historia así como así: hay que tener otra historia en la que estar.

Ismael asintió, y preguntó:

—Y si existiera esa otra historia, ¿crees que la gente la escucharía?

—Sí, o al menos debería escucharla.

—¿Crees que la gente quiere oír hablar de ella?

—No sé. En mi opinión, no se puede querer algo hasta que no se sabe que ese algo existe.

—Cierto, cierto.