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Yo no había planeado aquello, en realidad yo no había planeado absolutamente nada, y no tenía la menor idea de lo que podía hacer. Reservé una habitación en el motel más barato que encontré y salí a comer y beber algo a ver si mientras se me ocurría alguna idea. Como a las nueve de la noche no se me había ocurrido aún nada, volví al recinto ferial a ver lo que se cocía por allí. Tuve suerte, por así decir: se estaba acercando un frente frío, y una lluvia fina pero pertinaz estaba enviando a casa a los numerosos visitantes.

¿Se siguen llamando peones los que trabajan en una feria? No se lo pregunté al hombre que estaba echando el cierre a la carpa. Debía de tener unos ochenta años. Yo le ofrecí un billete de diez dólares a cambio de poder comulgar un rato con la naturaleza en la persona del gorila, que, desde luego, no se llamaba Gargantúa. No pareció importarle un ardite la falta de ética de mi propuesta. Esbozó una risita sarcástica ante la escasa enjundia del soborno. Al ofrecerle otros diez, dejó una luz ardiendo junto a la jaula y se alejó, con paso renqueante, del lugar. Había grupos de sillas recogidas junto a cada uno de los escenarios; yo arrastré una y me senté.

Ismael me estuvo mirando unos minutos y finalmente me preguntó dónde lo habíamos dejado.

—Acababas de decirme que el relato del Génesis que empieza con la Caída de Adán y termina con el asesinato de Abel no es realmente como lo entienden los de mi cultura. Es el relato de nuestra revolución agrícola contado por algunas de las primeras víctimas de esa revolución.

—Y ¿qué nos queda por hacer, en tu opinión?

—No sé. Tal vez nos quede reducir todo esto a un común denominador. No sé todavía cuál puede ser la suma de todas estas partes.

—De acuerdo. Déjame pensar un poco.